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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (3 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Grey había visto morir a muchos hombres. La amargura se posesionó de él cuando pensó en su regimiento y en la guerra. « ¡Maldito seas! —casi gritó—. ¡Veinticuatro años y todavía teniente! La guerra continúa a mí alrededor extendida por todo el mundo. Ascensos todos los días. Oportunidades. Y yo en este pestilente campo como simple teniente. ¡Por Júpiter! Habría bastado que no se hiciera el transbordo a Singapur en 1942. Que hubiéramos llegado a nuestro destino, el Cáucaso. Sólo que...»

—iCállate!—dijo en voz alta— . Eres tan malo como Masters, ¡condenado loco!

Allí era cosa normal hablarse a sí mismo en voz alta. Y era mejor hablar, según opinión de los médicos, que conservarlo todo ahogado en el interior de uno, pues esto solo conducía a la locura. Pero rió siempre sucedía así. A veces, uno se liberaba de los recuerdos de una vida mejor: comida, mujeres, hogar... comida, mujeres, hogar. No obstante, las noches constituían el mayor peligro. De noche uno soñaba con la comida y las mujeres, y no tardaba mucho en revolcarse por el suelo. Y si uno se descuidaba, incluso soñaba despierto. Entonces el día se transformaba en noche, y viceversa, Así, la muerte no tardaba en aparecer, uno la deseaba: vivir era una agonía. Excepto para Rey. Él ignoraba las agonías.

Grey no cesó de observarle, se esforzaba en oír su conversación con el hombre que le acompañaba, pero se hallaban demasiado lejos. Quiso identificar al último, y tampoco le fue posible. La banda en su brazo ponía de manifiesto su condición de comandante. Los japoneses exigían que todos los oficiales llevaran siempre bandas en el brazo izquierdo con la insignia de su rango. Incluso, estando desnudos»

Las negras nubes se multiplicaban rápidamente. Débiles relámpagos aparecieron en el Este, si bien el sol seguía cayendo a plomo. Una brisa retida barrió momentáneamente el polvo, luego dejó que se aposentase.

Grey usó el matamoscas de bambú. Con un leve y medio inconsciente movimiento alcanzó a una mosca que, aturdida, cayó al suelo. Matar una, era un descuido. Sólo debía mutilársela, entonces la bastarda sufría, y así compensaba algo las molestias que causaba.

Era mejor, mutilarla y que chillara sin ruido hasta que las hormigas y otras moscas acudieran a batallar sobre su carne viva.

Pero Grey no se enfrascó en el corriente gozo de contemplar el tormento del atormentador. Estaba demasiado pendiente de Rey.

II

—En 1933 —decía el comandante con jovialidad forzada—, fue cuando yo estuve en Nueva York. Maravillosa época. ¿Le he contado alguna vez el viaje que hice a Albania? Entonces era subalterno...

—Sí, señor —interrumpió Rey—. Me lo ha contado.

Habla sido cortés el suficiente rato, y los ojos de Grey continuaban fijos en él. Pero, si bien se hallaba completamente a salvo y sin temor, deseaba evadirse del sol y de los ojos del teniente— Tenía muchas cosas que hacer. Y si el comandante no iba al granó... ¡qué diablos!

—Excúseme, señor. Ha sido un placer charlar con usted.

—Oh, un momento —dijo el comandante Barry, que miró a su alrededor con manifiesto nerviosismo, consciente de la curiosidad de los hombres que pasaban, y de la pregunta que no formulaban: «¿Qué le estará diciendo a Rey?—. Podría..., ¿podría verle en privado?

Rey lo calibro, pensativo.

—Aquí estamos en privado, si usted mantiene baja la voz.

El comandante Barry sudaba aún más por la inquietud. Pero hacía días que intentaba abordarle y era una oportunidad demasiado buena para dejarla correr.

—Es que el barracón del preboste está...

—¿Qué les importa a los polis una charla privada? No comprendo, sefior. —Rey se mostró suave.

