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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (10 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Grey lo arrugó hasta hacerlo una bola.

—Alguno piensa que trabajamos demasiado para los japoneses —exclamó brutalmente.

—¡Condenado bastardo! —Masters se encaminó a la ventana—. ¿Qué diablos creen que sucedería si no impusiéramos la disciplina? Estarían comiéndose los unos a los otros.

—Desde luego.

La bola de papel pareció cobrar vida en su mano. «De ser una oferta verdadera —pensó—, Rey estaba a su merced.»

Pero no era una decisión fácil de adoptar. Ello le obligaría a cumplir su parte en el trato. De hecho se consideraba un «sabueso» honrado, y muy celoso de su reputación. Si bien estaba dispuesto a cualquier cosa con tal de ver a Rey detrás de la jaula de bambú, despojado de su elegancia. Incluso, no le importaría cerrar un poco los ojos ante ciertas irregularidades. Se preguntó cuál de los norteamericanos sería el informador. Todos odiaban a Rey, o le envidiaban. Pero, ¿quién encarnaba el papel de Judas, quién desafiaba las consecuencias caso de ser descubierto? Quienquiera que fuese el hombre, jamás representaría la amenaza que era Rey.

Salió fuera con la piedra en su mano izquierda y escrutó a los hombres que pasaban. Pero ninguno pareció enterarse.

Tiró la piedra y despachó a Masters. Entonces entró en el barracón y esperó. Ya había renunciado a la espera cuando otra piedra voló a través de la ventana con su segundo mensaje:

«Compruebe una lata que hay en el foso junto al barracón dieciséis. Hágalo dos veces al día, una por la mañana y otra después de la llamada a filas. Éste será nuestro medio de comunicación. Esta noche negocia con Turasan.»

VI

Aquella noche Larkin yacía sobre su colchón debajo de la mosquitera, gravemente preocupado con el cabo Townsend y el soldado Gurble. Los había visto después de la llamada a filas.

—¿Por qué demonios se pelearon ustedes? —les preguntó dos veces y en ambas le replicaron malhumorados:

—«Dos hacia arriba.»

Larkin sabía por instinto que mentían.

—Quiero lá verdad —dijo irritado—. ¡Vamos, ustedes son amigos! ¿Por qué peleaban?

Los dos mantuvieron sus ojos obstinadamente fijos en el suelo. Larkin les interrogó por separado, y la respuesta fue siempre la misma:

—«Dos hacia arriba.»

—¡Está bien, bastardos! —les gritó con voz dura—. Les voy a dar una última oportunidad. Si no me lo dicen, los expulso de mi regimiento. ¡Desde ese momento no existirán para mí!

—¡Mi coronel! —suplicó entrecortadamente Gurble—. ¡No puede hacer eso!

—Les concedo treinta segundos —anunció Larkin cruelmente decidido.

Ellos supieron que iba en serio. Y la palabra de Larkin era ley en su regimiento, pues era como un padre para todos. Trasladarlos significaría desaparecer de entre sus compañeros y, sin ellos, morirían.

Larkin esperó un minuto. Luego dijo:

—Conforme. Mañana...

—Se lo diré, coronel —farfulló Gurble—. Este condenado me acusó de robar la comida de mis compañeros. Este apestado dijo que yo robaba.,.

—¡Y es cierto, podrido bastardo!

—¡Firmes! —El rugido de Larkin evitó que se abalanzaran uno al cuello del otro.

El cabo Townsend explicó su lado de la historia.

—Este mes estoy de furriel. Hoy tenemos ciento ochenta y ocho raciones para cocinar.

—¿Quién falta? —preguntó Larkin.

—Billy Donahy, señor. Se fue al hospital esta tarde.

—Siga.

—Pues bien, señor. Ciento ochenta y ocho hombres a ciento veinticinco gramos de arroz al día son veintitrés kilos y medio. Siempre voy personalmente al almacén con un compañero y veo cómo pesan el arroz y luego me lo llevo para asegurarme de que no faltará ninguna ración.

