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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (21 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Mientras éstas se calentaban, cogieron ramas prendidas y las mantuvieron debajo de las barras longitudinales y de los muelles. El suelo tardó poco en cubrirse de chinches.

—¡Cuernos! ¿Vosotros también? —les gritó Phil—. ¿Por qué lo hacéis antes del desayuno?

Phil era un hombre amargado con pecho de gorrión y pelo de color rojo violento.

No le hicieron caso. Siempre gritaba, y ellos tenían por costumbre quemar su litera antes del desayuno.

—¡Por Dios, Ewart! —exclamó Marlowe—. ¿Tú no crees que podrían llevarse la litera?

—Las malditas casi me tiraron de la cama la noche pasada.

En un repentino acceso de rabia, Ewart pisoteó las chinches.

—Tómalo con calma, Ewart.

—No puedo evitarlo.

Cuando acabaron con las camas dejaron que se enfriasen y limpiaron sus colchones. Eso precisó media hora. Luego se ocuparon de las mosquiteras, durante otra media hora.

Para entonces las camas ya estaban frías. Montaron la litera y, una vez dentro del barracón, colocaron cuatro latas llenas de agua limpia, en las patas y se aseguraron de que los bordes no las tocasen.

—¿Qué es hoy, Ewart? —preguntó Peter Marlowe mientras aguardaban el desayuno.

—Domingo.

Marlowe se estremeció al recordar otro domingo.

Fue después de que una patrulla japonesa le hiciera prisionero. Estaba hospitalizado en Bandung aquel día. Los japoneses ordenaron a todos los prisioneros enfermos que cogieran sus pertenencias porque iban a otro hospital.

Formaron cientos de ellos en el patio, excepto los jefes de mayor graduación. Iban a Formosa, así decía el rumor. El general estaba allí, era el de mayor graduación y caminaba, destacado, encomendándose al Espíritu Santo. Era un hombre pulcro, de hombros cuadrados, y su uniforme aparecía manchado por los salivazos de los conquistadores.

Marlowe lo recordó llevando su colchón por las calles de Bandung bajo un sol que abrasaba, a través de silenciosas hileras de gentes con vestidos multicolores. Luego le vio tirar su carga, pesaba demasiado, y también le vio caer y levantarse. Más tarde, las puertas de la prisión se abrieron para volver a cerrarse detrás de ellos.

El patio era lo suficientemente amplio para albergar a todos. Pero Marlowe y algunos más fueron encerrados solos en diminutas celdas, donde habían cadenas en las paredes y un pequeño agujero en el suelo, que era el lugar común rodeado de excrementos, con una antigüedad de años. Un montón de paja pestilente cubría el piso.

En la celda inmediata había un loco, un javanés que había matado a tres mujeres y dos niños antes de que los holandeses lo encerraran. Pero los holandeses ya no eran los carceleros, ahora eran simples presos. Todos los días y todas las noches el loco golpeaba sus cadenas y chillaba.

La puerta de la celda de Marlowe tenía un diminuto agujero. Tendido sobre la paja, contemplaba sus pies, mientras esperaba la comida entre el continuo maldecir y morir de los prisioneros, pues se había declarado una epidemia.

Marlowe aguardaba resignado su descanso eterno.

Su mente enfebrecida le trasladó a un mundo pacífico donde había agua limpia, sin retretes rudimentarios y con el cielo descargando agua helada que, al mojarle, le limpiaba la inmundicia. Cuando abrió los ojos vio un rostro suave de revés, y, a su lado, otro más, pero los dos aparecían serenos, y pensó que estaba muerto de verdad.

Eran Mac y Larkin. Lo encontraron precisamente un poco antes de que les trasladaran desde la prisión a otro campo. Al verle creyeron que se trataba de un javanés, como el loco de la otra celda, que seguía con sus gritos y mover de cadenas, pues Marlowe también gritaba en malayo y se parecía a los javaneses.

