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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (26 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Hubiera resultado descortés preguntarlo antes, pero entonces, después de hablar de cosas del espíritu, del mundo y su filosofía, de Alá y de ciertos dichos del profeta, no se incurría en falta.

—Su nombre es N'ai Jahan.

El viejo suspiró satisfecho, recordando su juventud.

—¿Y ella te amó mucho y largo?

—Sí.

Peter Marlowe la recordó casi de modo visible.

Se presentó en su choza una noche cuando él se disponía a acostarse. Su
sarong
era rojo y oro, y llevaba puestas diminutas sandalias. Un delgado collar de flores rodeaba su cuello y su fragancia impregnó la choza y todo su universo propio.

N'ai tendió su estera y se inclinó profundamente.

—Mi nombre es N'ai Jahan —dijo—.
Tuan
Abu, mi padre, me ha elegido para compartir tu vida, porque no es bueno que un hombre esté solo. Y tú has estado solo desde hace tres meses.

N'ai tendría catorce años, pero en las tierras de sol y lluvia una niña de catorce años es ya una mujer, con los deseos de una mujer. A esa edad debería de estar casada, o al menos vivir, con el hombre elegido por su padre.

La oscuridad de su piel tenía resplandores lechosos, sus ojos eran joyas de topacio y sus manos pétalos de una orquídea de fuego. Sus pies eran pequeños y su cuerpo de niña-mujer bien moldeado, escondía la felicidad de un colibrí. Era una hija del sol y de la lluvia. Su nariz, graciosa y bonita, de aletas delicadas.

N'ai era todo encanto. Firme donde debía ser firme. Blanda donde debía ser blanda. Fuerte donde debía ser fuerte. Y débil donde debía ser débil.

Su pelo largo era como un hechizo, cubierto con una gasa flotante. Marlowe le sonrió. Hubiera querido ocultar su timidez y ser como ella: libre, feliz y sin reparos. N'ai se quitó el
sarong
y se quedó erguida y orgullosa ante él, luego dijo:

—Deseo ser digna de hacerte feliz y de que tus sueños sean suaves. Te ruego que me enseñes todas las cosas que tu mujer debe saber para que «estés junto a los dioses».

«Junto a los dioses. ¡Qué maravilloso! —pensó Marlowe—. ¡Qué maravilloso comparar el amor con estar junto a los dioses!»

Miró a Sutra:

—Sí. Nos amamos mucho y largo. Agradezco a Alá que yo haya vivido y amado hasta la eternidad. ¡Qué gloriosos son los medios de Alá!

Una nube envolvió la luna y oscureció la noche.

—Es bueno ser hombre —dijo Peter Marlowe.

—¿Te preocupa esa falta esta noche?

—No. De verdad. No esta noche.

Estudió al viejo malayo, gustándole por su oferta, suave y sin complicaciones.

—Escucha,
tuan
Sutra. Te abriré mi mente, sé que con tiempo seríamos amigos. Tú no puedes en tan corto rato sopesar mi amistad y el «yo» que hay en mí. Pero la guerra es un asesino de tiempo. Te hablaré como a un amigo, aunque yo no pueda ser tu amigo ahora.

El viejo nada dijo. Aspiró su cigarrillo y esperó que continuara.

—Necesito una pequeña pieza de radio. ¿Hay una radio vieja en el poblado? Quizás esté rota; podría coger de ella el trocito.

—Tú sabes que están prohibidas por los japoneses.

—Cierto. Pero a veces hay lugares secretos donde ocultar lo que está prohibido.

Sutra pensó en el receptor que guardaba en su choza. Quizás Alá había mandado al
tuan
Marlowe a recogerla. Confiaba en él;
tuan
Abu había confiado antes. Pero si
tuan
Marlowe era cogido fuera del campo con la radio, inevitablemente, el poblado se vería envuelto.

