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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (50 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Todo, en general, es desagradable —dice Saikin después de un corto silencio—. Por mi parte, sustento la opinión de que la vida veraniega ha sido inventada por los diablos y por las mujeres. A los diablos les mueve la maldad, y a las mujeres su extrema inconsciencia. Porque esto no es vida…, ¡es un infierno! ¡Las galeras!… El calor no te deja respirar, y aunque te sofoques, tienes que andar de un lado para otro como un condenado, sin contar un momento de tranquilidad. En la ciudad estás sin muebles… sin servicio… ¡Todo se lo llevaron a la dacha!… En cuanto a alimentarte, ¡sabe el diablo con qué te alimentas!… El té no lo puedes tomar, porque no hay nadie que pueda prepararte el samovar… No te lavas, y cuando llegas aquí, o sea a la plena Naturaleza, tienes que darte una caminata a pie a través del polvo y con calor… ¡Puf!… ¿Está usted cansado?

—Sí, señor…, y tengo tres nenitos —suspiran los pantalones color rojizo.

—En general, ¡todo es desagradable! Lo sencillamente asombroso es que vivamos todavía.

Por fin, los veraneantes llegan a la colonia, y Saikim, despidiéndose de los pantalones rojizos, se dirige hacia su dacha.

En su casa, un silencio mortal le sale al encuentro. Tan solo se percibe en ella un zumbido de mosquitos y las peticiones de auxilio de una mosca caída para la cena de una araña. A través de las ventanas, de las que cuelgan cortinillas de muselina, se divisan flores de geranio ya comenzando a marchitarse. En las paredes de madera, desprovistas de pintura, junto a algunas oleografías, dormitan las moscas. Ni en el zaguán, ni en la cocina, ni en el comedor…, se ve un alma. Solo en la habitación que recibe al mismo tiempo el nombre de salón y el de sala, encuentra Saikin a su hijo Petia, chiquillo de seis años. Petia, sentado junto a la mesa, sopando fuertemente y alargando el labio inferior, está ocupado en recortar con unas tijeras el
valet de carreau
de una baraja.

—¡Ah! ¿Eres tú, papá? —dice, sin volver la cabeza—. Hola.

—Hola. ¿Dónde está tu madre?

—¿Mamá?… Se fue con Olga Kirillovna al ensayo del teatro. Pasado mañana es la función y me van a llevar a mí…

—¿Y tú vas a ir?

—Ssssí…

—¿Cuándo va a volver?

—Ha dicho que volvería al anochecer.

—Y Natalia, ¿dónde está?

—Mamá se la llevó para que la ayudara a vestirse en la función, y Akulina se fue al bosque, por setas. Papá…, ¿por qué cuando pican los mosquitos se les pone la tripa roja?

—No sé… Porque chupan la sangre… Entonces, ¿no hay nadie en casa?

—Nadie. Estoy yo solo.

Saikin se sienta en la butaca y mira por la ventana con los ojos embotados.

—Y entonces, ¿quién nos va a servir la comida? —pregunta.

—Hoy no han hecho comida, papá. Mamá pensaba que tú no vendrías, y dispuso que no se hiciera comida. Ella y Olga Kirillovna van a comer durante el ensayo.

—¡Vaya… vaya!… Y tú, ¿qué has comido?

—Yo he comido leche. Para mí trajeron seis kopecs de leche. Papá…, ¿y por qué chupan la sangre los mosquitos?…

A Saikin le parece de repente que algo pesado le rueda por dentro hasta alcanzarle el hígado, al que empieza a chupar. De tal modo se siente enojado, ofendido y amargado, que tiembla y respira con dificultad. Siente ganas de pegar un brinco, de golpear en el suelo con algo duro y de enfadarse, pero recuerda que el médico le ha prohibido terminantemente ponerse nervioso. Haciendo un esfuerzo se levanta y se pone a silbar un pasaje de «Los hugonotes».

—¡Papá!… ¿Sabes tú trabajar en el teatro? —oye decir a la voz de Petia.

—¡Aj!… ¡No me molestes con preguntas tontas! —se irrita Saikin—. ¡Eres más pegajoso que una lapa! Ya tienes seis años y sigues tan tonto cono hace tres. ¡Qué niño más tonto y más mal criado!… ¿Por qué, por ejemplo, estropeas la baraja?…, ¿cómo te atreves a estropearla?

