El hombre daba vueltas por la habitación oscura, iba de ventana en ventana, miraba el vacío y los tejados azules de allá abajo, y se retorcía las manos. Aquello era insoportable. Ya habían pasado siete días.
Luego se tumbó en la cama. «Uno no es responsable», pensó. «Este planeta es algo meramente provisional. Avanza por el espacio con muchos otros, con una serie de astros, en dirección a una estrella de la Vía Láctea. En un planeta así uno no es responsable», pensó. Pero la oscuridad se había hecho excesiva en la cama.
Tuvo que levantarse y encender velas; encontró cinco, las cogió, las encendió y las puso en las esquinas de la cama; dos en la cabecera, dos a los pies y una en la mesita de noche. Ahora había cinco luces. «Algún significado tendrá», pensó.
Pero después de todo aquel esfuerzo sintió el hedor de los cadáveres de ambos padres. ¿Que debía mudarse al balcón? Por supuesto que no lo hizo. Eran imaginaciones suyas. Y además no tenía balcón.
«Si me muriese», se dijo el hombre; «pero es imposible salir del círculo. Estoy atrapado. El cubrepiés es rojo aunque yo no lo quiera, y seguirá siendo rojo aunque yo me muera. El cubrepiés es más fuerte que yo. Seguro que no tiene ningún deseo. No puede hacer el tonto».
Las moscas zumbaban. Atrapó una. Para hacerlo se arrodilló en la cama y pasó la mano por la pared, sueltas las mangas de camisa, a la luz de las cinco velas. Cuando la tuvo, pensó: «Una ocupación provechosa a la hora de la muerte».
«Si me muriese», pensó. «Quisiera tener un hijo. Tal vez tenga un hijo. Cuando muera no habrá gallo que me cante. Si permanezco vivo, tampoco habrá gallo que me cante. Haga lo que haga, ningún gallo me
cantará
».
El hombre se levantó, inquieto, y se echó un capote de soldado sobre la camisa. Así salió a la calle. La oscuridad no era muy grande, se veían pasar nubes húmedas, apelotonadas. Las negras chimeneas se perfilaban, rígidas, contra el cielo.
El hombre siguió caminando, las manos en los bolsillos. Entonaba entre dientes: «Qué entrañables son las lágrimas de una novia cuando el novio le encaja uno en el ojo». Luego apretó el paso, adelantando a los demás transeúntes, y acabó cantando en voz alta, en mangas de camisa; pues tiró el capote; en un planeta así no se necesita capote.
Y recorrió calles y plazas salmodiando en voz alta y sin enterarse de nada.
Un hombre tenía una mujer que era como el mar. El mar se transforma con cualquier ráfaga de viento, pero no se agranda ni se reduce, tampoco cambia de color ni de sabor, ni se endurece o reblandece; cuando el viento cesa, recupera la calma y vuelve a ser el mismo de antes. Y el hombre tuvo que hacer un viaje.
Y al marcharse entregó a su mujer todo cuanto tenía: su casa y su taller, el jardín que rodeaba a la casa y el dinero que había ganado.
—Todo esto es propiedad mía y también te pertenece. Tendrás que cuidarlo.
Ella entonces le echó los brazos al cuello y le dijo con voz llorosa:
—¿Cómo lo haré? Si soy una mujer necia.
Pero él la miró y le dijo:
—Si me amas, podrás hacerlo.
Y con estas palabras se despidió.
Al quedarse sola, la mujer sintió mucho miedo por todo lo que tenía entre sus débiles manos, y se angustió muchísimo. Por eso buscó la protección de su hermano, que era una mala persona y la engañó. Y por eso se le fue reduciendo más y más el patrimonio, y cuando se dio cuenta, se desesperó y no quiso comer más para que no siguiera menguando; y como tampoco dormía por la noche, cayó enferma.
Permanecía echada en su habitación sin poder cuidar de la casa, que fue deteriorándose, y el hermano vendió los jardines y el taller y no se lo dijo a la mujer. Esta, echada entre sus almohadones, no decía nada y pensaba: «Si no digo nada, no meteré la pata, y si no como, el patrimonio no seguirá reduciéndose».
Y ocurrió que un día hubo que subastar la casa. Llegó mucha gente de todas partes, pues era una casa preciosa. Y la mujer, acostada en su habitación, oía a la gente y los golpes del martillo y cómo la gente se reía y decía: «La lluvia se cuela por el techo y la pared se desmorona». Luego se sintió débil y se durmió.
Cuando despertó, se encontró en un cuartucho de madera, acostada en una cama dura. Sólo había un ventanuco muy pequeño a gran altura, y el viento frío se colaba por todas partes. Y entró una vieja que le habló en tono áspero y le dijo que habían vendido su casa, pero que la deuda aún no había sido saldada y que a ella le daban de comer por compasión, compasión por su marido, que se había quedado sin nada. Al oír esto, la mujer fue presa de gran confusión y desconcierto, y se levantó y a partir de aquel día empezó a trabajar en la casa y en los campos. Iba pobremente vestida y no comía casi nada ni ganaba nada, porque no exigía nada. Y un día oyó decir que su marido había vuelto.