Dejarla allí también resultaba peligroso. Desde luego, era fácil enterrarla profundamente en la jungla, pero no lo había hecho. En realidad resultaba tentador oírla y las mujeres aún eran más tentadas con el deseo de escuchar la «dulce música». Y la tentación de «saber» lo que otros ignoraban era grande. Estaba escrito: «Vanidad y sólo vanidad.»

Mejor, decidió, que las cosas que son del hombre blanco sigan con el hombre blanco.

Se levantó, hizo seña a Marlowe y lo condujo a través de las cortinas al oscuro interior de la choza. Se detuvo en el umbral del dormitorio de Sulina, que yacía sobre su lecho, tapada con el
sarong
, y sus ojos abiertos y llorosos.

—Sulina —dijo Sutra—. Sal al pórtico y vigila.

—Sí, padre.

Sulina se deslizó de la cama, volvió a sujetarse el
sarong
y se ajustó su chaquetilla
baju.
«Demasiado ajustada», pensó Sutra. La promesa de sus senos se mostraba claramente. Seguro que era tiempo de que la chica se casase. Pero, ¿con quién? No había hombre elegible.

Se hizo a un lado y la muchacha pasó rauda con los ojos inocentemente bajos, sí bien no había inocencia en el movimiento de sus caderas, lo cual Marlowe notó también. «Debiera de darle un palo», pensó Sutra. Pero no estaba enfadado. Era una niña en el umbral de la mujer. Tentar es meramente un hecho de mujer, y ser deseada no es más que una necesidad de mujer.

«Debiera de darte al inglés. Quizás eso disminuiría tu apetito. Su apariencia es la de un hombre entero.» Sutra suspiró. ¡Ah, convertirse en joven otra vez!

De debajo de una cama extrajo un pequeño receptor.

—Te la confiaré. Esta radio es buena. Te la puedes llevar.

Marlowe casi la dejó caer en su excitación.

—Pero, ¿y tú? Seguro que está fuera de todo precio.

—No tiene precio. Llévala contigo.

Marlowe cogió la radio. Era un aparato de primera calidad, en buen estado. Su parte posterior carecía de tapa, y los tubos brillaban a la luz de aceite. Había muchos condensadores. Acercó el aparato a la luz, y, cuidadosamente, examinó su interior, centímetro a centímetro.

El sudor empezó a gotear de su rostro. ¿Cogería sólo el condensador? Según Mac era «casi seguro». Mejor llevársela entera. Así, de fallar uno, podía cogerse otro. Ya la ocultarían en alguna parte. Sí. Preferible tener recambios.

—Te doy las gracias,
tuan
Sutra. Es un obsequio que no puedo agradecerte bastante, ni los miles que están en Changi.

—Te suplico que no te olvides de nosotros. Si te ve un guardián, entiérrala en la jungla. Mi poblado está en tus manos.

—No temas. Respondo con mi vida.

—Te creo. Pero quizá sea una locura.

—Hay veces,
tuan
Sutra, que, realmente, los hombres necesitan estar locos.

—Tu sabiduría está más allá de tus años.

Sutra le dio un pedazo de tela para cubrirla, y, luego, regresaron a la habitación principal. Sulina se hallaba en las sombras del pórtico. Cuando entraron en él, se levantó.

—¿Puedo traer comida y bebida, padre?

«Wlah-lah
—pensó Sutra malhumorado—, me pregunta a mí, pero se dirige a él.»

—No. Vete a la cama.

Sulina movió ostensiblemente su cabeza, pero obedeció.

—Mi hija merece unos latigazos.

—Sería una lástima dañar cosa tan delicada —dijo Peter Marlowe—.
Tuan
Abu solía decir; «Pega a una mujer por lo menos una vez por semana, y tendrás paz en tu hogar. Pero no la golpees demasiado fuerte, porque, entonces, seguro que te pegará a ti en respuesta y te hará muchísimo daño.»

