Authors: James Clavell
—Bueno —dijo Rey ofreciendo a Brough un cigarrillo y sosteniéndole la lumbre—. Supongo que depende de cómo se lo mire uno.
—Gracias. Nada mejor que un liado. —Los ojos de Brough volvieron a observarle—. ¿Y cómo se lo mira usted, cabo?
—Si gano, me parece bien. Si pierdo, no tanto. —Y se dijo para sí: «Hijo de perra, ¿qué diablos hay en tu mente?»
Brough gruñó y miró el montón de billetes que había en el sitio que ocupara Rey. Asintió pensativo, tendió el brazo y los cogió. Observó las grandes pilas frente de cada puesto.
—Parece como si todos ganaran en esta escuela —dijo sin dirigirse a nadie en particular. Rey no respondió.
—Creo que usted puede permitirse el pago de un tributo. —¿Cómo?
—Sí. «¿Cómo?» ¡Maldita sea! —Brough levantó los billetes—. Esta cantidad es suficiente para tentar a oficiales y soldados.
Rey gimió por la mayor parte de sus cuatrocientos dólares.
—Caramba, Don...
—El juego es un mal hábito, como el jurar. ¡Maldita sea! Si se lo juega puede perderlo, y, entonces, ¿qué pasaría? Si paga un pequeño tributo salvará su alma cuando la situación empeore.
«Negocia, loco —se dijo Rey—. Déjalo en la mitad.»
—Bueno, celebraría...
—Conforme. —Brough se volvió a Max—. Usted también.
—Pero, señor... —empezó Rey, dando muestras de acaloramiento.
—Usted ya ha dicho lo suyo.
Max intentó no mirar a Rey, y Brough dijo:
—Eso está bien, Max. Usted le pide consejo con los ojos. Él es un buen hombre que ha pagado su parte. ¿Por qué diablos no ha de pagarla usted también?
Brough cogió las tres cuartas partes de cada montón y contó rápidamente el dinero delante de ellos. Rey tuvo que sentarse.
—Esto hace diez dólares por hombre a la semana. Cobro seis semanas —dijo Brough—. Señalaremos el jueves como día de pago. Ah, Max. Recoja las cantimploras y llévelas al cuartel de los guardianes ahora mismo. —Se llenó un bolsillo con el dinero y luego se volvió hacia la puerta. Allí tuvo un repentino pensamiento. Volvió a sacar los billetes y cogió uno de cinco dólares. Miró a Rey y lo tiró al centro de la mesa.
—Es dinero asesino. —Su sonrisa era angélica—. Buenas noches, muchachos.
En todo el campo se realizaba la recogida de cantimploras.
Mac, Larkin y Marlowe estaban en el barracón. Sobre la cama, junto a Marlowe, se hallaban las cantimploras.
—Podríamos sacar la radio de ellas y echar las cajas a una letrina —dijo Mac—. Estas malditas serán difíciles de ocultar ahora.
—Quizá sea preferible tirarlas tal como están —opinó Larkin.
—¿Lo dice en serio, coronel? —preguntó Marlowe.
—No, amigo. Pero lo dije. No obstante, los tres hemos de acordar algo.
—Quizá devuelvan las otras dentro de uno o dos días. No podemos ocultar la radio mejor de lo que está ahora. —Levantó la vista y dijo rencorosamente—: Pero, ¿quién es el bastardo que lo sabe?
Contemplaron las cantimploras.
—¿No es la hora de las noticias? —preguntó Marlowe.
—¡Ay, muchachito! —exclamó Max, y miró a Larkin.
—De acuerdo —dijo éste.
Rey se hallaba aún despierto cuando Timsen se asomó por la ventana.
—Compañero.
—Hola.
Timsen traía un paquete de billetes.
—Conseguimos los diez que usted pagó.
Rey suspiró, abrió la caja negra y pagó a Timsen el resto acordado.
—Gracias, compañero. —Timsen rió entre dientes—. He oído que hubo un altercado con Grey y Yoshima.