En ese momento la invadió un gran miedo. Entró rápidamente y se desgreñó el cabello y buscó una camisa limpia, pero no había ni una. Se alisó los pechos, con ánimo de esconderlos, y los encontró secos y descarnados. Y salió por una puertecita trasera y echó a correr sin rumbo.
Cuando llevaba un rato corriendo, se le ocurrió pensar que él era su marido y que ambos se pertenecían y ahora estaba huyendo de él. Entonces dio media vuelta y volvió a toda prisa sin pensar más en la casa, el taller, ni la camisa, y lo vio de lejos y corrió hacia él y le echó los brazos al cuello.
Pero el hombre estaba en medio de la calle y los vecinos se reían de él desde sus puertas. Estaba hecho una furia, pero tenía a su mujer abrazada al cuello, y ella no apartaba la cabeza de su hombro ni los brazos de su nuca. Y la sintió temblar y pensó que era de miedo, por haberlo perdido todo. Pero de pronto ella alzó la cara y lo miró, y él vio que no era miedo, sino alegría, que estaba temblando de pura alegría. Entonces tuvo una idea y él también se estremeció y la rodeó con sus brazos y sintió claramente la delgadez de sus hombros y le dio un beso en plena boca.
Un hombre sencillo vivió treinta años bien y sin excesos, y luego se quedó ciego. No podía ponerse debidamente la ropa sin ayuda de otros y hasta lavarse le resultaba difícil. Su situación era tal que la muerte hubiera sido una liberación no sólo para él.
Sin embargo, sobrellevó los primeros tiempos con cierta entereza. Aquello duró más o menos mientras aún pudo ver cosas en sueños, por la noche. Luego, su situación empeoró.
Tenía dos hermanos que se lo habían llevado a vivir con ellos y cuidaban de él. Durante el día trabajaban, y el ciego se quedaba solo en casa. Eran ocho horas diarias, o más. Y aquel hombre, que por espacio de treinta años había visto, se pasaba ocho horas a oscuras, sin saberlo, recostado en su cama o dando vueltas por la habitación. Al principio lo visitaban unos individuos con los que antes solía jugar a las cartas, apostando poco. Hablaban de política, de mujeres, del futuro. El hombre que tenían delante era totalmente ajeno a esas tres cosas, ni siquiera tenía trabajo. Los tipos le contaban lo que sabían y no volvían nunca más. Hay personas que mueren antes que otras.
Cuando tenía suerte, el ciego se paseaba por su habitación como mínimo ocho horas al día. Al cabo de tres días ya no tropezaba con nada. Sólo por entretenerse pensaba en todo lo que había vivido. Recordaba con placer hasta las zurras que sus padres solían propinarle de niño para hacer de él una buena persona. Todo esto duró cierto tiempo. Pero luego las ocho horas se le hicieron demasiado largas. Aquel hombre contaba treinta años y varios meses. Con suerte, una persona puede llegar a los setenta. Eso le daba esperanzas de vivir cuarenta años más. Sus hermanos le dijeron que estaba engordando a ojos vistas. Debido a su vida regalona. De seguir así, con el tiempo podría engordar tanto que no pasaría por ninguna de las puertas. Y entonces tendrían que despedazar su cadáver si, llegado el momento, no querían dañar la puerta. Con pensamientos similares se entretenía largo tiempo. Por la noche contaba a sus hermanos que había estado en un
variété
. Y ellos se reían.
Eran muy bondadosos y lo querían con un cariño varonil, porque él era una buena persona. No les resultaba fácil mantenerlo, pero jamás se cuestionaban el asunto. Al principio lo llevaban de vez en cuanto al teatro, cosa que a él le hacía gracia. Pero luego empezó a entristecerse cuando descubrió la fragilidad de las palabras. Dios quiso que de música no entendiera nada.
Al cabo de un tiempo, sus hermanos recordaron que llevaba ya muchas semanas sin salir al aire libre. Un día lo sacaron con ellos, y él se mareó. Otro día lo sacó un niño, que lo dejó solo por irse a jugar, y él fue presa de un miedo atroz y no lo trajeron de vuelta a su casa hasta muy entrada la noche. Sus hermanos, que estaban muy preocupados, se rieron al verlo y le dijeron: «Seguro que has estado con una fulana», y «Ya lo ves, no podemos dejarte solo». Y lo decían en broma, contentos de tenerlo otra vez entre ellos.
Pensando en aquel día tardó mucho en dormirse por la noche. En su cerebro —que se había vuelto tan inhabitable para pensamientos luminosos como una casa sin ventanas para inquilinos alegres— instaláronse aquellas dos frases a sus anchas. No había visto las caras, y las palabras habían sido crueles. Tras meditar largamente sobre ellas sin llegar a ninguna conclusión, desechó esos pensamientos como hollejos de uva mascada que se escupen sobre un suelo pringoso y allí quedan para que los pies se resbalen fácilmente.
