Nos pusimos muy tristes porque nos dimos cuenta de que a Bargan le estaba ocurriendo algo que nadie había podido prever que le ocurriera, y muy bien podía ocurrirle a cualquiera de nosotros: naufragar a pleno sol y con las velas desplegadas. Pero es lo que le sucedió a Bargan al quedarse a solas en el bosque con el pie equino de St. Marie, haciendo oídos de mercader. No discutimos mucho rato, ya que el mejor de nuestros hombres había contraído un cáncer, sino que hicimos la señal de la cruz en el aire y cortamos con él de forma radical. Algunos quisieron dejarle una bolsita de dátiles a aquel que nada tenía, excepto un amigo que lo había traicionado, pero los demás nos opusimos a que se atiborrara de alimentos a un cadáver cuando los vivos tenían el estómago vacío. De suerte que nos fuimos sin ver nuevamente a Bargan, a quien tanto habíamos querido, un cálido día de verano, por la espesura de la ensenada de Santa María, en Chile.
Nos pasamos dos días buscando el barco con la sensación de que un cangrejo no puede alcanzar a un galgo, pero al fin encontramos, flotando en la ensenada, un carracón de dos velas muy parecido al
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: sí, parecía un hermano gemelo de nuestro barco. Y ese hermano gemelo flotaba bajo el sol del mediodía. Si hubiéramos podido esperar la llegada del suave crepúsculo, honrar al
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con nuestra visita habría significado un paseíto con huevos y botellas de vino; pues construir una bonita balsa nos llevó menos tiempo que el que, en su momento, nos costó adquirir nuestro querido cascarón. Pero el querido cascarón parecía estar ya en posesión de su carga porque abusaba del viento con todas las velas, aunque éste, que sin duda intuía la situación, se hacía de rogar muchísimo, y ellos navegaban tan mal como si acabaran de salir de la escuela de timoneles para tripular un moderno velero de dos palos. De todas formas, tuvimos que apresurarnos y saltamos a la balsa y empezamos a remar con placentero ímpetu hacia nuestro pez gordo. Este desperdició su precioso tiempo con ejercicios coreográficos sumamente divertidos hasta que nos pusimos a tiro, y nosotros avanzamos a todo remo como si estuviéramos con la mujer de otro hombre y con la impresión de haber robado la balsa. Las primeras balas silbaron entonces sobre nuestras cabezas, dándonos la bienvenida. Uno de nosotros, que había salvado su bolsa de pólvora colgándosela al cuello, también disparó por una cuestión de honor, pero en ese momento ocurrió algo que nos estremeció hasta la médula. A nuestro primer tiro apareció en la borda, muy erguido, un estupendo blanco al que conocíamos bien, y que respondía al nombre de Bargan. No nos alegró mucho que el hombre que quería sacar nuestro cascarón a alta mar lo antes posible y sin nosotros a bordo, se llamara Bargan. ¡Y ahora estaba tan seguro de nuestra debilidad por él que protegió a toda su nueva tripulación contra nuestros disparos! Aún no sabíamos que, cuando dejamos de disparar porque se trataba de
él
, estábamos cometiendo una injusticia con nuestro Bargan.
Cuando trepamos al barco —el mismo Bargan dejó caer una cuerda— el silencio era total, como en una iglesia, y no se veía nada. El propio Bargan no era ya algo digno de verse, llevaba puesto un traje horrible, sin duda regalo de su amigo Croze, y más le hubiera valido ponerse una máscara ¡tan poco impresionaba su nueva cara! Aunque tal vez su aspecto se debiera a que llevaba un traje tan horrible. Buenos días, le dijimos ya a bordo del
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, ¿nos estabas esperando? No, dijo. Por lo visto estás muy solo, preguntamos luego mirando de reojo las escalerillas. No, dijo él. Entonces vimos que no podía pronunciar más de
una
palabra, y como eso es muy poco para un hombre como el que había sido Bargan, nos avergonzamos de nuestra injusta ira y le preguntamos con voz suave: ¿De modo que encontraste el barco? Seguro que salieron a nuestro encuentro y luego regresaron. Diciendo esto queríamos echarle una mano, porque estaba allí de pie, como un niño, y el espectáculo nos resultaba intolerable. Pero él abrió la boca y dijo que no, que no era así. Entonces vimos que no sabía mentir; no había aprendido a hacerlo. Y lo dejamos allí y bajamos al interior del barco, y él siguió de pie en el mismo sitio, inmóvil, como si fuera un prisionero.
