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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (4 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Spence miró al exterior y comprobó que no había nadie. Entonces dijo en un susurro a los hombres que escuchaban expectantes:

—Los aliados están a unos ciento doce kilómetros de Mandalay. Han alcanzado a los japoneses en su huida. Los aliados atacan en Bélgica, pero el tiempo es muy malo. Tormentas de nieve. En el frente del Este ocurre lo mismo, pero los rusos atacan como voleas endemoniadas y esperan tomar Cracovia dentro de los próximos días. Los yanquis van bien en Manila. Están cerca de... —intentó recordar un nombre—, creo que es el río Agno en Luzón. Eso es todo. Pero es bueno.

Spence se alegró de que su papel hubiera terminado. Aprendía las noticias en la reunión de jefes de barracones para divulgarlas después. Pero esto le hacía sentir un sudor helado y su estómago vacío. Cualquier delator podía señalarle con su dedo y decir al enemigo que era uno de los que pasaban las noticias y él no era lo bastante fuerte para volverse mudo. Luego, era de temer que un japonés le haría decir los nombres de los otros, y entonces, entonces...

—Eso es todo, muchachos.

Spence se fue a su litera, presa de náuseas. Se quitó los pantalones cortos y salió del barracón con una toalla debajo del brazo.

El sol abrasaba. La lluvia aún tardaría en caer unas dos horas. Cruzó la carretera asfaltada y guardó turno para una ducha. Esto era ya una norma de conducta después de las noticias, pues el sudor de su cuerpo desprendía un fuerte olor.

—¿Conforme, amigo? —preguntó Tinker.

Rey miró sus uñas bien acabadas. Su terso rostro acusaba el efecto de las toallas frías y calientes, y la suavidad de la loción.

—Del todo —dijo mientras pagaba—. Gracias, Tink.

Se levantó de la silla, se colocó el gorro e hizo una inclinación a Tinker y a un coronel, que esperaba pacientemente un corte de pelo.

Ambos hombres le siguieron con la mirada.

Rey anduvo ligero por el sendero, pasó por delante de los apiñados barracones y se encaminó al suyo. Se sentía agradablemente hambriento.

El barracón norteamericano, separado de los demás, estaba lo suficiente cerca de los muros para gozar la sombra de la tarde. También se hallaba cerca de la carretera circundante por donde fluía toda la vida del campo, y de la alambrada. Su situación era inmejorable. El capitan Brough, el oficial norteamericano de mayor graduación, había insistido en que sus hombres se alojaran solos en un barracón. La mayoría de los oficiales norteamericanos hubieran preferido vivir con ellos, pues les resultaba difícil hacerlo entre extranjeros. Pero no estaba permitido. Los japoneses habían ordenado que los oficiales estuvieran separados de los soldados. Los prisioneros de otras nacionalidades lo soportaban con difícil resignación; los australianos menos que los ingleses.

Rey pensaba en el diamante. No sería fácil realizar el negocio, y era un negocio que estaba dispuesto a concluir. De repente, vio al otro lado del sendero a un joven sentado sobre sus piernas que hablaba con soltura en malayo a un nativo. La piel del hombre aparecía fuertemente pigmentada y debajo de ella resaltaban sus músculos. Sus hombros eran amplios y sus caderas finas. Llevaba un
sarong
que parecía ajustarle bien. Su rostro era desigual, si bien delgado como el de la mayoría de los habitantes de Changi. Había gracia en sus movimientos y cierto destello en su persona.

El malayo escuchaba atentamente las palabras del otro, al reír mostró los dientes dañados por la
areca.
Cuando replicó a su interlocutor lo hizo acompañándose con movimientos de mano. Éste se rió y le interrumpió con un torrente de palabras, ajeno a la atenta mirada de Rey.

