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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (18 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—¿Ha terminado con sus preguntas, Grey?

—De momento. Pero recuerde... —Grey adelantó un paso y el olor de la comida le torturó—. Usted y el bribón de su amigo están en la lista. No he olvidado lo del encendedor.

—No sé de qué me habla. Que yo sepa no he contravenido ninguna orden.

—Pero lo hará, Marlowe. Y si vende su alma, lo pagará algún día.

—¡Está usted loco!

—Él es un bribón, un embustero, un ladrón.

—«Es» mi amigo, Grey. No es un bribón ni un ladrón.

—Pero sí un embustero.

—Todos somos embusteros. Incluso usted. Recuerde que negó lo de la radio. Para subsistir aquí necesita ser un embustero. Usted se ve obligado a hacer un montón de cosas...

—¿Como besar el trasero a un cabo para conseguir comida?

Una vena en la frente de Marlowe serpenteó como una delgada víbora negra. Si bien su voz fue suave cuando contestó.

—Debiera abofetearle, Grey. Pero es de mala educación bravuconear con los de la clase inferior. Es innoble.

—¡Dios mío! Marlowe... —La voz de Grey se rompió de repente, y un creciente sentimiento de locura le ahogó.

Peter Marlowe miró los ojos de su oponente y supo que había ganado. Por un momento sintió la satisfacción de ver humillado a su enemigo, luego su furia se evaporó. Cruzó por delante de él, y siguió colina arriba. No era preciso prolongar una batalla ganada. También era de mala educación.

—«¡Por Júpiter! —se juró el destrozado Grey—, te haré pagar esto. Haré que te pongas de rodillas pidiendo clemencia, y no te perdonaré. ¡Nunca!»

Mac tomó seis de las tabletas y se estremeció mientras Marlowe le ayudaba a incorporarse y beber el agua que sostenía a la altura de sus labios. Tragó y volvió a desplomarse.

—Bendito seas, Peter —susurró—. Esto me hará bien. Bendito seas, amigo.

El sueño tardó poco en vencerle. Le ardía el rostro y el bazo parecía que iba a reventarle, mientras su cerebro se inundaba de pesadillas. Vio a su esposa y a su hijo que flotaban en las profundidades del océano, chillando al ser comidos por los peces. Él mismo se vio allí. Sostenía una terrible lucha con los tiburones, pero sus manos no eran fuertes y su voz resultaba insuficientemente audible. Los tiburones le arrancaban grandes pedazos de carne y siempre le quedaba más, que ellos seguían destrozando. Los escualos tenían voces y risa de demonios, si bien los ángeles estaban a su lado y le decían que corriera, que corriera. «Mac, corre o harás tarde.»

Desaparecieron sus atacantes y vio hombres amarillos con bayonetas y dientes de oro, finos como agujas, que le acosaban a él y a su familia hasta el fondo del mar. Sus bayonetas, de tamaño descomunal, aparecían muy afiladas. «¡A ellos no, a mí! —chilló—. ¡A mí! ¡Matadme a mí!», pero tuvo que ver impotente cómo mataban a su esposa y a su hijo, y cuando se volvieron hacia él, los ángeles le susurraron a coro: «Aprisa, Mac, aprisa. Corre y te salvarás.» Corrió sin querer, huyendo de su esposa y de su hijo y del mar que teñían con su sangre, que le ahogaba. Aun así corrió, si bien le dieron alcance los tiburones con dientes de oro, finos como agujas, y armados de fusiles y bayonetas. Peleó con ellos al mismo tiempo que suplicaba, pero los tiburones no se detenían y en aquel momento le rodeaban. Fue Yoshima quien le clavó su bayoneta en los intestinos, y el dolor le pareció espantoso. Yoshima arrancó la bayoneta y Mac percibió su sangre que salía a borbotones a través de aquella herida y por las otras que saturaban su cuerpo, e, incluso, por los poros de su piel, hasta que sólo quedó el alma dentro de él. Finalmente su alma se unió a la sangre del mar. Un gran e infinito alivio le confortó y se alegró de haber muerto.

