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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (20 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Terriblemente disgustado, cabo. Lo último que poseía.

«Veamos —pensó feliz—. Necesitaremos un par de semanas para conseguir otro en forma. Timsen, el australiano, puede encargarse de la próxima venta.»

De repente Prouty vio a Grey que se acercaba. Se escabulló entre los barracones, perdiéndose en las sombras. Rey saltó por la ventana del barracón norteamericano, se unió a la partida de póquer y susurró a Marlowe:

—¡Coja las cartas, diantre!

Los dos hombres, cuyos lugares habían tomado calmosamente, se convirtieron en mirones mientras Rey ponía un montón de billetes delante de cada uno de ellos dos. Grey apareció en el umbral.

Ninguno le hizo caso hasta que Rey levantó la cabeza, jovial.

—Buenas noches, señor.

—Buenas noches —el sudor corría por la frente de Grey—. Eso es mucho dinero.

«Virgen Santa, jamás he visto tanto dinero junto en mi vida. Y lo que podría hacer con sólo una parte de él», pensó.

—Nos gusta jugar, señor.

Grey volvió a hundirse en la noche. ¡Condenado Samson!

Jugaron unas cuantas partidas hasta que tocaron retreta. Entonces Rey recogió el dinero y dio a cada hombre un billete de diez dólares y todos corearon sus gracias. A Dino le entregó diez para cada uno de los que estaban fuera, hizo un gesto con la cabeza a Peter, y, juntos se encaminaron a su sitio en el barracón.

—Merecemos un café, Peter.

Rey estaba algo cansado. El esfuerzo que suponía permanecer alerta fatigaba. Se tendió en la cama y Marlowe hizo el café.

—Creo que no le he traído mucha suerte —dijo suavemente.

—¿Cómo?

—La venta. No lo hice demasiado bien, ¿verdad?

Rey contestó:

—Según lo previsto. Aquí tiene. —Contó ciento diez dólares y se los dio—. Me debe dos dólares.

—¿Dos dólares? —miró el dinero—. ¿Para qué es eso?

—Es su comisión.

—¿Por qué?

—¡Vaya, hombre! No va a suponer que le puse a trabajar para nada. ¿Por quién me toma?

—Dije que lo hacía con mucho gusto. No me da derecho a nada haber servido de intérprete.

—¡Está usted loco! Ciento ocho dólares..., el diez por ciento. No es una limosna. Es suyo. Lo ganó usted.

—Usted es el que está loco. ¿Cómo diablos puedo yo ganar ciento ocho dólares de una venta de dos mil doscientos dólares, cuando es el precio total y no hay beneficios? No pensará que voy a aceptar el dinero que le ha dado el coreano.

—¿No lo precisan, usted, Mac y Larkin?

—Claro que sí. Pero no sería justo. Además, no comprendo por qué son ciento ocho dólares.

—Peter, ignoro cómo ha conseguido subsistir en este mundo hasta ahora. Le daré una explicación. Yo gané mil ochenta dólares en el trato. El diez por ciento es ciento ocho. Ciento diez menos dos hacen ciento ocho. Yo le di ciento diez, luego me debe dos dólares.

—¿Cómo demonios ha ganado usted todo eso cuando...?

—Se lo diré. La lección número uno de todo negocio consiste en comprar barato y vender caro. Esta noche, por ejemplo —Rey explicó cómo había forzado a Prouty. Marlowe guardó silencio un rato. Luego dijo:

—Eso parece deshonesto.

—No es deshonesto, Peter. Todo negocio se centra en vender más caro de lo que se compra.

—Sí. Pero, ¿acaso su margen de beneficio no es excesivo?

—¡Infiernos! No. Todos sabíamos que el reloj era una imitación, excepto Torusimi. Pero no le preocupe haberle engañado, él puede venderlo fácilmente a un chino, y con beneficio.

—No lo creo.

