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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (17 page)

BOOK: Rey de las ratas
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Le quitó la caja de las manos y la llenó de tabaco «Tres Reyes».

—¿Qué hará con los «Tres Reyes» estando Tex en el hospital?

—Nada. —Rey exhaló una bocanada de humo—. La idea está aguada. Los australianos han descubierto el proceso y nos han fastidiado.

—¡Oh, eso es malo! ¿Cómo lo han averiguado?

Rey sonrió.

—Estaba dentro y fuera.

—No le entiendo.

—¿Dentro y fuera? Uno entra y sale rápidamente. Una pequeña inversión para un rápido beneficio. Quedé cubierto en las dos primeras semanas.

—Pero usted dijo que necesitaría meses para recuperar el dinero invertido.

—Ésas son palabras de vendedor, destinadas a causar efecto en los intermediarios. Un medio como otro cualquiera de hacer propaganda. La gente siempre quiere algo por nada. El vendedor ha de hacerles creer que le roban; que ellos, los intermediarios, son muchísimo más inteligentes que él. Tenemos como ejemplo los «Tres Reyes». La fuerza inicial de las ventas se debió a los primeros revendedores. Creyeron que me halagaban, y que si trabajaban de firme, terminarían siendo mis socios para vivir en lo sucesivo a costa de mi dinero. Pensaron que yo era un bobo por haberles dado semejante oportunidad. Pero yo sabía que el proceso sería chivatado y que el negocio no duraría mucho tiempo.

—¿Cómo sabía usted eso?

—Es obvio. Lo planeé de ese modo. Yo mismo lo chívate.

—¿Usted?

—Desde luego. Negocié el proceso por una pequeña información.

—Eso lo entiendo, era suyo y podía hacer lo que se le antojara. Pero, ¿y la gente que trabajaba, que vendía el tabaco?

—¿Qué pasa con ellos?

—Su acción revela que se aprovechó del entusiasmo que les había inculcado. Los hizo trabajar durante un mes, más o menos para nada, y luego tiró de la manta debajo de ellos.

—Tonterías. También sacaron unos cuantos dólares del negocio. Pensaban aprovecharse de mí y yo fui más listo, eso es todo. Así es el negocio.

Rey se tendió en la cama, divertido por la inocencia de Marlowe,

que frunció el ceño, intentando comprender.

—Cuando alguien me habla de negocios me siento perdido. Me siento un ignorante.

—Escuche. Antes de que se haga más viejo, usted montará a caballo del mejor de los negocios.

Rey rió.

—Lo dudo.

—¿Tiene algo que hacer esta noche? Una hora después de anochecido.

—No. ¿Por qué?

—¿Quiere hacer de intérprete para mí?

—Desde luego. ¿Quién es, un malayo?

—Un coreano.

—¡Oh! —Marlowe se recuperó rápidamente de su sorpresa. Dijo—: No faltaría más.

Rey captó su aversión, pero no le preocupó. «Un hombre tiene derecho a opinar —decía siempre—. Y mientras semejantes opiniones no se inmiscuyan en mis propósitos..., bueno, pues, son correctas.»

Max penetró en el barracón y se desplomó en su litera.

—No pude encontrar al hijo de perra en toda una hora. Luego lo descubrí en el huerto en medio de esa porquería que usan como fertilizante. Aquel lugar apesta como un burdel de Harlem en un día de verano.

—¡Usted es el clásico tipo de bastardo que utiliza los burdeles de Harlem! —contestó Rey.

La burla y el tono de su voz asombró a Marlowe.

La sonrisa y la fatiga de Max se desvanecieron casi al mismo tiempo.

—¡No quise decir nada! Fue un decir.

—Entonces, ¿por qué escoge Harlem? Usted pudo decir que apesta como un burro. Correcto. Todos apestan lo mismo. Así no hace diferencia entre un burdel blanco y otro negro.

