Relatos 1913-1927 (7 page)

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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

BOOK: Relatos 1913-1927
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El ciego atravesó una pradera y llegó a un arroyo en el que sumergió un pie. Pensó: «Ahora moriré. Ahora seré arrastrado por el río. Job no era ciego. Nadie ha soportado nunca carga tan pesada».

Y echó a nadar aguas abajo.

La ayuda

En un país salvaje vivía una vez un hombre malo llamado Lorge. Tenía la mano pesada, y donde golpeaba no volvía a crecer la hierba. Estrangulaba a los campesinos y se acostaba por la fuerza con sus mujeres; devoraba el patrimonio de los huérfanos, bebía aguardiente de una cuba como un toro bebe agua, y en su borrachera hablaba, de noche, con los árboles. Aunque era un auténtico flagelo, nadie podía tocarle un pelo porque era fortísimo.

Un día, en un combate, aquel hombre recibió un golpe en los ojos y quedó ciego. Se hallaba en medio de una pradera, en pleno mediodía, y hete aquí que el sol se ocultó a toda prisa para él, y el viento empezó a ulular muy fuerte a su alrededor. Sus servidores ahuyentaron al enemigo, pero Lorge se pasó el día entero sentado en un tocón de árbol, meditando.

Cuando la noticia llegó a las aldeas, hubo grande y general regocijo. La gente creyó que Dios había intervenido, pues aún no sabía que el contrincante de Lorge era peor que él.

Este hombre extendió entonces su mano protectora sobre el vencido Lorge e hizo saber que quien le hiciera algo que pudiese acortar su vida, correría una suerte igual a la del propio Lorge. Cuando éste oyó aquello, volvió a reirse por vez primera después de su desgracia.

Siguió viviendo en su granja, y nadie le hacía el menor daño. Sus siervos vivían a cuerpo de rey a costa de su hacienda, y dejaban al ciego solo en su habitación. Pero no olvidaban poner a su lado la cuba de aguardiente.

Lorge, sin embargo, no tocaba la cuba de aguardiente, y cuando los siervos vieron que se había vuelto un hombre pío y con la cuba no hacía más que tropezar, volvieron a quitársela. Lorge nada dijo. Estaba esperando algo.

Esperó tres semanas y no ocurrió nada. Entonces empezó a comprender que, en lo sucesivo, jamás volvería a ocurrirle nada. En la pared había un agujero. Por él penetraba un viento frío, débil, o bien un sol débil, cálido. La mesa a la que se sentaba tenía un número de agujeros y rayas que permanecía invariable. A ratos cantaban los servidores, fuera. Si uno daba vueltas, era fácil caerse. Costaba mucho dormir. Esas serían las experiencias de Lorge desde entonces hasta la eternidad. Quizás algún día también llegara el amén.

Un día salió de su habitación y se apoyó contra un tilo que le gustaba mucho, sobre todo por su copa. Al apretar la mejilla contra el tronco, sintió temblar al árbol y pudo imaginarse una vez más aquella copa, que se mecía al viento. El árbol tampoco podía ver y vivía siglos. Tenía
otra
manera de vivir. Lorge lo visitaba con frecuencia, aunque era muy ridiculizado por tener una nueva amante.

Pero al cabo de tres semanas mandó enganchar un carro y se hizo conducir a casa de su vecino. El vecino era amigo suyo. En la época en que Lorge perdió la vista, él no estaba allí. Y al ver ahora a ese hombrón pálido y grueso en un carro de adrales, quedó muy confundido y tuvo miedo del destino. Se acercó al carro y saludó a Lorge, quien se puso en pie, tambaleante, y su escasa cabellera clara ondeó en su enorme cabeza; luego abrió los ojos y le dijo:

—Tienes que ayudarme, hermano. Ahora no puedo ver.

