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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (47 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—A la finca del general Jojotov, en Devkino.

—Intente en el patio, al otro lado de la estación —dijo el gendarme, bostezando—. A veces hay campesinos que admiten pasajeros.

El agrimensor dio un suspiro y, malhumorado, pasó al otro lado de la estación. Tras muchas discusiones y regateos, se puso de acuerdo con un campesino alto y recio, de rostro sombrío, picado de viruelas, embutido en un chaquetón roto y calzado con unas botas de abedul.

—Vaya un carro —gruñó el agrimensor al subir al destartalado vehículo—. No se sabe dónde está la parte delantera ni la parte trasera…

—Nada más fácil —replicó el campesino—. Donde el caballo tiene la cola es la parte de adelante y donde está sentado su señoría es la parte de atrás.

El caballo era joven, aunque muy flaco, abierto de patas y de orejas caídas. Cuando el campesino, alzándose sobre su asiento, lo azotó con el látigo, el caballo se limitó a sacudir la cabeza; al segundo azote, acompañado de una blasfemia, el carro rechinó y empezó a temblar como si tuviera fiebre. Después del tercer azote, el carro se tambaleó; después del cuarto, se puso en marcha.

—¿Crees que llegaremos a ese paso? —preguntó el agrimensor, dolorido por las fuertes sacudidas y maravillado de la habilidad que muestran los carreteros rusos para combinar la marcha a paso de tortuga con sacudidas capaces de arrancarle a uno el alma del cuerpo.

—¡Desde luego! —respondió el carretero, en tono tranquilizador—. El caballo es joven y animoso… Cuando se pone en marcha, no hay modo de detenerlo. ¡Arre-e-e, maldi-i-i-to!

Cuando el carro salió del patio de la estación empezaba a oscurecer. A la derecha del agrimensor se extendía una llanura interminable, oscura y helada. Probablemente conducía al lugar donde Cristo dio las tres voces… En el horizonte, donde la llanura se confundía con el cielo, se extinguía perezosamente el frío crepúsculo de aquella tarde otoñal. A la izquierda del camino, en la oscuridad, se divisaban unos montones que lo mismo podían ser pilas de heno del año anterior que casas rurales. El agrimensor no veía lo que había delante, pues en aquella dirección su campo visual quedaba tapado por la ancha espalda del carretero. La calma era absoluta. El frío, intensísimo. Helaba.

«¡Qué parajes más solitarios! —pensaba el agrimensor, mientras trataba de taparse las orejas con el cuello del abrigo—. Ni un solo árbol, ni una sola casa… Si por desgracia te asaltan, nadie se entera de ello, aunque dispares un cañonazo. Y el cochero no tiene un aspecto muy tranquilizador que digamos… ¡Vaya espaldas! Un tipo así te pega un trompazo y sacas el hígado por la boca. Y su cara es de lo más sospechosa…».

—Oye, amigo —le preguntó al cochero—. ¿Cómo te llamas?

—¿A mí me hablas? Me llamo Klim.

—Dime, Klim, ¿qué tal andan las cosas por aquí? ¿No hay peligro? ¿No hay quienes hagan bromas pesadas?

—No, gracias a Dios. ¿Quién va a gastar bromas en un lugar como éste?

—Me alegro de que no tengan esas aficiones. Pero, por si acaso, voy armado con tres revólveres —mintió el agrimensor—. Y, con un revólver en la mano, el que quiera buscarme las pulgas está arreglado: puedo enfrentarme con diez bandidos, ¿sabes?

La oscuridad era cada vez más intensa. De pronto el carro emitió un quejido, rechinó, tembló y dobló hacia la izquierda, como si lo hiciera de mala gana.

«¿A dónde me lleva este sinvergüenza? —pensó el agrimensor—. Íbamos en línea recta y ahora, de repente, tuerce hacia la izquierda. Sabe Dios… quizás a alguna cueva de bandoleros… y… no sería el primer caso…».

