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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (28 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Por favor, calle.

—Usted empezó.

—Yo no.

—Seguro que sí, usted dijo...

Pero Rey no pudo continuar. Se secó las lágrimas,

—¿Recuerda al japonés? Aquel hijo de perra estaba sentado como un simio...

—¡Mire!

Su risa desapareció. Al otro lado de la alambrada Grey recorría el campo. Le vieron detenerse fuera del barracón norteamericano y ocultarse en las sombras, y miró hacia la alambrada, casi directamente a ellos.

—¿Cree que lo sabe? —susurró Marlowe.

—Lo ignoro. Pero seguro que no podemos arriesgarnos durante un buen rato. Hay que esperar.

Esperaron. El cielo empezó a aclararse. Grey se mantenía en las sombras mirando al barracón norteamericano y los alrededores del campo. Rey comprendió que el preboste observaba su cama, y, por lo tanto, sabía que él no estaba allí. Ahora bien, los cobertores estaban vueltos y podía encontrarse con los otros insomnes. No había ley que les prohibiera permanecer levantados. Ansiaron que Grey se fuera de allí.

—Tendremos que ir pronto —dijo Rey—. La claridad está en contra nuestra.

—¿Y por otro lugar?

—Tiene cubierta la valla hasta el ángulo.

—¿Cree que ha habido chivatazo?

—Podría ser. También puede ser pura coincidencia.

Rey, enfurecido, se mordió el labio.

—¿Qué le parece el área de las letrinas?

—Demasiado peligrosa.

Esperaron. Entonces vieron a Grey que miraba una vez más hacia ellos y se marchaba. Le observaron hasta que dobló el recodo de la cárcel.

—Quizá sea un engaño —dijo Rey—. Démosle un par de minutos.

Los segundos fueron como horas mientras el cielo se clareaba y las sombras comenzaban a disolverse. No había nadie cerca de la alambrada, nadie a la vista.

—Ahora o nunca. Vamos.

Corrieron. En pocos segundos alcanzaron la alambrada y el foso.

—Usted vaya al barracón raja. Yo esperaré.

—Conforme.

Pese a su corpulencia Rey era ligero de pies, y, velozmente, cubrió la distancia que le separaba de su barracón. Marlowe salió del foso. Algo le dijo que se sentara en el borde y que mirara hacia el campo. Entonces, por el rabillo del ojo, vio a Grey aparecer en el recodo.

Supo que había sido visto de inmediato.

—Marlowe.

—Hola Grey. ¿Tampoco usted puede dormir? —dijo desperezándose.

—¿Cuánto hace que está usted ahí?

—Unos minutos. Me cansé de caminar y me senté.

—¿Dónde está su compañero?

—¿Quién?

—El norteamericano —dijo Grey burlón.

—Lo ignoro. Durmiendo, supongo.

Grey miró el atuendo chino que llevaba Marlowe. Su ropa aparecía ¿Qué le pasa?

destrozada por los hombros y húmeda de sudor. Había barro y trozos de hojas sobre su estómago y rodillas, e, incluso en su rostro.

—¿Dónde se ensució tanto? ¿Y, cómo es que suda de esa manera?

—Estoy sucio porque..., no hay nada de malo en un poco de honesta suciedad. En realidad —dijo Peter Marlowe mientras se levantaba, y se sacudía las rodillas y el asiento de sus pantalones— no hay nada como algo de suciedad para que un hombre se sienta limpio cuando se lava. Y sudo porque usted también suda. Ya lo sabe, los trópicos... el calor... y todo eso.

—¿Qué lleva usted en los bolsillos?

—Porque usted sea suspicaz, cerebro de mosquito, no todos llevamos contrabando. No hay ley que prohiba pasear por el campo, si uno no puede dormirse.

—Eso es lógico —replicó Grey—. Pero hay una ley que prohibe caminar fuera del campo.

