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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (7 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—¿No? —estalló estupefacto—. Algo he de sacar del trato. ¿Qué diablos quiere usted por el proceso? ¿Dinero al contado? —No quiero nada —dijo Peter Marlowe. —¿Nada?

Rey se Sintió desfallecer. Peter Marlowe también se mostraba aturdido.

—No comprendo porqué se excita usted tanto con ciertas cosas. No es mía la fórmula para venderla. Es simplemente una costumbre nativa. De ninguna manera podría aceptar nada de usted. No estaría bien. En absoluto. Y de todos modos, yo... —Marlowe se detuvo, y dijo rápidamente—. ¿Quiere usted que le enseñe a hacerlo ahora mismo?

—Un momento. ¿Supone eso que no quiere nada por enseñarme el proceso, cuando yo le he ofrecido partir a sesenta-cuarenta y después de asegurarle que puedo sacar dinero con el trato?

Marlowe asintió.

—Eso es una locura —dijo Rey aturdido—. Está mal. No lo comprendo.

—No hay nada que precise comprender —contestó Marlowe sonriendo desmayadamente.

Rey le observó largos minutos.

—¿Me dará usted una respuesta franca a una pregunta directa?

—Sí. Claro.

—Es porque soy yo, ¿verdad?

—No —respondió Marlowe.

Ambos fueron sinceros.

Encendieron con el «Ronson», cosa que les hizo reír de nuevo. Después de breve silencio cada uno dio su opinión.

—Magnífico —aprobó Marlowe—. Ya le dije que era muy sencillo, Tex.

—No está mal —añadió Rey pensativo.

—¿Qué diablos dice? —saltó Tex enojándose—. ¡Es condenadamente bueno!

Peter Marlowe y Rey se convulsionaron de risa. Explicaron el significado de «no está mal» y Tex entonces les hizo coro.

—Ahora necesitamos una marca —Rey pensó un momento—. ¡Ya lo tengo! ¿Qué les parece «Tres Reyes»? Uno por el rey de la RAF, otro por el rey de Texas, y, el tercero, por mí.

—No está mal —aprobó Tex.

—Iniciaremos la fabricación mañana.

Tex sacudió la cabeza.

—Me toca ir a un grupo de trabajo.

—¡Al demonio con ello! Conseguiré que Dino le sustituya.

—Se lo pediré yo —Tex se levantó y sonrió a Marlowe—. Celebro haberle conocido, señor.

—Olvide el señor, ¿quiere?

—Desde luego. Gracias.

Marlowe le observó mientras se marchaba.

—Extraordinario —dijo quedamente a Rey—. Nunca había visto tantas sonrisas en un barracón.

—No hay motivo para no sonreír. Las cosas podrían estar mucho peor. ¿Le derribaron cuando volaba la joroba?

—¿Quiere decir en la ruta Calcuta-Chungking, sobre el Himalaya?

—Sí —Rey señaló el tabaco—. Llene su petaca.

—Gracias. Lo haré si no le sabe mal.

—Siempre que le falte, venga a coger.

—Gracias. Con éste basta. Es muy amable.

Peter Marlowe deseaba otro cigarrillo, pero sabía que fumaba demasiado. Si sucumbía a su deseo, el apetito se le agudizaría más. Era preferible tomarlo con calma. Observó la sombra y se prometió no fumar otra vez hasta que hubiera avanzado cinco centímetros.

—No. Mi avión fue tocado en un raid sobre Java. No pude enderezarlo. Una lata —añadió e intentó ocultar su amargura.

—Eso no es tan malo —dijo Rey—. Pudo haberse quedado. Está usted vivo y eso es lo que cuenta. ¿Qué pilotaba usted?

—Un «Hurricane». Era un monoplaza de combate. Pero casi siempre piloté un «Spitfire».

—He oído hablar de ellos, jamás he visto uno. Seguro que pusieron ustedes enfermos a los alemanes.

—Sí —respondió con sencillez—. Desde luego.

Rey se mostraba sorprendido.

—¿No estuvo usted en la batalla de Bretaña?

