Authors: James Clavell
—Sí —contestó Marlowe—. Celebro que todo vaya bien.
Sean, vacilando, sonrió por última vez, luego se volvió bruscamente y se fue.
Rey se sentó.
—¡Estoy maldito!
Marlowe se sentó también, abrió su caja de tabaco y lió un cigarrillo.
—Si uno no supiera que es un hombre, juraría que es una mujer —dijo Rey—. Una hermosa mujer.
Marlowe asintió débilmente.
—No es como los otros desperdicios —siguió Rey—. Eso, seguro. No señor. En absoluto. Por Júpiter que hay algo en él que no es... —se detuvo, pensó un momento, y continuó sin haber concretado su pensamiento—. No sé cómo calificarle. Es... ¡es una mujer, maldita sea! ¿Lo recuerda en el papel de Desdémona? ¡Diantre! ¡Qué aspecto el suyo en ropa interior! Apuesto que ninguno de los hombres de Changi dejó de pasar un mal rato. No se puede culpa a un hombre de ser tentado. Yo mismo fui tentado, todos lo fuimos. Miente quien afirme lo contrario.
Luego miró a Marlowe y lo estudió detenidamente.
—¡Por favor! —exclamó éste irritado—. ¿Cree usted que yo soy lo mismo también?
—No —contestó Rey con calma—. Pero tampoco me importa si lo es.
—No lo soy.
—Tan seguro como que hay infierno que sí lo parecía —dijo Rey con una sonrisa—. ¿Pelea de enamorados?
—¡Vayase al infierno!
Después de un minuto. Rey insistió.
—¿Hace tiempo que conoce a Sean?
—Estaba en mi escuadrón, y yo era algo así como su guardián, me ordenaron protegerle. Llegué a conocerle muy bien. —Miró a Rey—. En realidad fue mi mejor amigo. Era un piloto muy bueno. Le apreciaba mucho.
—¿Era..., era así antes?
—No.
—Supongo que no se vestiría siempre de mujer, pero, diablos, bien se advertiría que era eso.
—Sean nunca fue así. Era simplemente un muchacho apuesto y simpático. No tenía nada de afeminado. Sólo se mostraba... compasivo.
—¿Le vio alguna vez sin ropas?
—No.
—Eso cuenta. Aquí tampoco le han visto, ni siquiera medio desnudo.
Sean tenía una diminuta habitación en el teatro, una habitación privada, cosa que nadie gozaba en todo Changi, ni siquiera Rey. Pero él jamás dormía en ella. La posibilidad de Sean solo en una habitación con una cerradura en la puerta resultaba demasiado peligrosa, pues había muchos hombres en el campo que exteriorizaban su lujuria y otros que la llevaban por dentro. Esto hizo que durmiera siempre en uno de los barracones, si bien se cambiaba y se duchaba en privado.
—¿Qué hay entre los dos? —preguntó Rey.
—Por poco lo mato una vez.
De repente, la conversación cesó, y ambos escucharon intensamente.
Todo cuanto pudieron captar fue como un murmullo parecido a una corriente submarina. Rey miró rápidamente a su alrededor. No vio nada extraordinario, se levantó y se asomó por la ventana con Marlewe detrás de él. Los hombres del barracón escuchaban también.
Rey miró hacia la esquina de la prisión. Nada parecía alterado. Los prisioneros seguían caminando arriba y abajo.
—¿Qué opina usted? —preguntó suavemente.
—No sé —contestó algo preocupado Marlowe.
Los hombres seguían pacíficamente su camino alrededor del edificio de la cárcel, pero empezó a notarse cierta prisa casi imperceptible en ellos.
—¡Eh, miren! —exclamó Tex,
Por el ángulo de la cárcel, y en la cima del declive, apareció en dirección a ellos el capitán Brough. Otros oficiales surgieron detrás de él, todos se encaminaban hacia los barracones.
—Parece que va a haber jaleo —dijo Tex.
—Quizá sea una investigación —añadió Max.