Mac abrió los ojos. Sus sábanas aparecían empapadas. La fiebre había remitido. Entonces comprendió que volvía a la vida.

Marlowe estaba aún sentado al lado de su cama. La noche había pasado.

—Hola, amigo.

Las palabras fueron tan apagadas que Marlowe tuvo que inclinarse para oírlas.

—¿Se encuentra bien, Mac?

—Muy bien amigo. La fiebre parece que ha pasado y me encuentro mejor. Ahora dormiré. Tráigame algo de comer mañana.

Mac cerró los ojos y se durmió. Marlowe cogió las sábanas y le secó el cuerpo.

—¿Dónde puedo conseguir sábanas limpias, Steven? —preguntó al enfermero que se movía presuroso por la sala.

—No lo sé, señor.

Marlowe le gustaba. Quizá... pero no, Lloyds sentiría unos celos terribles. En otra ocasión. Había tiempo de sobra.

—Espere un momento, señor.

Steven se encaminó hacia la cama número cuatro, quitó la sábana que cubría al enfermo y sacó diestramente la situada debajo de su cuerpo.

—Tenga. Use éstas.

—¿Y él?

—¡Oh! —explicó Steven con cálida sonrisa—. Ya no las necesita. ¡Pobre muchacho!

Marlowe miró al yacente para ver quién era, pero desconocía su rostro.

—Gracias —dijo, y empezó a arreglar el lecho de Mac.

—Déme —pidió Steven—. Sé hacerlo mucho mejor que usted.

El enfermero se enorgullecía de hacer una cama sin causar molestia al paciente.

—Y ahora no se preocupe de su amigo. Ya me cuidaré de que esté bien. —Golpeó a Mac como si fuera un chiquillo—. Vea. —Cogió la cabeza del enfermo, sacó un pañuelo y limpió el resto de sudor que había en su frente—. Se encontrará bien dentro de dos días, si le trae usted algo de comida extra... —enmudeció de repente y miró a Marlowe. Las lágrimas anegaron sus ojos—. ¡Qué tonto soy! No se preocupe, encontraré algo para él. Esta noche no puede usted hacer más por él. Márchese y descanse tranquilo. Vamos, vamos, sea buen chico.

Sin decir nada, Marlowe se dejó conducir fuera. Steven, sonriente, le dio las buenas noches y volvió al interior.

Desde la oscuridad le vio acariciar la frente enfebrecida y la mano de un enfermo quejumbroso; ahuyentar los demonios nocturnos y acallar los gritos; a justar colchas y ayudar a un hombre a beber agua y a que otro vomitara. Era su trabajo, pero lo hacía delicada y dulcemente. Cuando Steven llegó a la cama número cuatro se detuvo y miró el cadáver. Le enderezó los miembros y le cruzó los brazos, luego se quitó su bata y lo cubrió. La suave piel de su torso y de sus piernas brilló a la parpadeante media luz.

—Pobre muchacho —susurró y miró a su alrededor—. Pobres muchachos. ¡Oh, mis pobres muchachos! —Y lloró por todos ellos.

Marlowe dio media vuelta y se adentró en la noche, lleno de piedad y avergonzado de haber sentido cierta vez desagrado hacia Steven.

XII

Mientras se acercaba al barracón norteamericano, viose acometido de dudas. Lamentaba haber aceptado tan prontamente hacer de intérprete para Rey, y, al mismo tiempo, le disgustaba sentirse infeliz. «Buen amigo eres —se dijo— después de cuanto él ha hecho por ti.»

La sensación de vacío en su estómago aumentó. «Como antes de iniciar una misión de vuelo —pensó—. No, no es como aquello. Más bien se parece a lo que uno experimenta cuando le llama un general. Lo otro es igualmente molesto, pero uno siente a la vez cierto placer; como la excursión al poblado, que dilata el corazón pensando en la excitante oportunidad de encontrar comida o una chica.»