El norteamericano entendía sólo algunas que otras palabras, pues su conocimiento del malayo era deficiente, tanto, que para hablar con ellos tenía que valerse de una mezcla de malayo, japonés e inglés. Aquella risa abierta, franca, no era muy corriente allí. Rey se percató de que revelaba una sincera alegría, lo cual aún le pareció más extraño.

Pensativo, penetró en su barracón.

Dino yacía en su litera medio dormido. Era un pulcro hombrecillo de piel y pelo oscuros, sus ojos grises estaban prematuramente velados. Captó la observación de que era objeto y, al mover la cabeza, vio la sonrisa de Dino. Pero sus ojos no sonreían.

En el extremo más alejado de la barraca Kurt le miró por encima de los pantalones cortos que intentaba apedazar y escupió al suelo. Era un hombre de aspecto encanijado y repulsivo con dientes amarillentos, semejantes a los de una rata. Siempre escupía en el suelo. Su presencia no agradaba a los demás, pues jamas se bañaba.

En el centro de la barraca, Byron Jones III y Miller jugaban una interminable partida de ajedrez. Ambos aparecían desnudos. Cuando el buque mercante en que viajaba Miller fue torpedeado dos años atrás, el hombre pesaba ciento treinta kilos y medio, y medía un metro noventa y cinco centímetros. En Changi la báscula sólo marcaba ciento treinta y tres. Los pliegues de la piel de su vientre colgaban como pellejos sobre sus ingles. Sus ojos azules se iluminaron al comer un caballo, pero vio amenazada una de sus torres.

—Ahí lo tiene, Miller —dijo Jones rascándose las piernas.

—¡Váyase al infierno!

—La marina de guerra siempre vence a la mercante —repuso Jones,

riéndose.

—¡Bastardos! Aún se están hundiendo. ¡Un buque de guerra subsiste! —contestó Miller.

—Sí —replicó Jones pensativo, tocándose el pegote de su ojo, mientras recordaba la muerte de su buque, el
Houston
, y la de sus camaradas, así como la pérdida de su ojo.

Rey caminó a lo largo del barracón. Max permanecía sentado junto al lecho del amo, con la gran caja negra a su lado.


Okay
, Max —dijo Rey—. Gracias. Puede irse ahora.

—Como guste.

Max poseía un rostro agradable. Era de West Side, Nueva York, donde aprendió las lecciones de la vida a una edad temprana. Sus ojos eran pardos e inquietos.

Automáticamente Rey sacó su petaca y dio a Max algo de picadura.

—Gracias. ¡Ah! Lee me encargó que le dijera que le ha lavado la ropa. Hoy está de «chino», tenemos el segundo turno, insistió en que se lo dijera.

—Gracias.

Rey sacó su paquete de «Kooas». El barracón quedó sumido en un momentáneo silencio. Antes de que sacara sus cerillas, Max encendió su mechero.

—Gracias, Max.

Rey inhaló profundamente. Después de una pausa, dijo:

—¿Le gustaría un «Kooa»?

—¡Caramba! ¡Gracias! —contestó Max, sin importarle la ironía—. ¿Desea algo más?

—Le llamaré si le necesito.

Max se alejó en dirección a su catre cercano a la puerta. Los demás miraban su cigarrillo, pero no dijeron nada. Era de Max, se lo había ganado. Aquel día le tocaba guardar las posesiones de Rey. Ellos se consolaron pensando que, quizá, lograran también otro cigarrillo.

Dino sonrió a Max, y éste le guiñó un ojo. Compartirían el cigarrillo después del «chino». Todas sus adquisiones, bien procedieran del robo, del cambio, o de su propia industria, eran de ambos. Max y Dino formaban sociedad.