—Escucha —le dijo al campesino—. ¿De veras no son peligrosos estos parajes? ¡Qué lástima! Con lo que a mí me gusta verme las caras con los bandidos… Aquí donde me ves, con mi aspecto flaco y enfermizo, tengo la fuerza de un toro… En cierta ocasión me atacaron unos bandidos. Pues bien, lo sacudí a uno de tal modo, que ahí quedó, ¿entiendes? Y los otros, gracias a mí, fueron enviados a Siberia condenados a trabajos forzados. Ni yo mismo sé de dónde saco tanta fuerza… Tomo con una mano a un hombrón como tú… y lo volteo.

Klim miró de reojo al agrimensor, parpadeó y arreó al caballo.

—Sí, amigo —continuó el agrimensor—. Pobre del que se meta conmigo. Le arranco los brazos, las piernas y, de postre, el bandido tiene que vérselas luego con los tribunales. Todos los jefes de policía y todos los jueces me conocen. Soy un funcionario del Estado, un personaje… La Superioridad sabe que hago este viaje… y está pendiente de que nadie se meta conmigo. A lo largo del camino, detrás de los arbustos, hay soldados apostados y gendarmes apostados. ¡Para! ¡Para! —bramó súbitamente—. ¿Dónde te has metido? ¿Adónde me llevas?

—¿No tiene usted ojos? ¡Al bosque!

«Es cierto, al bosque —pensó el agrimensor—. ¡Me había asustado! Pero no me conviene que este hombre se dé cuenta de mi preocupación… Ya ha notado que tengo miedo. ¿Por qué se vuelve a mirarme tantas veces? Seguro que está tramando algo… Antes avanzaba a paso de tortuga y ahora vuela».

—Oye, Klim, ¿por qué arreas de ese modo al caballo?

—No le he dicho nada. Se ha puesto a galopar por iniciativa suya. Cuando echa a correr, no hay modo de detenerlo… Con esas patas que tiene…

—¡Mientes, amigo! ¡Mientes! Y te aconsejo que no corras tanto. Frena un poco al caballo. ¿Me oyes? ¡Frénalo!

—¿Por qué?

—Porque… porque detrás de mí debían salir otros cuatro camaradas de la estación. Tienen que alcanzarnos… Prometieron alcanzarme en este bosque… El viaje será más entretenido con ellos… Son gente sana, fuerte… los cuatro llevan pistola… ¿Por qué te vuelves tantas veces y te agitas como si tuvieras agujas en el asiento? ¿Eh? ¡Cuidado, amigo! ¿Tengo monos en la cara? Lo único que tengo interesante son mis revólveres… Espera, voy a sacarlos y te los enseñaré… Espera…

El agrimensor fingió rebuscar en sus bolsillos; pero en aquel instante sucedió lo que nunca se hubiera imaginado, a pesar de toda su cobardía; de repente, Klim se lanzó fuera del carro y se dirigió a cuatro patas hacia la espesura del bosque lindante.

—¡Socorro! —empezó a gritar—. ¡Socorro! ¡Llévate el caballo y la carreta, maldito, pero no me condenes el alma! ¡Socorro!

Se oyeron pasos veloces que se alejaban, crujidos de ramas al quebrarse, y luego reinó el silencio. Lo primero que hizo el agrimensor, que jamás se esperaba aquella salida, fue detener el caballo. Luego se acomodó lo mejor que pudo en el carro y empezó a pensar.

«El muy imbécil ha huido, se ha asustado… Bueno, ¿y qué hago yo ahora? No puedo seguir adelante, porque no conozco el camino, y, además, podrían creer que he robado el caballo… ¿Qué hago?»

—¡Klim! ¡Klim!

—¡Klim! —le respondió el eco.

La simple idea de tener que pasar la noche en aquel oscuro bosque, al aire libre, sin más compañía que los aullidos de los lobos, el eco y los relinchos del caballo le ponían la carne de gallina.

—¡Klimito! —empezó a gritar—. ¡Querido! ¿Dónde estás, Klimt?

El agrimensor se pasó unas dos horas gritando, y ya se había quedado ronco, se había hecho ya a la idea de pasar la noche en el bosque, cuando una débil ráfaga de viento llevó hasta sus oídos un lamento.

