Relatos 1913-1927

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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

BOOK: Relatos 1913-1927
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La obra narrativa de Bertolt Brecht (1898-1956), cuyos inicios coinciden con la cristalización de su temprana vocación literaria, se entrecruzó a lo largo de la vida del autor con el resto de su labor creativa y estuvo animada por los mismos objetivos que guiaron su producción teatral y poética. Los RELATOS —divididos en dos volúmenes— recogen la totalidad de la obra brechtiana en este campo siguiendo un orden cronológico. Este primer tomo reúne las narraciones breves publicadas en diversos periódicos y revistas entre 1913 y 1927, además de algunos inéditos correspondientes a este mismo período. A partir de la aparición de la breve parábola
La guerra balcánica
la publicación de sus primeros relatos en una revista de Augsburgo marcha en paralelo con sus primeras tentativas en el campo del periodismo.

Bertolt Brecht

Relatos 1913-1927

Narrativa completa - 1

ePUB v1.1

Chachín
20.08.12

Título original:
Prosa. Aus «Gesammelte Werke», Band Vund Band VI

Bertolt Brecht, 1913-1927.

Traducción: Juan J. del Solar B.

Diseño/retoque portada: Orkelyon

Editor original: Chachin (v1.0 a v1.1)

ePub base v2.0

Guerra balcánica

Un hombre viejo y enfermo caminaba por el campo. De pronto lo asaltaron cuatro mocetones y le quitaron sus pertenencias. Triste, el anciano prosiguió su camino. Pero en la encrucijada más cercana vio, sorprendido, cómo tres de los ladrones atacaban al cuarto para despojarlo del botín. Durante la trifulca, éste cayó al suelo. Lleno de alegría, el anciano lo recogió y se alejó a toda prisa. Pero en la ciudad más próxima fue detenido y conducido ante el juez. Allí estaban los cuatro mocetones, nuevamente bien avenidos, y lo acusaban:

Pero el juez dictaminó lo siguiente:

El anciano debería devolver a los jóvenes el último bien que le quedaba. —De lo contrario —dijo el sabio y justo magistrado— esos cuatro individuos podrían sembrar la discordia en el país.

Historia de uno que jamás llegaba tarde
Sátira

Érase una vez un tipo inteligente. Muy inteligente. Monstruosamente inteligente. Tan inteligente que, en las noches serenas, oía crecer los árboles y toser a las lagartijas tísicas. Pues sí, era incluso más inteligente. Es lo que también creía todo el mundo y, claro está, él mismo más que nadie. Lo cual es absolutamente decisivo. ¡Cómo no iba a conocerse a sí mismo! Pues nada: era muy inteligente. Algo valiosísimo, sin duda. Pero tenía una cualidad que era cien, no, mil, no, cien mil veces más valiosa aún: jamás llegaba tarde. «En el mundo puede ocurrir todo, lo que sea, pero que alguna vez yo llegue tarde es algo tan absolutamente imposible como pretender que un asno sea un camello. ¡Así es!» Eso lo decía él mismo. Y él tenía que saberlo, ¿verdad?

Y el jovenzuelo se fue haciendo hombre y crecía en virtud y sabiduría. Y sus parientes se preguntaban seriamente a dónde iría a parar todo aquello, y si era posible que hubiera tanta astucia como la que el chico poseía.

Entretanto, y mientras los parientes y conocidos discutían y se hacían lenguas sobre lo que el talentoso joven llegaría a ser algún día, éste meditaba con particular atención sobre tan importante problema.

Aún estaba indeciso entre ser Príncipe de los poetas o Emperador de los soldados.

Ambas profesiones tenían su lado bueno.

¿Príncipe de los poetas? Hmm, podría ser, después de todo. Su parentela no hubiera tenido nada que objetar. Ya había escrito poemas maravillosos. Su talento estaba demostrado. Su espléndido poema «El amor» era todo un paradigma clásico. Ya la copla final

Amor divino y glorioso,

que surges del corazón,

con tu impulso tan hermoso,

vences del dolor la acción.

se hallaba por encima de toda crítica. La excelencia de otro de sus poemas quedaba demostrada por su publicación en uno de los últimos números de la revista «Gartenlaube». De modo, pues, que Príncipe de los poetas era una posibilidad a tener en cuenta.

