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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (27 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Marlowe sintió que la noche se cerraba sobre él mientras miraba incrédulo. Luego dijo:

—Mi intención no era hacer daño.

—¡Vaya condenado hijo de perra! —exclamó furioso Rey—. Las radios son veneno.

—No hay ninguna en el campo...

—Basura. Tire esa maldita cosa ahora mismo. Y le voy a decir algo más. Hemos terminado usted y yo. No tiene ningún derecho a mezclarme en nada sin decírmelo. ¡Debería quitársela a patadas!

—Inténtelo —Peter Marlowe se hallaba tan enfadado y furioso como Rey—. Según parece se ha olvidado de que hay una guerra en marcha y que no tenemos ninguna radio en el campo. Uno de los motivos que me indujo a venir fue la esperanza de obtener un condensador. Pero ahora tengo una radio completa... y funciona.

—¡Desembarácese de ella!

—¡No!

Los dos hombres se enfrentaron tensos e inflexibles. Durante un fugaz segundo Rey se dispuso a destrozar a Marlowe.

Pero la rabia carece de valor cuando debe tomarse una importante decisión, y, una vez vencido el primer momento, volvió a ser crítico y analizó la situación.

Primero, debía de admitir que, si bien era un mal negocio arriesgar tanto, el riesgo quedaba superado por el éxito. Si Sutra no hubiera estado bien dispuesto hacia Peter, su reacción habría sido parecida a: «¡Demonios, no hay ninguna radio aquí!» Luego, no se infería ningún daño del asunto. Además, se trataba de un negocio privado entre Peter y Sutra.

Segundo, una radio fuera de su barracón, era más que útil. Tener noticias de la situación era saber exactamente el momento de huir. Resumiendo, que no había sucedido nada importante, excepto que Peter obró sin su consentimiento. Tenía que aceptarlo. Por otra parte, quien confía en un tipo y lo alquila, también alquila sus sesos. Y carece de sentido tener a un tipo alrededor sólo para aceptar órdenes y depender, en cuanto a ideas, de uno.

Peter había estado formidable durante las negociaciones. Y cuando llegara la huida..., bueno, Peter tenía que estar en el equipo. Era preciso acompañarse de alguien que hablara el lingo. Además, Peter no era un timorato. Después de este razonamiento, comprendió que era una locura pelearse con él, y su mente le dijo que usara la nueva situación de un modo comercial. En realidad había perdido los estribos como un niño de dos años.

—Peter.

Vio cómo se transformaba la mandíbula de Marlowe, y se preguntó si podría embaucar al hijo de perra. Desde luego, quizá cincuenta u ochenta libras...

—¿Qué?

—Siento haber perdido los estribos. La radio es una buena idea.

—¿Cómo?

—Que siento lo sucedido. Es una gran idea.

—No le entiendo —contestó Peter Marlowe—. De golpe se vuelve loco y luego dice que es una buena idea.

A Rey le gustaba aquel hijo de perra. Tenía buenas tripas.

—Las radios me asquean; no hay futuro en ellas —rió suavemente—. No tiene valor comercial.

—¿Ya no está enfadado conmigo?

—¡Diablos, no! Somos camaradas —le golpeó amistoso—. Simplemente me molestó que no me ló dijera. Eso no estuvo bien.

—Lo siento. Tiene razón. Fue ridículo y poco noble. Lo siento de veras.

—Chóquela. Yo también lo siento. Pero la próxima vez adviértame «antes» de hacer nada.

Marlowe le estrechó la mano.

—Palabra que lo haré.

—Bien. Pero, ¿para qué diablos quiere un condensador?

Marlowe le habló de las tres cantimploras.

—Así, todo cuanto Mac necesita es un condensador, ¿no es eso?

—Según «cree», sí.

—Entonces será mejor quitar el condensador y enterrar la radio aquí mismo. Estará más segura. Si la que tiene no funciona, siempre podremos regresar a buscarla. A Mac le será más fácil cambiar el condensador. Ocultarla en el campo sería difícil. Y, si está allí, ¿quién resiste la tentación de enchufarla, eh?