—Así es.
—Es una lástima que Grey no hallara la piedra. No me gustaría encontrarme en sus zapatos... o en los de Peter. ¡Oh, no! Muy peligroso, ¿verdad?
—¡Vayase al infierno!
Tirasen rió.
—Sólo una advertencia amistosa. El primer embarque de tela para gallineros está debajo del barracón, hay bastante para cien jaulas, aproximadamente. —Sacó ciento veinte dólares—. Vendí el primer lote a treinta la pierna. Aquí está su parte: cincuenta-cincuenta.
—¿Quiénes fueron?
Timsen guiñó los ojos.
—Simples amigos míos. Buenas noches, compañero.
Rey se relajó en la cama y comprobó que la red estaba de nuevo sujeta debajo del colchón. Seguía alerta ante el peligro. Resultaba imposible ir al poblado antes de dos días, y, entretanto, sus ojos deberían vigilar. Aquella noche su sueño fue profundo. Al día siguiente vio su barracón rodeado de guardianes.
Después de comer se produjo una repentina investigación en los barracones. Los guardianes penetraron tres veces en los pequeños aposentos antes de dar por terminada su búsqueda.
Cuando oscureció, Mac se arrastró hacia las letrinas, y sacó de un hoyo las tres cantimploras, unidas por un cordel.
Después de limpiarlas regresó al barracón y las conectó. Larkin, él y Marlowe escucharon las noticias. Concluida la emisión, no devolvió las botellas a su escondite. Pese a las precauciones que tomó, había sido observado.
Los tres decidieron no ocultarlas de nuevo. Serenamente, aceptaron la seguridad de que pronto serían cogidos.
Rey corría veloz a través de la jungla. A medida que se acercaba al campo se volvía más cauteloso; finalmente, llegó frente al barracón norteamericano. Se tendió en el suelo y bostezó satisfecho, a la espera del momento oportuno para cruzar el sendero, deslizarse por debajo de la alambrada y así regresar a la seguridad de su barracón. El resto del dinero abultaba sus bolsillos.
Había ido solo al poblado. Marlowe no se hallaba lo suficiente recuperado para acompañarle. Allí encontró a Cheng San y le entregó el diamante. Luego celebraron una fiesta y, más tarde, visitó a Kasseh, que le recibió con su habitual afecto.
El amanecer pintaba el nuevo día cuando Rey se arrastró por debajo de la alambrada y llegó al barracón. Yacía en su lecho cuando notó la falta de la caja negra.
—¡Estúpidos hijos de perra! —chilló—. ¿Es que no puedo confiaros una maldita cosa?
—¡Infiernos! —exclamó Max—. Estaba ahí hace unas horas. Sólo he salido para ir a la letrina.
—¿Dónde diablos está ahora?
Ninguno de los hombres había visto u oído nada.
—Vaya a buscar a Samson y a Brant —ordenó Rey a Max.
—¡Caray! —dijo éste—. Es algo temprano...
—¡Digo que a buscarles!
Media hora después, el coronel Samson llegó sudando de temor.
—¿Qué pasa? Sabe que no se me puede ver aquí.
—Algún hijo de perra ha robado mi caja. Usted puede ayudar a que se encuentre.
—¿Cómo puedo yo...?
—No me importa cómo —le interrumpió—. Mantenga sus oídos abiertos alrededor de los oficiales. No hay más pasta para usted hasta que yo sepa quién lo hizo.
—Pero, cabo, yo no tengo nada que ver con ello.
—Cuando lo sepa, volverá a cobrar su paga semanal. Ahora, largúese.
Minutos más tarde se presentó el comandante Brant y recibió el mismo trato. Tan pronto se fue, Rey se preparó el desayuno, mientras los demás hombres del barracón buscaban por el campo.
Rey contó a Marlowe el robo de la caja negra.
—Eso sí que es mala suerte.