Rey se mostraba duro y poco comprensivo, mientras la piel de su rostro aparecía tirante, como si fuera una máscara.

—No se lo tome así. Lo siento. No lo dije con intención alguna.

Max había olvidado su irritabilidad cuando se hablaba de los lugares donde nacen tantos mulatos. «¡Pardiez! —pensó—. Si se vive en Nueva York uno lleva a Harlem dentro, cualquiera que sea la opinión que le merezca. Allí hay lupanares con mujeres condenadamente hermosas, de vez en cuando.» Luego reflexionó un momento. «Bien, es lo mismo. No tengo idea porqué se vuelve tan sensible cuando se habla de los negros.»

—No lo dije con intención —repitió Max esforzándose en apartar sus ojos de la comida, que había olido desde el camino—. Lo encontré y le dije lo que usted me indicó.

—¿Sí?

—Me dio algo para usted —dijo Max, y miró a Marlowe.

—¡Vamos, entreguelo ya, caramba!

Max esperó mientras Rey examinaba atentamente el reloj, le daba cuerda y se lo acercaba al oído.

—¿Qué espera, Max?

—Nada. ¿Quiere que lave todo eso?

—Sí. Hágalo y luego larguese de aquí.

—Bueno.

Max recogió los platos sucios y, humildemente, los apartó, jurándose que un día cazaría a Rey.

Peter Marlowe guardó silencio. No obstante, pensó en la extraña escena. Rey tenía mal genio. Y si bien el genio es algo importante, muchas veces se vuelve peligroso. También se dijo que, ante una misión a cumplir, es aconsejable conocer el valor del compañero, sobre todo en las peligrosas. Quizás el poblado fuera una de éstas. No estaba de más saber cómo era el encargado de guardar sus espaldas.

Rey desenroscó la tapa inferior del reloj. Era impermeable y de acero inoxidable.

—Vaya, vaya —dijo—. Ya me lo pensé.

—¿Qué ocurre?

—Falso. Mire.

Marlowe lo examinó atentamente.

—Me parece conforme.

—Desde luego. Si bien no es un «Omega» como pretende ser. La caja es buena, pero el interior es viejo. Algún bastardo ha sustituido los intestinos.

Rey volvió a enroscar la caja, y, especulativo, sopesó el reloj.

—Ya lo ve, Peter. Como le decía, uno ha de ser cauteloso. Ahora, imagine que yo vendo este «Omega», y «no» sé que es falso. Eso podría ponerme en un grave aprieto. Pero sabiéndolo por anticipado, puedo cubrirme. —Se sonrió—. Bebamos otra taza de café. El negocio está en marcha.

Su sonrisa se desvaneció cuando Max regresó con las latas limpias y las guardó. Max no dijo nada, pero sonrió obsequioso y luego volvió a salir.

—¡Hijo de perra! —exclamó Rey.

Grey aún no se había recuperado de la impresión recibida el día que Yoshima descubriera la radio. Mientras caminaba por la deteriorada carretera hacia el barracón de intendencia, divagaba sobre los nuevos deberes que le había impuesto el comandante de campo delante de Yoshima, y, más tarde, ampliados por el coronel Smedly-Taylor. No ignoraba que, si bien oficialmente tenía que cumplir las nuevas órdenes, en realidad debía mantener los ojos cerrados y no hacer nada.

«¡Madre de Dios! —pensó—. Haga lo que haga, estaré equivocado!»

El hombre sintió un espasmo en su estómago. No era disentería, sólo diarrea. La escasa fiebre tampoco era malaria, sólo un poco de dengue, una fiebre más suave, pero más insidiosa que venía y marchaba según su antojo. Estaba hambriento y sin reservas alimenticias, ni siquiera una última lata, ni dinero para comprarla. Tendría que subsistir con las raciones, sin extras, y las raciones no bastaban.