—Conozco el dicho. Seguro que es cierto. Las mujeres quedan más allá de la comprensión.

Hablaron de muchas cosas, acuclillados en el pórtico cara al mar. El oleaje era suave y Marlowe pidió permiso para nadar.

—No hay corrientes —le indicó el viejo malayo—, pero a veces hay tiburones.

—Tendré cuidado.

—Nada en las sombras de los botes. Se han visto japoneses que caminaban por la playa. Hay un emplazamiento de ametralladora a cuatro metros y medio. Ten tus ojos abiertos.

—Tendré cuidado.

Marlowe se mantuvo en las sombras mientras se acercaba a las embarcaciones. La luna declinaba. «Estaré sólo un rato», pensó.

Junto a los botes algunos hombres y mujeres preparaban y repasaban las redes, charlaban y reían. No prestaron atención a Marlowe mientras se desvestía y se acercaba al mar.

El agua estaba caliente, pero había bolsas frías como en todos los mares del Este. Encontró una y trató de quedarse en ella. La sensación de libertad era gloriosa. Por un momento pensó que volvía a ser un muchacho tomando un baño a medianoche en el mar del Sur, con su padre cerca gritando. «No te alejes, Peter. Recuerda las corrientes.»

Nadó por debajo del agua y su piel absorbió el salitre. Cuando emergió a la superficie, salpicó agua como una ballena y nadó perezosamente hacia los bajíos, donde yació de espaldas, lavado por la rompiente, y exaltado por la sensación de libertad.

Mientras sus piernas pateaban la resaca, recordó de repente que estaba desnudo y que habían hombres y mujeres a metros de él. Pero no sintió vergüenza.

La desnudez era un hábito en el campo de prisioneros. Y los meses que pasó en Java le enseñaron que no era vergonzoso que un ser humano tuviera necesidades y exigencias.

El calor del mar al jugar en él, y aquello que le producía la comida en su estómago, le provocaron un repentino ardor. Se revolcó sobre su vientre y volvió a adentrarse en el mar sumergiéndose.

Se quedó en el fondo arenoso, con el agua hasta el cuello, y contempló la playa y el poblado. Los hombres y mujeres seguían ocupados en sus redes. Vio a Sutra en el pórtico de su choza, fumando en las sombras. Entonces, a un lado, vio a Sulina, como prendida en la luz de la lámpara de aceite, apoyándose en el alféizar de la ventana. Su
sarong
le caía descuidado y ella miraba hacia el mar.

Intuyó que era él el objeto de su observación y se preguntó, avergonzado, si le había visto. Durante un momento se miraron mutuamente. Luego Sulina se quitó el
sarong
, lo dejó caer y cogió una toalla blanca y limpia para secar el sudor que perlaba su cuerpo.

Era una hija del sol y de la lluvia. Su largo pelo negro ocultaba la mayor parte de su figura, pero ella lo trasladó sobre su espalda y empezó a trenzarlo. Sulina, sonriente, seguía mirándole. De pronto cada vaivén de las olas se transformó en una caricia, como también el roce de la brisa y los hilos de las algas, que parecían dedos cortesanos con siglos de aprendizaje.

«Voy a tomarte, Sulina, cueste lo que cueste.»

Intentó dominar su deseo hasta que Sutra abandonase el pórtico. Sulina seguía mirándole y esperaba impaciente como él.

«Voy a tomarla, Sutra. No te pongas en mi camino. No lo hagas. ¡Oh por Júpiter que...!»

No vio a Rey que se acercaba a través de las sombras, ni advirtió cómo se detenía sorprendido al verle tendido sobre su vientre en la arena.

—¡Eh! ¡Peter!

Oyó la voz a través de la niebla, volvió despacio su cabeza y vio a Rey.

—Vamos, Peter. Ya es hora.

Rey le recordó el campo, la alambrada, la radio y el diamante.