Semejante unión era ley en el mundo de Changi. Los hombres se organizaban en grupos de dos y de tres, raramente de cuatro. Un hombre solo jamás podía recorrer suficiente terreno en busca de algo comestible, encender fuego y cocinarlo. Tres constituían el grupo perfecto. Uno para huronear, otro para guardar lo conseguido, y el tercero como suplente. Si éste no estaba enfermo ayudaba a los otros dos. Lo adquirido se dividía en tres raciones. Un huevo, un coco o un plátano robado al formar parte de un equipo de trabajo, o, simplemente, adquirido en un lugar cualquiera, pasaba a ser propiedad común. Aquello, como toda ley natural, era simple. Sólo con la fuerza de la unión subsistían. La independencia resultaba fatal. Si uno merecía la expulsión de su grupo, todos se enteraban. Después, le era imposible subsistir solo.

Ahora bien, Rey no formaba sociedad. Se bastaba por sí mismo.

Su cama se hallaba en el rincón más favorecido, bajo una ventana, colocada de modo que percibiera la más leve brisa. El catre inmediato estaba a dos metros cuarenta centímetros de distancia. El de Rey era bueno, de acero. Tenía los muelles tensos y el colchón relleno de mira-guano. Sus dos sábanas, escrupulosamente nítidas, asomaban por la parte superior del cobertor, rozando la resplandeciente almohada. Sobre estacas, la mosquitera cubría el lecho. Todo era inmaculado.

También poseía una mesa, dos butacas y una alfombra a cada lado de la cama. En un estante, detrás del catre, tenía su equipo de afeitar: navaja, brocha, jabón y hojas; asimismo platos, tazas, un fogón eléctrico y otros accesorios de cocina. En la pared del rincón colgaban sus ropas: cuatro camisas, cuatro pantalones largos y otros tantos cortos. En un estante había seis pares de calcetines y calzoncillos, y, debajo de la cama, dos pares de zapatos, un par de zapatillas de baño, y otro de resplandecientes mocasines indios.

Rey tomó asiento en una de las butacas y comprobó que todo se hallaba en su lugar. No obstante, el pelo que había puesto encima de la navaja barbera no estaba allí. «Condenados bastardos —pensó—. ¿Por qué diablos me arriesgo a contagiarme?» No dijo nada, si bien decidió mentalmente dejarla bajo llave en lo futuro.

—Hola —dijo Tex—. ¿Ocupado?

«Ocupado» era una contraseña. Significaba: «¿Está en disposición de aceptar una entrega?»

Rey sonrió y Tex le dio con disimulo el mechero «Ronson».

—Gracias. ¿Quiere mi sopa de hoy?

—Desde luego —contestó Tex, y se marchó.

Ya solo, Rey examinó el mechero. Tal como el comandante había dicho, estaba casi nuevo, sin rozaduras. Funcionaba. Sacó el tornillo y el muelle que empujaba la piedra y la examinó. Era de origen nativo. Abrió la caja de tabaco que tenía en el estante y cogió una piedra especial para encendedores «Ronson». La colocó y presionando la palanca saltó la chispa. Rectificó la mecha y quedó satisfecho. El encendedor no era una falsificación y, seguramente, le darían ochocientos o novecientos dólares.

Desde su asiento veía al joven y al malayo, aún inmersos en su animada charla.

—Max —llamó quedamente.

Max se acercó presuroso.

—¿Diga?

—Tráigame aquel tipo —y señaló con la cabeza hacia la ventana.

—¿Quién, el malayo?

—No. El otro. Tráigamelo, ¿quiere?

Max se deslizó por la ventana y cruzó el camino.

—¡Eh! —llamó al joven—. Rey quiere verlo —y señaló con el pulgar hacia el barracón.

El hombre miró a Max, luego siguió la línea del pulgar hasta el barracón de los norteamericanos.

—¿A mí? —preguntó incrédulo, volviendo a mirar a Max.

—Sí —replicó éste algo impaciente.

—¿Para qué?

—¿Cómo diablos voy a saberlo?

El hombre frunció el ceño y endureció sus facciones. Pensó un momento, luego se volvió a Suliman, el malayo.


Nanti-lah.


Bik, tuan
—contestó Suliman disponiéndose a esperar. Luego añadió en malayo—: Cuídate,
tuan.
Y ve con Dios.