El otro lo invitó a su casa y le aseguró que deseaba ayudarlo. Pasaron la noche juntos, y el vecino se puso a beber. Lorge, en cambio, no bebió un solo trago, pues siempre que bebía le entraban tantas ganas de lanzarse fuera y hacer maldades que nada podía hacer por evitarlo. Y el vecino se sintió muy conmovido por el hecho de que Lorge ya no pudiera cometer maldades.

Al amanecer encomendó a Lorge a su mejor criado y partió a vengarlo junto con el resto de sus siervos. Pero esa misma tarde era ya un cadáver que nunca más necesitaría ayuda.

Lorge jamás lo supo. Pues cuando oyó que su amigo quería vengarlo, quedó amargamente desilusionado y dijo a su criado:

—Chiquillo, tengo algo que hacer. Deberás ayudarme.

Y el criado aceptó ayudarlo.

Y volvieron a recorrer, esta vez a pie, el camino hasta el cortijo de Lorge, caminando todo el día. Pero a una hora escasa del cortijo, Lorge se desvió del camino y se hizo conducir a la finca de su mayor enemigo entre los campesinos. Sabía que éste debía de estar en la fiesta de San Juan aquella noche. Penetró, pues, a tientas en la casa, ayudado por el criado, y entre los dos trataron de violar a la mujer del campesino. Pero no lo consiguieron, y la mujer huyó en camisón adonde estaba su marido, quien regresó antes de que amaneciera. En su habitación encontró al ciego Lorge esperándolo. Y cuando el campesino entró dispuesto a matarlo, Lorge le dijo:

—No quise irme con tu mujer mientras pude ver su aspecto. Pero ahora es ella la que no me quiere.

El campesino advirtió entonces el enorme esfuerzo que Lorge desplegaba para irritarlo, y se limitó a hacerlo echar de su casa por dos criados. Y Lorge volvió a tientas a su casa. Las cosas no andaban bien en su cortijo; se dio cuenta pese a la ceguera, pero no le importaba. En cualquier caso era mejor eso y no que todo siguiera su andadura habitual. Nadie se ocupaba de Lorge, a menudo se olvidaban de llevarle la comida y a veces lo encerraban en la habitación con cerrojo, obligándolo a hacer sus necesidades junto a la cama. Además, la lluvia se colaba por el tejado y el viento silbaba entre las rendijas. Los campos permanecían sin cultivar y los animales eran sacrificados o perecían en sus inmundos establos. Los siervos se pasaron el final del invierno bebiendo y armando jaleo, y la gente del vecindario daba un gran rodeo para evitar la casa. Miraban de lejos aquel infierno donde el ciego se iba consumiendo en su rincón, y se alegraban.

Pero en marzo, justo cuando empezaban las grandes tormentas, Lorge se puso un buen día en marcha, a solas, muy de madrugada. Recorrió caminos cenagosos, corroídos por la negra lluvia y azotados por vientos huracanados, y con los pies tenía que ir tanteando el camino, aunque a menudo se perdía en praderas enlodadas. En las comarcas donde no lo conocían, lo invitaban de vez en cuando a pernoctar en su casa, y aquellos fueron sus últimos días buenos.

Por último anduvo día y noche, y en abril llegó al cortijo de su hermano. Estaba entre la servidumbre cuando, por la tarde, el hermano volvió de una partida de caza. Pero éste lo reconoció en el acto y detuvo su caballo. Y Lorge, entre la gente que lo empujaba de un lado a otro, dijo hablando al aire: «No puede ser. Tiene que ayudarme». Su hermano entonces se apeó del caballo y vio que estaba muy sucio y descarnado, además de ciego, y le echó los brazos al cuello y lloró por él.

Pero esa noche se sentaron juntos a beber, y Lorge también bebió, pues ahora ya no se enfurecía. Contóle a su hermano todo lo que le había sucedido, y cuando llegó al momento en que el campesino lo hizo expulsar de su cortijo por dos criados, el hermano se levantó y cerró las ventanas. Luego salieron a pasear por la finca, cogidos del brazo.