Abajo encontramos también a los queridos compañeros que, tras abandonar en su día la ciudad, se habían encargado de la lluvia aquella y, con grandes esfuerzos, habían transportado la pólvora al estanque y, por último, no habían considerado excesiva una excursioncilla en el
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. Acuclillados contra las paredes, conversaban temblando. En medio de ellos, sentado en un rollo de cuerda, estaba su dios, el pie equino de St. Marie, gordo y desvergonzado, quien nos miró como si fuéramos los invitados a su boda; sólo el cráneo le temblaba un poco, y, vista de frente, su sonriente cara parecía un tanto pálida. Nos permitimos preguntarle con todo respeto en qué creía él de momento, cuál era su religión, cuáles sus expectativas profesionales, cuál el futuro de los hijos que aún no había tenido y qué pensaba de una vida después de la muerte. Luego alguien preguntó por qué habían timoneado tan atrozmente mal teniendo a Bargan entre ellos. Se supo entonces que a Bargan le habían encomendado la tarea de fregar la cubierta; así lo había querido el pie equino, y ellos lo habían llevado, amenazándolo con cuchillos, hasta el cubo de agua, pues tendría que ganarse honradamente el pan en el barco de Croze. Justamente nos disponíamos a encajarle al delicioso monstruo un golpe en plena dentadura, cuando Bargan bajó por la escalerilla y nos pidió que dejásemos a Croze en paz y nos entendiéramos con
él
. No empleó muchas palabras. Nosotros nos miramos y, sólo por decir algo, alguien lanzó a las negras aguas residuales la siguiente preguntita: ¿Sabéis qué ha sido de esos chicos buenos que debían defender este barco contra nuestros enemigos, mientras nosotros conquistábamos la ciudad y obteníamos el suculento botín? Mas no salió respuesta alguna de las fauces del monstruo, que eran negras y dejaban ver raigones podridos, y en las cuales uno se asfixiaba. Entonces comprendimos que los pobres chicos se habían perdido al dirigirse, a nado, a comunicarnos que el
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se disponía a zarpar y debíamos apresurarnos si queríamos alcanzarlo. Dos de los nuestros cogieron entonces a Bargan por los brazos y subieron con él la escalerilla, mientras nosotros, en la semipenumbra aquella, entregábamos nuestras manos al recuerdo de nuestros queridos hermanos. Sólo respetamos el cuello de Croze, pues el tipo subió detrás de su amigo y preferimos reservarlo para más tarde.
Una vez arriba, encerramos al pie equino de St. Marie en una jaula de madera donde antes había vivido un mono. A Bargan lo dejamos en libertad, pues ¿de qué sirve hablar con un hombre que tiene una enfermedad y medita sobre las estrellas? Luego izamos las velas y abandonamos la ensenada.