—Sí —Marlowe miró el receptor—. ¿Volvería conmigo a buscarla?

—Desde luego.

—Sí..., por cualquier causa..., yo no pudiera, ¿vendría
usted por ella
, si Mac o Larkin se lo pidieran?

Rey pensó un momento.

—Conforme.

—¿Palabra?

—Sí —sonrió desmayadamente—. Le da mucha importancia a la «palabra», ¿no le parece, Peter?

—¿De qué otra forma calibra usted a un «hombre»?

Marlowe necesitó un momento para desconectar los dos alambres del condensador. Un minuto después la tenía envuelta en su tela protectora y dentro de un hoyo cavado en el suelo de la jungla. Pusieron una piedra llana en el fondo, cubrieron la radio con una buena capa de hojas, alisaron la tierra y echaron un tronco de árbol sobre el lugar.

Un par de semanas en la humedad de su tumba la convertiría en inservible, pero dos semanas era tiempo suficiente para regresar y cogerla.

Marlowe se enjugó el sudor. Luego, nervioso, miró el cielo, juzgando el tiempo.

—¿No sería mejor que nos fuéramos ahora?

—Aún no. Son las cuatro y cuarto. Nuestro mejor momento es antes del amanecer. Mejor que esperemos diez minutos más. —Sonrió—. La primera vez que pasé la alambrada también me sentí asustado. Al regresar tuve que esperar en la alambrada media hora o más, antes de que la costa estuviera libre. ¡Diantre, cómo sudaba! —Con sus manos espantó los insectos—. ¡Malditos mosquitos!

Se sentaron un rato escuchando el movimiento constante de la jungla.

Enjambres de luciérnagas proyectaban su brillo en los pequeños charcos formados por la lluvia junto al camino.

—Igual que Broadway de noche —dijo Rey.

—Una vez lo vi en un film titulado
Times Square.
Se refería a un periódico. Creo que era de Gagney.

—No recuerdo esa película. Pero Broadway tendría que verlo de verdad. Es igual que un día en medio de la noche. Hay enormes anuncios de neón y luces por todas partes.

—¿Nació usted en Nueva York?

—No. He estado allí un par de veces.

—¿Dónde nació, pues?

Rey se encogió de hombros.

—Mi padre va de un lado para otro.

—¿En qué trabaja?

—Buena pregunta. Un poco de eso, un poco de aquello. Está borracho la mayor parte del tiempo.

—¡Oh! Eso ha de ser muy desagradable.

—Es desagradable para un muchacho.

—¿Tiene familia?

—Mi madre murió cuando yo contaba tres años, no tengo hermanos ni hermanas y mi padre me crió. Es un cerdo, pero me enseñó mucho de la vida. Primero: la pobreza es una enfermedad. Segundo: el dinero lo es todo. Tercero: no importa cómo lo consigas, mientras lo consigas.

—Yo nunca he pensado mucho en el dinero. En la vida militar siempre hay una paga mensual y cierto nivel de vida, quizá por eso el dinero no significa mucho para mí.

—¿Cuánto gana su padre?

—No lo sé exactamente. Unas seiscientas libras al año.

—¡Diantres! Son dos mil cuatrocientos dólares. Yo ganaba mil trescientos de cabo. Seguro que no me gustaría trabajar por esa basura.

—Quizá sea diferente en Estados Unidos. En Inglaterra, uno puede pasar muy bien con eso. Claro que nuestro coche es viejo, pero no importa. Al jubilarnos nos queda una pensión.

—¿Cuánto?

—Aproximadamente la mitad de la paga.

—Eso no es nada. No comprendo por qué hay gente que va al servicio. Supongo que serán fracasados en la vida.

Rey advirtió que Marlowe se erguía visiblemente.

—Desde luego —añadió presuroso— eso no se refiere a Inglaterra, hablo de Estados Unidos.