Y Lorge siguió contando y le contó cómo nadie se había metido con él y todos lo habían esquivado y no habían querido ayudarlo. Su hermano lo condujo entonces a un lugar en el que la muralla caía abruptamente al foso hasta unos veinte pies y le dijo: «Ten cuidado, que si das un mal paso te romperás los huesos». Y Lorge se soltó del brazo.

Pero el hermano vio cómo las piernas de Lorge buscaban cautelosamente el camino sobre la muralla, y el ciego no dio ningún mal paso. No dijo nada más, pero la cara se le ensombreció y el sudor cubrió su frente mientras avanzaba con gran cuidado.

Cuando volvieron a la habitación y pudieron oír sus resuellos —pues ambos eran altos y fuertes y el cuarto muy pequeño—, se pusieron a beber de nuevo y el hermano se quejó del mundo, al que calificó de cruel valle de lágrimas. Lorge se puso en pie y se inclinó husmeando en busca de su hermano y los dos quedaron frente a frente como en su juventud. Lorge había sido el menor, pero esta vez dijo: «Pues yo te digo que es lo más bonito que hay. Y no me contradigas».

El hermano se sentó y no dijo nada más, pero bebió mucho. Lorge, por su parte, volvió a sentarse al cabo de un rato.

Estaba amaneciendo cuando salieron de la habitación y el hermano puso una espada en las manos de Lorge. Pero desde lo que Lorge dijera sobre el mundo no habían intercambiado más palabras. Cuando el ciego palpó el objeto y advirtió que era una espada, titubeó, respiró profundamente y miró al aire con sus ojos ciegos, sin parpadear.

Luego echaron a andar lado a lado, y el hermano le servía de apoyo a Lorge, que era ciego.

Llegaron a un lugar del bosque en el que se alzaba un tilo, y allí se detuvieron con el torso desnudo, imponentes ambos con la espada en las manos. Pero fue el propio Lorge quien inició el ataque.

Su hermano contraatacó y ambos se enzarzaron en un largo combate. Lorge se defendió bien, y como su arma era poderosa, arrinconó a su hermano contra el tilo sin darle opción a moverse a la derecha ni a la izquierda. Y el hermano, al ver que su vida corría peligro, cogió la espada con ambas manos y, cerrando los ojos, descargó un mandoble.

El Meier de Java

Pensándolo bien, Samuel Kascher ha sido uno de los hombres más singulares que he llegado a conocer. Era pescadero de profesión, pero, como él mismo afirmaba, eso no quería decir mucho, pues su padre se había hecho con la pescadería por matrimonio. No le pasó por la mente que hubiera podido elegir cualquier otra profesión ni siquiera muchos años después de que fuera demasiado tarde. Por lo demás, sobre su pequeña y blanca casita de una planta pendía continuamente la amenaza de la bancarrota, pese a lo cual podía descubrirse en él una sola pasión, que fue la que nos llevó a relacionarnos: estaba abonado —y esto era un lujo que rebasaba con creces sus posibilidades— a casi todos los periódicos alemanes de importancia, que leía detenidamente. Justificaba aquel gasto —para él muy elevado—, aduciendo que en la tienda necesitaba papel para envolver el pescado. Era evidente que de vez en cuando lo atormentaban extrañas crisis de mala conciencia que, no sin cierto despliegue de ingeniosidad, le llevaban a asegurar a todo el mundo que sus aparentes entretenimientos los cultivaba pensando única y exclusivamente en su pescadería (con la que su padre se había hecho por matrimonio). Única y exclusivamente por su pescadería se dedicaba también a ciertos ejercicios criminalistas; pues así como consideraba que un buen periódico era una buena publicidad para el pescado envuelto en él, también creía poder atraer a los amantes del pescado mediante charlas interesantes. Al menos es lo que creía durante sus crisis de mala conciencia. Uno de sus casos más curiosos era la historia del Meier de Java.

