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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (24 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Mi amigo y yo os agradecemos vuestra bienvenida —empezó Marlowe—. Apreciamos vuestra amabilidad al preguntarnos si queremos comer con vosotros sabiendo que en estos tiempos hay tanta escasez. Seguro que sólo una serpiente en la jungla rehusaría aceptar la amabilidad de vuestra oferta.

Cheng San y el jefe mostraron amplias sonrisas.


Wah-lah
—dijo Cheng San—. Será bueno poder hablar a mi amigo el raja todas las palabras que hay en mi miserable boca. Muchas veces he querido decir lo que ni yo ni mi buen amigo Sutra, aquí presenté, podíamos, por falta de palabras adecuadas. Dile al raja que es un hombre sabio e inteligente al venir con semejante intérprete.

—Dice que soy un buen pedazo de boca —dijo sintiéndose feliz y tranquilo—. Y que se alegra de poder decirle todo lo que piensa.

—No deje de expresarse como un inglés bien educado, Peter, pues de lo contrario su pedazo de boca parecerá una peonza.

—¡Oh! He hablado con Mac asiduamente —dijo Peter Marlowe.

—Estupendo.

—¡También le llamó raja! Ése será su mote de ahora en adelante. Quiero decir, aquí.

—Empecemos, Peter.

—Usted dirá, hermano.

—No tenemos mucho tiempo que perder. Dígale a Cheng San...

—No puedo hablar aún de negocios, viejo —dijo Peter Marlowe, sorprendido—. Lo estropearía todo. Primero debemos tomar café y algo de comida; luego podremos empezar.

—Dígaselo ahora.

—Si lo hago se sentirán ofendidos. Palabra.

Rey pensó un momento. «Bueno —se dijo—, si compras sesos mal negocio es no usarlos, a menos que tengas un presentimiento. Entonces es cuanto el astuto negociante hace o deshace, según el calibre de su inteligencia.» Pero él no tenía ningún presentimiento, y se limitó a asentir.

—Conforme. Como usted diga.

Aspiró su cigarrillo y escuchó a Marlowe que les hablaba. Mientras, observaba a Cheng San. Sus ropas eran mejores que la última vez. Lucía una sortija nueva con una piedra parecida a un zafiro, quizá de cinco quilates. Su rostro limpio y rasurado lucía el dorado de la miel, y su pelo se hallaba bien cuidado.

A Cheng San le iban bien las cosas. Pero al viejo Sutra no tanto.

Su
sarong
era viejo y deshilacliado, y carecía de joyas. La última vez llevaba un anillo de oro, pero ahora apenas se notaba la marca en su dedo. Eso demostraba que no se lo había quitado con motivo de aquella reunión.

Oyó a las mujeres, que en otro lado de la casa, charlaban suavemente; en el exterior, reinaba la quietud de la noche. A través de las ventanas llegaba el olor del jabalí que asaban. Una muestra significativa de que el poblado necesitaba de Cheng San, el único hombre que ejercía el mercado negro y que, posiblemente consiguiera de los japoneses el jabalí a cambio de pescado. También era presumible que el viejo lo hubiera cazado y lo ofreciera a sus amigos. Una cosa era cierta: los vecinos del poblado se mostraban ansiosos agrupados alrededor del fuego, quizá tan ansiosos como ellos mismos. Rey supuso que tendrían hambre. Este pensamiento le llevó a pensar que las cosas estaban mal en Singapur. De hecho, el poblado debería estar bien provisto de comida, bebida y demás cosas. Podía ser que Cheng San no tuviera facilidades para intercambiar la pesca en los mercados. Quizá los japoneses le vigilaban de cerca. De ser así, era de temer que no duraría mucho en el mundo de los vivos.

Semejante supuesto le inclinó a pensar que tal vez Cheng San necesitaba de ellos más que el poblado de él. Y quizás era la causa de que llevara puestos sus vestidos y joyas. Posiblemente, Sutra, cansado de la subida de los precios, determinara cambiarlo por otro contrabandista.