Peter Marlowe le estudió impasible, si bien no tan impasible por dentro. Se esforzó en comprender qué diablos pretendía con aquello. ¿Lo sabía?

—Sólo un loco lo intentaría.

—Eso también es lógico.

Grey le miró larga y duramente. Luego dio media vuelta y se marchó.

Marlowe se puso de pie y caminó en dirección contraria, sin mirar hacia el barracón norteamericano. Aquella mañana, Mac sería dado de alta en el hospital. Sonrió, pensando en el regalo de bienvenida que aguardaba a Mac en el hogar.

Desde la seguridad de su cama Rey observó a Peter Marlowe que se marchaba, y, luego, se fijó en Grey, su enemigo, erguido y malévolo en la creciente luz. Aparecía esqueléticamente delgado en sus pantalones cortos y desastrados, con simples zuecos nativos sin camisa y con la banda en su brazo. Su cabeza lucía el gorro deshilacliado de tanquista. Un rayo de sol refulgió en el emblema del gorro, con virtiéndolo de simple metal en reluciente oro.

«¿Cuánto sabes tú, Grey, hijo de perra?», se preguntó Rey.

TERCERA PARTE
XV

Era poco después del amanecer.

Peter Marlowe yacía en su litera medio dormido.

¿Soñaba?, se preguntó repentinamente despierto. Luego sus cautelosos dedos tocaron el pequeño pedazo de trapo que contenía el condensador y supo que no era un sueño.

Ewart se retorció en la litera superior y gimió despierto.


Mahlu
la noche —dijo mientras colgaba sus piernas por encima de la litera.

Marlowe recordó que tocaba a su grupo realizar la limpieza de cucarachas. Salió fuera del barracón y abordó a Larkin.

—Hola, Peter —saludó Larkin quitándole el sueño de encima—. ¿Qué pasa?

Fue difícil para Marlowe no decirle la nueva del condensador, pero quería esperar hasta que Mac estuviera allí; así, sólo le dijo:

—Limpieza, viejo.

—¡Maldita sea! ¿Otra vez?

Larkin desperezó su dolorida espalda, se ató de nuevo su
sarong y
se deslizó en sus zuecos.

Recogieron la red y el recipiente de cinco galones, y caminaron por el campo, que empezaba a agitarse. Cuando llegaron al área de las letrinas, no hicieron caso de sus ocupantes, y éstos a su vez no prestaron atención. Larkin levantó la tapa de un agujero y Marlowe cubrió rápidamente los lados con la red. Cuando la sacó estaba llena de cucarachas. Sacudió la red encima del recipiente y repitieron la operación.

Otra pesca buena. Larkin volvió a colocar la tapa y se trasladó al próximo agujero.

—Déjelo quieto —dijo Marlowe—. ¡Mire lo que hizo! Por lo menos he perdido cien.

—Hay muchísimas más —contestó Larkin disgustado, sujetando mejor el recipiente.

El olor era muy desagradable pero la cosecha resultaba abundante. Pronto el envase estuvo lleno. La más pequeña de las cucarachas medía casi cuatro centímetros. Larkin ajustó la tapa del envase y se encaminó al hospital.

—No es mí dieta favorita —dijo Peter Marlowe.

—¿Las comió de verdad en Java, Peter?

—Naturalmente. También usted, de paso. En Changi.

Larkin casi dejó caer el recipiente.

—¿Qué?

—¿No irá usted a creer que yo entregaría un requisito nativo y una fuente de proteínas a los doctores sin aprovecharme de ello en nuestro beneficio?

—Pero nosotros teníamos un pacto —gritó Larkin—. Acordamos, los tres, que no coceríamos nada sin consultarnos mutuamente.

—Lo dije a Mac y estuvo de acuerdo.

—¡Pero yo no, maldita sea!

—¡Está bien, coronel! Hemos tenido que cazarlas y cocinarlas secretamente y escuchar cómo decía luego que estaba muy bueno el guiso. ¡Nosotros somos tan remilgosos como usted!