—La baraja no es tuya —dice Petia, volviéndose—. Me la ha dado Natalia.

—¡Mientes, chiquillo mal criado! —se excita más y más Saikin—. ¡Estás siempre mintiendo! ¡Lo que hay que hacer es darte unos azotes, renacuajo! ¡Tirarte de las orejas!

Petia se levanta de un salto, estira el cuello y mira fijamente el rostro encendido y enfadado de su padre. Sus grandes ojos parpadean primero, luego se humedecen y la cara del niño se contorsiona.

—Pero ¿por qué te enfadas? —chilla Petia—. ¿Qué te he hecho yo, tonto?… ¡No he hecho nada malo…, no he hecho ninguna travesura…!, y tú te enfadas… ¿Y por qué te enfadas conmigo?…

El pequeño habla con acento convincente y llora con tal amargura que Saikin se siente avergonzado.

«Es verdad —piensa—. ¿Por qué le fastidio?»

—Bueno, bueno… —dice, cogiéndole por un hombro—. La culpa es mía, Petiuja… Perdóname… Lo que eres es un niño muy listo, muy bueno, y yo te quiero mucho.

Petia se enjuga los ojos con la manga, se sienta en el mismo sitio que antes y se pone a recortar la
dama de carreau
. Sakin entra en su despacho, se tumba en el diván con las manos debajo de la cabeza y queda pensativo. Las recientes lágrimas del chiquillo han quebrantado su enfado y el hígado se le ha ido aliviando poco a poco. Lo único que siente es cansancio y hambre.

—¡Papá! —oye decir a través de la puerta—. ¿Quieres que te enseñe mi colección de insectos?

—¡Sí!… ¡Enséñamela!

Petia entra en el despacho y presenta a su padre un cajoncito largo, de color verde. Ya antes de tenerle escarabajos, saltamontes y moscas clavados con alfileres cerca, Saikin ha percibido un zumbido desesperado y el arañar de unas patitas contra las paredes de la caja. Levantando la tapa, ve una infinidad de mariposas al fondo de la caja. Todas, salvo dos o tres mariposas, viven todavía y se agitan.

—¡El saltamontes aún está vivo! —se asombra Petia—. ¡Le cogimos ayer por la mañana y todavía no se ha muerto!

—¿Quién te ha enseñado a clavarlos así?

—Olga Kirillovna.

—Pues a quien habría que clavar es a Olga Kirillovna —dice Saikin, con repugnancia—. ¡Qué vergüenza! ¡Martirizar a los animales!…

«¡Dios mío…! ¡Cuán terriblemente mal se le educa!», piensa cuando se marcha Petia.

A Pavel Matveevich ya se le han olvidado el cansancio y el hambre, y solo piensa en el destino de su pequeño. Mientras tanto al otro lado de las ventanas la luz va apagándose lentamente. Se oye a los veraneantes que vuelven en pequeños grupos del baño de la tarde. Alguien se detiene ante su ventana abierta del comedor y grita:

—¿Quieren setas?

Como nadie le contesta, se aleja chapoteando con los pies desnudos.

Pero cuando el crepúsculo se hace tan denso que ya los geranios que se divisan a través de los visillos de muselina pierden sus contornos y por la ventana empieza a entrar el frescor de la noche… escuchan pasos rápidos, charlas y risas.

—¡Mamá! —chilla Petia.

Saikin se asoma por la puerta del despacho y ve a su mujer, Nadejda Stepanovna, con su aspecto sonrosado y saludable de siempre. Con ella está Olga Kirillovna, mujer rubia y seca, de rostro pecoso, y dos hombres desconocidos. Uno de ellos es joven, alto, de cabellera rojiza y rizada y nuez prominente. El otro es de pequeña estatura, rollizo, y tiene un rostro de actor, afeitado, en el que resalta la barbilla oscura y torcida.