—Peter —dijo—. Pregunte a Cheng San cómo está la cotización del pescado en Singapur.

Marlowe tradujo la pregunta.

—Dice que el negocio es bueno. La escasez de alimentos es tal que puede conseguir los mejores precios de la isla. Pero los japoneses se vuelven pesados y se hace difícil comerciar. Por otra parte, burlar las leyes del mercado cuesta más dinero de día en día.

«¡Lo cogí! —pensó Rey gozoso—. Chen no ha venido "precisamente" por mi negocio. "Es" pescado lo que busca. Ahora, ¿cómo puedo volver eso a mi favor? Betcha Cheng San tiene dificultades en entregar la mercancía. Quizá los japoneses interceptaron algunos botes. El viejo Sutra no es loco. Sin dinero, no hay trato, y Cheng San lo sabe. Si no hay negocio el viejo Sutra venderá a otro. Sí, señor.»

Esto le llevó a la conclusión de que podía mostrarse duro y subir el precio.

Momentos después sirvieron la comida. Patatas dulces al horno, berenjena frita, leche de coco, gruesas tajadas de jabalí asado con mucha grasa, plátanos y papayas. Rey advirtió que no había cordero, bistec de buey ni confituras que tanto gustan a los malayos. Sí, las cosas iban mal.

La comida fue servida por la esposa favorita del jefe, una vieja arrugada. La ayudaba Sulina, una de sus hijas, hermosa, dulce, de suaves curvas y tez como la miel. Olía deliciosamente y vestía un
sarong
nuevo.


Tobe
, Sam —dijo Rey a Sulina.

La muchacha rió y, avergonzada, intentó ocultar su embarazo.

—¿Sam? —preguntó Marlowe.

—Seguro —contestó secamente Rey—. Me recuerda a mi hermano.

Marlowe le miró sorprendido.

—Era un chiste. No tengo hermano.

—¡Ah!

Peter Marlowe pensó un momento; luego preguntó:

—¿Por qué Sam?

—El viejo no quiso presentármela —explicó sin mirar a la muchacha—. Y yo le puse un nombre. Creo que le va bien.

Sutra supo que ellos hablaban de su hija. Había cometido un error al dejarla entrar allí. Quizás en otro tiempo le hubiera gustado que uno de los
tuan
se fijara en ella y se la llevara a su
bungalow
por uno o dos años como amiga. Entonces hubiera regresado al poblado conociendo los modales de los hombres blancos, y con una preciosa dote en sus manos. Después le habría resultado fácil encontrar el marido adecuado para Sulina. Así hubiera sido en el pasado. Pero, en el presente, el romance acabaría con un rato furtivo entre los arbustos, y Sutra no quería eso para su hija, pese a que ya era tiempo de que se hiciera mujer.

Se inclinó hacia delante y ofreció a Marlowe un pedazo de jabalí.

—Quizás esto tiene tu apetito.

—Te lo agradezco.

—Puedes irte, Sulina.

Marlowe captó la firmeza en la voz del viejo y la sombra de contrariedad en el semblante de la muchacha. Pese a ello, Sulina se inclinó reverente y se marchó. Quedó la vieja esposa para servir a los hombres.

Marlowe pensó inquieto en Sulina. No era tan bonita como N'ai, a la que conoció virgen, si bien debían de tener la misma edad. Unos catorce años, pero estaba en sazón. ¡Por Dios! ¡Y tan en sazón!

—La comida no es de tu gusto —dijo Cheng San, molesto por la obvia atracción que la muchacha ejercía sobre Marlowe.

—Por el contrario. Es demasiado buena, y mi paladar no está acostumbrado a una comida tan exquisita como ésta.