—No hay necesidad de que se enteren. El coronel Sellars me dijo qué, quizás, usted podría ayudarme —el comandante Barry se tocaba el muñón de su brazo derecho, pues era manco—. ¿Podría usted.., darme algo, quiero decir...? —Esperó a que no hubiera nadie que pudiera oírle—. Es un mechero —Susurró—. Un «Ronson» en perfecto estado.

Una vez que lo hubo dicho, el comandante se sintió algo más tranquilo. No obstante, experimentó la sensación de haber quedado desnudo tras sus palabras al norteamericano, allí, al sol, en el sendero público.

Rey pensó un momento.

—¿Quién es el dueño?

—Yó. —El comandante levantó la vista alarmado —, ¡Dios mío! ¿No creerá que lo robé, verdad? ¡Jamás haría eso! Lo he conservado durante todo este tiempo, pero ahora buen, ahora me he decidido a venderlo. —Se humedeció los labios con la lengua—. Por favor. ¿Puede conseguirme el mejor precio?

—El comercio está prohibido.

—Sí, pero usted..., por favor. Puede confiar en mí.

Rey se volvió de modo que su espalda quedó frente a Grey y su rostro hacia la valla de espino. Simple precaución por si Grey era capaz de leer en sus labios.

—Mandaré a alguien después del «chino» —dijo quedamente—. El santo y seña será: «El teniente Albany me dijo que le viera.» ¿Entendido?

—Sí. —El comandante Barry titubeó, el corazón le daba saltos—.

¿Cuándo dijo usted?

—Después del «chino». ¡De comer!

Ah! Conforme.

—Sólo tiene que dárselo. Y cuando yo lo haya examinado, me pondré en contacto con usted. No olvide el santo y seña. — Rey sacudió la brasa de su cigarrillo y tiró la punta al suelo. Estaba a punto de pisarla cuando vio el rostro del comandante—. ¡Ah! ¿Quiere usted la colilla?

El comandante Barry se agachó feliz y la cogió.

—Gracias. Muchas gracias.

Abrió su pequeña lata de tabaco y, cuidadosamente, quitó el papel de la colilla y puso su contenido entre hojas de té secas y lo mezcló.

—Nada como un poco de edulcoración —dijo sonriente—. Muchísimas gracias. Por lo menos hará tres buenos cigarrillos.

—Hasta la vista, señor —se despidió Rey, saludando. —Bueno, pero... —el comandante Barry no sabía cómo decirlo—. No cree usted —insinuó nervioso, manteniendo baja la voz—, darlo a un extraño, así, de este modo, ¿cómo puedo saber yo que… bueno..., que todo irá bien?

Rey sonrió fríamente.

—El santo y seña le basta. Por lo demás, gozo de buena reputación. Otra cosa, confío en que no sea robado. Quizá será mejor que lo dejemos correr.

—¡Oh, no, por favor no me interprete mal! —exclamó prestamente el comandante—. Es todo cuanto me queda. —Intentó sonreír—, Gracias, Le espero después de comer. ¿Cuándo cree usted que podré disponer de ello?

—En cuanto pueda. Condiciones usuales. Ya me quedo con el diez por ciento del precio de venta-puntualizó Rey.

—Naturalmente. Gracias por el tabaco.

Una vez concluido el trato el comandante Barry sintió que se había quitado un gran peso de encima. Con suerte, pensó mientras bajaba presuroso la colina, conseguiré de seiscientos a setecientos dólares. Lo bastante para comprar alimentos que, bien racionados, durarían unos cuantos meses. No pensó ni una sola vez en el propietario del encendedor, que se lo había confiado antes de irse al hospital unos meses atrás, para no volver. Eso formaba parte del pasado. En aquel momento, «él», era el dueño del mechero y podía venderlo.