—Conforme. Piense en Prouty. Él vendía una imitación. Quizá lo robó, o, demonios, ¡qué sé yo cómo se hizo con él! Y si consiguió un precio pobre se debe a que es un mal comerciante. Si hubiera tenido tripas para llevarse el reloj y descender de nuevo la carretera, yo le hubiera detenido para ofrecerle un precio mayor. Además, él no dará un solo paso para ayudarme, si se descubre que el reloj es un engaño. El trato incluye también la protección de mi cliente, y Prouty sabe que está a salvo, mientras que yo me expongo a lo que venga.

—¿Qué hará usted cuando Torusimi lo descubra?

—Volverá —Rey se puso de repente a reír—, pero no a reclamar. ¡Canastos! Si lo hace se desprestigia. Nunca admitirá que yo le engañé en un negocio. Además, sus compinches lo descuartizarían si yo divulgara la noticia. Él volverá, seguro, si bien para intentar superarme la próxima vez.

Encendió un cigarrillo y dio otro a Marlowe.

—Así —continuó—, Prouty ganó novecientos menos el diez por ciento de mi comisión. Es un precio bajo, pero no injusto, y, no olvide, que usted y yo corrimos «todo» el riesgo. Ahora bien, de la ganancia hay que deducir nuestros gastos. Tuve que pagar cien dólares para que lo pulimentaran y lo limpiaran y conseguir un cristal nuevo. Max ha percibido veinte, pues fue él quien se enteró de la venta en perspectiva, diez a cada uno de los cuatro guardianes y otros sesenta para los muchachos que vigilaban, todo eso suma ciento veinte. Si quitamos ciento veinte de mil doscientos quedan mil ochenta dólares exactos. El diez por ciento de eso es ciento ocho. Sencillo, ¿verdad?

Marlowe sacudió la cabeza mareado con tantas cifras, tanto dinero y tanta excitación. Primero hablaron con un coreano, y ahora era dueño de ciento ocho dólares, ganados con facilidad. ¡Canastos! Eso equivalía a veinte cocos o un montón de huevos. ¡Mac! Ahora le podremos dar comida. ¡Huevos, huevos, es lo que necesita!

De repente le pareció oír a su padre, tan claramente como si estuviera a su lado. Incluso le veía, erguido y fuerte en su uniforme de la Armada Real.

«Escucha, hijo mío. Hay una cosa que se llama honor. Si tú comercias con un hombre, dile la verdad, y, entonces, él te dirá la verdad o no tiene honor. Protege a otro hombre del mismo modo que tú esperas que él te proteja a ti. Y si un hombre no tiene honor, no te asocies con él porque te emponzoñará. Recuerda, hay gente honorable y gente sucia. Hay dinero honorable y dinero sucio.

»Pero eso no es dinero sucio —se oyó a sí mismo responder—. Al menos según lo ha explicado Rey. De hecho, le tomaban por un incauto, y resultó ser más listo que ellos.

—Cierto. Pero es deshonroso vender la propiedad de un hombre y decirle que el precio ha sido más bajo del real.

—Sí, pero...

—No hay peros, hijo mío. Es verdad que el honor se mide por grados, y un hombre debe de regirse por un solo código. Haz lo que quieras. Te corresponde decidir. Hay cosas que un hombre ha de decidirlas solo. A veces uno ha de adaptarse a las circunstancias. Pero, por amor de Dios, guárdate tú y tu conciencia, nadie más lo hará, y entérate de que una decisión equivocada puede destrozarte con mucha mayor seguridad que una bala.»

Marlowe sopesó el dinero y lo que podrían conseguir Mac, Larkin y él. La balanza se inclinó a favor de ellos. En realidad, el dinero pertenecía a Prouty y su grupo. Quizás era la última cosa que les quedaba en el mundo y, posiblemente, su falta podía ocasionarles la muerte. Esto le inquietaba, si bien aquellos hombres le eran desconocidos. Contra semejante razonamiento se alzaba el recuerdo de Mac, y la necesidad que ahogaba a Larkin. También era una locura olvidarse de sí mismo. Recordó las palabras de Rey: «No es limosna», y era cierto que antes había aceptado limosnas.