Una tarde estaba yo sentado en el cobertizo de madera marrón que se alzaba detrás de su tienda y olía a aceite de hígado de bacalao y a pescado, entre periódicos viejos y junto a la cortina blanca de la ventana que daba al patio. Y Kascher, que en ese momento dibujaba iniciales en su libro mayor, así como en el papel secante, me empezó a contar, con su ritmo pausado, un suceso ocurrido la noche anterior en la Brunnengasse (calle en la que se encuentra su tienda) y del que había oído hablar a las cocineras del vecindario; pues aunque él oyó el disparo, no se levantó «espontáneamente».

El caso es que esa noche, entre las doce y la una, los vecinos de la Brunnengasse fueron despertados y atraídos a sus ventanas por un disparo de revólver que resonó en plena calle. Frente a la casa número siete, en la que vivía el ingeniero Meier, había un hombre con una bicicleta y un revólver parado en medio de la calle, y cuando Meier se asomó a la ventana en camisa de dormir, según vieron los vecinos de la casa de enfrente, el hombre le gritó algo.

Mientras me iba contando la historia, el pescadero abrió la puerta que daba a la tienda y penetró en el oscuro recinto donde los peces muertos flotaban en los barriles. Abrió una ventana que daba a la calle y dijo a media voz: «Debió de haber estado allí delante y gritar muy fuerte en medio de la noche». Pero yo no quería pasar por entre esos pescados y me imaginé fácilmente al hombre de pie en aquella esquina y también al ingeniero, que ahora yacía rígido en la casa de enfrente, probablemente bajo una sábana que lo cubriría al menos hasta la barbilla.

El hombre habría gritado: «¡No te olvides de Java, del bungalow 17 y de la pobre Lizzie! ¡Y no salgas de viaje!» Luego montó en su bicicleta y se marchó.

Pero esa mañana habían encontrado al ingeniero Meier ahorcado en un bosquecillo por el que solía pasearse cada día, aunque a cierta distancia del camino. La cuerda se había roto por la mitad, uno de sus extremos colgaba de la rama, y el ingeniero yacía en el suelo. La prensa decía que los motivos del suicidio eran bastante oscuros, «tal vez hubiera que buscarlos en las impenetrables selvas de la lejana Java, donde Meier había trabajado una vez en la construcción de un puente».

El pescadero seguía dibujando artísticas iniciales mientras me contaba la historia sin añadirle ningún ornamento. Luego me miró con sus ojos de carey y dijo:

—En el fondo, los argumentos están todos a la vista, aunque falten algunos eslabones. Quizás yo podría añadir que hoy por la mañana no ha llovido, que la rama de la que se colgó el Meier de Java era una rama gruesa, y que en un principio, es decir ayer por la tarde, el ingeniero aún tenía la intención de hacer hoy día un breve viaje a Frankfurt. De todo esto podría usted deducir, sin duda, que se trata de un crimen perfecto.

Y al decir esto Kascher se puso en pie —llevaba un traje marrón— y volvió a atravesar la tienda hasta la ventana, para mirar hacia fuera. Tenía una forma muy astuta de escenificar sus historias de terror; utilizaba cuidadosamente los malolientes pescados, la oscuridad del recinto y la cortina blanca, sin desdeñar para nada el brutal efecto de dejarme solo en el cobertizo.

—Yo no lo veo así. ¡Que me descabellen si no es un suicidio puro y simple! El hombre quiere viajar y no viaja; tiene, pues, mala conciencia, despertada por el grito de alarma de ese individuo la noche anterior. Eso es todo.

El pescadero giróse a medias en la habitación contigua y dijo, en un tono algo inexpresivo:

—Hay quienes piensan que aquel hombre quiso prevenirlo.

Advertí claramente que mi idea iba imponiéndose:

—Ajá, ¿y cómo es que el Meier de Java, que tuvo el suficiente respeto para tomarse a pecho esa… llamémosle advertencia de que no viajara, no la tuvo tan en cuenta para renunciar a su paseo habitual?

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