Authors: James Clavell
Rey sacudió su puño furioso contra Brough, que le devolvió el puñetazo, y Marlowe gritó a Mac, cuando de repente sonó un estampido en la puerta.
El silencio se hizo automáticamente.
—¿Qué maldita pelea es ésa? —dijo una voz.
—¿Es usted Griffiths?
—¿Quién cree que soy, el condenado Adolfo Hitler? ¿Quieren que nos metan en la cárcel o algo parecido?
—No, lo siento.
—¡Que cese ese condenado ruido!
—¿Quién es? —preguntó Mac.
—Griffiths. El dueño de la celda.
—¿Cómo?
—Desde luego. Se la alquilé por cinco horas. Tres dólares la hora. No se consigue nada por nada.
—¿Que alquiló la celda? —preguntó Larkin incrédulo.
—Eso mismo. Griffiths es un negociante listo —explicó Rey—. Hay miles de hombres a su alrededor, ¿no? Pero no hay paz ni quietud, ¿verdad? Bueno, éste alquila la celda a cualquiera que desee estar solo. No es que sea un santuario, pero Griffiths hace negocio.
—Apuesto que no fue idea suya —dijo Brough.
—Capitán, no puedo mentir. —Rey sonrió—. Debo confesar que la idea fue mía. Pero Griffiths ganó lo suficiente para mantenerse muy bien él y su grupo.
—¿Qué gana usted de eso?
—El diez por ciento.
—Si es sólo el diez por ciento, es justo —dijo Brough.
—Lo es —dijo Rey.
No le mentía nunca a Brough, aunque no fuera asunto suyo lo que él hiciera.
Brough se inclinó y removió el estofado. —¡Eh, chicos! ¡Ya hierve!
Todos se agruparon a su alrededor. Era verdad.
—Será mejor que arreglemos la ventana. Pronto empezará a oler.
La taparon con una manta y la celda no tardó en impregnarse con el delicioso olor del estofado.
Mac, Larkin y Tex se acuclillaron junto a la pared, con los ojos fijos en la cacerola. Marlowe se sentó al otro lado de la cama, y, al estar más próximo, de vez en cuando removía el guiso.
Rey se inclinó y echó un puñado de hierbas aromáticas nativas y ajos, y eso aumentó el perfume.
—Un leñador sería capaz de hacer una fortuna después de la guerra si supiera deshidratar papayas —dijo Rey—. Ahora que saben cómo volver tierno a un búfalo.
—Los malayos siempre lo han hecho —repuso Mac, pero en realidad ninguno escuchaba, ni siquiera él mismo prestó atención a sus palabras pues el rico vapor les enervaba.
El sudor caía por sus pechos, barbillas, piernas y brazos. Cosa que apenas notaban. Ellos sólo percibían que el estofado no era un sueño, sino carne puesta a cocer allí, delante de sus ojos, y, que pronto, muy pronto, podrían comérsela.
—¿Dónde la consiguió? —preguntó Marlowe, no interesado en la respuesta. En realidad, fue una excusa para romper el sofocante silencio.
—Es el perro de Hawkins.
—
¿Rover?
—¿El perro de Hawkins, dice?
—¡Yo creí que era un cerdo pequeño!
—¡El perro!
—¡Voto al diablo!
—¿Quiere decir que «eso» son los cuartos traseros de
Rover?
—inquirió Marlowe aturdido.
—Cierto —replicó Rey.
Una vez roto el secreto, no le importaba.
—Quería decirlo a ustedes después. Ahora ya lo saben.
Se miraron unos a otros aplanados. Marlowe exclamó:
—¡Madre de Dios! ¡El perro de Hawkins!
—Conforme —contestó Rey razonablemente—. Pero, ¿qué diferencia hay? En realidad era el perro que comía más limpio de cuantos he visto en mi vida. Mucho más limpio que cualquier cerdo, o que la misma gallina que se comió. Además, carne es carne.
Mac salió en su defensa.