—Vamos Peter —dijo Ewart—. Ya nos toca.

—¡Ah! Gracias.

Marlowe cogió sus platos.

—¿Se encuentra bien?

—Sí. —Después de un momento, añadió—: Es bueno estar vivo, ¿no le parece?

A media mañana la noticia voló por Changi. El comandante japonés iba a restablecer la ración normal de arroz, para celebrar una gran victoria japonesa en el mar. El comandante había explicado que una fuerza de combate estadounidense había sido totalmente destruida, y, que, por lo tanto, las Filipinas estaban salvadas. También dijo que el ejército japonés se reagrupaba dispuesto a Invadir las Hawai.

Esto dio lugar a rumores y conjeturas, a opiniones y contraopiniones.

—Paparruchas. Sólo paparruchas para encubrir alguna derrota.

—No lo creo. Nunca nos han aumentado la ración para celebrar una derrota.

—¿Quién habla de aumento? Nos devuelven algo que habíamos perdido. No, viejo. Palabra. Los malditos japoneses están recibiendo lo suyo. ¡Te lo digo yo!

—¿Cómo demonios sabes tú lo que ignoramos los demás? ¿Tienes una radio acaso?

—Si la tuviera, tan seguro como hay Dios que no te lo diría.

—¿Qué se sabe de Daven?

—¿Quién?

—El que tenía la radio.

—¡Ah, sí! Ya recuerdo. No lo conocía.

—¡Lástima que lo cogieran!

—Me gustaría encontrar al bastardo que lo denunció. Apuesto a que fue algún tipo de las fuerzas aéreas, o un australiano. Aquellos bastardos venden sus almas por medio penique.

—¡Yo soy australiano!

—íOh! Tómalo con calma. Era un chiste.

—Tienes un sentido muy peculiar del humor. ¡Animal!

—Tómatelo con calma, hombre. Hace demasiado calor. ¿Alguien me presta una chupada?

—Toma.

—Gracias. Tiene mal sabor.

—Hojas de papaya, curadas por mí mismo. Cuando uno se acostumbra queda bastante bien.

—Mirad allí.

—¿Dónde?

—La subida de la carretera. ¡Marlowe!

—¿Ése? ¡Maldición! Tengo entendido que se ha aliado con Rey.

—Por eso le señalé, idiota. Todo el campo lo sabe. ¿Es que has estado durmiendo?

—No le culpes. Yo también hubiera aprovechado la oportunidad. Dicen que Rey tiene dinero, sortijas de oro y comida para alimentar a un regimiento.

—He oído que es un invertido. Dicen que Marlowe es su nueva chica.

—¿Eso dicen?

—Romances. Rey no es marica, sino un maldito bribón.

—Yo tampoco creo que lo sea. Desde luego, es astuto y un miserable bastardo.

—Lo sea o no, yo desearía ser Marlowe. ¿No os habéis enterado de que tiene un fajo de dólares? Oí que él y Larkin compraron huevos y un pollo entero.

—¿Estás loco? Nadie tiene semejante cantidad de dinero, excepto Rey. Ellos crían pollos. Probablemente murió uno y eso es todo. Quizá sea otra de tus condenadas historias.

—¿Qué crees que lleva Marlowe en aquel pote?

—Comida. ¿Qué otra cosa? No se necesita ser sabio para saber que es comida.

Marlowe se encaminaba hacia el hospital.

En el recipiente llevaba una pechuga, una pata y un muslo.

Había comprado un pollo al coronel Foster por sesenta dólares, algo de tabaco y la promesa de darle un huevo fecundado por
Rajah
, el hijo de
Sunset
, que pronto lo juntarían con
Noya.
Con la aprobación de Mac, decidieron dar a
Noya
otra oportunidad, en vez de matarla como se merecía, pues ninguno de sus huevos se convirtió en polluelo. «Quizá no fue culpa de
Noya
—había dicho Mac— puede que sea del gallo del coronel Foster. No es bueno, y todo su movimiento de alas, picotear y saltar encima de las gallinas debe ser simple exhibición.»