—La vida militar es buena para un hombre. Hay dinero suficiente y aventuras en todas las partes del mundo. Se desenvuelve uno en círculos sociales selectos y, en fin, un oficial siempre goza de mucho prestigio. —Marlowe añadió casi excusándose—: Bueno, también cuenta la tradición y todo eso.

—¿Piensa seguir después de la guerra?

—¡Naturalmente!

—Me parece —dijo Rey, hurgándose las encías con un trocito de corteza— que eso es demasiado fácil. No hay excitación o futuro en aceptar órdenes de tipos que en su mayoría son nulidades. Al menos así me lo parece a mí. Peter tendría que dar un vistazo a Estados Unidos. No hay nada parecido en el mundo. Cada hombre es él mismo y tan bueno como el vecino. Allí sólo se precisa imaginarse un ángulo y ser mejor que el vecino. Eso es excitación.

—No creo que yo ajustara en ese mundo. Intuyo que no soy un buscador de dinero. Estoy mejor siendo aquello para lo cual nací predestinado.

—Tonterías. Sólo porque su viejo es militar.

—Se remonta a 1720. Viene de padres a hijos. Es una tradición muy antigua la que tendría que combatir.

Rey gruñó:

—Ya es hora de hacerlo. —Luego añadió—: Sólo sé de mi padre y de mi abuelo. Antes de ellos, nada. Según parece, mis antepasados vinieron de un viejo país hacia 1800.

—¿De Inglaterra?

—¡Diablos, no! Creo que de Alemania. O, quizá, de la Europa central. ¿Qué importa eso? Yo soy norteamericano y es lo que cuenta.

—Los Marlowe son militares.

—¡Infierno! Eso depende de usted. Mire. Tómese a sí mismo como ejemplo. Se alimenta porque usa sus sesos, y sería un gran negociante si quisiera. Sabe hablar como un
wog
, ¿no? Yo necesito sus sesos, y eso es lo que pago. Ahora no se monte en un maldito caballo. Así es el estilo norteamericano. No hay nada que hacer entre nosotros como simples compañeros. Nada. Si yo no pagara sería un sablista.

—Me parece un error. Uno no debe de pagar simplemente por un poco de ayuda.

—Seguro como hay infierno que necesita usted ser educado. Me gustaría trasladarle a Estados Unidos y dejarle en la calle; con su falso criterio terminaría en lo indecoroso. Seguro que terminaría vestido con ropa interior de señora.

—¡Santo cielo! —Peter sonrió, si bien su sonrisa aparecía teñida de horror.

—Intentará vender algo antes que remontarme.

—Puede volar.

—Quise decir sin avión.

—Seguro. Hacía un chiste.

Rey consultó su reloj.

—Él tiempo va despacio cuando se espera.

—A veces creo que nunca podremos salir de este pestilente agujero.

—¡Alto! El tío Sam ha desplegado sus alas. No tardará mucho. Y, aunque tarde, ¿qué importa? Nos encontraremos con todo hecho, compañero. Eso es lo que interesa.

Rey volvió a mirar su reloj.

—Mejor que midamos el polvo.

—¿Qué?

—Empezar a marchar.

—¡Ah! —Marlowe se levantó—. ¡Adelante, Mcduff! —dijo feliz.

—¿Cómo?

—Un dicho. Significa «midamos el polvo».

Felices después de reafirmada su amistad, se adentraron en la jungla. Cruzar la carretera sería fácil, una vez rebasada el área que patrullaban los guardianes. Sigueron un corto sendero y se encontraron a cosa de medio metro de la alambrada. Rey guiaba tranquilo y confiado. Sólo las nubes de libélulas y mosquitos hacían desagradable su progreso.

—¡Diablos! Las chinches son malas.

—Sí; si pudiera las freiría todas.

Entonces vieron una bayoneta que les apuntaba, y se detuvieron paralizados.

