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Authors: Antón Chéjov

Tags: #Cuento, relato.

Relatos y cuentos (52 page)

BOOK: Relatos y cuentos
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—Estar sentado —dije— en una habitación mal aireada, copiar papeles, rivalizar con una máquina de escribir es vergonzoso y humillante para un hombre de mi edad. Y en nada de eso hay ni una chispa del fuego sagrado de que me habla usted.

—No obstante, es un trabajo intelectual —contestó mi padre—. ¡Pero basta! Pongámosle fin a esta conversación. Sólo he de advertirte que, si no sigues asistiendo a la oficina y te empeñas en obrar conforme a tus inclinaciones despreciables, yo y mi hija te privaremos de nuestro afecto. ¡Y te desheredaré, te lo juro!

Con completa sinceridad, para probarle la pureza de mis intenciones, en las que quería inspirarme toda la vida, repliqué:

—La cuestión de la herencia no tiene para mí ninguna importancia. Renuncio de antemano a mi patrimonio.

Sin que yo lo esperase, tales palabras ofendieron mucho a mi padre. Se puso rojo como la grana.

—¿Te atreves a hablarme así, imbécil? —gritó con voz chillona—. ¡Canalla!

Y me dio un par de bofetadas.

—¡Eres un insolente!

En mi niñez, cuando mi padre me pegaba, yo debía permanecer derecho ante él, inmóvil, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo, mirándole de frente. Ya hombre, si alguna vez me sacudía el polvo, el respeto y el hábito me compelían a adoptar la misma postura y a mirarle del mismo modo. Aunque había envejecido, sus músculos eran aún fuertes, y los golpes que me administraba no tenían nada de suaves.

A la segunda bofetada, a pesar de mi respetuosa y añeja costumbre de quedarme quieto, retrocedí hasta el recibidor. Él me siguió, cogió su paraguas del perchero y empezó a darme paraguazos en la cabeza y en los hombros.

En aquel momento mi hermana, atraída por el ruido, abrió la puerta del salón. Al ver lo que ocurría, volvió la cabeza, pintados en el rostro el terror y la lástima, pero no pronunció ni una palabra en favor mío.

Mi decisión de no volver a la oficina de donde me habían echado, y de comenzar una vida nueva, de verdadero trabajo, era inquebrantable. Sólo me faltaba elegir oficio, lo que no me parecía difícil, pues me consideraba con vigor, perseverancia y capacidad para el trabajo más penoso. Harto sabía que la vida que me esperaba era una vida monótona de obrero, con sus miserias, su ambiente grosero, su constante temor de hallarse sin trabajo y perecer de hambre. Acaso al volver de mi trabajo por la calle de la Nobleza —la principal de la ciudad—, lamentase algún día no haber preferido una carrera intelectual; pero, por el momento, yo estaba muy satisfecho de mi decisión y no me espantaba la idea de las privaciones, las inquietudes y los sinsabores que me aguardaban.

En otro tiempo soñaba con una carrera intelectual: me imaginaba ya profesor, ya médico, ya literato. Pero mis sueños no se habían realizado. Aunque sentía marcada inclinación por los placeres espirituales —principalmente por los que nos procuran las letras—, no sabía hasta qué punto el trabajo intelectual concordaría con mis aptitudes. En el Liceo manifesté una aversión tal a la lengua griega que me echaron sin aprobar el cuarto año. Luego estudié en casa mucho tiempo con profesores particulares, para poder examinarme y pasar al quinto año; después desempeñé todos los empleos de que he hablado, me dediqué a perder el tiempo en una porción de oficinas, lo cual me aseguraban que era trabajo intelectual. Mi servicio en tales oficinas no exigía de mí ni esfuerzos de ingenio, ni talento, ni capacidad personal, ni inspiración. Mi trabajo no difería en nada del de una máquina, y era, en mi sentir, más despreciable que cualquier trabajo físico. Me parecía imperdonable la vida ociosa, inútil, de la mayoría de los pretendidos trabajadores intelectuales, verdadera vida de parásitos. Quizás me equivocase. Quizás no tuviese yo idea de lo que es el auténtico trabajo intelectual…

Empezó a anochecer.