Rey no ignoraba qué Grey le había estado observando todo el rato. La excitación de realizar un negocio frente al barracón de Policía aumentó tu buen humor. Satisfecho de sí mismo, recorrió la ligera pendiente, respondiendo automáticamente a los saludos de los oficiales y demás prisioneros ingleses y australianos, A los de categoría superior les obsequiaba con un saludo especial; a los otros, de modo amistoso. Rey era consciente de la malévola envidia que despertaba, si bien no le preocupaba en absoluto. Estaba acostumbrado, y, más bien le divertía, al mismo tiempo que aumentaba su sensación de superioridad. Sentíase orgulloso de su obra. Era un norteamericano que, con astucia, había creado un mundo. El examen de ese mundo le llenaba de satisfacción.

Se detuvo frente al barracón veinticuatro, ocupado por los australianos, y asomó su cabeza por ia ventana.

—¡Eh, Tinker! —gritó—. Quiero un afeitado y manicura.

Tinker Bell era bajo y astuto, de piel bronceada, ojos pequeños y pardos, y nariz despellejada. Si bien era esquilador de ovejas, en Changi no había otro barbero mejor.

—¿Qué pasa? ¿Es su cumpleaños? Le hice la manicura anteayer.

—Pues quiero que vuelva a hacérmela hoy.

Tinker se encogió de hombros y saltó por la ventana. Rey tomó asiento en una silla debajo del voladizo del barracón y se relajó satisfecho mientras Tinker le ponía un paño debajo del cuello.

—Mire eso, amigo —dijo el esquilador manteniendo una pastilla de jabón debajo de la nariz de Rey—. Huela.

—iVaya! Eso es auténtico.

—Lo ignoro. Pero es de violetas de Yardley. Me costó treinta dólares. —Hizo un parpadeo al doblar el precio—. Lo he guardado para usted, si lo quiere.

—Le diré cómo. Le pagaré cinco dólares en vez de tres mientras dure.

Tinker calculó rápidamente. La pastilla de jabón duraría ocho afeitados, quizá diez.

—Vamos, amigo. Eso apenas me compensa.

Rey gruñó.

—Le he cogido, Tinker. Puedo comprarla a quince dólares.

—¡Maldita sea! —saltó Tinker simulando furia—. Un intermediario me ha tomado por un lechón. ¡Eso no está bien! —Mezcló agua templada y el oloroso jabón en un recipiente. Luego se rió—: Por algo es usted el «Rey». Conforme, amigo.

—De acuerdo —respondió complacido.

Con Tinker eran viejos amigos.

—¿Empiezo, camarada? —preguntó Tinker con la brocha enjabonada en alto. .

—Sí.

Entonces Rey vio a Tex que descendía por el sendero.

—Un momento. — ¡Eh, Tex! —gritó.

Tex miró hacia el barracón, le vio y se encaminó hacia él.

—Diga.

Era un adolescente gangliforme de grandes orejas, nariz ganchuda, ojos alegres y muy alto.

Sin que nadie se lo dijera, Tinker se retiró hasta donde no le era posible oírles, en cuanto Rey indicó a Tex que se acercase más.

—¿Quiere hacerme un favor? —preguntó quedamente. —Desde luego.

Rey sacó su cartera y extrajo un billete de diez dólares.

—Busque al coronel Brant. El pequeño de la barba enrollada. Déle esto. .

—¿Dónde se encuentra?

Hacia el ángulo de la prisión. Hoy le toca vigilar a Grey.

Tex sonrió.

—He oído que tuvo usted un altercado con él. —El hijo de perra me ha vuelto a registrar.

—Duro —dijo secamente Tex, sacudiendo su rubio pelo.

—Sí —rió Rey—. Y dígale a Brant que no llegue tarde otra vez. Le hubiera gustado estar allí, Tex, Ese Brant es un gran actor. Incluso hizo que Grey pidiera excusas. —Sonrió, luego añadió otros cinco dólares—. Dígale que esto es por lo de la excusa.

—Okay. ¿Eso es todo?

Le indicó el santo y seña y dónde hallaría al comandante Barry. Tex siguió su camino y Rex volvió a acomodarse. Pensó que el día se presentaba muy provechoso.