—Desde luego, no hay nada malo en comerse un perro. Los chinos se los comen siempre. Es un bocado exquisito.
—Sí —dijo Brough medio mareado—. Pero nosotros no somos chinos, y éste es el perro de Hawkins.
—Me siento caníbal —exclamó Peter Marlowe.
—Miren —respondió Rey—. Es tal como dijo Mac. No hay nada malo en que sea perro. Huélanlo, ¡por Júpiter!
—¡Huélanlo! —exclamó Larkin por todos ellos, pese a que le era difícil hablar, pues la saliva casi le ahogaba—. No puedo oler nada excepto ese estofado; Es el olor más grato que jamás he aspirado, y no me preocupa si es
Rover
o no, quiero comer. —Se frotó el estómago, casi dolorosamente—. No sé qué piensan ustedes, bastardos, pero tengo tanta hambre que siento calambres. Ese olor actúa sobre mi metabolismo de modo anormal.
—Yo me siento enfermo también. Y no se debe a que la carne sea de perro —dijo Marlowe. Luego añadió casi lastimeramente—: Pero no me gusta comerme a
Rover
—miró a Mac—. ¿Cómo vamos a encararnos después con Hawkins?
—No lo sé, jovencito. Miraré a otro lado. Sí. No creo que pudiera mirarle a la cara —las aletas de su nariz temblaron y observó el estofado—. ¡Huele tan bien!
—¡Naturalmente! —exclamó suavemente Rey—. Si alguno no quiere comer puede marcharse.
Ninguno se movió. Luego, todos se inclinaron hacia atrás perdidos en sus propios pensamientos. Escuchaban el burbujeo y sorbían la fragancia. ¡Era magnífica!
—No hay nada sorprendente si uno lo piensa —dijo Larkin, más para convencerse a sí mismo que a los demás—. Recuerden lo afectuosos que somos con nuestras gallinas. Sin embargo, no nos importa comérnoslas... o sus huevos.
—Eso es cierto, compañero. Y recuerden aquel gato que cogimos y nos comimos. No nos preocupó aquello, ¿en, Peter?
—No, pero el gato era un desconocido. ¡Éste es
Rover!
—Lo «era». Ahora es simplemente carne.
—¿Son ustedes los tipos que cogieron el gato? —preguntó Brough enojado pese a sí mismo—, ¿Hará de eso unos seis meses?
—No. Fue en Java.
—¡Ah! —exclamó Brough.
Entonces coincidió su mirada con la de Rey.
—Debí haberlo adivinado. Es usted un bastardo —explotó.
—No se pique, Don.
—Mis australianos están perdiendo facultades —dijo Larkin.
Rey levantó la cuchara y su mano tembló al probar el caldo.
—Buen sabor.
Luego pinchó la carne, que aún seguía dura.
—Otra hora.
Pasaron diez minutos y volvió a probar.
—Quizá le falte algo de sal. ¿Qué le parece, Peter?
Marlowe probó. Lo encontró muy bueno, muy bueno.
—Una pizca, sólo una pizquita.
Todos probaron por turno. Hacía falta una pizca de sal, un trocito más de huan, un pellizquito de azúcar y un suspiro de
turmeric.
Volvieron a esperar casi asfixiados, en la celda de exquisita tortura.
De vez en cuando levantaban la manta de la ventana y dejaban que saliera parte del vapor acumulado y que entrara aire nuevo.
En Changi, el olor flotaba en la brisa. Y, dentro de la cárcel, siguiendo el corredor, ráfagas aromáticas escapadas por la puerta saturaban la atmósfera.
—¡Pardiez, Smithy! ¿No hueles?
—Claro que huelo. ¿Acaso crees que no tengo nariz? ¿De dónde procede?
—Espera un segundo. Es en alguna parte alta de la cárcel, en alguna parte alta, seguro.
—Apuesto a que esos puercos amarillos están cociendo junto a la alambrada.
—Eso no está bien. ¡Bastardos!
—No creo que sean ellos. Parece que viene de la prisión.