—¡Klim! ¿Eres tú, querido? ¡Acércate!

—¿No… no me matarás?

—Sólo he querido gastarte una broma, querido. ¡Te lo juro! ¡No llevo ningún revólver, créeme! ¡Te he mentido por miedo! ¡Vámonos, por favor! ¡Me estoy helando!

Klim comprendió que si el agrimensor hubiera sido un bandido, como había temido, se habría marchado con el caballo y el carro sin esperar a más. Salió de su escondrijo y se dirigió hacia el vehículo con paso vacilante.

—¡Vamos! —exclamó el agrimensor—. ¡Sube! Te he gastado una broma inocente y te has asustado como un niño.

—¡Dios te perdone! —gruñó Klimt, subiendo a la carreta—. Si llego a imaginármelo, no te hubiera llevado ni por cien rublos de plata. Por poco me muero de miedo…

Klim azotó el caballo. El carro tembló. Klim azotó al animal por segunda vez y el vehículo se tambaleó. Después del cuarto azote, cuando el carro se puso en marcha, el agrimensor se tapó las orejas con el cuello del abrigo y se quedó pensativo. Ni el camino ni Klim le parecían ya peligrosos.

Excelentes personas

Había una vez en Moscú un hombre llamado Vladimir Semiónich Liadovski. Había obtenido su grado universitario en la Facultad de Leyes y tenía un puesto en el consejo administrativo de cierto ferrocarril; pero si se le preguntaba cuál era su oficio, sus grandes ojos brillantes miraban con candor y franqueza a través de sus gafas doradas, y su agradable, aterciopelada, ceceante voz de barítono respondía:

—Mi oficio es la literatura.

Después de terminar su carrera, Vladimir Semiónich había logrado que un periódico le publicara una columna de crítica teatral. De esto pasó a notas más extensas, y un año después escribía ya, para el mismo periódico, un artículo semanal sobre cuestiones literarias. Pero no debe pensarse que era un aficionado, que su trabajo literario tenía un carácter efímero y fortuito. Al ver su magra e impecable figura, de alta frente y larga melena, al escuchar sus discursos, me parecía que el acto de escribir, sin importar lo que escribiera o cómo lo hacía, era parte orgánica de él, como el latido de su corazón, y que todo su programa literario debía haber sido parte integral de su cerebro cuando él estaba aún en el vientre de su madre. Hasta en su modo de andar, en sus gestos, en la manera como sacudía la ceniza de su cigarro, podía yo leer todo su programa, de la A a la Z, con todo su artificio, tedio y sentimientos honorables. Era un literato de pies a cabeza cuando, con rostro inspirado, colocaba una corona de flores sobre el ataúd de alguna celebridad, o cuando, con rostro grave y solemne, reunía firmas para alguna solicitud; su pasión por amistarse con literatos distinguidos, su aptitud para encontrar talento hasta donde no lo había, su perpetuo entusiasmo, su pulso que latía ciento veinte veces por minuto, su ignorancia de la vida, el aleteo genuinamente femenino con que acudía a conciertos y a veladas literarias en beneficio de los estudiantes desamparados, el modo en que gravitaba hacia los jóvenes…; todo esto le hubiera creado reputación de escritor, incluso, sin la existencia de sus artículos.

Era uno de aquellos escritores a quienes las frases como «Somos apenas unos cuantos» o «¿Qué es la vida sino una lucha? ¡Adelante!», sientan perfectamente; aunque él jamás luchaba con nadie y jamás iba hacia adelante. Incluso podía permitirse especular a propósito de ideales sin ser empalagoso. Cada aniversario de la universidad, el día de santa Tatiana, Vladimir Semiónich se emborrachaba, cantaba el Gaudeamus fuera de tiempo, y su cara resplandeciente y sudorosa parecía decir: «¡Ved, estoy borracho; estoy celebrando!». Pero aun eso le sentaba bien.