Una vez, mientras comían, le dijo uno de sus hermanos: «No deberías empujar la comida con la mano. ¡Mejor coge dos cucharas!» Y él, angustiadísimo, puso a un lado el tenedor y vio niños comiendo en el aire. En seguida lo calmaron, pero al cabo de un tiempo, el que le hiciera la observación empezó a quedarse a comer en la fábrica. Lo hacía por ahorrarse el largo trayecto. El ciego, que se paseaba solo al menos ocho horas diarias, aún no había acabado de pensar en el asunto, cuando el otro hermano le preguntó en una ocasión si le costaba mucho lavarse. Desde ese día, el ciego empezó a rehuir el agua como un perro rabioso. Pues pensó que su paciencia había durado bastante tiempo y que sus hermanos no tenían por qué vivir alegremente mientras él se consumía de tristeza y soledad.
Se dejó crecer la barba y no se reconoció. Sus hermanos le lavaban los trajes, pero las manchas de comida en sus camisas eran cada vez más frecuentes. Por aquel tiempo adoptó también la inexplicable costumbre de tumbarse en el suelo como un animal.
Se ensuciaba tanto que sus hermanos ya no podían llevarlo a ningún sitio. Y tuvo que pasar también los domingos solo y salir a pasear sin compañía. Esos domingos le ocurrían toda suerte de infortunios. Una vez se cayó con la palangana de agua y la derramó sobre la cama de uno de sus hermanos, que tardó mucho tiempo en secar. Otra vez se puso los pantalones del hermano y los ensució. Cuando los hermanos se dieron cuenta de que el tipo se esmeraba haciendo esas cosas, al principio lo compadecieron muchísimo y luego le rogaron que no volviera a hacerlas más, que harto grande era ya su desgracia. Él los escuchó en silencio, con la cabeza gacha, y se guardó la frase en su corazón.
También intentaron hacer que trabajara. Mas no tuvieron ningún éxito. Actuó con tan poca destreza que echó a perder el material. Veían cada vez más claro que la malignidad de su hermano aumentaba día a día, pero nada podían hacer por evitarlo.
Y el ciego siguió deambulando en las tinieblas y pensando cómo podría aumentar sus padecimientos, a fin de soportarlos mejor. Pues le parecía que un gran suplicio es más fácil de sobrellevar que uno pequeño.
Él, que siempre había sido muy pulcro —a tal punto que su madre, cuando aún vivía, lo ponía como ejemplo a sus hermanos—, empezó a ensuciarse, haciendo sus aguas menores en la ropa.
De ese modo indujo a sus hermanos a discutir sobre la posibilidad de internarlo en un asilo. Esta discusión la escuchó él desde la habitación contigua. Y cuando pensó en el asilo, todos sus sufrimientos pasados le parecieron bellos y luminosos: ¡a tal punto odiaba esa perspectiva! «Allí habrá más gente como yo», pensó, «gente que se ha resignado a su desgracia, que la sobrelleva mejor; allí nos viene la tentación de perdonar a Dios. No iré a ese lugar».
Cuando sus hermanos se marcharon, él siguió aún largo rato sumido en profundas meditaciones, y cinco minutos antes de la hora en que solían regresar, abrió la llave del gas. Viendo que se retrasaban, volvió a cerrarla. Pero cuando los oyó subir las escaleras, la abrió una vez más y se tumbó en su cama. Así lo encontraron ellos y se llevaron un gran susto. Dedicaron toda la noche a atenderlo e intentar recuperarlo para la vida, cosa a la que él oponía una tenaz resistencia. Aquel fue uno de los días más hermosos de su vida.
Pero el incidente aceleró los trámites de su internamiento en el asilo de ciegos.
La víspera del día fijado, el ciego se quedó solo en la casa e intentó incendiarla, pero los hermanos volvieron inesperadamente pronto y apagaron el fuego en la habitación. Uno de ellos montó entonces en cólera e increpó acremente al ciego. Le enumeró todos los malos tragos que tenían que aguantar por él, sin olvidar una sola ignominia ni dejarse ninguna preocupación en el tintero; es más, en su exposición llegó incluso a agrandarlo todo. El ciego lo escuchó pacientemente, con cara compungida. Entonces su otro hermano, que aún le tenía compasión, trató de consolarlo como pudo. Se pasó la mitad de la noche a su lado, abrazado a él. Pero el hermano ciego no dijo una palabra.
Al día siguiente los hermanos tenían que ir a trabajar, y se fueron preocupados. Por la noche, cuando volvieron para llevarlo al asilo, el ciego había desaparecido.
Al atardecer, cuando oyó los relojes del campanario dar la hora, éste bajó las escaleras. ¿Adónde se dirigía? A la muerte. Avanzó penosamente por las calles, siempre a tientas, se cayó, fue objeto de burlas, empujones e interrogatorios. Por último salió de la ciudad.
Era un gélido día invernal. El ciego aún pudo alegrarse de pasar frío. Lo habían echado de su casa. Todos se habían confabulado contra él. Le daba igual. Utilizaría ese cielo frío para sucumbir.
Dios no sería perdonado.
No se resignaría. Había sido víctima de una injusticia. Se había quedado ciego sin tener la menor culpa, y encima lo echaban de su casa al hielo y al viento cargado de nieve. Y quienes lo hacían eran sus propios hermanos, que podían ver perfectamente.