Hoy, mientras vigilaba el peso, me dio un ataque al estómago. Le pedí a Gurble que lo llevase a la cocina. Es mi mejor compañero, y yo creí que podía confiar en él.

—¡No toqué ni un gramo! ¡Lo juro ante Dios!

—¡Faltaba cuando regresé! —gritó Townsend—. Faltó cerca de media libra y eso es la ración de dos hombres.

—Lo sé, pero yo no fui.

—El peso no estaba equivocado. Lo comprobé delante de tus narices.

Larkin se fue con los dos hombres y lo comprobó. La merma era cierta. Indudablemente, la cantidad de arroz que faltaba se había perdido al pie de la colina pues las raciones eran pesadas públicamente por el teniente coronel Jones cada mañana. Sólo había una respuesta.

—En cuanto a lo que a mí concierne, Gurble —dijo Larkin—, queda usted expulsado de mi regimiento. Está usted muerto para mí.

Gurble salió vacilante a la oscuridad, dando traspiés. Larkin dijo a Townsend.

—Mantenga su boca cerrada.

—¡Se lo juro, coronel! —contestó Townsend—. Lo destrozarían si se enteran. ¡Dios mío! No quise decirlo porque era mi mejor amigo. —Repentinamente sus ojos se,llenaron de lágrimas—. Nos alistamos juntos, mi coronel. Hemos estado con usted en Dunquerque y en el pestilente medio Este, y en toda Malaya. Le he conocido la mayor parte de mi vida, y la hubiera dado con gusto...

Pensando con esto en la penumbra del sueño, Larkin se estremeció. «¿Cómo puede hacer un hombre algo así? —se preguntó apesadumbrado—. ¿Cómo? ¡Gurble, a quien conocía de tantos años, que, incluso, solía trabajar en su oficina de Sydney!»

Cerró los ojos y apartó a Gurble de su mente. Había cumplido con su deber, y éste era proteger a la mayoría. Dejó que su mente vagara hacia su esposa Betty, cocinando para él, allá en su hogar, cara a la bahía. También pensó en su hijita y en cómo pasaría el tiempo después. Pero, ¿cuándo? ¿Cuándo?

Grey subió quedamente los peldaños del barracón dieciséis, como un ladrón en la noche y se encaminó a su catre. Se quitó los pantalones cortos, se deslizó por debajo de la mosquitera y se tendió desnudo sobre su colchón, muy complacido de sí mismo. Acababa de observar a Turasan, el guardián coreano, deslizarse por el ángulo del barracón norteamericano y seguir hasta situarse debajo del toldo. Luego fue Rey quien saltó cauteloso por la ventana para unírsele. Grey permaneció un momento en las sombras. Sólo le interesaba comprobar la información. Detener a Rey carecía de importancia una vez demostrada la veracidad del espía.

Grey se movió en la cama, rascándose una pierna. Sus prácticos dedos cogieron la chinche y la aplastaron. Notó cómo reventaba y percibió el nauseabundo hedor dulce de la sangre: la suya propia.

Alrededor de su red zumbaba una nube de mosquitos, en busca del inevitable agujero. A diferencia de muchos oficiales, había rehusado convertir su cama en litera, pues odiaba dormir encima o debajo de otro, aunque esto suponía ganar espacio.

Las mosquiteras colgaban de un alambre que partía la longitud del barracón. Incluso en sueños estaban ligados unos con otros. Si un hombre se daba la vuelta para acomodarse en el empapado colchón, todas las redes se movían algo, y los demás recordaban la compañía que les circundaba.

Grey aplastó otra, aunque su mente se hallaba lejos de las chinches. Aquella noche sentíase feliz por el informe, por sus perspectivas de coger a Rey, por la sortija de diamantes y por Marlowe. Sí, estaba muy contento, al fin había resuelto el acertijo.