—Bueno, la próxima vez quiero saberlo. ¡Es una condenada orden!

—Sí, señor —rió Marlowe.

Entregaron el envase en la cocina del hospital. Aquello iba destinado a los enfermos hambrientos en situación desesperada.

Cuando regresaron al barracón, Mac les aguardaba. Su piel aparecía de un color gris amarillo, sus ojos estaban inyectados en sangre y sus manos temblaban, pero vencida la fiebre, volvía a sonreír.

—Me alegra que esté con nosotros de nuevo camarada —dijo Larkin, sentándose.

—Ay, yo también.

Marlowe sacó el pequeño pedazo de trapo.

—¡Ah! De paso —dijo con estudiada negligencia—, eso podría ser útil en algún momento.

Mac desdobló el trapo sin interés.

—¡Oh! ¡Mi asquerosa palabra! —exclamó Larkin.

—¡Maldita sea, Peter! —dijo Mac cuyos dedos temblaban—. ¿Es que intenta provocarme un ataque al corazón?

Marlowe mantuvo su rostro tan impasible como su voz, gozando enormemente su excitación.

—No hay porqué alterarse tanto por nada.

Y no pudo contener más su risa.

—¡Usted y su maldito juego en la sombra!

Larkin intentaba aparecer enfadado, pero a duras penas contenía su gozo.

—¿Dónde lo consiguió, compañero?

Peter Marlowe se encogió de hombros.

—Pregunta estúpida. Lo siento, Peter —dijo Larkin, excusándose.

Marlowe sabía que no volverían a preguntárselo. Era muchísimo mejor que no supieran nada del poblado.

Anochecía.

Larkin y Marlowe vigilaban. Bajo la cubierta de su mosquitera Mac ajustaba el condensador. Luego, incapaz de esperar más, rezó una oración y conectó el hilo a la electricidad. Sudando, escuchó por el auricular único.

La espera se convirtió en agonía. La atmósfera resultaba sofocante debajo de la red, mientras las paredes y el suelo de cemento conservaban el calor del sol que desaparecía. Un mosquito zumbaba molesto. Mac lo maldijo, pero no intentó matarlo.

De repente percibió un sonido en el auricular.

Sus dedos tensos, húmedos por el sudor que corría por sus brazos, resbalaron hasta el conmutador de volumen. Lo secó. Delicada, suavemente, dio la vuelta al minúsculo botón. Sólo ruidos indescifrables. Luego, repentinamente, oyó la música. Era una grabación de Gleen Miller.

La música cesó, y el locutor dijo:

—Aquí Calcuta. Continuamos el recital de Gleen Miller con
Serenata a la Luna.

A través del umbral Mac podía ver a Larkin acuclillado en las sombras, y, más allá, hombres que caminaban por la carretera. Deseó precipitarse fuera y gritar: «¡Chicos!, ¿quieren oír las noticias dentro de poco? ¡He conseguido conectar con Calcuta!»

Mac escuchó otro minuto, luego desconectó la radio y, cuidadosamente, colocó las cantimploras en sus fundas y las dejó sin orden sobre las camas. Habría una emisión de noticias desde Calcuta a las diez; así, para ahorrar tiempo, ocultó el alambre y el auricular debajo del colchón en lugar de ponerlo dentro de la tercera botella.

Había estado agachado tanto tiempo debajo de la red que sintió crujir sus huesos en su espalda, y gimió cuando se puso de pie.

Larkin le miró desde su emplazamiento exterior.

—¿Qué pasa, compañero? ¿No puede dormir?

—No, camarada —repuso Mac, acuclillándose a su lado.

—Debería tomarlo con calma, es el primer día que sale del hospital.

Larkin no necesitaba que le dijera que funcionaba. Los ojos de Mac estaban iluminados de excitación. Le golpeó amistoso.

—¿Se encuentra bien, eh, viejo bastardo?

—¿Dónde está Peter? —preguntó sabiendo que vigilaba junto a las duchas.