Marlowe se sentó junto a Mac, mientras se comía el pollo.

—Vaya, muchacho, jamás me sentí tan bien y tan satisfecho en todo el tiempo que recuerdo.

—Estupendo. Tiene buen aspecto, Mac.

Luego le contó de dónde procedía el dinero del pollo y Mac le dijo:

—Hizo bien en aceptarlo. Usted no sabe si ese Prouty robó el reloj, ni fue usted quien vendió una mercancía mala.

—Entonces, ¿por qué me siento tan condenadamente culpable? Usted y Larkin dicen que está muy bien. Aunque Larkin no estuvo tan seguro como usted.

—Negocios, amigo. Larkin es culpable y no un verdadero negociante. Vamos, yo sé los trucos del mundo.

—Usted es un sencillo plantador de goma. ¿Qué infiernos sabe de negociar? Ha permanecido enterrado en una plantación durante años.

—Se lo explicaré —dijo Mac—. Un plantador se pasa el tiempo comerciando. Cada día ha de tratar con los tamilos o los chinos, que son auténticos comerciantes, pues se inventan cada truco...

Así hablaron entre ellos y Marlowe sintió la alegría de ver cómo Mac reaccionaba según su modo peculiar. Sin apenas advertirlo empezaron a expresarse en malayo.

Marlowe dijo casualmente:

—¿Sabe cuál es la cosa de las tres cosas?

Para mayor seguridad, habló de la radio en parábola.

Mac miró a su alrededor, cerciorándose de que no eran espiados.

—Sí. ¿Qué hay?

—¿Está seguro de su enfermedad?

—No muy seguro, pero casi seguro. ¿Por qué lo pregunta?

—Porque el viento trajo un susurro que hablaba de una medicina capaz de curar la enfermedad de varias maneras.

La cara de Mac se iluminó.


Wah-lah.
Usted ha hecho a un viejo feliz. Dentro de dos días saldré de aquí. Entonces me llevará hasta esa medicina.

—No, eso no es posible. Debo hacerlo privadamente, y pronto.

—No quisiera verle en peligro —dijo Mac pensativo.

—El viento traía esperanza, y como está escrito en el Corán, sin esperanza el hombre no es otra cosa que una bestia.

—Sería mejor que esperara antes de arriesgar su vida.

—Quisiera esperar, pero lo que deseo he de saberlo hoy.

—¿Por qué? —inquirió Mac, expresándose en inglés—. ¿Por qué hoy. Peter?

Marlowe se maldijo por haber caído en la trampa que tan cuidadosamente quiso evitar. Si explicaba a Mac lo del poblado éste enloquecería de preocupación. No le detendría, pero tampoco iría si él y Larkin se lo suplicaban. «¿Qué diablos hago ahora?»

De pronto recordó el consejo de Rey.

—Hoy o mañana, eso no importa. Sólo estoy interesado —dijo jugando su triunfo.

Se levantó.

—Bueno, hasta mañana Mac. Quizá Larkin y yo nos dejemos caer por aquí esta noche.

—Siéntese, amigo, a menos que tenga algo que hacer.

—No tengo nada que hacer.

Tozudo, Mac volvió al malayo:

—¿Me ha dicho la verdad? ¿Es cierto que «hoy» no significa nada? El espíritu de mi padre me susurró que aquellos que son jóvenes se arriesgan incluso cuando pasa el demonio.

—Está escrito, juventud no es siempre sinónimo de prudencia.

Mac estudió especulativamente a Marlowe. «¿Intenta algo en unión de Rey? —pensó cansado—, Peter disfruta con el peligro que ocasiona la radio. Por algo llevó la tercera parte todo el camino desde Java.»

—Siento el peligro por usted —dijo al fin.