«¿Qué debo hacer Señor? ¿Qué debo hacer?» Pero Dios no aclaró sus dudas.

—Gracias por el dinero —repuso Marlowe.

Todo su ser fue consciente de la quemazón que sintió al guardárselo.

—¿Gracias de qué? Se lo ganó. Es suyo. Trabajó usted para obtenerlo. Yo no le doy nada.

Rey se mostró jubiloso y su alegría suavizó el desagrado de Marlowe.

—Vamos —dijo—. Debemos celebrar nuestro primer negocio juntos. Con mis sesos y su malayo, aún viviremos una vida a lo Riley.

Luego preparó varios huevos fritos.

Una vez sentados a la mesa, explicó a su invitado que había mandado a los muchachos a comprar víveres tan pronto Yoshima descubrió la radio.

—Hay que saber bailar en esta vida, Peter. Imaginé que el japonés nos haría la vida difícil una temporada. Si bien eso afecta siempre a los incapaces. Mire a Tex, ¡pobre hijo de perra! No tenía ni para comprarse un piojoso huevo. Piense en usted y Larkin. Y si no fuera por mí, Mac aún estaría sufriendo, ¡pobre bastardo! Naturalmente, me gusta y me hace feliz ayudar a los amigos. Un hombre debe ayudar a sus amigos o todo carece de finalidad.

—Eso supongo —replicó Marlowe.

Las palabras de Rey le parecieron una monstruosidad. Sintióse enojado con él, pues ignoraba que la mente norteamericana es simple en algunas cosas, tan simple como la inglesa. Un norteamericano se enorgullece de su capacidad para ganar dinero y un inglés, como él mismo, experimenta esa satisfacción al morir por su bandera.

Vio a Rey que miraba a través de la ventana y observó el brillo de sus ojos. Hizo lo mismo y descubrió a un hombre que se acercaba por el sendero. Una vez dentro de la zona iluminada, supo quién era: el coronel Samson.

Samson vio a Rey, y le saludó amistosamente.

—Buenas noches, cabo —dijo, mientras continuaba su camino.

Rey contó noventa dólares y se los entregó a Marlowe.

—Hágame un favor, Peter. Agregue uno de diez y déselos a ese tipo.

—¿Samson? ¿Al coronel Samson?

—Desde luego. Le encontrará cerca de la esquina de la cárcel.

—¿Darle dinero? Pero, ¿qué debo decirle?

—Que es de parte mía.

«¡Dios mío! —pensó aturdido Peter Marlowe—. Samson entra en la rueda de pagos. ¡No puede ser! ¡No puedo hacerlo! Tú eres mi amigo, pero yo no puedo acercarme a un coronel y decirle: "Aquí tiene usted cien dólares de parte de Rey." ¡No puedo!»

Rey intuyó su pensamiento. «¡Oh, Peter! —se dijo—. ¡Eres un chiquillo! —Luego añadió—: ¡Al infierno contigo!» Pero rechazó la última frase. Peter era el único hombre del campo que había deseado como amigo, y el único que necesitaba. Así, decidió enseñarle las verdades de la vida. «Será difícil, Peter muchacho, y puede dolerte mucho, pero voy a enseñarte aunque deba romperte. Tienes que subsistir y vas a ser mi socio.»

—Peter, habrá momentos en que deberá confiar en mí. Nunca le pondré en la boca del lobo. Mientras sea mi amigo, téngame confianza. Si no quiere ser mi amigo, allá usted. Pero yo quisiera que lo fuese.

Marlowe captó la sinceridad de Rey. Pensó: «Coge el dinero confiado o..., déjalo y vete.»

La vida de un hombre se halla siempre en una encrucijada. Y no sólo importa su vida, si es un «hombre». En realidad hay otros factores en la balanza.