N.° 2: Emperador de los soldados tampoco estaría mal.

Claro que el talentoso joven no hubiera aceptado nada
por debajo
de un imperio franco-español. ¡Ni hablar! Además, conquistarlo era muy fácil. Bastaba con entablar amistad íntima con el ex rey de Portugal, volver con éste a España y, después de asesinarlo, hacerse proclamar emperador. ¡Sencillísimo! ¿Verdad? Tempranamente había puesto ya de manifiesto sus dotes militares.

Emperador de los soldados tampoco era, pues, una opción despreciable.

Y así, el pobre y talentosísimo joven vacilaba entre dos profesiones. Pues ambas tenían también sus desventajas. El Príncipe de los poetas tenía que saber componer algún poema, por desgracia. Y el Emperador de los soldados tenía que empezar por buscar a ese rey necio al que quería destronar.

Estuvo mucho tiempo indeciso.

Hasta que por fin decidió ser dependiente en un gran almacén. Y lo fue. Pues lo que se proponía, lo llevaba siempre a cabo. Y era feliz entre las latas de arenques y las cajas de sombreros.

Su ideal ahora era convertirse en Rey de la bolsa. ¡Pero en uno que pudiera llamar pordioseros a los Rothschild! Y entonces, por esa época, cuando él tenía exactamente quince años, se produjo un acontecimiento. El talentoso joven se enamoró. La primera consecuencia de ello fue que el dependiente de comercio, alias Príncipe de los poetas, tocado por un Eros ávido de rosas, parió un poema…, un poema… ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué clase de poema? Pues una gran obra, una revelación. Comprendía veinte estrofas y llenaba un cuadernillo íntegro. Cada estrofa tenía diez versos, cada verso, doce palabras… Algo colosal. ¡Titánicamente grandioso!

Pero no fue sino el primero. En el segundo juró convertir en su esposa a «la bella de los ojos negros». Lo juró al nocturno y misterioso resplandor de una vela, y por su barba. Y al hacerlo cogió entre sus dedos los dos pelillos de un centímetro de largo que constituían su barba, uno de los cuales, por desgracia, se desprendió. Y ahí empezó la cosa. Se puso de manifiesto que nuestro querido Príncipe de los poetas tenía un pequeño fallo. Era tímido. Siempre que se encontraba con su futura esposa, la esquivaba, temeroso, dando un gran rodeo.

Y así pasaron meses, años y decenios. Siglos… Bueno, he ido demasiado lejos. Transcurrieron sólo dos meses. Y un día —estaba lloviendo— la vio del brazo de otro. Aquella tarde no supo cómo volvió a su casa. Solo, abandonado por Dios y por los hombres, se echó a llorar en su solitario cuartito.

Que los hombres serios lloren es mala señal…

Pero luego se mesó la barba, es decir, tiró del último pelo que le quedaba en la barbilla. Y se puso melancólico. Se pasaba días enteros absorto en sombrías cavilaciones, meditando tras las latas de arenques. Meditaba sobre un problema:
un extraño problema
. Era el siguiente: ¿Cómo puede ser que alguien
tan
inteligente llegue tarde?

Se pasaba largo rato pensando…

Con el tiempo perdió el juicio. No hacía más que murmurar: Y yo no llego tarde.

Y si es que no se ha muerto, todavía ha de estar vivo…

Cuento

Había una vez un príncipe, muy lejos, en un país de leyenda. Como no era más que un soñador, le encantaba tumbarse en una pradera cercana al palacio y, con la mirada fija en el cielo azul, perderse en ensoñaciones. Pues en aquella pradera las flores eran más grandes y hermosas que en cualquier otro lugar.

Y el príncipe soñaba con castillos blancos, blancos, con altísimos espejos y terrados luminosos.

Pero ocurrió que el viejo rey murió y el príncipe le sucedió. Y el nuevo rey solía instalarse en los terrados de castillos blancos, blancos, con altísimos espejos.

Y soñaba con una pequeña pradera donde las flores eran más grandes y hermosas que en cualquier otro lugar.