—¡Pardiez! Escuchad a Smithy. Olfatea como un maldito perro.
—Te digo que lo huelo y que viene de la prisión.
—Es el viento. El viento viene de aquella dirección.
—El viento nunca ha olido de esta forma. Es carne que está cociendo, os lo digo. Es buey. Me apuesto la vida. Estofado de buey.
—Nueva tortura japonesa. ¡Bastardos! ¡Qué juego más sucio!
—¿Cómo diablos podemos imaginarlo todos? Mirad, todos los hombres se han detenido.
—¿Quién dice eso?
—¿Qué?
—Tú lo dijiste. «Dicen» que uno puede imaginar un olor. ¿Quién lo «dice»?
—Caramba, Smithy. Es simplemente un dicho.
—Pero, ¿quién lo dice?
—¿Cómo diablos voy a saberlo?
—Entonces deja de decir «dicen». Es suficiente para volver loco a un hombre.
Los hombres de la celda, los elegidos de Rey, contemplaban a éste que ponía una porción de estofado en un plato y lo daba a Larkin. Sus ojos dejaron de mirar el plato de Larkin y volvieron a la cuchara y a Mac, y otra vez a la cuchara y a Brough. Así continuaron pasando por Tex y Marlowe, hasta concluir con su ración. Cuando todos estuvieron servidos, se pusieron a comer. Aún quedaba como mínimo para dos raciones más por hombre.
Comer tan bien resultaba ser un suplicio.
Las
katchang idju
se habían roto y mezclado con el espeso caldo. La papaya había ablandado la carne hasta desprenderla del hueso, desperdigándola hecha trozos oscuros por las hierbas y las judías. El guiso tenía el espesor del verdadero estofado irlandés, con ribetes aceitosos que manchaban sus platos.
Rey levantó la vista del suyo, seco y limpio. Hizo seña a Larkin que, simplemente, se limitó a entregarle el plato. En silencio, cada uno aceptó otra ración, que también desapareció. Luego se comieron la última.
Finalmente, Rey apartó su plato.
—Ahora soy hijo de una perra.
—Perfecto —exclamó Larkin.
—Soberbio —dijo Peter Marlowe—. Había olvidado a qué se parece un estofado. Me duelen las mandíbulas.
Mac recogió cuidadosamente su última judía y eructó. Fue un eructo formidable.
—Les diré, muchachos, que en mis tiempos probé toda clase de comidas, desde el
roast beef
en el «Simpson» de Picadilly, hasta el
rijstta-feí
, en el «Hotel des Indes» en Java, y, desde luego, ninguna puede compararse a ésta. ¡Jamás!
—De acuerdo —corroboró Larkin, acomodándose más confortablemente—. Incluso en el mejor lugar de Sydney, donde los bistecs son formidables, he gozado tanto.
Rey eructó y pasó un paquete de «Kooas». Luego abrió la botella de vino y bebió largamente. Era áspero y fuerte, y barrió el sabor sublime, riquísimo, de su boca.
—Ahí va —dijo, pasándola a Marlowe.
Todos bebieron y fumaron.
—Tex, que aún queda algo de Java —recordó Rey entre bostezos.
—Será mejor que pasen unos minutos antes de abrir la puerta —dijo Brough, aunque no preocupándole que la puerta estuviera abierta o cerrada—. ¡Oh, Dios, me siento grande!
—Estoy tan lleno que parece que voy a reventar —dijo Marlowe—. Sin duda es lo mejor...
—¡Por Dios, Peter! Todos hemos dicho eso. Todos lo sabemos.
—Bueno, tenía que decirlo.
—¿Cómo pudo arreglarlo? —preguntó Brough a Rey, sofocando un bostezo.
—Máxime habló del perro que mató la gallina. Mandé a Dino a ver a Hawkins. Se lo dio a él, Kurt lo mató. Mi parte fueron los cuartos traseros.
—¿Por qué se lo dio Hawkins a Dino? —preguntó Marlowe.
—Es veterinario.
—¡Ah, ya comprendo!