El campo trajo a su mente la guerra, y la radio el guardián que tenían que soslayar. Pensó que debían de regresar con tiempo y en cuan feliz sería Mac con los trescientos microfaradios y la radio de repuesto que funcionaba. Su acaloramiento pasó.

Pero el deseo no.

Se puso en pie y se encaminó a sus ropas.

—Tiene agallas —dijo Rey.

—¿Por qué?

—¡Estar de esa manera! ¿Acaso no ve a la chica de Sutra que le mira?

—Ha visto montones de hombres sin ropas y no hay en ello nada malo.

—A veces no le comprendo. ¿Dónde está su modestia?

—La perdí hace mucho.

Se vistió rápidamente y se unió a Rey en las sombras. Se sentía enfermo. Dijo:

—Celebro que haya venido en este preciso momento. Gracias.

—¿Por qué?

—Oh, nada.

—¿Temió que me hubiese olvidado de usted?

Marlowe sacudió la cabeza.

—No. Olvídelo. Pero gracias.

Rey le estudió, luego se encogió de hombros.

—Vamos; ahora podemos hacerlo con facilidad.

Se dirigió al camino que pasaba por la choza de Sutra y saludó:


Salamat.

—Espere un segundo, raja.

Marlowe corrió escaleras arriba y penetró en la choza. La radio estaba aún allí. Manteniéndola debajo del brazo, envuelta en un paño, se inclinó ante Sutra:

—Te doy las gracias. Está en buenas manos.

—Ve con Dios —Sutra vaciló—. Guarda tus ojos hijo mío. No sea que cuando haya comida para ellos, no puedan comer.

—Recordaré.

Marlowe se sintió repentinamente sofocado. «Me pregunto si las historias son ciertas, y que los ancianos pueden leer los pensamientos de vez en cuando.»

—Te doy las gracias. La paz sea contigo.

—La paz sea contigo hasta nuestro próximo encuentro —contestó el viejo.

Marlowe dio media vuelta y se marchó. Sulina estaba en su ventana cuando pasaron por debajo de ella. El
sarong
la cubría ahora. Sus ojos se encontraron y una mutua promesa pasó del uno al otro. Sulina contempló los hombres mientras seguían por la sombra hacia la jungla y les deseó seguridad hasta que desaparecieron.

Sutra suspiró, luego hizo ruido antes de penetrar en la habitación de Sulina, que seguía en la ventana en actitud soñadora, con su
sarong
alrededor de sus hombros. Sutra llevaba en sus manos un delgado bambú y lo descargó contra las caderas de ella, pero no con demasiada dureza.

—Eso por tentar al inglés cuando yo no te había dicho que lo hicieras —dijo, intentando aparecer muy enfadado.

—Sí, padre —respondió entrecortadamente, y cada uno de sus sollozos se convirtió en un cuchillo que se clavaba en el corazón del anciano.

Una vez sola, se revolcó furiosamente sobre el colchón y dejó que corrieran sus lágrimas, gozándolas. Y el calor se extendió por todo su cuerpo, ayudado por el golpe recibido.

Estaban a un kilómetro y medio de distancia del campo cuando Rey y Marlowe se detuvieron a descansar. Rey advirtió el pequeño envoltorio que llevaba su compañero.

Hasta aquel momento sólo había prestado atención al camino, al éxito de la expedición nocturna y a la oscuridad, pendiente de cualquier peligro.

—¿Qué lleva? ¿«Chino» extra?

Miró, mientras Marlowe, sonriente y orgulloso, quitaba el paño.

—¡Sorpresa!

El corazón de Rey perdió seis latidos.

—¡Vaya, maldito hijo de perra! ¿Está fuera de sus cabales?

—¿Qué ocurre? —preguntó Marlowe confundido.

—¿Está loco? Eso nos traerá más preocupaciones de las que hay en el infierno. No tiene derecho a arriesgar muchos cuellos por una condenada radio, ni a usar «mis» relaciones para sus propios y malditos negocios.

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