—Allá. Es un holgazán ese estúpido; simplemente está sentado. Mírele.


¡Eh, mahlu sana!
—gritó Mac.

Marlowe comprendió que Mac había terminado; se levantó y regresó diciendo:


Mahlu senderis
—que significa: «Cuídate.»

Tampoco precisaban explicaciones.

—¿Qué os parece una partida de bridge? —preguntó Mac.

—¿Quién es el cuarto?

—¡Eh, Gavin! —llamó Larkin—. ¿Quiere ser el cuarto?

El comandante Gavin Ross sacó sus piernas fuera de la silla de inválido. Apoyóse en unas muletas y se arrastró desde el barracón vecino. Le alegraba el ofrecimiento. Las noches eran siempre malas. Antes era un hombre, ahora, nada. Sus piernas paralíticas e inútiles le mantenían encadenado a la silla, y eso para toda la vida.

Había sido golpeado en la cabeza por una diminuta esquirla de metralla poco antes de la rendición de Singapur. «Nada de que preocuparse —le dijeron los médicos—. Se la sacaremos tan pronto podamos ingresarle en un hospital donde tengamos el equipo apropiado. Habrá tiempo de sobra.» Pero nunca hubo un hospital con equipo apropiado, y el tiempo había pasado.

—¡Hola! —saludó mientras se acomodaba en el suelo de cemento. Mac encontró un cojín y se lo echó.

—Toma, viejo.

Necesitó un rato para colocarse mientras Marlowe cogía las cartas y Larkin arreglaba el espacio entre ellos. Gavin elevó su pierna izquierda y le apartó de en medio, desconectando el muelle de alambre que unía sus extremos, y dejó el zapato junto a su pierna, debajo de la rodilla. Luego movió la otra pierna, igualmente paralizada, y se apoyó en el cojín contra la pared.

—Así se está mejor —dijo atusándose el bigote a lo Kaiser, con un rápido movimiento nervioso.

—¿Cómo van los dolores de cabeza? —preguntó Larkin mecánicamente.

—No demasiado mal, viejo —replicó Gavin del mismo modo impersonal—. ¿Juega usted conmigo?

—No, usted con Marlowe.

—¡Oh! El chico siempre estropea mi as.

—Eso fue sólo una vez —exclamó Marlowe.

—Una vez cada noche —rió Mac empezando a repartir.


Mahlu.

—Dos corazones.

Larkin abrió con un floreo.

El juego continuó furioso y vehemente.

Más tarde Larkin golpeó con los nudillos en la puerta de uno de los barracones.

—¿Qué pasa? —preguntó Smedly-Taylor.

—Siento estorbarle, señor.

—¡Ah! Hola, Larkin.

Siempre venía por causa de algún jaleo. Smedly-Taylor, mientras se incorporaba, se preguntó qué habrían hecho ahora los australianos.

—No, señor —indicó Larkin como intuyendo su pensamiento.

Luego se aseguró de que nadie les oía. Sus palabras fueron deliberadamente quedas.

—Los rusos están a sesenta y cuatro kilómetros de Berlín. Manila ha sido liberada. Los yanquis han desembarcado en Corregidor y en Iwo Jima.

—¿Estás seguro, Larkin?

—Sí, señor.

—¿Quién...? —Smedly-Taylor se detuvo—. No. No quiero saber nada. Siéntese, coronel —dijo en un susurro—. ¿Está absolutamente seguro?

—Sí, señor.

—Sólo quiero decirle —Smedly-Taylor hablaba con tono solemne— que yo no puedo ayudar a quien sea cogido con..., lo que sea cogido. —Ni siquiera se atrevió a pronunciar la palabra radio—. No quiero saber nada de ello. —La sombra de una sonrisa cruzó su rostro de granito, que lo suavizó—. Le ruego que la guarde con su vida y que me diga inmediatamente las noticias.

—Sí, señor. Nos proponemos...

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