—No se puede coger miel sin riesgo de ser atacado por las abejas. Pero una araña busca con seguridad debajo de las rocas, porque sabe dónde y cómo buscar —el rostro de Marlowe se mantuvo tranquilo—. No tema por mí, viejo. Yo sólo busco debajo de las rocas.

Mac asintió satisfecho.

—¿Conoce su contenido?

—Seguro.

—Yo creo que se puso enfermo cuando una gota de agua se filtró por un agujero, tocó una cosa y la aplastó como un árbol caído en la jungla. La cosa es pequeña, como una diminuta serpiente, delgada como un gusano de seda y corta como una cucaracha. —Gimió y se estiró—. Mi espalda me mata —dijo en inglés—. ¿Quiere arreglarme la almohada amigo?

Cuando Marlowe se inclinó. Mac le susurró al oído:

—Un condensador de ajuste, de trescientos microfaradios.

—¿Mejor así? —preguntó, mientras Mac se acomodaba.

—Estupendo, amigo, muchísimo mejor. Ahora, vayase. Esta insulsa charla me ha cansado.

—Sé que le divierte, viejo animal.

—No tan viejo,
puki mahlu.


¡Senderis!
—dijo Marlowe, y caminó hacia el sol. «Un condensador de ajuste, trescientos microfaradios. ¿Qué demonios es un microfa-radio?»

El viento le trajo desde un garaje el olor dulzón de la gasolina, aceite pesado y grasa. Se sentó en cuclillas a un lado de la carretera junto a una mancha de grasa, y gozó su aroma. «¡Dios mío! —pensó—. El olor del petróleo me trae el recuerdo de aviones en Gosport y Farnborough y ocho campos más, y el de los
Spitfire
y
Hurricane.
Pero no quiero pensar en ellos ahora, pensaré en la radio.»

Cambió de postura y se sentó sobre la hierba de la cuneta, al estilo árabe. Sus manos descansaron en su regazo con los nudillos juntos y los dedos señalando su ombligo. Muchas veces se había sentado de esa manera. Le ayudaba a pensar, pues, una vez pasado el dolor inicial, se apoderaba del cuerpo una sensación de quietud que liberaba la mente.

Permaneció sentado y silencioso mientras los hombres transitaban sin apenas advertir su presencia. No había nada de extraño en que un hombre estuviera allí, bajo el calor del sol del mediodía, quemado como un negro y con un simple
sarong.
Nada extraño, en absoluto.

«Ahora sé lo que he de obtener: una radio en el poblado. Éstos son como las cotorras, que recogen toda clase de cosas», y se rió al recordar «su» poblado de Java.

Lo había encontrado en medio de la jungla, cuando exhausto y perdido, y más vivo que muerto, se hallaba lejos de las carreteras que cruzan Java. Recorrió muchos kilómetros antes de llegar a él, el 11 de marzo. Las fuerzas de la isla habían capitulado el 8 de marzo, y eso fue en 1942. Durante tres días vagó por la jungla, comido por chinches y moscas; con sus ropas deshechas por los espinos, su cuerpo lleno de sanguijuelas y empapado por las lluvias. No había visto ni oído a nadie desde que despegó del campo de aviación al norte de Bundung. Y ya en pleno vuelo hubo de abandonar su escuadrón, o lo que quedaba de él, cuando cayó su
Hurricane.
Pero antes de huir a través de la jungla destruyó completamente los restos de su máquina que ardió cual pira funeraria.

Una vez en el poblado, donde llegó a la puesta del sol, los javaneses que le rodearon parecían hostiles. No le tocaron, si bien era evidente la furia de sus rostros. Le miraban en silencio, y ninguno parecía dispuesto a socorrerle.

—¿Puedo conseguir comida y agua? —les preguntó.

No hubo respuesta.

Vio un pozo y se dirigió a él, seguido por miradas de enojo. Saciada su sed tomó asiento en el suelo y esperó pacientemente.

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