Recordó que para mantener las reglas del buen gusto, los javaneses hablaban en parábola acerca de las mujeres. Se volvió a Sutra:

—Cierta vez, un sabio preceptor espiritual indio dijo que hay muchas clases de alimentos. Unos son buenos para el estómago, otros para la vista, y los hay que agradan al espíritu. Esta noche he tenido alimento para mi estómago, y tus palabras y las del
tuan
Cheng San han sido alimento para mi espíritu. Estoy repleto. Pero aún hemos tenido algo más; se nos ha ofrecido también alimento para los ojos. ¿Cómo puedo agradecerte tu hospitalidad?

El rostro de Sutra se arrugó, luego compuso sus facciones y, optando por el cumplido, dijo sencillamente:

—Es muy sabio este dicho. Quizás un día el ojo vuelva a tener hambre. Discutamos la sabiduría de los antiguos en otro momento.

—¿Por qué tienes ese aspecto tan afectado, Peter? —preguntó Rey.

—No estoy afectado, sino complacido conmigo mismo. Simplemente decía que tiene una hija muy linda.

—Sí. Es una muñeca. ¿Qué te parece si pedimos que se una a nosotros a la hora de tomar el café?

—¡Por amor de Dios! —Marlowe intentó mantener tranquila su voz—. No podemos decir eso y menos pedir una cosa así. Hay que tomarse tiempo, y trabajar la oportunidad.

—Infiernos, ése no es el modo norteamericano. Allí se encuentra a a una cordera, te gusta, le gustas, y se golpea el saco,

—Quizá. Pero yo tengo un montón de corderas.

Rieron y Cheng San preguntó cuál era el chiste. Marlowe explicó que Rey había propuesto montar una tienda en el pueblo y no volver al campo.

Después del café, Cheng San hizo la primera insinuación.

—Considero que es más peligroso venir del campo de noche que mi llegada al poblado.

«Primer
round
para nosotros —pensó Marlowe—. Ahora debo ceñirme al estilo oriental.»

Cheng San había quedado en desventaja con semejante entrada. Se volvió a Rey.

—Conforme, raja. Empiece. Ya tenemos ganado un punto.

—¿Sí?

—Sí. ¿Qué quiere decirle?

—Dígale que tengo un negocio gordo. Un diamante de cuatro quilates montado en platino. Quiero treinta y cinco mil dólares por él. Cinco mil dólares británicos malayos, y el resto en dinero japonés.

Los ojos de Marlowe se agrandaron. Estaba de cara a Rey. Así su sorpresa no fue visible para el chino pero Sutra sí la vio. Ahora bien, él no era parte en el trato; simplemente cobraba un tanto por ciento en calidad de intermediario. Optó por no intervenir para gozar el tira y afloja. Cheng San, según su propia experiencia, podía defenderse tan bien como cualquier otro.

Marlowe tradujo. La enormidad del negocio cubriría cualquier falta de modales. Y él deseaba vencer al chino.

Cheng San parecía iluminarse, al ser cogido por sorpresa. Pidió ver el diamante.

—Dígale que no lo he traído. Pero que puedo entregarlo en diez días. Debo tener el dinero tres días antes, pues el propietario no lo dará hasta que tenga la pasta.

Cheng San pensó que Rey era un comerciante honrado. Si él afirmaba que la sortija estaba en su poder y que se la entregaría, no cabía dudarlo. No obstante, conseguir semejante cantidad y pasarla al campo, donde Rey quedaba fuera de su alcance... Bueno, era todo un riesgo.

—¿Cuándo puedo ver la sortija? —preguntó.

—Dígale que puede venir al campo dentro de siete días.

«Eso significa la entrega del dinero sin "ver", el diamante», pensó Cheng San. Imposible. Y el
tuan
raja lo sabía. Mal negocio. Si realmente era de cuatro quilates, quizá lograra cincuenta, cien mil dólares. El chino que fabricaba la moneda falsa era amigo suyo. Pero los cinco mil dólares malayos... Eso era otra cosa. Ésos tendría que comprarlos en el mercado negro. Y, ¿a qué precio? Seis a uno resultaría caro, veinte a uno barato.