—Sí, conseguí mis alas en 1940, justo a tiempo.

—¿Cuántos años tenía usted?

—Diecinueve.

—¡Uf! De guiarme por su rostro, le hubiera supuesto unos treinta y ocho, pero no veinticuatro.

—Me sucede lo mismo, hermano —rió Marlowe—. ¿Cuántos tiene usted?

—Veinticinco, puerco asqueroso —exclamó Rey—. ¡Los mejores años de mi vida y encerrado en una pestilente cárcel!

—Apenas está encarcelado. Y me parece que se lo pasa muy bien.

—Aun así, estamos cerrados con llave, aunque se lo imagine de otro modo. ¿Cuánto cree usted que va a durar esto?

—Logramos que los alemanes retrocedieran. Esta representación debería de acabar pronto.

—¿Cree usted eso?

Peter Marlowe se encogió de hombros.

—Sí, creo que sí. Nunca se sabe qué hay de cierto en los rumores.

—Y de nuestra guerra. ¿Qué opina de nuestra guerra?

La pregunta se la formulaba un amigo y Marlowe habló libremente.

—Creo que durará siempre, si no pactamos con los japoneses. Ahora bien, y entre nosotros, no creo que salgamos nunca de aquí.

—¿Por qué?

—Temo que los japoneses no quieran. Nuestras fuerzas tendrán que desembarcar en el continente. Y cuando suceda, supongo que nos eliminarán. Eso, si la enfermedad y la debilidad no nos han matado ya.

—¿Por qué demonios han de nacerlo?

—Para ganar tiempo, supongo. Si precisan reforzar las defensas del Japón, empezarán a tirar de sus tentáculos. ¿Por qué perder tiempo con unos miles de prisioneros? Los japoneses opinan de la vida de un modo muy distinto a nosotros. Y la idea de nuestras tropas en su suelo les sacaría de quicio. —Su voz era normal y tranquila—. Temo que eso es cuanto nos espera. Naturalmente, prefiero equivocarme. Pero pienso lo contrario.

—¡Es usted un pesimista hijo de perra! —exclamó amargamente Rey, y cuando oyó reír a Marlowe, preguntó—: ¿De qué diablos se ríe usted? Parece que siempre se ríe fuera de lugar.

—Lo lamento. Mala costumbre.

—Sentémonos fuera. Las moscas se ponen pesadas. ¡Eh, Max! ¿Quiere hacer la limpieza?

Max entró y empezó a ordenar las cosas, mientras ellos se deslizaban por la ventana. Al otro lado había una mesilla y un banco debajo de un toldo de cáñamo. Rey se sentó en el banco. Marlowe se puso en cuclillas, al estilo nativo.

—No podría hacer eso.

—Es muy cómodo. Lo aprendí en Java.

—¿Cómo pudo aprender malayo tan bien?

—Viví en un pueblo durante algún tiempo.

—¿Cuándo?

—En el 42. Después que me derribaron.

Rey esperó pacientemente que continuara, pero el joven no dijo nada más.

—¿Cómo pudo vivir en un pueblo de Java después de caer si ya existía este campo de concentración?

Marlowe rió sonoramente.

—Lo siento. Pero no me gustaba la idea de estar en un campo. En realidad, me perdí en la jungla y luego encontré aquel poblado. Se apiadaron de mí. Me quedé allí unos seis meses.

—¿Qué tal estuvo?

—Estupendamente. Fueron muy amables. Viví como si fuera uno de ellos. Vestía de javanés y teñí mi piel de oscuro. En realidad, una tontería, pues mi altura y mis ojos me delataban. Trabajé en los arrozales.

—¿Estaba solo?

—Sí. Era el único europeo, si es eso lo que quiere decir.

Marlowe miró hacia el campo, y observó el sol sobre el polvo, que el viento se llevaba en sus remolinos. Esto le trajo el recuerdo de una mujer. Sus ojos penetraron el firmamento convulso que se veía hacia el Este. Ella era también parte de aquel cielo.

El viento creció ligeramente y dobló las hojas de los cocoteros. Pero ella seguía siendo parte del viento y de las nubes que se veían a lo lejos.