El japonés aparecía sentado, apoyado contra un árbol y con sus ojos fijos en ellos. En su rostro había una sonrisa sobrecogedora, mientras el fusil descansaba sobre sus rodillas.

Sus pensamientos fueron los mismos. «¡Cristo! ¡Outram Road! ¡Estoy muerto! ¡muerto!»

Rey fue el primero en reaccionar. Saltó contra el guardián y le arrebató el fusil con bayoneta, rodó mientras se apartaba, y, luego, se levantó, manteniendo en alto la culata dispuesto a destrozar el rostro del hombre. Marlowe saltó en busca de la garganta del guardián. Pero un sexto sentido le advirtió que sus manos debían de evitar su objetivo y fue a parar contra el árbol.

—¡Apártese de él! —gritó a su compañero.

Se puso en pie, sujetó a Rey y lo apartó del camino.

El guardián no se había movido. Los mismos ojos abiertos y la misma sonrisa malévola seguían en su rostro.

—¿Qué diablos pasa? —jadeó Rey, presa de pánico, con el fusil aún sobre su cabeza.

—¡Apártese! ¡Por amor de Dios, dése prisa!

Arrancó el arma de manos de Rey y la tiró al lado del japonés muerto. Entonces Rey vio la serpiente en el regazo del hombre.

—¡Cielos! —gimió, mientras se acercaba para verla mejor.

Marlowe le sujetó frenético.

—¡Vamonos! ¡Corra, por Júpiter!

Marlowe corrió, alejándose de los árboles y aplastando sin cuidado el follaje. Rey emprendió la carrera a su vez, y sólo se detuvieron al encontrar un claro.

—¿Se ha vuelto loco? —resopló Rey—. ¡Era sólo una condenada serpiente!

—Era una serpiente voladora —jadeó Marlowe—. Viven en los árboles. La muerte es instantánea, viejo. Trepan a los árboles, se aplastan en una especie de espiral y caen a tierra sobre sus víctimas. Había una sobre sus rodillas y otra debajo de él. Seguro que habían más, porque están siempre en nidos.

—¡Diantre!

—En realidad, viejo, debemos estar agradecidos a esas condenadas —dijo Marlowe intentando acompasar su respiración—. El japonés estaba aún caliente. Sólo hacía dos minutos que había muerto. Nos hubieran cazado si no llegan a morderle. Y debemos alegrarnos de nuestra pelea que dio tiempo a las serpientes. Nunca estaremos más cerca de ser cogidos. ¡Jamás!

—No deseo ver más a un maldito japonés con su maldita bayoneta apuntándome en medio de la noche. Vamonos. Tenemos que alejarnos de aquí.

Una vez llegados cerca de la alambrada, se detuvieron a esperar. Había demasiada gente cerca para intentar cruzarla. Eran idiotas que hablaban, o simples vagabundos insomnes mientras los demás dormían. No obstante, precisaban un pequeño descanso, pues ambos notaban el temblor de sus rodillas, pese a la dicha de seguir vivos.

«Ha sido una noche de aupa —pensó Rey—. Si no es por Peter sería un pato muerto. Iba a poner el pie en el regazo del japonés para golpearle con el fusil. Mi pie estaba a quince centímetros de distancia de la serpiente. Odio las serpientes. ¡Hijas de perra!»

Y mientras se calmaba, su aprecio hacia Marlowe creció.

—Es la segunda vez que salva mi vida —susurró.

—Usted logró desarmarlo antes. Si el japonés no llega a estar muerto, lo hubiera matado. Yo fui lento.

—¡Eh! Que yo estaba delante. —Rey calló un momento y sonrió—.

Bien Peter. Formamos un buen equipo. Con sus reflejos y mis sesos, lo hacemos bien.

Marlowe empezó a reír. Intentó ahogar la risa y rodó por el suelo. Su contenida hilaridad y las lágrimas surcando su rostro contagiaron a Rey que también se contorsionó. Al fin dijo Marlowe:

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