«Es muy sencillo —se dijo otra vez—. Larkin sabe quién tiene el diamante. Rey es el único del campo que puede concertar la venta. Sólo las relaciones de éste son lo bastante buenas. Larkin no irá personalmente a él, por eso manda a Marlowe. Luego, éste debe de ser el intermediario.»

La cama de Grey fue sacudida cuando Johnny Hawkins, gravemente enfermo, tropezó con ella, medio dormido, camino de las letrinas. —¡Cuidado! —exclamó Grey irritado.

—Lo siento —contestó Johnny palpando en busca de la puerta. Poco después Johnny volvió a tropezar. Unas cuantas soñolientas maldiciones le siguieron en su camino. Tan pronto estuvo en su litera, volvióse de nuevo. Esta vez Grey no notó la sacudida de su cama, permanecía absorto, calculando los probables movimientos del enemigo. Peter Marlowe se hallaba despierto, sentado en los duros peldaños del barracón dieciséis, bajo un firmamento sin luna, con todos sus sentidos alertados en la oscuridad. Desde allí veía las dos carreteras, la que cruzaba el campo y la otra que circundaba las paredes de la cárcel. Los guardianes, los prisioneros y los japoneses utilizan por igual ambas carreteras. Peter Marlowe era el centinela que vigilaba el Norte.

Detrás, en otros peldaños, sabía que el teniente de aviación Cox, como él, se concentraba por intuir el peligro en la oscuridad. Cox vigilaba el Sur.

El Este y el Oeste no precisaban ser guardados pues al barracón dieciséis sólo podía llegarse por el Norte o el Sur.

En el interior del barracón, y a su alrededor, imperaba el ruido del sueño de los justos: gemidos, risas de pesadilla, ronquidos y gritos ahogados en extraña mescolanza con la suavidad de los susurros de los despiertos. Era una noche fría y agradable en aquella orilla de la carretera. Todo parecía normal.

Peter Marlowe saltó como un potro alertado. Había intuido la presencia del guardián coreano antes de que sus ojos lo descubrieran en la oscuridad, y cuando llegó a verle ya había dado la señal de alarma.

En un extremo más alejado del barracón, Dave Daven no oyó el primer silbido, tan absorto se hallaba en su trabajo. Cuando percibió el segundo, más imperioso, respondió a él, soltó las agujas y se tendió en su litera conteniendo la respiración.

El guardián penetró en el campo con el rifle al hombro, y no vio a nadie. Pero sintió sus ojos. Avivó el paso y deseó hallarse lejos de los odiados prisioneros.

Poco después, Marlowe oyó a Cox que hacía la señal de «todo despejado», y se relajó. No obstante, sus sentidos seguían tensos en la noche.

En el extremo más lejano del barracón, Daven reanudó su respiración. Se deslizó cuidadosamente debajo de la mosquitera, y, con infinita paciencia, intentó conectar las agujas a los extremos de los alambres transportadores de la corriente. Después de investigar una rotura, sintió que las agujas resbalaban a través del enchufe que había en la cabecera de su litera. El sudor llegó a su barbilla, y resbaló por ella mientras buscaba las otras dos agujas que conectaban el auricular. Después de otra investigación ciega y torturante, encontró los agujeros y deslizó las agujas. El auricular cobró vida: «... y nuestras fuerzas se mueven rápidamente a través de la jungla de Mandalay. Éstas son las noticias. Aquí Calcuta. Resumen de noticias: Las fuerzas norteamericanas e inglesas hacen retroceder al enemigo hacia Bélgica, y, en el sector central, hacia St. Hubert, entre tormentas de nieve. En Polonia, los ejércitos rusos están a treinta y dos kilómetros de Cracovia, también entre espesas nevadas. En las Filipinas, las fuerzas norteamericanas han logrado establecer una cabeza de puente a través del río Agno, en su empuje hacia Manila. Formosa ha sido bombardeada de día por los «B—29» norteamericanos sin pérdidas. En Burma, los victoriosos ejércitos británicos e indios se encuentran a cuarenta y ocho kilómetros de Mandalay. La próxima emisión de noticias será a las seis de la mañana, hora de Calcuta.»