Grey se precipitó a través del sendero y ascendió los peldaños del barracón dieciséis. Casi era la hora de la comida, y sentíase dolorosamente hambriento.

Los hombres forman una impaciente cola. Grey se encaminó presuroso a su catre y cogió sus dos platos para el rancho, un cubilete, la cuchara y el tenedor, y formó en la cola.

—¿Por qué no lo han traído ya? —preguntó malhumorado al que estaba delante.

—¿Cómo diablos quiere que lo sepa? —contesté fríamente Dave Daven.

Su acento era de alta escuela, de Eton, Harrow o Charterhouse, y su altura la del bambú.

—Sólo preguntaba —replicó irritado Grey, despreciando a Daven por su acento y por su alcurnia.

Después de una hora de espera, llego la comida. Un hombre con dos envases se acercó a la cabeza de la línea y los dejó en el suelo. Los recipientes habían contenido en su día cinco galones de gasolina. Ahora, uno estaba lleno de arroz y, el otro, de sopa.

Tocaba sopa de tiburón. Al menos un escualo había sido dividido onza por onza y echado en ella para diez mil hombres. La sopa estaba caliente y tenía un ligero sabor a pescado. También contenía pedazos de berenjena y col, cuarenta y cinco kilos en total. Lo predominante en la sopa eran hojas, rojas y verdes, amargas y, no obstante, nutritivas, cultivadas con esmero en las huertas del campamento, sal, polvo de
curry
y pimienta.

Silenciosamente, cada prisionero se movía siguiendo su turno. Mientras contemplaba la ración de los que estaban delante y detrás, calculaba su volumen y la comparaba con la suya. Pero, después de tres años, las medidas eran siempre iguales.

Un cucharón de sopa por hombre.

El arroz humeaba al ser echado en los recipientes. Era de Java y los granos se mantenían separados.

También les daban un cubilete de té.

Cada prisionero se alejaba con su ración y comía en silencio, rápidamente, con exquisita agonía. Los gorgojos del arroz eran un alimento nutritivo, y el gusano o insecto en la sopa se apartaba sin enfado si era visto. Pero la mayoría de los hombres no miraban la sopa, después del rápido primer vistazo para averiguar si llevaba un pedazo de pescado.

Aquel día hubo un pequeño sobrante, se comprobó la lista, y los tres que la encabezaban pudieron repetir.

Si bien sólo había sopa y arroz, en cualquier lugar del campamento se lograba un pedazo de coco, medio plátano, un trozo de sardina, e, incluso, un huevo para mezclar con el arroz. Un huevo entero era cosa rara. No obstante, una vez por semana si las gallinas de la granja ponían según lo acostumbrado, se daba un huevo a cada hombre. Ése era un gran día. Ahora bien, unos cuantos prisioneros recibían un huevo diario, pero ninguno envidiaba a los escasos individuos que gozaban semejante privilegio.

—¡Atención, muchachos!

El capitán Spence se hallaba en el centro del barracón, pero su voz podía oírse desde el exterior. Era el oficial de semana, un hombre pequeño de rasgos torcidos. Esperó hasta que todos hubieron penetrado en el interior.

—Mañana hemos de enviar diez hombres para el acarreo de madera.

Confrontó su lista y leyó los nombres, luego levantó la vista.

—¿Marlowe?

No hubo respuesta.

—¿Alguien sabe dónde está Marlowe?

—Creo que se encuentra con su grupo —gritó Ewart.

—Dígale que mañana se una al equipo de trabajo del aeropuerto, ¿quiere?

—Conforme.

Spence empezó a toser. Su asma estaba mal aquel día, y cuando pasó el espasmo continuó:

—El comandante jefe ha sostenido otra entrevista con el general japonés. Le pidió que le aumentaran las raciones y suministros médicos. —Aclaró su garganta. Luego continuó—. Consiguió la acostumbrada negativa. La ración de arroz se queda en cuatro onzas por hombre y día.

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