—No importa. Conseguí el resto de la pasta de Cheng San. Tenemos de sobra. Pero pensé que ya era hora de chillar un poco. Los chicos se descuidaron... y es cuestión de principios. —Le tendió un pequeño fajo de billetes—. Ésta es su parte en el negocio del diamante.
Marlowe deseaba enormemente el dinero. No obstante, sacudió negativamente la cabeza.
—Quédeselo. Le debo mucho más de lo que nunca podré pagarle. Y también cuenta el dinero que entregó para los medicamentos.
—Conforme, Peter. Pero aún somos socios.
Marlowe sonrió.
—Bueno.
Se abrió la puerta de la trampa y Kurt salió al barracón.
—Setenta —dijo.
—¿Cómo? —exclamó Rey.
—Día de alumbramiento.
—¡Maldita sea! Lo había olvidado todo.
—Del mismo modo que yo, ¿no? Mataré otras diez dentro de pocos días. No hay necesidad de alimentar a los machos. Hay cinco o seis que ya están a punto.
Rey se sintió enfermo, pero dijo:
—Conforme. Se lo diré a Timsen.
Kurt se marchó y Marlowe dijo:
—No creo que vuelva hasta dentro de uno o dos días.
—¿Por qué?
—Es mejor. Ya no podemos ocultar por más tiempo la radio. Hemos decidido los tres quedarnos en el barracón.
—¿Quieren suicidarse? Desembaráncense de la maldita si imaginan que están localizados. Entonces, si les preguntan..., lo niegan.
—Pensamos en eso, pero es la única que hay... y queremos que funcione mientras pueda. Con un poco de suerte, no seremos cogidos.
—Encomiéndese a Dios, muchacho.
Marlowe sonrió.
—Sí, lo sé. Por eso no vendré por aquí. No quiero mezclarle en nada.
—¿Qué harán si Yoshima va hacia allí?
—Huiremos.
—Huir, ¿dónde? ¡Por Júpiter!
—Peor es quedarse sentados.
Dino, encargado de la vigilancia en aquel momento, asomó la cabeza por la puerta.
—Perdonen, Timsen se encamina hacia aquí.
—Conforme —dijo Rey—. Le veré. —Se volvió a Marlowe—. Es su cuello, Peter. Mi consejo es desprenderse de ella.
—Lo deseamos, pero es imposible.
Rey comprendió que no podía ayudarle en nada.
—Hola, compañero —saludó Timsen mientras entraba, con su cara tirante de furia—. Me he enterado de que ha tenido algo de mala suerte, ¿eh?
—Necesito una nueva serie de perros guardianes, seguro.
—Usted y yo —contestó furioso Timsen—. Los ladrones metieron su caja negra debajo de mi maldito barracón.
—¿Qué?
—Lo que oye. Está allí, debajo de mi choza, limpia como un silbido. Condenados bastardos, ésa es la verdad. Ningún australiano la ha robado ni la ha ocultado debajo de mi barracón. No señor. Debe de ser un inglés o un yanqui.
—¿Como, quién?
—Lo ignoro. Lo único que sé es que no fue ninguno de los míos. Se lo juro. .
—Le creo. Pero puede usted correr mi promesa de mil dólares a quien presente pruebas concretas contra el ladrón. —Rey sacó deliberadamente de debajo de la almohada de su cama el montón de billetes que Cheng San le había pagado para completar la venta. Separó trescientos dólares y se los ofreció a Timsen, que contemplaba con ojos desorbitados la enorme cantidad.
—Necesito azúcar, café y un coco o dos. ¿Puede conseguírmelo?
Timsen aceptó el dinero, incapaz de apartar los ojos del fajo de billetes.
—Completó la venta, ¿eh? Desde luego, no creí que pudiera hacerlo. Pero lo ha conseguido.
—Sí —dijo Rey impasible—. Tengo bastante para subsistir un mes o dos.
—Un condenado año, amigo —respondió Timsen, aturdido. Luego caminó lentamente hacia la puerta, pero se volvió con una sonrisa repentina—. Mil, ¿eh? Diría que eso producirá resultados.
