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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (23 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Raylins se pasaba la mayor parte del tiempo en tinieblas. Seguía sin comprender por qué no estaba en el Banco contando sus cifras, nítidas y pulcras, y porqué había de estar en un campo donde sólo sobresalía en una cosa: en repartir una cantidad desconocida de arroz en el número exacto de partes.

—Hola, Peter —dijo Raylins dándole su ración—. ¿Conociste a Charles, verdad?

—Sí, buen muchacho.

Marlowe no lo conocía. Ninguno lo conocía.

—¿Crees que consiguió entrárselos?

—Claro. Desde luego.

Peter Marlowe cogió su comida mientras Raylins se dirigió al siguiente.

—Hola capellán Grover, hace calor, ¿eh? Conoció usted a Charles, ¿eh?

—Sí —repuso el capellán con los ojos fijos en la medida de arroz—. Estoy seguro de que lo consiguió.

—Bueno, bueno. Me alegra oírlo. Extraño lugar para encontrar sus intestinos fuera, así, de esa forma.

La mente de Raylins derivó hacia su frío Banco y su esposa a quien vería por la noche en su limpio y reducido
bungalow.
«Veamos —pensó—. Cordero para cenar. ¡Cordero! Y una cerveza fresca. Entonces jugaré con Penélope, y mi mujer estará contenta de sentarse en el pórtico a coser.»

—Hola —exclamó feliz reconociendo a Ewart—. ¿Te gustaría venir a cenar esta noche a casa, Ewart, amigo? ¿Quieres traer a tu mujer?

Ewart murmuró algo entre dientes prietos. Cogió su arroz y la sopa y dio media vuelta.

—Tómelo con calma, Ewart —le dijo Marlowe.

—¡Tómelo con calma! ¿Cómo se cree que suena eso? ¡Le juro que un día lo mataré!

—No se preocupe.

—¡No se preocupe! ¡Están muertas! Su esposa y su hija están muertas. Las vi muertas. Pero mi mujer y mis dos hijos, ¿dónde están, eh? ¿Dónde? En alguna parte muertos también. Tienen que estarlo después de todo este tiempo. ¡Muertos!

—Están en el campo de los civiles.

—¡En nombre de Cristo! ¿Cómo puede usted saberlo? No lo sabe; yo tampoco. Y sólo está a ocho kilómetros de distancia. ¡Están muertos! ¡Oh, Dios mío!

Y Ewart se sentó y lloró, derramando su arroz y su sopa en el suelo. Marlowe recogió el arroz y las hojas que flotaban en el caldo y lo puso en el recipiente de Ewart.

—La próxima semana le dejarán escribir una carta. Incluso puede ser que le permitan una visita. El comandante del campo siempre pide una lista de las mujeres y los niños. No se preocupe, están a salvo.

Lo dejó restregándose la cara con el arroz, cogió su ración y se fue al barracón.

—Hola, amigo —dijo Larkin—. ¿Ha ido a ver a Mac?

—Sí. Tiene buen aspecto. Incluso empezó a preocuparse por su edad.

—Será bueno volver a tener al viejo Mac —Larkin sacó de debajo de su colchón un plato tapado—. ¡Sorpresa!

Al descubrirlo mostró una sustancia semejante a
putty.

—¡Vaya cosa estupenda!
¡Blachang!
¿Dónde diablos lo consiguió?

—Pordioseando, desde luego.

—Es usted un genio, coronel. Qué raro que no lo oliera —Marlowe se inclinó y cogió un diminuto trozo de
blachang
—. Nos durará un par de semanas.

El
blachang
era un requisito nativo, fácil de hacer. Cuando la estación era propicia, se pescaban en la playa las miríadas de diminutas criaturas marinas que pululaban sobre la superficie, se enterraban en un hoyo revestido con algas marinas, y luego se cubrían con más algas, dejándolo así durante dos meses.

