Authors: James Clavell
—Perdone, señor —le dijo un sargento—. Los fuegos son muy peligrosos.
El sargento era forastero, pero a Marlowe no le intimidaban ya los forasteros.
—Largúese.
—Pero, señor.
—Le dije que se largue, ¡maldita sea!
—Sí, señor.
El sargento saludó y él se sintió muy complacido de que no le asustaran ya los forasteros. Devolvió el saludo, si bien deseó no haberlo hecho, pues no llevaba puesta la gorra. Intentó justificar su error.
—¡Oh! ¿Dónde diablos está mi gorra?
Regresó al barracón sintiendo cómo el temor a los forasteros volvía a intimidarle. Hizo un esfuerzo y se sacudió la aprensión, jurándose a sí mismo, por el Señor su Dios: «Nunca más volveré a tener miedo. ¡Jamás!»
Halló su gorra y la otra lata de sardinas que guardaban los tres. Se la puso en un bolsillo, descendió los peldaños y anduvo por la carretera junto a la alambrada. El campo estaba casi desierto. Los últimos hombres del ejército inglés marchaban aquel día, en el mismo convoy que él. Lo hacían mucho después que los australianos, y una eternidad después que los yanquis. Si bien aquello era natural. Ellos se mostraban lentos, pero seguros.
Se detuvo cerca del barracón norteamericano. El toldo ondeaba míseramente en el viento del pasado. Penetró en el barracón.
La estancia no se hallaba vacía. Grey estaba allí, pulcro y uniformado.
—¿Viene a ver por última vez el lugar de sus triunfos? —preguntó malicioso.
—Es un modo de enjuiciarlo —Marlowe lió un cigarrillo y volvió los restos a su petaca—. La guerra ha terminado. Ahora somos iguales, usted y yo.
—Exacto. —En las severas facciones de Grey brillaban sus ojos semejantes a los de la serpiente—. Odio sus tripas.
—¿Recuerda a Dino?
—¿Qué pasa con él?
—¿Era su espía, no?
—Supongo que no hay daño alguno en admitirlo ahora.
—Rey lo sabía.
—No le creo.
—Dino daba a usted información y órdenes. ¡Usted estaba a las órdenes de Rey! —rió Peter Marlowe.
—¡Es usted un maldito embustero!
—¿Por qué he de mentir? —Su risa murió repentinamente—. El tiempo de mentir ha terminado. Es cierto que Dino «lo hacía» siguiendo órdenes. ¿Recuerda que siempre llegaba tarde? Siempre.
«Dios mío —pensó Grey—. Sí, sí; lo veo ahora.»
Marlowe consumió su cigarrillo.
—Rey imaginó que si usted no obtenía información verdadera, procuraría tener un espía. Por eso le proporcionó uno.
Grey se sintió de repente muy cansado. Muchas cosas le resultaban difíciles de comprender ahora. Extrañas cosas. Observó la sonrisa de Marlowe, y toda su rabia contenida salió fuera y pateó violentamente la cama y pertenencias de Rey, y, luego, se volvió contra Peter Marlowe.
—¡Muy inteligente! Pero yo vi a Rey reducirse de tamaño, y veré lo mismo con usted y su pringosa casta.
—¡Oh!
—Puede apostarse su miserable vida. De algún modo ajustaré cuentas con usted, aunque tenga que consumir el resto de mi vida en el empeño. Le venceré al fin. Su suerte acabará.
—La suerte no tiene nada que ver con ello.
Grey señaló con el dedo el rostro de Marlowe.
—Usted nació con suerte y ha vivido en Changi con suerte. Incluso sale de aquí con la misma preciosa alma que tuvo siempre.
—¿De qué está usted hablando? —Peter Marlowe apartó su dedo.
—De la corrupción. De la corrupción moral. Se salvó con el tiempo justo. Unos cuantos meses más junto a Rey, y hubiera cambiado para siempre. Empezaba usted a ser un embustero y un bribón, igual que él.
—Rey no es malo y no engañaba a nadie. Todo cuanto hizo fue adaptarse a las circunstancias.
—El mundo sería un mísero lugar si todos se ocultaran detrás de semejante excusa. Existe eso que se llama moral.
Marlowe lanzó su cigarrillo al suelo y lo pisó.
—No me diga que prefiere usted la muerte con sus malditas virtudes, a estar vivo aunque tenga que comprometer algo.
—¿Algo? —Grey rió hoscamente—. Usted lo vendió todo: honor, integridad, orgullo..., todo a cambio de una ayuda del peor bastardo de este pestilente agujero.
—Si recapacitara un poco, advertiría que el sentido del honor de Rey era bastante elevado. Pero tiene usted razón en algo. Me cambió. Me enseñó que el hombre es independiente a sus actos, si son hijos de las circunstancias que le rodean. Yo vivía engañado. Incluso me equivoqué al mofarme de usted por algo que no podía remediar, y lo siento. Pero no me excuso por despreciar al hombre que es usted.