—Natalia, prepara el samovar —dice Nadejda Stehanovna haciendo crujir los pliegues de su vestido—. Me parece que ha llegado Pavel Matveevich. ¿Dónde estás, Pavel?… ¡Hola, Pavel! —dice, entrando corriendo en el despacho y respirando anhelosamente—. ¿Ya has llegado?… Estoy contentísima. Traigo conmigo a otros dos aficionados. Ven que te los presente. El más alto es Koromislov… ¡Canta que es una maravilla!… El otro, el bajito, es Smorkalov… ¡Enteramente un actor! ¡Lee prodigiosamente! ¡Ay!… Estoy cansada… Acabamos de terminar el ensayo… Todo marcha a las mil maravillas. Vamos a hacer «El huésped del trombón» y «Ella le espera». La función será pasado mañana.

—¿Para qué les has traído? —pregunta Saikin.

—¡No tenía más remedio, papaíto!… Después del té tenemos que repasar los papeles y cantar alguna cosa, Koromislov y yo cantamos a dúo. ¡Ah!…, que no se olvide… Haz el favor, querido, de mandar a Natalia por unas sardinas, un poco de vodka, queso y alguna que otra cosa. Seguramente se quedarán a cenar. ¡Uf, qué cansada estoy!…

—¡Hum!… No tengo dinero.

—No hay más remedio, papaíto… ¡Es violento! ¡No me hagas ponerme colorada!…

Media hora después sale Natalia en busca del vodka y de los entremeses. Después de beberse su té y de comerse un panecillo francés, Saikin se retira a su dormitorio y se acuesta mientras Tadejda Stepanovna y sus invitados, entre risas y ruido, se ponen a ensayar los papeles. Durante largo rato escuchó Pavel Matveevich la voz nasal de Koromislov leyendo y las exclamaciones declamatorias de Smerkalov… A la lectura sigue una larga peroración interrumpida por la risa chillona de Olga Kirillovna. Con el tono autoritario de un actor de veras, aplomo y valor, Smerkalov explica los papeles. Luego viene un dúo, y después un ruido de vajilla… Sailin, entre sueños, oye cómo suplican a Smerkalov para que lea «La pecadora», y cómo aquel, después de hacerse rogar, empieza su recitación. En ella silba, se golpea el pecho, llora y ríe con voz ronca de bajo…

Saikin hace una mueca de desairado y mete la cabeza bajo la manta.

—Van ustedes demasiado lejos y esta muy oscuro —oye decir al cabo de una hora a la voz de Nadejda Stepanovna—. ¿Por qué no se quedan a dormir?… Koromislov se puede echar aquí, en el salón sobre el diván, y Smerkalov en la cama de Petia. A Petia se le pone en el despacho de mi marido. ¿Verdad?… ¡Quédense!

Por fin, cuando el reloj da las dos de la madrugada, todo queda inmóvil. La puerta del dormitorio se abre y aparece Nadejda Stepanovna.

—¡Pavel!… ¿Estás dormido?… —murmura.

—No. ¿Por qué?

—Querido…, vete al despacho y échate en el diván para que pueda acostarse aquí Olga Kirillovna. ¡Anda, querido…, ve! Yo la hubiera puesto en el despacho pero le da miedo dormir sola. ¡Anda…, levántate!

Saikin se levanta, se echa encima una bata y cargado con la almohada, se arrastra hacia el despacho. Cuando alcanza a tientas el diván, enciende una perilla y ve a Petia echado encima de éste. El chiquillo no duerme y con ojos muy abiertos mira la cerilla.

—¡Papá!…, ¿por qué no duermen los mosquitos por la noche?…

—Porque…, porque… tú y yo estamos aquí de sobra. No tenemos ni siquiera un sitio en donde dormir.

—¡Papá!… ¿y por qué Olga Kirillovna tiene pecas en la cara?

—¡Ah!… ¡Déjame! ¡Me aburres!

Después de pensarlo un poco, Saikin decide vestirse y salir a la calle para refrescarse. Allí contempla el cielo gris matinal, las nubes inmóviles. Escucha el perezoso grito del rascón adormilado y empieza a soñar con el día de mañana, en el que ya otra vez de vuelta en la ciudad y regresando del Juzgado, podrá echarse a dormir. De una esquina surge de pronto una figura humana.