Vladimir Semiónich poseía genuina fe en su vocación literaria y en todo su programa. No tenía dudas, y evidentemente estaba muy satisfecho de sí mismo. Sólo una cosa lo atormentaba: su periódico circulaba poco y no era muy influyente. Pero Vladimir Semiónich creía que tarde o temprano podría ingresar en una revista sólida y tener más campo y más oportunidades de expresarse; y toda su escasa preocupación a este respecto palidecía ante el brillo de sus esperanzas.

Visitando a este hombre encantador, conocí a su hermana, la doctora Vera Semiónovna. Lo que me impresionó de ella a primera vista fue su aspecto exhausto y su salud pésima. Era joven, con buena figura y facciones agradables aunque un poco grandes, pero comparada con su ágil, locuaz y elegante hermano, parecía angulosa, distraída, descuidada y hosca. Había algo tenso, frío, apático en sus movimientos, sonrisas y palabras; no gozaba de simpatías y tenía fama de orgullosa y de poco inteligente. En realidad, creo yo, estaba descansando.

—Querido amigo —me decía a menudo su hermano, suspirando y echándose el cabello hacia atrás con un movimiento pintoresco y literario—, ¡nunca hay que juzgar por las apariencias! Mire este libro: se ha leído desde hace mucho tiempo. Está torcido, andrajoso, y yace en el polvo sin que nadie se acuerde de él; pero ábralo usted, y lo hará llorar y palidecer. Mi hermana es como ese libro. Alce usted la tapa y atisbe su alma: se horrorizará. ¡Vera tuvo en tres meses experiencias que hubieran sido amplias para toda una vida!

Vladimir Semiónich miró alrededor, me tomó de la manga y empezó a murmurar:

—¿Sabe usted?, después de graduada se casó, por amor, con un arquitecto. ¡Es toda una tragedia! Llevaban apenas un mes de casados cuando, ¡tras!, el esposo murió de tifo. Pero eso no fue todo. Ella enfermó también, y cuando al recobrarse supo que su Iván había muerto tomó una buena dosis de morfina. De no haber sido por las vigorosas medidas adoptadas por sus amigos, mi Vera descansaría ya en el cielo. Dígame, ¿no es una tragedia? ¿Y no es mi hermana como una ingénue que ha representado ya los cinco actos de su vida? El público puede quedarse para ver la farsa, pero la ingénue debe irse a casa a descansar.

Después de tres meses desolados, Vera Semionovna había ido a vivir con su hermano. No estaba hecha para practicar la medicina, que la extenuaba y no la satisfacía; no daba la impresión de conocer su materia, y nunca la oí decir nada referente a sus estudios médicos.

Dejó la medicina, y callada y ociosa, como una prisionera, pasó el resto de su juventud en incolora apatía, gacha la cabeza e inertes las manos. Lo único que no le era del todo indiferente y disipaba en algo la penumbra de su vida, era la presencia de su hermano, a quien amaba. Lo amaba a él y amaba su programa, sentía gran reverencia por sus artículos; y cuando se le preguntaba qué estaba haciendo Vladimir Semiónich, respondía en voz queda, como temerosa de despertarlo o distraerlo:

—Está escribiendo.

Cuando él trabajaba, ella solía sentarse a su lado, los ojos fijos en la mano que escribía. En tales momentos parecía un animal enfermo calentándose al sol…

Un atardecer invernal Vladimir Semiónich escribía una crítica para su periódico; Vera Semionovna estaba a su lado, mirando como siempre su diestra. El crítico escribía rápidamente, sin tachaduras ni correcciones. La pluma raspaba y rechinaba. Cerca del papel, yacía en la mesa un recién cortado ejemplar de una voluminosa revista, que contenía un relato sobre la vida campesina, firmado con dos iniciales. Vladimir Semiónich estaba entusiasmado; pensaba que el autor era admirable en su manejo del tema, sugería a Turgeniev en sus descripciones de la naturaleza, era honesto, y conocía en forma excelente la vida campesina. El propio crítico no sabía nada de la vida campesina, a no ser lo que había leído o escuchado por allí, pero sus sentimientos y sus convicciones íntimas lo forzaban a creer la historia. Predecía un brillante futuro para el autor, le aseguraba que esperaría con impaciencia la conclusión del relato, y así por el estilo.

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