En un platillo estaban las vidas de Mac y Larkin, junto con la suya propia, pues sin Rey carecían de defensas como cualquiera otro en el campo; sin él no habría poblado, él nunca se arriesgaría a ir solo..., ni por la radio. El otro platillo contenía la herencia de todo un pasado que saltaría hecha añicos. Samson era una potencia en el ejército regular, un hombre de casta, posición y riqueza, y él, Marlowe, había nacido para oficial, como su padre antes que él, y su hijo después de él, y semejante paso nunca sería olvidado. Pero si Samson era un asalariado, entonces, cuanto le enseñaron carecía de valor.

Como un autómata, cogió el dinero y se perdió en la noche.

Encontró al coronel Samson y oyó que le decía:

—¡Ah! ¿Es usted Marlowe? ¿Es usted?

Le entregó el dinero.

—Rey me dijo que le entregase a usted eso.

Vio cómo se iluminaban los ojos viscosos de Samson al contar avariciosamente los billetes y guardarlos en sus pantalones raídos.

—Déle las gracias —oyó que murmuraba Samson—. Dígale que entretuve a Grey una hora; no pude retenerlo más tiempo. ¿Fue suficiente?

—Fue suficiente. —Luego añadió—: La próxima vez entreténgalo más rato, o avise, ¡estúpido sodomita!

—Le entretuve tanto como pude. Dígale a Rey que lo siento. Lo siento y no sucederá otra vez. Lo prometo. Escuche, Marlowe. Usted sabe cómo es Grey, a veces resulta difícil.

—Le diré que lo siente.

—Sí, sí. Gracias, gracias Marlowe. Le envidio su posición tan cerca de Rey. Tiene usted suerte.

Peter Marlowe volvió al barracón norteamericano. Rey le dio las gracias y él hizo lo mismo antes de marcharse.

Encontró un pequeño promontorio desde el cual veía la alambrada y deseó encontrarse en su
Spitfire
surcando el cielo solo, y ascender cada vez más en aquel firmamento, donde todo es limpio y puro, donde no hay gente piojosa..., donde la vida es sencilla y se puede hablar con Dios, y estar con Dios, sin sentir vergüenza.

XIII

Peter Marlowe yacía en su litera semidormido. A su alrededor los hombres comenzaban a despertarse, y, una vez levantados, iban a las letrinas, o se preparaban dispuestos a salir con las partidas de trabajo.

Mike se acicalaba el bigote, que medía treinta y siete centímetros y medio de punta a punta y que había jurado no cortárselo hasta después de ser liberado.

Barstairs, sosteniéndose en alto sobre su cabeza, practicaba el yoga; Phil Mint se hurgaba la nariz; la partida de bridge había comenzado; Raylings hacia sus prácticas matinales de canto; Myner ensayaba sobre su teclado de madera; el capellán Grover procuraba animar a todos, y Thomas maldecía la tardanza del desayuno.

Sobre Marlowe, Ewart, que ocupaba la litera de encima, gimió para sacudirse el sueño y dejó colgar sus piernas fuera de la litera.


Mahlu
la noche.

—Pateabas como un demonio.

Peter Marlowe hizo una vez más la misma observación, pues Ewart dormía siempre inquieto.

—Lo siento.

Ewart repitió lo acostumbrado. «Lo siento.» Saltó pesadamente. Su espíritu no estaba en Changi, sino a ocho kilómetros de distancia, en el campo de los civiles, donde se hallaban su esposa y familia, al menos eso suponía, pues nunca permitieron contacto entre los campos.

—Quemaremos las camas después de ducharnos.

—Buena idea.

—Nunca nos acordamos. Parece como si no lo hubiéramos hecho tres días atrás. ¿Cómo dormiste?

—Como siempre.

Pero Marlowe sabía que nada era como siempre después de haber aceptado el dinero, y de su experiencia con Samson.

La impaciente cola para el desayuno empezaba a prolongarse mientras ellos sacaban al exterior la litera de hierro. Desmontaron la parte superior y quitaron las barras que encajaban en ranuras sobre la interior. Consiguieron cortezas y ramas de cocoteros e hicieron fuego debajo de las cuatro patas.

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