Nuestra casa se hallaba en la calle de la Nobleza, por la que, a falta de un buen jardín público, se paseaba todas las tardes la gente distinguida de la ciudad.

La calle era encantadora y podía, hasta cierto punto, reemplazar a un jardín: la bordeaban dos hileras de acacias que exhalaban en el buen tiempo un olor delicioso, sobre todo después de la lluvia. Por encima de las tapias de los jardincillos domésticos asomaban sus ramas las lilas, las acacias, los manzanos.

Estábamos en el mes de mayo. A pesar de que no eran nuevas para mi aquellas tardes primaverales con sus suaves penumbras, con sus tiernos verdores, con sus delicadas fragancias, con su dulce rumor de insectos, con su tibia temperatura, todo eso aquel día me impresionaba más que de costumbre y ponía en mi alma una languidez singular.

Me hallaba en el portal de casa y contemplaba a los paseantes. Conocía a la mayor parte desde mi niñez, y no pocos de ellos habían jugado conmigo. A la sazón, mi compañía, si me hubiera acercado a ellos, los habría enojado, pues yo iba vestido pobremente y nada a la moda; llevaba unos pantalones muy estrechos y unas botas muy grandes, que parecían barcos. Además, mi reputación en la ciudad dejaba mucho que desear. Yo era un hombre, que no se había conquistado una posición, que jugaba al billar en cafetines de mala nota y que había sido dos veces —no sé el motivo a ciencia cierta— conducido a la gendarmería.

En el caserón frontero a casa, perteneciente al ingeniero Dolchikov, alguien tocaba el piano.

La oscuridad se fue adensando y aparecieron en el cielo las primeras estrellas.

Andando lentamente y saludando a los paseantes, pasó mi padre, con su viejo sombrero de copa, del brazo de mi hermana.

—¡Mira! —le decía, señalando al cielo con el paraguas con que me había pegado horas antes—. ¡Mira el cielo! Todas las estrellas que ves, hasta las más pequeñas, son mundos. El hombre, comparado con la inmensidad del Universo, es como un granito de arena.

Afirmaba esto con el tono de quien está muy orgulloso y muy contento de ser tan poca cosa.

¡Qué corto de alcances es! No tiene talento ninguno. Desde hace muchos años no hay otro arquitecto en la ciudad, en la que no se ha construido en todo ese tiempo una casa de regulares condiciones estéticas y prácticas. El buen señor se guía por métodos de construcción horriblemente rutinarios. Cuando se le encarga una casa, lo primero que dibuja en el plano es el salón.

Luego añade el comedor, el cuarto de los niños, el gabinete, las alcobas, y pone en comunicación unas con otras por medio de puertas todas estas habitaciones, de modo que para llegar a la última es preciso pasar por cada una de las anteriores y nadie puede disponer enteramente de ninguna.

Se advierte que conforme va componiendo el plano se le van ocurriendo ideas incoherentes, estrechas, mezquinas, limitadas, y que conforme va dándose cuenta de sus olvidos va añadiendo detalles.

La cocina la coloca siempre en el sótano, con una bóveda de piedra y un suelo de ladrillos. La fachada siempre es sombría, seca, triste, de líneas severas, baja, como aplastada; las chimeneas, anchas y feas, están cubiertas por unas caperuzas de alambre.

No sé por qué, todas las casas construidas por mi padre me recuerdan de un modo vago su sombrero de copa y su nuca.

Poco a poco los habitantes de la ciudad se fueron acostumbrando a su estilo arquitectónico, que llegó a tener un valor local.