La madre y la muerte

Era una lúgubre y despiadada noche de diciembre. La tormenta pasaba rugiendo sobre los tejados de la ciudad, se aferraba a las chimeneas, descendía por ellas con gran estrépito y arremolinaba los grandes copos de nieve blanca que, desde el mediodía, habían caído ininterrumpidamente del cielo gris de diciembre.

En el saloncito del maestro cerrajero Rottenbrocker reinaba aquella noche, mientras afuera bramaba la tormenta, un ambiente de plácida intimidad. En la salita de estar, de techo bajo, el maestro cerrajero se hallaba sentado a una mesa rectangular. Era un hombre pequeño, inquieto, con rostro de expresión férrea, ojos de un azul acerado, cabellera hirsuta y un espeso y bien cuidado bigote sobre el trazo firme de la boca. La camisa arremangada dejaba al descubierto sus morenos brazos, que él tenía apoyados sobre la mesa mientras leía el periódico a la clara luz de una lámpara de petróleo.

En el rincón derecho de la habitación, oculta en la penumbra, se hallaba la cama donde Frau Marie Rottenbrocker, ya fuera de cuenta, esperaba que el parto sobreviniese de un momento a otro. Era una mujer seria, de mediana edad, alta y descarnada, con un rostro sombrío y hermético y un par de ojos duros, sobre los que planeaba un aura de pesarosa amargura. Era una mujer tranquila y trabajadora, Frau Marie Rottenbrocker. Tampoco hablaba mucho. Jamás tenía tiempo para su marido, cuyas caricias soportaba a regañadientes. Las caricias y los besos no eran lo suyo.

Por fin iba a cumplirse ahora su deseo común de tener un hijo. Ya llevaban semanas esperándolo; hacía tiempo que Ludwig no frecuentaba la taberna ni asistía a reuniones políticas para poder estar presente a la hora del parto. Todo estaba ya preparado. Ludwig sólo tendría que correr a casa de la comadrona y, si era necesario, telefonear al médico. Y ahora que estaban allí, el maestro cerrajero sentado a la mesa, su esposa sentada en la cama, ambos meditaban sobre lo mismo: el niño. Y la mirada de la mujer adquirió brillo y serenidad. Siempre habían deseado un hijo, pero mientras el maestro prefería una niña, el ideal de su esposa era un niño hermoso y de altas prendas, que algún día se hiciera cargo del taller de su padre. Así estaban ambos, absortos en sus pensamientos. El reloj desgranaba su tic-tac, y la tempestad hacía vibrar las ventanas. ¡El ambiente era tan agradable en la habitación! De pronto, Frau Marie lanzó un grito y se desplomó de espaldas en la cama. El maestro cerrajero se puso en pie de un salto, aterrado, y al verla allí tumbada, tan pálida e inmóvil, descolgó su sombrero y echó a correr, perdiéndose en la noche. La mujer se quedó sola en la cama. Y mientras yacía así tan solitaria, apretándose el dolorido vientre con sus manos huesudas y desolladas, tuvo de pronto un extraño sueño.

Vio a su marido solo en la habitación. Frente a él, sentado en una sillita alta, jugueteaba un niño rubio. El chiquillo se parecía a su marido. De ello dedujo que era su hijo. Pero le extrañó no verse a sí misma sentada a la mesa. Llena de asombro, siguió la mirada de su marido que se deslizó por la pared vacía hasta detenerse en un punto. La mujer vio que allí había un cuadro colgado y, al observar con más detenimiento, comprobó que era su retrato. Esa fotografía se la había regalado a su marido el día de su boda. Pero, ahora, una corona de hiedra verde se enroscaba en torno al retrato. La solitaria mujer se dio entonces cuenta de lo que eso significaba: iba a morir.

Se despertó bruscamente de su sueño. Pero como toda su vida había sido una mujer juiciosa, aquella vez también supo lo que debía hacer. Y se puso a rezar. Rezó por su marido y por el hijo que tenía en el vientre. Y mientras rezaba, de sus ojos bondadosos e inteligentes iban rodando lágrimas que se mezclaban con el sudor de miedo que goteaba de su pálida frente.

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