—¡Yo no vendí mi alma! —el uniforme de Grey aparecía manchado de sudor. Miraba con odio a Marlowe, si bien en su interior se odiaba también a sí mismo. «¿Qué hice con Smedly-Taylor? —se preguntó—. Es cierto, yo también me vendí. Lo hice. Pero "yo" sé que mi acto es una mala acción. Y sé por qué lo hice. Me sentía avergonzado de mi cuna, y quería pertenecer a la clase principal. A tu maldita clase, Marlowe. Ahora no me preocupa eso.»
—Ustedes, los sodomitas, cogieron el mundo por los calzones —dijo en voz alta— pero no por mucho tiempo. Pronto seremos todos iguales. La gente como yo no ha luchado en esta guerra para que se nos escupa. Vamos a ser todos iguales.
—¡Bendita suerte!
Grey intentó controlar su respiración. Abrió sus puños con un esfuerzo, y se secó el sudor de sus ojos.
—Por usted no vale la pena luchar. ¡Usted está muerto!
—La verdad es que ambos estamos vivos.
Grey se encaminó a la salida. En el peldaño superior se volvió.
—Realmente, tendría que estar agradecido a usted y a Rey por una cosa. Mi odio hacia ustedes me mantuvo vivo.
Se alejó a pasos largos.
Marlowe miró el campo, luego observó el barracón, y las pertenencias de Rey. Cogió el plato donde le había servido tantas veces huevos fritos y advirtió que estaba cubierto de polvo. Distraído arregló la mesa y colocó encima de ella el plato. Pensaba en Grey, Rey, Samson, Sean, Max y Tex; en el lugar donde se hallaría la esposa de Mac y su N'ai; en el general, los forasteros, la patria y Changi.
«Me gustaría saber —pensó anonadado—, si es malo adaptarse para subsistir. ¿Qué hubiera hecho yo, de ocupar el puesto de Grey? ¿Qué hubiera hecho Grey de estar en mi lugar? ¿Qué es lo que está bien y lo que está mal?»
Atormentado, pensó que el único hombre que hubiera podido contestarle había muerto en los helados mares de Murmansk.
Sus ojos miraron las cosas del pasado; la mesa donde su brazo había reposado, la cama donde se había recuperado, el banco que él y Rey habían compartido y las sillas sobre las cuales habían reído.
Vio en un rincón un puñado de dólares japoneses. Los cogió. Luego los dejó caer, uno a uno. A medida que los billetes llegaban al suelo, las moscas se apiñaban sobre ellos, levantaban el vuelo, y volvían otra vez.
Peter Marlowe se quedó en el umbral.
—Adiós —dijo a todas las pertenencias de su amigo—. Adiós y gracias.
Salió fuera y siguió el muro de la cárcel hasta la línea de camiones que esperaban pacientemente a la puerta de Changi.
Forsty estaba de pie junto al último, satisfecho de que su labor hubiera terminado. Aparecía exhausto, y la marca de Changi sombreaba sus ojos. Ordenó que arrancara el convoy.
El primer camión se movió, y el segundo, y el tercero, y todos abandonaron Changi.
Marlowe volvió una sola vez la vista atrás. Lo hizo cuando Changi, en la lejanía, pareció convertirse en una perla en su concha azul-blanca bajo el cielo tropical..., cuando Changi quedó en un ligero promontorio rodeado de una faja verde, teniendo tras sí el azul-gris del mar y el horizonte infinito. Luego, ya no quiso mirar otra vez.
Aquella noche no hubieron hombres en Changi. Pero los insectos seguían allí.
Y las ratas.
Permanecían debajo del barracón Muchas habían muerto al ser olvidadas por sus captores. No obstante, la más fuertes vivían.
Adán
luchaba contra el alambre para conseguir comida fuera de su jaula. Luchaba incansable, con la misma tenacidad de siempre. Su paciencia fue recompensada. Cedió un ángulo de la jaula y él saltó sobre la comida y la devoró. Luego descansó, y con renovadas fuerzas rompió otra jaula. La carne que había en su interior le sirvió de nuevo alimento.
Eva
se unió a él. Más tarde, se derrumbó un lado de la trinchera y muchas jaulas quedaron abiertas. Los vivos se comieron a los muertos, y los débiles se convirtieron en alimento de los fuertes, hasta que todos fueron igualmente fuertes. Entonces pelearon entre ellos. Y se multiplicaron.
Adán
era el rey. Pero un día su voluntad de ser rey le abandonó. Entonces su cuerpo alimentó al más fuerte. Y éste heredó su reinado, no sólo por la fuerza en sí. De entre todos, era el más fuerte, el más astuto y el de más suerte.