«Cuando salga, juro que jamás volveré a pasar hambre. Tendré miles de huevos y una tonelada de carne, y azúcar, y café, y té, y pescado. Cocinaremos todo el día, Trina y yo, y cuando no cocinemos o comamos, nos amaremos. ¿Amor? ¡No! Sólo hace sufrir. Trina, la pera, con su: "Estoy muy cansada", "Tengo dolor de cabeza", "Pero, ¿otra vez", "Bueno, supongo que he de hacerlo", "¿No me puedes dejar en paz por una vez?"»

Grey se consoló pensando que no siempre era así, pues algunas veces Trina se había contenido, o sólo exclamaba aquel molesto: «Oh, muy bien.» Recordó cómo ella encendía la luz, saltaba del lecho y penetraba furiosa en el cuarto de baño para «prepararse». Entonces podía ver la gloria de su cuerpo a través del tenue tejido hasta que la puerta se cerraba. Luego venía la impaciente espera hasta que se apagaba la luz del cuarto de baño y ella regresaba al dormitorio. Pero necesitaba una eternidad para llegar de la puerta a la cama. Si bien durante esa eternidad él admiraba su belleza pura envuelta en seda, aunque los ojos de Trina reflejaran frialdad, haciéndole sentirse despreciable. Después Trina volvía al baño como si su amor fuera sucio. Cuando regresaba, fresca y perfumada, volvía a despreciarse, insatisfecho, por haberla tomado sin ella quererlo.

Siempre había sido así durante sus seis meses de matrimonio.

Fue él quien propuso que se casaran una semana después de haberla conocido. Recordó las dificultades y recriminaciones. La madre de ella le odiaba por enamorarse de su hija, precisamente cuando terminaba su carrera y porque era muy joven. Sólo tenía dieciocho años. Los padres de él le aconsejaron que esperara. «Puede que la guerra termine pronto y no tienes dinero. Ella tampoco es de una familia conforme.» Grey evocó entonces su hogar, ubicado en un vetusto edificio, unido a mil más como aquél, entre las retorcidas líneas del tranvía de Streatham. Y vio que las habitaciones eran tan reducidas como las mentes de sus padres, de condición humilde y de amor tan retorcido como las líneas del tranvía.

Se casaron un mes más tarde. Grey aparecía elegante con su uniforme y espada (alquilados por una hora). La madre de Trina no asistió a la ceremonia, efectuada con prisas entre sirenas de alarma aérea. Sus padres lucieron en sus caras un gesto desaprobatorio y sus besos fueron superficiales. Trina se deshizo en lágrimas y la licencia de matrimonio terminó mojada.

Grey descubrió que Trina no era virgen, si bien ella actuó como si lo fuera. Pero no era virgen y eso dolió a Grey, que fingió no saberlo.

La última vez que viera a su esposa fue seis días antes de embarcarse. Estaban en su hogar; él acostado contemplando cómo ella se vestía.

—¿Sabes dónde vas? —preguntó Trina.

—No.

El día había sido malo y la discusión de la noche anterior igualmente mala. Esto, la falta de ella y su permiso que se acababa, deprimieron su ánimo.

Grey se colocó a su lado, acariciándola.

—¡No!

—Trina...

—No seas tonto. Sabes que la función empieza a las ocho y media.

—Hay tiempo de sobra.

—Vamos, Robin, no. ¡Estropeas mi maquillaje!

—¡Al diablo tu maquillaje! Mañana no estaré aquí.

—Quizá sea mejor. No eres muy amable ni muy juicioso.

—¿Cómo quieres que sea? ¿Es malo que un marido ame a su esposa?

—Deja de gritar. Te oirán los vecinos.

—¡Que me oigan, maldita sea!

Quiso cogerla, pero ella cerró la puerta del baño delante de sus narices.

Luego apareció fresca y fragante en su ropa interior. Cogió un vestido y empezó a ponérselo.

—Trina...

—No.

Se puso ante ella, y notó que sus rodillas carecían de fuerza.

—Lo siento. Yo... Yo grité...

—No importa.