Daven aclaró suavemente su voz, sintió una ligera sacudida de los cables y cómo quedaban sueltos otra vez. Spence, en la litera inmediata, había tirado de su juego de agujas. Rápidamente, Daven desconectó sus cuatro agujas y las volvió a colocar en su equipo de costura. Se enjugó el sudor acumulado en su rostro y aplastó las mordientes chinches. Después de quitar los alambres del auricular, juntó cuidadosamente los terminales y los deslizó por los agujeros de su cinturón. Con un pedazo de trapo se secó las manos, luego se entretuvo en limpiar el . polvo de los diminutos agujeros hechos en el travesaño y los obstruyó, ocultándolos perfectamente.

Se acostó de nuevo en la cama para recuperar fuerzas y rascarse. Algo más descansado, se deslizó fuera de la mosquitera y saltó al suelo. A semejante hora de la noche no se preocupaba de ponerse la pierna artificial, alcanzó sus muletas y, dando rápidos saltos, salió a la puerta. No dijo nada al pasar por delante de la litera de Spence era lo convenido. Nunca se es demasiado prudente.

Las muletas crujieron al chocar contra la madera del suelo, y, una vez más, Daven pensó en su pierna. No le preocupaba demasiado, si bien el muñón le dolía insufriblemente. Estaba advertido por los médicos de que era preciso cortarle un nuevo trozo pese a que ya se lo habían hecho dos veces: la primera operación fue en 1942, debajo de la rodilla, después de ser herido por una mina. La segunda sin anestesia, llevó el muñón por encima de la rodilla. El recuerdo afiló sus dientes y juró que nunca más sufriría aquel dolor. No obstante la próxima vez, la última, el sufrimiento quedaría menguado por haber anestésicos en Changi. Sí, la próxima sería la última, ya no quedaba mucho que cercenar.

—Hola, Peter —dijo casi al tropezar con él—. Perdone. No le he visto.

—Hola, Dave.

—Hermosa noche, ¿eh? .

Dave descendió con cuidado los peldaños, y añadió:

—Vuelve a estar en marcha el juego de Bladder.

Marlowe sonrió. Si Daven decía aquello, significaba que las noticias eran buenas. «Vengo a despejarme», que nada sucedía. «Mis intestinos me matan esta noche» que la guerra iba mal. «Sostenga un momento mi muleta», una gran victoria.

Si bien oiría las noticias detalladas al día siguiente cuando informara Spence, le gustaba saborear un adelanto. Se recostó contemplando a Daven, que se encaminaba al urinario.

Éste era un recipiente de latón ondulado. Al día siguiente tocaba recogida, y el contenido una vez llevado a los huertos se mezclaba con agua que cogida amorosamente taza a taza, servía para fertilizar las hortalizas. Éstas, amadas por todos, eran cultivadas para alimento de los prisioneros. Aquel abono volvería las hojas más verdes.

Daven odiaba las verduras. No obstante, nadie podía pasarse sin ellas.

La brisa enfrió el sudor de su espalda y le trajo el olor del mar, que sólo distaba cinco kilómetros, si bien lo creía a tres años de distancia.

Recordó lo bien que funcionaba la radio y se sintió muy complacido de sí mismo al pensar con cuánta delicadeza había levantado una delgada astilla de uno de los travesaños de la litera superior y hecho un agujero de quince centímetros de profundidad. También recordó el absoluto secreto que había rodeado su trabajo, y los cinco meses invertidos para construir la radio, trabajando de noche hasta el amanecer y durmiendo de día. El maravilloso ajuste de la tapa, tan perfecto que el polvo lo hacía invisible, incluso a una detenida inspección. Lo mismo sucedía con los orificios para las agujas.

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