Rey se arrodilló en un instante y abrió la caja negra. Marlowe dijo precipitadamente:
—Hasta luego.
—Tenga —Rey le tiró un paquete de «Kooas»—. Hasta la noche, si quiere.
Marlowe partió veloz del barracón y descendió el declive. Rey sacó los tres relojes que tenía mezclados entre los granos de café y se incorporó. Pensó un momento, luego se puso en pie sobre una silla y ocultó los relojes en el techo de hojas. Todos los hombres vieron el nuevo escondite, pero no le preocupó, resultaba inevitable en un momento como aquél. Luego cerró con llave la caja negra. Brough ya estaba en el umbral.
—Vamos, muchachos. Salgan fuera.
Peter Marlowe no pensaba en otra cosa que en su cantimplora mientras corría por entre la sudorosa hilera de hombres formados en la carretera asfaltada. Intentaba desesperadamente recordar si la había llenado de agua, pero le resultaba imposible saberlo con seguridad.
Subió las escaleras que conducían a su barracón. Éste aparecía ya desalojado y un sucio coreano montaba guardia en la puerta. Marlowe intuyó que no le permitiría el paso. Dio la vuelta y corrió hacia la otra puerta. Estaba ya detrás de su catre con la cantimplora en la mano cuando el centinela lo vio.
El coreano juró malhumorado y avanzó hacia él, ordenándole que la dejara en su sitio. Marlowe le hizo una reverencia y dijo en malayo, idioma que casi todos ellos comprendían:
—Te saludo señor. Tendremos que esperar mucho, y yo te ruego que me dejes llevar la cantimplora, pues tengo disentería.
Mientras hablaba, la sacudió. Estaba llena.
El centinela se la arrancó de la mano y la olió suspicaz. Luego vertió parte del agua en el suelo y se la devolvió entre maldiciones al mismo tiempo que señalaba a los hombres formados.
Marlowe se inclinó aliviado, y corrió hacia su unidad.
—¿Dónde diablos ha estado, Peter? —preguntó Spence, cuya disentería le aumentaba el dolor y la ansiedad.
—No se preocupe, ya estoy aquí —Peter Marlowe sentíase animado teniendo la cantimplora—. Bueno, Spence, ya puede alinearnos.
—¡Al infierno! ¡Vamos muchachos, formen! —Spence contó los hombres y preguntó—: ¿Dónde está Bones?
—En el hospital —dijo Ewart—. Desde antes del desayuno. Le llevé yo mismo.
—¿Por qué diablos no me lo dijo?
—¡He trabajado en los huertos hoy, canastos! ¡Escoja a otro!
—¡Mantenga quieta su condenada lengua!
Marlowe no escuchaba las maldiciones, parloteo y rumores. Pensaba en que el coronel y Mac también se habían llevado consigo sus cantimploras.
Cuando la unidad estuvo lista, el capitán Spence caminó por la carretera hacia el teniente coronel Sellars, que tenía a su cargo cuatro barracones, y saludó.
—Sesenta y cuatro. Todo correcto, señor. Diecinueve aquí, veintitrés en el hospital y veintidós en partidas de trabajo.
—Conforme, Spence.
Sellars, tan pronto tuvo los datos de los cuatro barracones, los totalizó. Luego se fue hacia el coronel Smedly-Taylor, que mandaba diez barracones. Éste hizo lo mismo, y, sucesivamente, los restantes jefes. Así, el procedimiento fue repetido en todo el campo, dentro y fuera de la cárcel, hasta que se dieron los totales al comandante jefe. Éste resumió las cifras de hombres en el campo, los hospitalizados y los que estaban en partidas de trabajo, entonces pasó los totales al capitán Yoshima, el intérprete japonés. Yoshima maldijo al comandante de campo porque faltaba uno.