Marlowe se sacudió el recuerdo y contempló a la guardia coreana afanada al otro lado y a lo largo de la alambrada, sudorosa bajo el calor implacable. Sus uniformes eran andrajosos y mal cuidados, y sus gorras tan arrugadas como sus rostros. Llevaban el fusil ladeado sobre sus hombros, con tan poca gracia como ella era graciosa.

Una vez más alzó la mirada hacia el firmamento, buscando la lejanía. Entonces tuvo la sensación de no hallarse dentro de una caja, una caja llena de hombres, con olores de hombres, suciedades de hombres, y ruidos de hombres. «Sin mujeres —pensó desalentado— los hombres son sólo un chiste cruel.» Y su corazón sangraba bajo el tórrido sol.

—¡Eh, Peter!

Rey miraba hacia el promontorio con la boca abierta.

Peter Marlowe hizo lo mismo, y su estómago se contrajo al ver a Sean que se acercaba.

—¡Cuernos! —exclamó Marlowe.

Deseó deslizarse por la ventana y desaparecer, pero comprendió que así se haría más sospechoso. Esperó malhumorado, sin respirar apenas. Optó por refugiarse en la esperanza, muy posible, de que Sean no le viera, pues parecía absorto en la conversación que sostenía con el jefe del Escuadrón de ambos, Rodrick y el teniente Frank Parrish. Sus cabezas se veían juntas, como enzarzados en intensa conversación.

Ahora bien, Sean miró por encima de Frank Parrish y, al verle, se detuvo. Rodrick y Frank también se detuvieron sorprendidos cuando vieron a Marlowe. «¡Dios mío!», pensaron al unísono, pero ocultaron su ansiedad.

—¡Hola Peter! —gritó Rodrick.

Éste era un hombre alto y pulcro de rostro cincelado, tan alto y pulcro como Frank Parrish era alto y descuidado.

—Hola Rod —contestó el joven.

—Un momento —dijo Sean a Rodrick, y caminó hacia Peter Marlowe y Rey. Pasado ya el primer sobresalto, Sean sonrió en señal de saludo.

Marlowe sintió argollas en su cuello, y empezó a levantarse. Esperó. Percibía los ojos de Rey que le taladraban.

—Hola Peter.

—Hola Sean.

—Estás muy delgado, Peter.

—No sé. No más que cualquiera. Me encuentro bien, gracias.

—Hace mucho tiempo que no te he visto. ¿Por qué no subes al teatro alguna vez? Siempre hay algo extra por algún sitio. Ya me conoces, nunca comí mucho. —Sean sonrió esperanzado.

—Gracias —contestó Marlowe lleno de embarazo.

—Sé que no subirás —dijo Sean desanimado—: pero siempre serás bien recibido. —Siguió una pausa—. Nunca te veo.

—Oh, ya sabes lo que ocurre. Tú te cuidas del teatro, y yo me encuentro bien en las partidas de trabajo.

Como él, Sean llevaba un
sarong
, pero distinto. Él de Marlowe estaba deshilachado y algo más que descolorido. El de Sean aparecía nuevo, era de color blanco y tenía el borde adornado de azul y plata. También llevaba una chaqueta
baju
nativa de manga corta, que concluía encima del torso, de modo que permitía la dilatación del pecho. Rey miraba fascinado el cuello medio abierto del
baju.

Sean miró a Rey y sonrió desmayadamente. Se apartó algo de pelo que el viento había sacado de sitio, y con el cual jugaba hasta que el otro le miró. Sean volvió a sonreír, pero esta vez mentalmente. Sintióse animado mientras Rey enrojecía.

—Parece que aumenta el calor, ¿no? —dijo Rey incómodo.

—Eso parece —contestó complacido Sean, aunque sin notarlo ni sudar, como siempre, por intenso que fuera el calor.

Volvieron a guardar silencio.

—¡Oh, lo siento! —exclamó Marlowe al advertir que Sean miraba a Rey—. ¿Conoces...?

Sean rió.