Cuando se abría el hoyo, los peces se habían convertido en una masa, cuyo hedor sacaba a uno. de quicio y destruía la sensibilidad del olfato durante una semana. Conteniendo la respiración se mezclaba la pasta y se freía; si bien debía hacerse a favor del viento para no morir sofocado. Una vez frío, se le daba la forma de pequeños bloques y se vendía muy caro. Antes" de la guerra un cubito valía diez centavos. Pero en el campo se pagaban diez dólares la pastilla. Era pro teína pura. Y una diminuta fracción daba sabor a toda una ración de arroz. Naturalmente, era fácil coger disentería con ello. Pero si había sido conservado y cocido debidamente, y resguardado de las moscas, no había peligro.

Semejante posibilidad no contaba. Simplemente se decía:

—Coronel, es usted un genio —y se mezclaba en el arroz y se saboreaba.

—Llévele algo a Mac.

—Buena idea. Seguro que se quejará si no está bien cocido.

—El viejo Mac se quejará aunque esté cocido a la perfección... —Larkin se detuvo—. |Eh, Johnny! —Llamó a un hombre alto que pasaba acompañado de un perro mestizo, flaco y huesudo—. ¿Quiere un poco de
blachang
, amigo?

—¿Puedo?

Le dieron una pizca en una hoja de plátano; hablaron del tiempo y le preguntaron cómo estaba el perro. John Hawkins amaba su perro por encima de todo. Compartía su comida con él y dormía en su litera.
Rover
era un buen amigo y su presencia obligaba a los demás a sentirse civilizados.

—¿Le gustaría una partida de bridge esta noche? Traeré el cuarto —propuso Hawkins.

—Esta noche no puedo —contestó Marlowe espantando moscas.

—Invitaré a Gordon —sugirió Larkin.

—Estupendo. Hasta después de cenar.

—Conforme. Hasta luego.

—Gracias por el
blachang
—dijo Hawkins mientras se iba con
Rover
saltando feliz a su lado.

—¿Cómo diablos conseguirá suficiente comida para alimentarse él y ese dingo? ¡Maldito si puedo explicármelo! —exclamó Larkin.

Peter Marlowe movió su arroz mezclando cuidadosamente el
blachang.
Deseaba compartir el secreto de su viaje nocturno con Larkin. Pero sabía que era muy peligroso.

XIV

Salir del campo fue muy fácil. Simplemente un corto deslizamiento por una parte sombreada de la valla de seis alambres, y, luego, una rápida carrera hacia la jungla. Cuando se detuvieron para respirar, Marlowe deseó encontrarse hablando con Mac o Larkin, o, incluso con Grey.

Pensó que había anhelado estar fuera, y, al lograrlo, sentía miedo.

Resultaba sorprendente mirar el campo desde allí. El barracón norteamericano se hallaba a unas cien yardas de distancia. Los hombres iban arriba y abajo. Hawkins caminaba con su perro. Un guardián coreano deambulaba de un lado a otro. Las luces estaban apagadas en diversos barracones, pues hacía rato que habían hecho la comprobación nocturna. No obstante, el campo daba señales de vida a causa de los que no dormían. Siempre era así.

—Vamos, Peter —susurró Rey, y le guió introduciéndose más en el follaje.

Hasta aquel momento todo había sido perfecto. Cuando llegó al barracón, Rey estaba ya preparado.

—Debemos equiparnos para hacer bien el trabajo —dijo mostrándole un par de botas japonesas recién lustradas, con suelas de crepé y piel suave que no hacían ruido, y el «conjunto»: unos pantalones chinos y camisa corta.

Sólo Dino sabía lo del viaje, pues empaquetó los dos equipos que trasladó secretamente al lugar por donde debían de saltar. Cuando todo estuvo despejado, Marlowe y Rey caminaron descuidadamente, después de advertir que iban a jugar al bridge con Larkin y otro australiano. Tuvieron que esperar media hora a prueba de nervios antes de que el camino quedara despejado para correr hasta la torrentera, cerca de la alambrada, donde se cambiaron de ropas y embadurnaron con barro sus rostros y manos. Pasó otro cuarto de hora antes de que pudieran correr de nuevo hasta la alambrada sin ser vistos. Una vez traspasada, Dino recogió las prendas.