—Supongo —contestó Rey—. Sólo es cuestión de tiempo.
Una hora después la noticia de la recompensa se extendió por el campo. Los ojos empezaron a observar con interés renovado. Las orejas se tensaron para captar los susurros en el viento. Y fueron desempolvados recuerdos una y otra vez. Con un poco, podía ganarse un millar de dólares.
Por la noche, Rey dio un paseo por el campo, y sintió como nunca el odio, la envidia y la intensidad de las miradas. Aquello acrecentó su sentimiento de superioridad. Todos sabían que era dueño de una enorme cantidad de billetes cuando ellos carecían de un simple dólar. Sólo él, únicamente él, había sido capaz de ganar tanto dinero.
Samson buscaba, Brant buscaba, y lo mismo hacían muchos más. Y si bien la adulación general le ponía enfermo, saboreó su propia satisfacción, pues, por vez primera, lo hacían sin recato. Pasó por delante del barracón de la Policía Militar, e, incluso Grey, que se hallaba de pie junto a la puerta, le devolvió un cortés saludo y no le llamó para registrarle. Rey se sonrió a sí mismo, sabiendo que, incluso Grey, pensaba en el fajo de billetes y en la recompensa.
Rey se había vuelto intocable. Sus dólares eran símbolo de seguridad, vida y poder.
Yoshima llegó sigilosamente y con gran prisa aquella vez. No lo hizo como de costumbre a través del campo, y por la carretera. Vino acompanado de muchos guardianes cruzando la alambrada. Cuando Marlowe vio al primero de ellos el barracón estaba ya cercado y no había resquicio por donde escapar. Mac se hallaba debajo de su mosquitero con el auricular pegado a su oreja en el momento en que Yoshima penetró en la estancia.
Yoshima cogió el aparato y escuchó. La radio, aún conectada, le permitió oír el final de la emisión de noticias.
—Muy ingenioso —exclamó soltando el auricular—. ¿Sus nombres, por favor?
—Soy el coronel Larkin, éste es el comandante McCoy, y éste el teniente aviador Marlowe. Yoshima sonrió. —¿Un cigarrillo? —preguntó.
Lo aceptaron, y también la lumbre que les ofrecía. Yoshima encendió otro. Todos fumaron en silencio. Luego ordenó: —Desconecten la radio y vengan conmigo.
Los dedos de Mac temblaron al agacharse. Miró nerviosamente a su alrededor en el momento en que otro oficial japonés apareció de repente. Éste susurró algo en el oído de su compatriota. Durante un momento Yoshima le miró sin habla, luego empujó al guardián que vigilaba la puerta y salió presuroso seguido del otro oficial y de todos los guardianes.
—¿Qué pasa? —preguntó Larkin al centinela que les apuntaba con su fusil.
Mac seguía junto a su cama, sobre la radio, con las rodillas temblándole, y sin apenas respiración. Cuando al fin pudo hablar, dijo roncamente:
—Creo que lo sé. Son las noticias. No tuve tiempo de decirlo. Poseemos... Poseemos un nuevo tipo de bomba. La bomba atómica. Ayer, a las nueve cincuenta horas de la mañana, cayó «una» sobre Hiroshima. La ciudad entera desapareció. Las víctimas se elevan a cientos de miles... Hombres, mujeres y niños. —¡Dios mío!
Larkin se sentó repentinamente, y el nervioso guardián casi presionó el gatillo. Mac le gritó en malayo. —¡Espere! ¡Sólo se sienta! —¡Todos sentados! —ordenó en malayo. Obedecieron los tres, y añadió:
—Sois unos locos. Tened cuidado cuando os mováis. Soy responsable de que no escapéis. Permaneced sentados. Dispararé contra vosotros sin vacilar.
Quedaron quietos y sin hablar. Pasado un rato se durmieron, si bien fue un sueño intranquilo bajo la escasa luz de la bombilla eléctrica, y el continuo golpear a los mosquitos que desaparecieron tan pronto empezó a clarear el día.