Se preguntó por milésima vez porqué Rey iba allí y para qué. Pero preguntárselo resultaría descortés, y sólo precisaba de algo de paciencia para saberlo. Otra razón por la cual le gustaba Rey era su espontaneidad y cómo se guardaba la mayor parte de sus pensamientos para sí, tan acorde con la idiosincrasia inglesa. En cambio él sólo manifestaba parte de sus ideas cuando su humor era propicio. Lo concerniente a su vida íntima era asunto privado..., hasta que sentía la necesidad de desahogarse con un amigo. Y un amigo nunca pregunta. En ese caso la confidencia debe ser libre o no hacerse.

Marlowe recordó la oferta que Rey le había hecho de llevarle al poblado y lo consideró una muestra de confianza. Le había dicho, así, por las buenas: «¿Quiere venir, la próxima vez que yo vaya?»

Semejante aventura no dejaba de ser una locura, si bien las nuevas circunstancias justificaban el riesgo, pues se hacía necesario conseguir un aparato completo. Sí, aquello justificaba el riesgo.

No obstante, hubiera ido igualmente como respuesta a la invitación, y porque quizás encontraría comida y mujeres.

Vio a Rey sumergido en la sombra que proyectaba la parte trasera de un barracón, hablando con otra sombra. Sus cabezas se veían juntas y sus voces eran inaudibles. Tan embebidois estaban que decidió pasar de largo y empezó a subir los peldaños del barracón norteamericano.

—¡Eh, Peter! —llamó Rey.

Marlowe se detuvo.

—En seguida estoy con usted, Peter.

Rey se volvió a su acompañante.

—Es mejor que espere aquí, comandante. Tan pronto llegue le avisaré.

—Gracias —contestó el hombrecillo con voz entrecortada.

—Fume mientras —ofreció Rey y el otro aceptó ávidamente.

El comandante Prouty se hundió más en las sombras, pero mantuvo sus ojos sobre Rey durante el tiempo que tardó en recorrer el espacio que le separaba de su barracón.

—Le encontraba a faltar, compañero —exclamó Rey mientras golpeaba amistoso a Marlowe—. ¿Cómo se encuentra Mac?

—Está mejor, gracias.

El joven deseó abandonar aquel sitio iluminado. «¡Maldita sea! —pensó—. Me fastidia ser visto con mi amigo. Y eso está mal. Muy mal.»

Tampoco pudo evitar los ojos del comandante sobre ellos..., o no parpadear cuando Rey le dijo:

—Vamos. No estaré mucho. Luego nos pondremos a trabajar,

Grey acudió al lugar oculto por si acaso había un mensaje para él en la lata. Y lo había: «El reloj del comandante Prouty. Esta noche actúan Marlowe y él.»

El teniente preboste arrojó la lata al foso con la misma naturalidad con que la había cogido. Luego, desperezándose, se encaminó al barracón dieciséis. Su mente trabajaba a toda velocidad.

«Marlowe y Rey están en la "tienda" detrás del barracón norteamericano... y Prouty.» ¿Cuál? ¿El comandante? ¿El artillero? ¿El australiano? Vamos, Grey —se dijo irritado—. ¿Dónde está la buena memoria de que tanto te enorgulleces?

«¿Estará implicado Larkin? No. No que yo sepa. Entonces, ¿por qué no se hace el trato a través del australiano Tiny Timsen? ¿Por qué interviene Rey? Quizá sea demasiado gordo para que lo manipule Timsen. O tal vez sea algo robado..., seguramente. De lo contrario Prouty usaría los canales del australiano.»

Grey se miró la muñeca. Lo hizo instintivamente, aun cuando hacía tres años que no tenía reloj. En realidad no precisaba de él para saber la hora durante la noche. Como todos ellos, sabía calcularla en cualquier momento.