De noche, la jungla es aterradora. Pero Marlowe se sentía como en su casa. Le recordaba los alrededores del poblado, en Java, por cuya causa su nerviosismo decreció algo.

Rey guiaba con seguridad, después de haber realizado el viaje cinco veces. Caminaba con los sentidos alertas, pendiente del centinela que, sin puesto fijo, patrullaba por aquella zona. Pero sabía que muchas veces encontraba un claro en alguna parte y se dormía.

Después de un rato angustioso en que toda rama u hoja, al ser tronchadas, parecían gritar su paso, mientras los troncos se convertían en un obstáculo, llegaron a la senda seguros de haber rebasado al guardián. Aquella vereda conducía al mar, y, luego, al poblado. Ya eran libres. Ni alambrada ni japoneses. De repente, Marlowe pareció caer en una pesadilla.

—¿Qué sucede Peter? —murmuró Rey, sintiendo que algo iba mal.

—Nada..., sólo que..., bueno, que estar fuera es una tentación.

—Ya se acostumbrará —Rey miró su reloj—. Falta un kilómetro y medio, aproximadamente. Nos hemos adelantado a lo previsto. Debemos esperar.

Se detuvieron y escucharon los ruidos de la selva. Grillos, ranas, repentinos silencios, y el roce de una bestia desconocida.

—Fumaría.

—Yo también.

—Pero no aquí.

La mente de Rey se mantenía activa. Una mitad escuchaba los ruidos de la jungla, y, la otra, maduraba el próximo negocio. «Sí —se dijo—. Es un buen plan.»

Comprobó la hora. El minutero avanzaba despacio. Pero esto le concedía más tiempo para organizar la operación. Y cuanto más tiempo dedicaba a un negocio, mejor. De ese modo no hay deslices y el beneficio es mayor. El hombre que niensa su negocio es el verdadero genio. Compra barato y vende caro. Si bien precisa ejercitar la mente y aprovechar las oportunidades. Así el dinero viene solo. Y con dinero todas las cosas son posibles. La más importante: el poder.

«Cuando salga —pensó Rey—, seré millonario. Haré tanto dinero que el fuerte Knox me parecerá una pocilga. Montaré una organización. Ésta incluirá hombres leales como ovejas. Los cerebros siempre se pueden comprar. Y cuando uno sabe el precio de un tipo puede usar sus servicios o explotarlo a voluntad. Eso es lo que se aprende dando vueltas por el mundo: que hay una élite y el resto. Yo soy la élite y seguiré siéndolo.

»No más deambular de una a otra ciudad. Eso queda en el pasado. Entonces era un chico atado a papá. A un hombre que holgaba meses, se reventaba trabajando, repartía guías falsas de teléfonos, o pordioseaba para conseguir una botella. Luego había que salir del atolladero. Nunca más. En lo sucesivo, otros trabajarán para mí.

»Cuanto necesito es masa encefálica. Todos los hombres son creados igual... con ciertos derechos inalienables.

Gracias a Dios nací en Norteamérica» —se dijo por billonésima vez.

—Es el país de Dios —murmuró.

—¿Qué?

—Los Estados Unidos.

—¿Por qué?

—El único país en el mundo donde se puede comprar cualquier cosa, donde se tiene la oportunidad de hacerlo. Eso es importante si uno nace con fortuna, Peter, y sólo unos pocos nacen así. Pero si uno es pobre, y quiere trabajar hay tantísimas oportunidades que hacen erizar el pelo. Y si un tipo rio trabaja y no se ayuda, es que no vale un comino, y no le sirve ser norteamericano, y...

—¡Atención! —advirtió Peter Marlowe, repentinamente en guardia.