Transcurrió una inquietante hora de pánico hasta que el cuerpo que faltaba fue hallado en el cementerio. El coronel doctor Rofer maldijo a su ayudante el coronel doctor Kennedy, que intentaba explicarle lo difícil que era saberlo con exactitud en un instante, pero el coronel Rofer le maldijo igualmente, y le indicó que aquél era su trabajo. Rofer se excusó ante el comandante de campo, quien censuró su ineficacia. Éste se dirigió a Yoshima, e intentó explicarle cortésmente que el cuerpo había sido hallado, si bien resultaba difícil mantener los números exactos. Pero el oficial japonés le recordó que él era el responsable, y si no se veía capaz de controlar el personal, quizás era llegado el momento de ser relevado por otro oficial más apto.
Mientras el furor corría arriba y abajo de la formación, la guardia coreana registraba los barracones, especialmente los destinados a oficiales, donde esperaban encontrar la radio que buscaban, el eslabón, la esperanza de aquellos prisioneros. Los coreanos deseaban encontrar la radio como habían encontrado otra cinco meses atrás. Pero ellos sufrían el calor lo mismo que los hombres en formación, y su búsqueda resultaba infructuosa.
Los prisioneros sudaban y maldecían. Algunos se desvanecieron. Los disentéricos afluían a las letrinas. Los que estaban muy débiles se ponían en cuclillas donde se encontraban, o se tendían y dejaban que el dolor les envolviera. No notaban la fetidez.
Después de tres horas la búsqueda terminó. Los hombres fueron despedidos. Se dirigieron a sus barracones, buscaron la sombra o yacieron jadeantes en sus catres o se fueron a las duchas donde permanecían hasta que el agua enfriaba el dolor de su cabeza.
Marlowe salió de la ducha. Envolvió su
sarong
alrededor de su cuerpo, y se fue al barracón de cemento que ocupaba su grupo.
—
¡Puki mahlu!
—rió Mac.
El comandante McCoy era un escocés de corta estatura que se mantenía totalmente erguido. No obstante, veinticinco años en la jungla malaya habían secado profundamente su fisonomía, con la ayuda del licor fuerte, el juego y los ataques de fiebre.
—
Mahlu senderis
—contestó Peter Marlowe, acuclillándose feliz.
La obscenidad malaya siempre le gustaba. No era posible traducirlo correctamente al inglés.
Puki
era el nombre de una parte de la mujer compuesto de cuatro letras y
mahlu
significaba «avergonzado».
—¡Bastardos! ¿No podéis hablar el ingles del rey por una vez? —exclamó el coronel Larkin.
Éste yacía sobre su colchón, que estaba en el suelo, y respiraba con dificultad debido al calor, y le dolía la
cabeza
, por la secuela de la malaria.
Mac guiñó un ojo a Marlowe.
—Hablamos y hablamos y nada conseguimos de la pesadez de su cabeza. No hay esperanza para el coronel.
—Tiene razón —contestó Marlowe, copiando el acento australiano de Larkin.
—¿Por qué demonios tendré que aguantarles? —gruñó Larkin malhumorado—. No lo comprendo.
Mac rió.
—Porque es perezoso, ¿eh, Peter? Usted y yo hacemos el trabajo. Y él se sienta y hace ver que está postrado, y todo porque tiene un poquitín de malaria.
—
Puki mahlu.
¡Y tráigame agua, Marlowe!
—Sí, señor coronel.
Tendió a Larkin su propia cantimplora, quien al verla, sonrió pese a su dolor.
—¿Se encuentra bien, Peter, muchacho? —preguntó quedamente.
—Sí. ¡Dios mío! Pero he sentido algo de miedo.
—También Mac y yo.
Larkin sorbió el agua y devolvió con cuidado la cantimplora.
—¿Mejorado, coronel? —preguntó Marlowe preocupado por el color de Larkin.
—A fe mía —dijo éste—. Una botella de cerveza no curaría mejor. Mañana estaré restablecido.
Marlowe asintió.
—Por lo menos ha salido de la fiebre —le animó.
Luego sacó ei paquete de «Kooas» con estudiada negligencia.
—¡Dios mío! —exclamaron Mac y Larkin al mismo tiempo.