Se inclinó para besarle los hombros y Trina se apartó.

—Has vuelto a beber —le acusó arrugando la nariz.

Entonces estalló su rabia.

—¡Sólo una copa, maldita sea! —gritó. Le hizo dar la vuelta bruscamente, le rasgó el vestido y la echó a la cama.

Trina permaneció quieta; sólo le miraba.

—¡Oh, por favor Trina, te quiero! —gimió desconsolado, y se apartó odiándose a sí mismo.

Trina cogió sus ropas.

Como en un sueño, Grey la vio sentarse delante del espejo y recomponer su maquillaje, entre tonadillas a media voz.

Él dio un portazo y regresó a su unidad. Al día siguiente intentó hablar con ella por teléfono. No obtuvo respuesta. Era demasiado tarde para regresar a Londres. Su unidad debía trasladarse a Greenock para embarcarse. No obstante cada día telefoneó con el mismo resultado. Tampoco respondió a sus desesperados telegramas. Al fin una noche se tragó la costa de Escocia, y la noche fue sólo barco y mar, y él, un mar de lágrimas.

Grey se estremeció bajo el sol malayo. «No fue culpa de Trina —pensó disgustado consigo mismo—. Era yo que me sentía demasiado ansioso. Quizás estaba loco. Quizá debía ver a un médico. Quizá soy demasiado fogoso. Debió ser culpa mía, no de ella. ¡Trina, amor mío!»

—¿Se encuentra bien, Grey? —le preguntó el teniente coronel Jones.

—Sí, señor. Gracias.

Grey advirtió de pronto que estaba apoyado débilmente contra el barracón de intendencia. Añadió:

—Es..., es un simple ataque de fiebre.

—No tiene buen aspecto. Siéntese un momento.

—Estoy bien, gracias... Sólo, sólo un poco de agua.

Grey se encaminó al grifo, se quitó la camisa y puso su cabeza debajo del chorro. «¡Loco, llegar a semejante estado!», pensó. No obstante su mente volvió a Trina. «Esta noche me dedicaré a pensar en ella —se prometió—. Esta noche y todas las noches. ¡Al infierno intentar vivir sin comer y sin esperanza! ¡Quiero morir! ¡Lo deseo!»

Entonces vio a Peter Marlowe que subía la colina. En sus manos llevaba una marmita norteamericana. La sostenía con mucho cuidado. ¿Por qué?

—¡Marlowe!

Grey salió a su encuentro.

—¿Qué diablos quiere?

—¿Qué lleva?

—Comida.

—¿Contrabando?

—Deje de fastidiarme, Grey.

—No trato de fastidiarle. Juzgo a un hombre por sus amistades.

—Apártese de mi camino.

—Temo que no pueda, viejo. Es mi trabajo. Quiero ver eso. Por favor.

Marlowe vaciló. Grey estaba en su derecho de mirar y de llevarle ante el coronel Smedly-Taylor si le daba motivo. Pensó en las veinte tabletas de quinina. Por supuesto, nadie podía tener un almacén particular de medicinas. Si era descubierto tendría que decir su procedencia, y Rey se vería obligado a lo mismo. Mac las necesitaba. Abrió el envase.

El
katchang idju
con carne de buey emitió su aroma. El estómago de Grey se contrajo, si bien el hombre intentó contener su demostración de hambre. Movió cuidadosamente la marmita a fin de ver su fondo. No había otra cosa en ella que la carne y el delicioso
katchang idju.

—¿Dónde lo consiguió?

—Me lo han dado.

—Se lo dio él.

—Sí,

—¿Dónde lo lleva?

—Al hospital.

—¿Para quién?

—Para uno de los norteamericanos.

—¿Desde cuándo un teniente de aviación hace recados para un cabo?

—¡Vayase al inñerno!

—Quizá vaya. Pero antes seré testigo de lo que les toque a usted y a él.

«Calma —se dijo Marlowe—. Si lo haces enfadar estás perdido.»

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