«Seguramente el guarda», piensa Saikin. Pero luego, cuando éste se le aproxima y puede verle más detenidamente, reconoce en él al veraneante de los pantalones rojizos, conocido la víspera.

—¿No duerme usted? —pregunta.

—No… No tengo sueño —suspiran los pantalones rojizos—. Me estoy recreando en la Naturaleza. Sabe usted…, a mi casa, en el tren de la noche, nos llegó una querida huésped…, la mamá de mi mujer. Vinieron con ella mis sobrinas, unas muchachas excelentes… Estoy muy contento, aunque… ¡Hace mucha humedad!…, ¿no es cierto? ¿Y usted?… ¿Ha salido usted también a recrearse en la Naturaleza?

—Sí… —muge Saikin—. También yo me estoy recreando en la Naturaleza… Diga… ¿Sabe si por aquí cerca hay alguna taberna o restaurante?

Los pantalones de color rojizo alzan los ojos al cielo y quedan profundamente pensativos.

El gordo y el flaco

En una estación de ferrocarril de la línea Nikoláiev se encontraron dos amigos: uno, gordo; el otro, flaco.

El gordo, que acababa de comer en la estación, tenía los labios untados de mantequilla y le lucían como guindas maduras. Olía a
Jere
y a
Fleure d’orange
. El flaco acababa de bajar del tren e iba cargado de maletas, bultos y cajitas de cartón. Olía a jamón y a posos de café. Tras él asomaba una mujer delgaducha, de mentón alargado —su esposa—, y un colegial espigado que guiñaba un ojo —su hijo.

—¡Porfiri! —exclamó el gordo, al ver al flaco—. ¿Eres tú? ¡Mi querido amigo! ¡Cuánto tiempo sin verte!

—¡Madre mía! —soltó el flaco, asombrado—. ¡Misha! ¡Mi amigo de la infancia! ¿De dónde sales?

Los amigos se besaron tres veces y se quedaron mirándose el uno al otro con los ojos llenos de lágrimas. Los dos estaban agradablemente asombrados.

—¡Amigo mío! —comenzó a decir el flaco después de haberse besado—. ¡Esto no me lo esperaba! ¡Vaya sorpresa! ¡A ver, deja que te mire bien! ¡Siempre tan buen mozo! ¡Siempre tan perfumado y elegante! ¡Ah, Señor! ¿Y qué ha sido de ti? ¿Eres rico? ¿Casado? Yo ya estoy casado, como ves… Ésta es mi mujer, Luisa, nacida Vanzenbach… luterana… Y éste es mi hijo, Nafanail, alumno de la tercera clase. ¡Nafanail, este amigo mío es amigo de la infancia! ¡estudiamos juntos en el gimnasio!

Nafanail reflexionó un poco y se quitó el gorro.

—¡Estudiamos juntos en el gimnasio! —prosiguió el flaco—. ¿Recuerdas el apodo que te pusieron? Te llamaban
Eróstrato
porque pegaste fuego a un libro de la escuela con un pitillo; a mí me llamaban
Efial
, porque me gustaba hacer de espía… Ja, ja… ¡Qué niños éramos! ¡No temas, Nafanail! Acércate más… Y ésta es mi mujer, nacida Vanzenbach… luterana.

Nafanail lo pensó un poco y se escondió tras la espalda de su padre.

—Bueno, bueno. ¿Y qué tal vives, amigazo? —preguntó el gordo mirando entusiasmado a su amigo—. Estarás metido en algún ministerio, ¿no? ¿En cuál? ¿Ya has hecho carrera?

—¡Soy funcionario, querido amigo! Soy asesor colegiado hace ya más de un año y tengo la cruz de San Estanislao. El sueldo es pequeño… pero ¡allá penas! Mi mujer da lecciones de música, yo fabrico por mi cuenta pitilleras de madera… ¡Son unas pitilleras estupendas! Las vendo a rublo la pieza. Si alguien me toma diez o más, le hago un descuento, ¿comprendes? Bien que mal, vamos tirando. He servido en un ministerio, ¿sabes?, y ahora he sido trasladado aquí como jefe de oficina por el mismo departamento… Ahora prestaré mis servicios aquí. Y tú ¿qué tal? A lo mejor ya eres consejero de Estado, ¿no?

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