Por la noche festejamos el regreso con generosos tragos de aguardiente y rendimos homenaje a nuestros queridos cadáveres, que en ese momento —como bien dijo uno de los nuestros— estarían flotando, cara al cielo, bajo la suave luz de las estrellas, hacia algún destino olvidado, como alguien que no tiene patria, pero sí nostalgia de ella. Bargan no apareció; sólo al final, cuando la mayoría estaba ya durmiendo, se acercó a mí, que vigilaba sentado ante la caja de madera, y me dijo: «¿Me dejarías entrar en la jaula o tienes algo en contra?». Allí estaba de pie, a la luz de las estrellas, aún me parece verlo y oírlo; ahora quizás ya lleve tiempo bajo tierra, o tal vez no, qué se yo. La pregunta le exigió un gran esfuerzo. No se veía el interior de la jaula, pero dentro estaba el pie equino sentado, escuchando cada palabra. Por eso le contesté, sin menoscabo alguno del respeto que siempre me había inspirado, pues había sido el mejor capitán de filibusteros en muchas millas a la redonda, hasta el Ecuador: «¿No preferirías ir a tu camarote»? Él pensó un momento y dijo: «¿Significa este barco algo para ti?». Yo repliqué: «Daría mucho por él». Se volvió a quedar pensando otro rato y dijo: «Yo quiero al que está allí dentro». Entonces lo comprendí y, sin poder contenerme, le dije: «Y por lo visto el barco no significa mucho para ti». Mas él no comprendió y al cabo de un rato me dijo: «¡Pero, por favor, déjanos ir!» Debo confesar que yo tenía dentro algunos tragos de aguardiente, pero el corazón se me encogió al ver que quería irse del barco y no era capaz de hablar de él, y sólo había dicho «pero», palabra en la que resumía todo cuanto era capaz de expresar. Y seguro que él leyó todo esto en mi cara, porque prosiguió: «Si yo os dejo el barco y vosotros me dejáis a aquél, quedaremos en paz, al menos en lo que a mí respecta, pues no tengo mucho más que ofrecer por él». Yo me quedé pensando y él añadió: «Cierto es que también sería un favor», palabra que cayó como un golpe dado con un buen cuchillo en mi piel de cocodrilo. Seguí pensando largo rato, y mientras un ligero viento nos mecía sobre las aguas, cuyo chapoteo era perceptible, él permaneció todo ese tiempo allí, de pie, y yo no podía ver su cara, oculta en la oscuridad. Y aunque cada ráfaga nos internara más y más en alta mar, alejándonos de la costa a la que él quería volver, no dijo nada para apresurar mi decisión.
Pero yo pensé en su destino aquella noche, y ante mí lo vi todo claro como una pradera a la luz de la mañana, una pradera que va siendo devorada lentamente por un bosque y sólo provisionalmente sigue ahí. Aquel hombre había apostado su dinero a una carta y ahora la defendía. Pero la tal carta era un fracaso, y cuanto más apostaba, más perdía; él mismo se daba perfecta cuenta, aunque sin duda quería deshacerse de su dinero, ya no le quedaba otra salida. Así le iban las cosas a él, que era un gran hombre, un esfuerzo creador de Dios, y así podían irnos a cualquiera de nosotros; a uno lo asaltaban en plena luz, así de inseguros estamos todos en este planeta.
Y entonces abrí la jaula y, con mis propias manos, llevé al gordo Croze hasta el botecito, y Bargan me siguió. No miró a la derecha ni a la izquierda cuando subió al bote, pese a que aquel era su barco, en el que durante diez años no siempre había hecho cosas buenas —aunque sí unas cuantas—, pero al menos había vivido y trabajado mucho, y había sido justo y adquirido cierto prestigio; pues ni lo miró cuando bajó al botecito detrás de su amigo, y tampoco dijo nada.
Y por la noche, mientras se alejaba remando lentamente y yo lo seguía con la mirada —después no volví a verlo ni oí nada de él ni del pie equino—, comprendí una serie de cosas sobre la vida en este planeta, y estuve más cerca de Dios que en muchos de los peligros en que me he visto envuelto personalmente.