Se percibía el leve ruido de pisadas que se aproximaban.

—Es un hombre —susurró Marlowe deslizándose en la espesura para ocultarse—. Un nativo.

—¿Cómo diablos lo sabe?

—Lleva calzado del país. Diría que es viejo. Su caminar es torpe. Escuche, se puede oír su respiración ahora.

Momentos más tarde el nativo apareció en el sendero. Era viejo y sobre sus hombros llevaba un jabalí muerto. Le vieron pasar y desaparecer.

—Nos descubrió —dijo Marlowe preocupado.

—¡El infierno descubrió!

—Seguro que sí. Quizá pensó que era un guardián japonés. Yo observaba sus pies. De este modo siempre se sabe si uno es localizado. Perdió un paso.

—Posiblemente fue una resquebrajadura del camino o un tronco.

Marlowe sacudió la cabeza.

«¿Amigo o enemigo? —pensó Rey febrilmente—. Si es del poblado, no hay que temer.» Allí nadie ignoraba su presencia, pues recibían su parte a través de Cheng San, su intermediario. «No le reconocí, pero eso no es sorprendente. Muchos nativos estaban en la pesca nocturna cuando fui antes.»

—¿Qué hacemos? —preguntó Marlowe.

—Esperar; luego haremos una rápida inspección. Si es hostil, irá al pueblo e informará al jefe. Esto será la señal de que tendremos el infierno fuera.

—¿Puede confiar en ellos?

—«Yo» puedo. —Emprendió el camino—. Manténgase a veinte metros de mí.

Encontraron el poblado. Casi demasiado fácilmente, se dijo Marlowe receloso. Desde aquella posición alta, lo dominaban. Unos cuantos malayos estaban en cuclillas fumando en un pórtico. Un cerdo gruñía aquí y allá. Alrededor del poblado había cocoteros, y, al otro lado, la fosforescente marejada del mar. Se veían unos cuantos botes con las velas enrolladas y las redes colgando quietas. Ninguna sensación de peligro.

—Todo me parece bien —murmuró Marlowe.

Rey le dio un codazo. En el pórtico de la choza del jefe estaban éste y el hombre que habían visto. Los dos malayos parecían inmersos en profunda conversación; luego una risa distante rompió la quietud y el hombre bajó los peldaños.

Le oyeron llamar. Al momento una mujer se apresuró a coger el jabalí de sus hombros, para, en un asador, dejarlo sobre el fuego. No tardaron mucho en acudir otros malayos, que entre bromas y risas, se agruparon alrededor de la fogata.

—Allí está —exclamó Rey.

Por la plaza caminaba un chino alto. Detrás de él iba un nativo con las velas de una pequeña embarcación de pesca. Se unió al jefe, y después de saludarse con la suavidad acostumbrada, se acuclillaron dispuestos a esperar.

—Conforme —sonrió Rey—. Ahí vamos nosotros.

Se levantó, y, manteniéndose en las sombras, se acercaron cautelosamente. En la parte posterior de la choza del jefe una escalera de mano conducía al pórtico, muy elevado del suelo. Rey trepó y Marlowe lo hizo detrás de él. Casi inmediatamente, oyeron cómo apartaban la escalera.


Tabe
—sonrió Rey mientras Cheng San y Sutra, el jefe entraban.

—Bueno verte,
tuan.
¿Comer tú? ¿Sí? —dijo el jefe buscando palabras inglesas.

Su sonrisa mostró unos dientes manchados de betel.


Trima kassih...
gracias. Ya ves, Cheng San, que yo cumplo la palabra y vengo. Aquí hace buen tiempo. Todo puede ser lo mismo.

Presentó a Peter Marlowe.


Ichi-bon
amigo —se volvió hacia él—. Peter, dígale algo, ya sabe, saludos y lo de costumbre. Dispuesto a trabajar, muchacho.

Sonrió y sacó un paquete de «Kooas», ofreciendo a todos los que estaban a su alrededor.

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