—¡Diablos si lo es! —dijo Brough—. Es un marino mercante.
Rey se encogió de hombros.
—Así hoy fue veterinario. Perrerías.
—Yo se lo hubiera dado a usted. Seguro como hay infierno que se lo hubiera dado a usted.
—Gracias, Don.
—¿Cómo..., cómo lo mató Kurt? —preguntó Brough.
—No se lo pregunté.
—Bien hecho, compañero —dijo Mac—. Ahora es mejor que olvidemos el asunto, ¿eh?
—Buena idea.
Marlowe se levantó y se desperezó.
—¿Qué hacemos con los huesos? —preguntó.
—Los camuflaremos fuera, a la salida.
—¿Qué os parece si jugáramos una partida de póquer? —preguntó Larkin.
—Buena idea —dijo Rey perezosamente—. Tex, ponga en marcha el café. Peter, limpie un poco. Grant, arregle la puerta. Don, ¿qué le parece si apila los platos?
Brough se levantó pesadamente.
—¿Y qué demonios va a hacer usted?
—¿Yo? —Rey enarcó las cejas—, yo sigo sentado.
Brough le miró. Todos le miraron. Entonces Brough dijo:
—Pienso hacer de usted un oficial, siempre y cuando tenga el gusto de abofetearle.
—Dos puñetazos conseguirán para usted cinco de los míos —dijo Rey—. Y eso no le haría ningún bien.
Brough miró a los otros, luego otra vez a Rey.
—Probablemente tenga razón. Yo terminaría delante de un consejo de guerra —rió—. Pero no hay juego en el que yo no pueda ganarle su dinero.
Sacó un billete de cinco dólares y puso la baraja de cartas en las manos de Rey.
—Gana la más alta.
Rey esparció las cartas.
—Coja una.
Brough, ufano, mostró la reina, Rey miró la baraja y cogió una carne: era una sota. Brough sonrió.
—Doble o nada.
—Don —dijo Rey suavemente—. Retírese mientras gana.
Cogió otra carta y la volvió boca arriba. Un as.
—Con la misma facilidad puedo coger otro as... son mis cartas.
—¿Por qué demonios no me batió ya? —dijo Brough.
—Usted mismo, capitán.
Rey se divertía grandemente.
—Sería descortés quitarle su pasta. Después de todo es nuestro intrépido jefe.
—¡Maldito sea! —Brough empezó a amontonar platos.
Aquella noche, mientras la mayor parte del campo descansaba, Marlowe yacía debajo de su mosquitera despierto, sin deseos de dormir. Se deslizó fuera de la litera, se abrió camino entre las mosquiteras y salió al exterior. Brough se hallaba también despierto.
.—Hola, Peter —llamó Brough quedamente—. Venga y siéntese. ¿Tampoco puede dormir?
—Simplemente no quiero. Todavía no, me siento tan bien...
—Bella noche.
—Sí.
—¿Casado?
—No —replicó Peter.
—Suerte. No crea que es tan malo estar soltero —Brough guardó silencio un minuto—. Me vuelvo loco pensando si ella estará aún allí. Y si está, ¿qué hace ahora?
—Nada —Marlowe contestó sin propósito. N'ai vivía en su pensamiento—. No se preocupe. —Era tanto como decirle: «Deje de respirar.»
—No la culpo. Ni a ninguna otra mujer. Es mucho el tiempo que llevamos ausentes, demasiado. No sería su culpa.
Brough, tembloroso, lió un cigarrillo usando un poco de té seco y la punta de uno de los «Kooas». Cuando lo tuvo encendido aspiró profundo, y lo pasó
a
Peler Marlowe.
—Gracias, Don.
Fumaron del cigarrillo.
Lo acabaron en silencio, transportados por su añoranza. Luego Brough se levantó.
—Me voy a acostar. Hasta la vista, Peter.
—Buenas noches, Don.
Marlowe miró otra vez la aterciopelada noche, y dejó que su mente vagara de nuevo hacia N'ai.