—No temas, amigo, pero gracias por tu consejo —dijo al mismo tiempo que sonreía.

El joven se levantó y siguió a Max.

—¿Me llamaba usted? —preguntó adelantándose hacia Rey.

—Sí —dijo éste sonriendo. Vio las pupilas del hombre en guardia. Esto le agradó, pues ojos en guardia escaseaban allí—. Siéntese.

Hizo una seña a Max, que se marchó. Sin ninguna otra advertencia, los demás se alejaron, para que Rey pudiera hablar libremente.

—Vamos, siéntese —invitó.

—Gracias.

—¿Un cigarrillo?

Las pupilas del joven se agrandaron al ver el «Kooa» que le ofrecía. Dudó. Luego aceptó. Su sorpresa fue mayor cuando Rey encendió el «Ronson», pero se reprimió y aspiró profundamente el cigarrillo.

—Es bueno. Muy bueno —dijo lujuriosamente—. Gracias.

—¿Cómo se llama usted?

—Marlowe. Peter Marlowe..—Luego preguntó irónicamente—: ¿Y usted?

Rey sonrió al pensar: «Bien, el chaval tiene sentido del humor.»

—¿Es usted inglés?

—Sí.

Rey no había visto a Peter Marlowe con anterioridad, pero eso no era de extrañar donde diez mil rostros se parecían tanto. Le estudió en silencio y los fríos ojos azules hicieron lo mismo con él.

—Los «Kooas» son los mejores cigarrillos que se logran aquí —dijo Rey—. Claro que no pueden compararse con los «Camel» norteamericanos. Los mejores del mundo. ¿Los ha fumado alguna vez?

—Sí —contestó Peter Marlowe—. Pero los encuentro algo secos. Prefiero un «Gold Flake». —Luego añadió cortés—: Es cuestión de gusto, ¿no le parece?

Guardaron silencio. Marlowe esperó a que su interlocutor expusiera sus intenciones. No le disgustaba Rey, pese a su reputación. El humor que resplandecía en sus ojos le era grato.

—Habla usted muy bien el malayo —dijo Rey señalando hacia el nativo que esperaba pacientemente.

—¡Oh! No lo hago mal, supongo.

Rey ahogó una maldición ante la flema del inglés.

—¿Lo aprendió aquí?

—No. En Java.

Peter Marlowe titubeó y miró a su alrededor.

—Todo esto es magnífico.

—Me gusta la comodidad. ¿Qué tal se encuentra en esa butaca?

—Estupendo —Marlowe mostró un destello de sorpresa.

—Me costó ochenta dólares —explicó Rey con orgullo—. Eso fue hace un año.

El inglés le miró atentamente, pues temía que fuera un chiste lo del precio dicho con tanta naturalidad. No obstante, sólo vio en su rostro felicidad e indudable orgullo. Pensó que era un hecho extraordinario decir tal cosa a un desconocido.

—Es muy cómoda —afirmó disimulando su embarazo.

—Voy a comer. ¿Me acompaña?

—Acabo de... hacerlo —le contestó.

—Quizá le agrade comer algo más. ¿Le gustaría un huevo?

Peter Marlowe no pudo ocultar su sorpresa y sus ojos se agrandaron. El otro rió mientras pensaba que había sido oportuna su invitación, aunque sólo fuera para conseguir una reacción como aquélla. Se arrodilló al lado de su caja negra y la abrió cuidadosamente.

Peter Marlowe observó el interior de la caja y su contenido le aturdió. Había en ella media docena de huevos, paquetes de café, jarros de cristal de
gula malacca
, y el delicioso azúcar
toffee
de Oriente, plátanos, una libra de tabaco de Java, aproximadamente, y diez u once paquetes de «Kooas», un jarro de cristal lleno de arroz, otro de judías, aceite y muchas exquisiteces sobre hojas de plátano. No había visto un tesoro semejante hacía años.

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