Ese mismo estilo lo llevó a mi vida y a la de mi hermana. A mí me puso el nombre bíblico de Misail y a mi hermana el histórico de Cleopatra. Cuando era pequeña, le hablaba de las estrellas, de los sabios de la antigüedad, de nuestros abuelos, que debían servirnos de ejemplo. A la sazón tenía ya veintiséis años y seguía hablándole de las mismas cosas. Evitaba con sumo cuidado el que se tratase con mozos. No le permitía pasear en otra compañía que la suya. Estaba seguro de que el día menos pensado se presentaría un joven distinguido y de excelente educación, que la pediría por esposa. Y mi pobre hermana le adoraba, le temía y le consideraba el más inteligente de los hombres.

Cerró la noche por completo y no tardó la calle, en quedarse desierta.

En casa del ingeniero Dolchikov cesaron de tocar el piano. La puerta cochera se abrió poco después, y un coche arrastrado por tres magníficos caballos salió, con un alegre ruido de cascabeles: el ingeniero y su hija se dirigían a las afueras de la ciudad a dar un paseo nocturno.

Era hora de acostarse.

Yo tenía en la casa una habitación; pero habitaba en un cuartito que había en el patio, en un cobertizo de ladrillos. Aquel cuartito había sido construido no se sabe para qué; probablemente para guardar los trastos viejos. Hacía treinta años que mi padre depositaba allí la colección de su periódico, cuyos números hacía empaquetar cada seis meses y guardaba celosamente, como algo precioso.

Yo le había tomado cariño a aquel cuartito abandonado: en él vivía sin que nadie me molestase, y veía lo menos posible a mi padre y a sus visitas. Además, se me antojaba que no habitando en la misma casa, y no yendo todos los días a comer, mi padre no podría echarme tanto en cara el vivir a su costa.

Mi hermana me atendía en mi apartamento. A hurto de mi padre me llevó la cena: un trocito de vaca fiambre y un pedazo de pan. En casa se gastaba poco; mi padre siempre estaba hablando de la necesidad de limitar los gastos todo lo posible.

—Hay que calcular siempre —decía—. Al dinero le gusta ser contado y recontado.

Mi hermana, guiándose por estas máximas triviales y enojosas, procuraba economizar cuanto le era dable, y en casa se comía muy mal.

Puso sobre la mesa el plato con la cena, se sentó en mi cama y empezó a llorar.

—¡Misail! —dijo—, ¿qué has hecho?

Se pintaba en su rostro gran desconsuelo. Le caían las lágrimas sobre el pecho y en las manos. Apoyó la cabeza en la almohada y prorrumpió en sollozos, presa de un gran temblor.

—¿Has abandonado de nuevo tu empleo? —prosiguió—. ¡Es terrible!

Sus lágrimas me desesperaban, y yo no sabía qué hacer para consolarla.

El quinqué, en el que se había acabado el petróleo, estaba a punto de apagarse. Sombras fantásticas llenaban mi pobre habitación.

—¡Ten piedad de nosotros! —me rogó mí hermana, levantándose—. ¡Papá sufre tanto por tu culpa! ¡Y yo estoy enferma, no puedo más, me vuelvo loca!

Tendiéndome las manos, me imploró:

—¡Vuelve a la oficina! ¡Hazlo en memoria de nuestra pobre madre!

—No puedo, Cleopatra —contesté, sintiendo que mis energías flaqueaban, y casi a punto de ceder—. ¡No puedo!

—Pero ¿por qué? Si no quieres volver a la misma oficina, a causa de tu disgusto con el jefe, puedes buscarte otra colocación. ¿Por qué no te colocas en las oficinas de ferrocarriles? He hablado esta tarde con Ana Blagovo, y me ha asegurado que puedes encontrar en ellas un empleo, para lo que se halla dispuesta a ayudarte. ¡Por Dios, Misail, recapacita y haz lo que te pedimos!

Nuestra conversación se prolongó aún un poco, y acabé por capitular.

—Nunca —dije— se me había ocurrido ingresar en esas oficinas. Probaré.

Se trataba de una vía férrea en construcción en las cercanías de la ciudad. Mi hermana se sonrió con alegría a través de sus lágrimas, y me apretó la mano. El quinqué se apagó del todo y me dirigí a la cocina en busca de petróleo.