«Es demasiado pronto —pensó—. La guardia no ha hecho todavía el relevo. Cuando lo haga, los veré desde el barracón al retirarse carretera arriba hacia el cuartel. ¿Cuál de ellos interviene? Pronto lo sabré. Seguiré alerta hasta el momento propicio, y, entonces, apareceré cautelosamente. Los interrumpiré con buenos modales y conduciré al guardián con Rey y Marlowe. Mejor cuando el dinero pase de unas manos a otras o cuando Rey lo entregue a Prouty. Luego haré un informe para el coronel Smedly-Taylor: "La pasada noche fui testigo de un trasiego de dinero", o quizá mejor: "Sorprendí al cabo norteamericano y al teniente aviador Marlowe, del barracón dieciséis, con un guardián coreano. Tengo motivos para suponer que el comandante Prouty ha facilitado el reloj que se vendía."

»Eso sería suficiente. "El reglamento —pensó sintiéndose feliz— es claro y preciso. 'Se prohibe comerciar con los guardianes.' Y cogido
in fraganti
, habría consejo de guerra."

»Un consejo de guerra para empezar y luego mi cárcel, mi pequeña cárcel. Sin extras ni
katchang idjubully.
Nada. Sólo enjaulados, enjaulados como ratas que sois. Para matar el tiempo podréis enfadaros y odiarme. Mejor, pues los hombres enfadados cometen errores. La próxima vez quizás intervenga Yoshima. Si bien los japoneses deben realizar su propio trabajo, ayudarles no me satisface. Claro que en este caso estaría muy bien. Pero no. Si acaso, un codazo ligero.

»¡Te devolveré lo que te debo, maldito Peter Marlowe! Puede ser que antes de lo que esperas. ¡Y mi venganza contra ti y aquel bribón será implacable!»

Rey miró su reloj. Nueve y cuarto. Tardaría poco en llegar. Uno podía saber lo que los japoneses harían tan pronto conociera las horas en que se producían sus actos, pues eran puntuales.

Oyó las pisadas. Torusimi daba la vuelta a la esquina del barracón y no tardó en encontrarse con Rey.

Éste se levantó para saludarle. Marlowe, que también estaba allí, lo hizo a disgusto, despreciándose.

Torusimi era popular entre los guardianes. Peligroso y enigmático, se distinguía por su rostro expresivo donde los demás carecían de él. Llevaba cerca de un año en el campo, y le gustaba hacer trabajar con dureza a los prisioneros. También le agradaba tenerlos al sol, gritarles y darles patadas cuando se hallaba en vena.


Tabe
—dijo Rey sonriendo—. ¿Quiere fumar?

Le ofreció tabaco de Java.

Torusimi, que mostraba orgulloso su dentadura de oro, tendió su fusil a Marlowe, y después de sacar un paquete de «Kooas», ofreció un cigarro a Rey. Luego miró al teniente.


Ichi-bon
—dijo Rey.

Torusimi gruñó algo entre dientes, y ofreció un cigarrillo.

Marlowe vaciló.

—Tómelo, Peter —indicó Rey.

Obedeció y el guardián se sentó a una pequeña mesa.

—Dígale que es bien venido.

—Mi amigo dice que tú eres bien venido y que está contento de verte aquí.

—Gracias. ¿Tiene mi distinguido amigo algo para mí?

—Pregunta que si tiene algo para él.

—Tradúzcale exactamente lo que yo diga, Peter. Sea exacto.

—Tengo que decirlo según ellos. No puede traducirse con exactitud.

—Conforme... Pero asegúrese de que sea lo mismo... Y tómese tiempo.

Rey entregó al coreano el reloj y Peter Marlowe vio con sorpresa que aparecía nuevo, recién pulimentado, con esfera de plástico nueva y una diminuta caja de piel igualmente nueva.

—Dígale que un tipo que conozco quiere venderlo. Pero es caro, y quizá no es lo que él desea.

Marlowe advirtió el destello de avaricia en los ojos del guardián cuando sacó el reloj de su cajita y se lo acercó al oído. Entonces gruñó, como solía, y lo volvió a colocar sobre la mesa.

Peter Marlowe tradujo la respuesta.

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