Pues de pronto comprendí a Dios, que por un perro gordo y sarnoso, indigno de cualquier cuchillo, y al que no se hubiera debido matar, sino dejar morir de hambre, sacrificaba a un hombre como Bargan, que no admitía comparación con nadie, un hombre que había sido creado para conquistar el cielo, y que ahora, sólo porque quería tener alguien a quien poder ser útil, se aferraba a ese crápula y, por él, se desentendía de todo y encima hasta se alegraba de que aquel a quien quería no fuera un buen hombre, sino un niño maligno y glotón que se lo engulliría de un sorbo, como un huevo crudo. Pues que me descuarticen si encima no se regodeaba con la idea de arruinarse por el perrito en el que había puesto sus ojos, con todas sus pertenencias, y por eso se desentendía de todo el resto.
Nadie sabe de dónde proviene realmente Bargan. Muchos piensan, sin embargo, que nació en los bosques. Hay bosques enormes en Chile, selvas de follaje espeso y un verde muy intenso, intrincadas como en ningún otro sitio, con pantanos de color marrón dorado en los que mora el crimen, y muchas precipitaciones, animales feroces y lujuriantes enredaderas, todo ello de una gran animación y mayor luminosidad que en el norte. Hordas de monos avanzan por los techos de hojas jóvenes y se trenzan en mortal combate con las decrépitas serpientes que, en su juventud, solían devorar cimarrones. El sol hace crecer guirnaldas verdes sobre los gruesos troncos resecos, y en los gorgoteantes pantanos las alimañas se entredevoran con maligna sonrisa.
Hay quienes afirman que Bargan creció en las ciudades costeras, que practican un corrupto tráfico de oro, esclavos, tabaco y qué sé yo cuántas cosas más, y son, en conjunto, como los pequeños colmillos venenosos en las fauces de una serpiente remolona y de piel tornasolada, unos colmillos jóvenes, podridos y a punto de caerse. Aunque quien haya visto el rostro de Bargan preferirá creer lo de los bosques.
Pero venga de donde venga (en una balada sobre él, que suele cantarse en los bares de la zona costera al son de pequeñas guitarras españolas, se dice que creció en un árbol), Bargan debió de haber sido hermoso, rollizo y de piel dorada, como los bronces incaicos, esos ídolos indígenas que parecen exactamente frutos de oro (¡con los que además uno puede romperse los dientes!). Pues incluso en años posteriores, y en todo momento, se le notaba que alguna vez tuvo que haber sido hermoso, y las mujeres también lo husmeaban bajo su piel picada de viruelas y toda suerte de imperfecciones.
Tendría unos catorce años de edad cuando hizo su aparición en los campos de Chile, donde algunos granjeros le dieron trabajo. No es totalmente seguro, yo no he hablado con ninguno de ellos, pero es lo que se cuenta. En las primeras semanas se mostraba huraño con la gente, según dicen; jamás trabajaba dándole la espalda a alguien y, de noche, dormía fuera de las empalizadas. Era alto y fuerte, y aunque sus ojos fríos y malignos repelían a todo el mundo, la gente se habría acostumbrado a él si no hubiera durado tan poco en cada nuevo trabajo. Pues se volvió más holgazán que un negro. Sobre todo se negaba a hacer por mucho tiempo el mismo trabajo; le gustaba andar bien erguido, con paso ágil y cimbreante como un animal selvático, asentando apenas los talones. Le desagradaba el canto de algunos hombres que trabajaban en os maizales, fumar le daba asco, y cuando alguna vez le echaban, en broma, un trago de aguardiente en la garganta, él mostraba la dentadura con gesto insidioso y desaparecía en la oscuridad. Pese a tener un par de hombros peligrosos, recibía zurribandas de padre y señor mío que, sin embargo, le importaban poco, por más que los otros muchachos lo aleccionasen sobre lo que debía hacer un hombre blanco. Era perezoso y le gustaba tumbarse al sol como la gravilla: comer y observar el viento entre los olmos, así como los insectos, que uno puede distinguir con el oído; y los animales, a su vez, lo seguían y hablaban con él en su lenguaje.