—¡Por Dios, Peter! Estás despistado. Claro que sé quién es tu amigo,

si bien nadie nos ha presentado. —Sean tendió una mano—. ¿Cómo está usted? Es un honor conocerle.

—Ya..., gracias —contestó el norteamericano sin apenas tocarle la mano, tan pequeña comparada a la suya—. ¿Quiere..., quiere usted fumar?

—Gracias, no fumo. Pero si no le importa, tomaré uno. Mejor dos, ¿conforme? —Sean señaló hacia el camino—. Rod y Frank fuman y sé que lo agradecerán.

—¿Cómo no? —asintió Rey.

Pese a su propia voluntad, Rey sintió cierto calorcillo ante la sonrisa de Sean. Aunque sin quererlo, dijo sinceramente:

—Estuvo usted fantástico en
Ótelo.

—Gracias —contestó Sean complacido—. ¿Le gustó
Hamlef?

—Sí. Pese a que nunca me interesó mucho Shakespeare.

Sean rió.

—Desde luego, eso es una alabanza. Tenemos preparada otra. Frank la ha escrito adrede y será divertidísima.

—Si es de tipo sencillo, será fantástica —dijo Rey más desenvuelto—. Y no dudo que usted estará formidable.

—Es muy amable. Gracias. —Sean miró a Marlowe y sus ojos brillaron de un modo especial—. Pero temo que Peter no esté de acuerdo con usted.

—¡Basta, Sean!

Éste no miró a Marlowe, sus pupilas seguían fijas en Rey. No obstante, ocultó su rabia detrás de una sonrisa.

—Peter no me aprueba.

—¡Basta Sean! —repitió bruscamente Marlowe.

—¿Por qué? —insistió Sean—. Desprecia a los desviados. ¿No es así cómo nos calificas? Lo dejaste muy bien aclarado. No lo he olvidado.

—¡Ni yo!

—Bueno, eso ya es algo. No me gusta ser despreciado, y menos por ti.

—¡Dije que basta! Éste no es el momento ni el lugar. Y ya lo hemos discutido antes como tú mismo has dicho. Te dije que lo sentía. No me propuse molestarte.

—No. Pero me odias. ¿Por qué?

—No te odio.

—Entonces, ¿por qué me rehuyes?

—Es mejor así. ¡Por amor de Dios, Sean, déjame en paz!

Sean contempló a Marlowe, y con la misma rapidez que afloró la rabia, se evaporó.

—Lo siento, Peter. Probablemente tienes toda la razón. Yo soy el loco. Quizá sea porque me encuentro solo de vez en cuando, al no tener con quien hablar. —Sean tocó el brazo de Marlowe—. Lo siento. Mi único deseo es volver a ser amigos.

Marlowe no supo qué decir. Sean vaciló.

—Bien, será mejor que me vaya.

—¡Sean! —llamó Rodrick desde la carretera—. Llegamos tarde.

—Un momento, Rod.

Seguía mirando a Marlowe. Suspiró y tendió una mano a Rey.

—Celebro haberle conocido. Por favor, disculpe mis modales.

Rey no pudo evitar el contacto de aquella mano.

—Encantado de conocerle —dijo.

Sean reflejó su vacilación en los ojos graves y escrutadores.

—¿Es usted amigo de Peter?

Rey creyó que el mundo entero le oía al decir tartamudeando:

—Sí, claro... sí, creo que sí.

—Resulta extraño que una palabra pueda decir tantas cosas distintas. Pero si es usted su amigo, no le conduzca errado, por favor. La reputación de usted es un peligro, y no quisiera ver dañado a Peter. Le aprecio mucho.

—Ah, sí. Desde luego.

Las rodillas de Rey se hicieron jalea y su espina dorsal se derritió. Pero el magnetismo de la sonrisa de Sean persistía en él, como un sentimiento desconocido.

—Las sesiones de teatro es lo mejor del campo —dijo Rey—. Hacen que apreciemos la vida. Y usted es lo mejor que hay en ellas.

—Gracias. —Se volvió a Marlowe—. Hacen que apreciemos la vida. Soy muy feliz y me gusta mi trabajo. Hacen que apreciemos la vida, Peter.

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