II

Como no había teatro en la ciudad, solían organizarse funciones de aficionados, conciertos, cuadros vivos, a beneficio, naturalmente, de los pobres.

Entre los aficionados se distinguía la familia Achoguin, que tenía, como nosotros, su morada en la calle de la Nobleza. Casi siempre los espectáculos se celebraban en aquel amplio caserón. Los Achoguin pagaban todos los gastos y desplegaban gran actividad en los preparativos.

Era una familia de ricos terratenientes. Poseía en el distrito más de tres mil hectáreas de tierra y una hermosa casa de campo. Pero poco amiga de la vida campestre, se pasaba todo el año en la ciudad.

La constituían la madre, una señora alta, delgada, pelicorta, que solía llevar, a la usanza inglesa, una falda lisa y una chaqueta hechura sastre, y tres hijas. Al hablar de ellas no se las designaba por sus nombres de pila, sino que se decía sencillamente: la mayor, la de en medio y la pequeña. Las tres eran feas, de barbilla aguda, cortas de vista y tenían los ojos oblicuos. Vestían como su mamá. Su voz desagradable, opaca, no les impedía tomar parte en los espectáculos. Casi siempre estaban ocupadas en preparativos de conciertos, representaciones teatrales, charadas. Declamaban, recitaban, cantaban. Las tres eran muy graves y no se sonreían nunca; hasta el teatro cómico lo interpretaban de un modo tan serio, si se les asignaban papeles en él, que parecían, más que intérpretes de una farsa regocijada, tenedores de libros.

A mí me divertían las funciones de aficionados, sobre todo los ensayos, en los que reinaba un gran desorden y solía armarse una algarabía infernal, y al final de los cuales se nos convidaba siempre a cenar. Yo no tomaba parte alguna en la elección de obras ni en el reparto de papeles. Mi trabajo consistía en copiarlos, pintar las decoraciones, apuntar, imitar entre bastidores el ruido del trueno, el canto del ruiseñor, etc. Como iba mal vestido y carecía de una posición social honorable, me mantenía durante los ensayos un poco a distancia de la gente, a la sombra de los bastidores y no despegaba los labios.

Pintaba las decoraciones en el patio de casa de los Achoguin y me ayudaba en tal tarea un pintor decorador, o, como se denominaba él mismo, un «contratista de obras pictóricas», llamado Andrés Ivanovich. Era un hombre de unos cincuenta años, de elevada estatura, muy delgado y muy pálido, con la faz rugosa y unas grandes ojeras azules. Su aspecto enfermizo me asustaba un poco. Padecía no sé qué dolencia incurable. Con frecuencia se ponía a morir, pero guardaba cama unos días y se levantaba de nuevo, asombrado él mismo de seguir aún con vida.

—¡A pesar de todo no me he muerto! —decía.

En la ciudad le conocían, más que por Ivanov por Nabó, no sé con qué motivo. Como a mí, le gustaba mucho el teatro. En cuanto sabía que se preparaba alguna función, dejaba todos sus trabajos y acudía a casa de Achoguin, a pintar las decoraciones.

El día siguiente a mi conversación con mi hermana trabajé en casa de Achoguin desde por la mañana hasta el anochecer.

La hora fijada para el comienzo del ensayo era las siete de la tarde. A las seis ya habían llegado cuantos habían de tomar parte en la función. Las tres muchachas —la mayor, la de en medio y la pequeña— se paseaban por el escenario, cuaderno en mano, recitando sus papeles. Nabó, con un largo gabán rojo y una ancha bufanda, miraba, de pie junto a la puerta, al escenario, como mira, en un templo, el altar un creyente devoto. La señora Achoguin se acercaba ya a uno, ya a otro de los concurrentes y le decía a cada cual una cosa agradable. Tenía la costumbre de mirar fijamente a sus interlocutores y hablarles en voz baja, como si estuviera conversando de un modo muy confidencial.

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