—Dile a mi amigo el raja, que éste es un trato extraño. Y que yo debo pensar más tiempo del que necesita un hombre de negocios.

Se fue hacia la ventana y miró fuera.

Cheng San, cansado de la guerra y de las maquinaciones ocultas que un negociante debe de soportar para obtener beneficios, pensó cara a la noche y las estrellas en la estupidez del hombre que lucha y muere por cosas sin valor perdurable. Pero, también sabía que los fuertes subsisten y que los débiles mueren. Pensó en su esposa e hijos, tres varones y una hembra, y las cosas que le gustaría comprarles para que vivieran cómodos. También pensó en la segunda mujer que deseaba. De un modo u otro tenía que realizar aquel negocio. Y valía la pena el riesgo de confiar en Rey.

«El precio es justo», razonó. Pero, ¿cómo salvaguardar el dinero? ¿Cómo encontrar un intermediario de confianza? Quizás uno de los guardianes, que podría ver la sortija y entregar lo estipulado, si era auténtica y su peso correcto. Luego, que el
tuan
la trajera al poblado. No era preciso que el guardián se hiciera cargo de ella. ¿Cómo iba a confiarse en un guardián?

Podría contarle una historia, por ejemplo, que se trataba de un empréstito chino al campo de Singapur. Pero no, no era factible, pues el guardián tenía que ver la sortija. Resultaba imposible ocultar la verdad. Y, claro, querría un fuerte beneficio.

Cheng San se volvió a Rey, que sudaba. «¡Ahí —pensó—. Deseas vender. Pero también sabes que yo lo deseo tanto como tú. Somos los únicos que podemos tratar este negocio. Ninguno goza de un nombre tan honrado como tú para comerciar, y ninguno, excepto yo, es capaz de entregar tanto dinero.»

—Bien,
tuan
, Marlowe. Tengo un plan que puede cubrir a mi amigo el raja y a mí. En principio aceptemos el precio. El que ha dicho es muy elevado, pero, de momento, carece de importancia. Segundo, hemos de aceptar un intermediario, un guardián del que podamos fiarnos los dos. Pasados diez días entregaré la mitad del dinero al guardián. Éste examinará la sortija. Si es tal como dice el propietario, lo dará a mi amigo el raja, quien me la traerá aquí. Yo vendré acompañado de un experto para que pese la piedra! Entonces pagaré la otra mitad y me quedaré con ella.

Rey escuchaba atentamente mientras Marlowe traducía.

—Dígale que conforme. Pero debo conseguir el precio estipulado. El tipo no responderá sin la cantidad prevista.

—Entonces diga a mi amigo el raja, que yo daré al guardián tres partes del precio acordado para ayudarle a negociar con el propietario.

Cheng San consideró que el setenta y cinco por ciento cubriría la cantidad a pagar al propietario. Rey, simplemente, se jugaría su beneficio, pues con toda seguridad era suficientemente listo para conseguir una comisión del veinticinco por ciento.

Rey hizo cálculos. Había bastante dinero para iniciar la operación. También era posible que lograra una rebaja en el precio.

«Ajajá, hasta ahí, todo es conforme.»

—Dígale que estoy de acuerdo. ¿Quién sugiere como intermediario?

—Torusimi.

Rey sacudió la cabeza. Pensó un momento, luego dijo a Cheng San:

—¿Qué le parece Immuri?

—Diga a mi amigo que preferiría a otro. ¿Quizá Quimina?

Rey silbó. ¡Un cabo! Nunca había negociado con él. Demasiado peligroso. «Debe ser alguien que yo conozca.»

—¿Shagata?

Cheng San asintió. Ése era el hombre que le gustaba, pero no quiso sugerirlo, sin antes conocer las preferencias de Rey. Así comprobaba una vez más su honradez. Sí, Shagata era una buena elección. No muy brillante, aunque lo suficiente, según sus experiencias comerciales con él.

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