Peter Marlowe lo abrió y dio un cigarrillo a cada uno.
—¡Regalo de
Father Christmas!
—¿De dónde lo ha sacado, Peter?
—Espere a que hayamos fumado un poco —dijo Mac amargamente—, antes de que sepamos las malas nuevas. Probablemente habrá vendido nuestras camas o algo así.
Marlowe les habló de Rey y del teniente Grey. Escucharon con creciente estupefacción. Les contó lo de la fórmula del tabaco y los dos siguieron callados, hasta que mencionó lo que Rey le había ofrecido.
—¡Sesenta por ciento! —explotó Mac radiante—. ¡Dios mío!
—Sí —dijo Marlowe equivocando a Mac—. ¡Imagínese eso! Le enseñé cómo se hacía. Pareció sorprenderse cuando no quise aceptar nada a cambio.
—¿Regaló usted la fórmula? —Mac se mostró aterrado.
—¡Naturalmente! ¿No hice bien Mac?
—¿Por qué lo hizo?
—Bueno..., yo no podía negociar. Los Marlowe no somos comerciantes —contestó como si hablara a un niño—. Simplemente no se hizo trato, viejo.
—Pero, hombre. Tiene una fantástica oportunidad de hacer algún dinero y la echa abajo con un enorme estornudo. Supongo que usted sabe que con Rey respaldando el negocio hubiera podido conseguir lo suficiente para adquirir raciones dobles hasta el final de nuestros días. ¿Por qué infiernos no tuvo usted la boca callada y dejó que yo...?
—¿De qué está usted hablando, Mac? —preguntó Larkin bruscamente—. El muchacho hizo bien, y hubiera sido malo para él ponerse en negocios con Rey.
—Pero...
—Pero nada —atajó Larkin.
Mac se humilló rápidamente, odiándose por su estallido. Forzó una sonrisa nerviosa.
—Sólo fastidiando, Peter.
—¿Seguro, Mac? ¡Por Dios! —exclamó Marlowe sintiéndose desgraciado—. ¿He sido un loco o algo parecido? No quisiera haberme equivocado.
—Nada, muchacho. Es sólo mi modo de bromear. Vamos, díganos qué más sucedió.
Marlowe les contó el resto mientras se preguntaba si había errado en algo. Mac era su mejor amigo, y muy astuto, nunca perdía los estribos. Les habló de Sean, y cuando hubo acabado se sintió mejor. Luego se fue. Le tocaba dar de comer a los pollos.
Mac dijo a Larkin.
—Mecachis..., lo siento. No quise sacar las cosas de quicio de aquella forma.
—No se culpe, camarada. Su cabeza está en las nubes. Ese muchacho tiene ideas extrañas. Pero nunca se sabe. Quizá Rey precise aún de él.
—¡Ay, entonces! —exclamó Mac pensativo.
Marlowe, con una lata llena de hierbas pasó por delante del área de las letrinas en dirección adonde se guardaban las gallinas. Había gallineros grandes y pequeños. Los primeros pertenecían a todo el campo, cuyos huevos iban al fondo común. Los otros no. Los pequeños eran propiedad de distintos grupos, o bien de varios grupos que habían unido sus ingresos. Ünicamente Rey gozaba de una propiedad en solitario.
Mac construyó el gallinero para el grupo de Marlowe. En él guardaban tres gallinas, toda su riqueza. Fue Larkin quien las compró hacía siete meses, después de vender la única cosa que poseía: su anillo de boda, que era de oro. No lo hizo a gusto, pero Mac estaba enfermo y Marlowe padecía disentería. También hacía dos semanas que habían acortado las raciones de suministro en el campo, todo ayudó a que vendiera el anillo, Pero no se valió de Rey, sino de uno de sus hombres, Tiny Timsen, el australiano. Con el dinero compró cuatro gallinas a un mercader chino que tenía la exclusiva en el campo por concesión de los japoneses. También compró dos latas de sardinas, dos botes de leche condensada y una pinta de aceite de palma de color naranja.