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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (42 page)

BOOK: Rey de las ratas
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—Todo cuidado es poco estos días —respondió Timsen.

Tex trajo los huevos y los mezclaron con el arroz de la comida. Después tomaron café fuerte. Cuando Tex retiró los platos, Rey inició la conversación que deseaba.

—Conozco a un sujeto que está interesado por el mercado de las drogas.

Timsen sacudió la cabeza.

—Un pobre bastardo toxicómano. Seguro.

Luego pensó: «¡Drogas? ¿Para quién serán? Para él no, desde luego. Se le ve muy fuerte. Tampoco es para la reventa. Nunca comercia con drogas, y eso está muy bien, pues deja el mercado en mis manos. Tiene que ser para algún amigo, de lo contrario no se mezclaría. El comercio de las drogas no es cosa suya. ¿El viejo McCoy? Sé que no está muy bien estos días. El coronel tampoco goza de buen aspecto.»

—Sé de un inglés que tiene algo de quinina. Pero, recanastos, quiere una fortuna por ella.

—Deseo antitoxina. Una botella. Y polvos de sulfamida.

Timsen emitió un silbido.

—No es para un toxicómano.

Antitoxina y sulfamidas. ¡Gangrena! ¡El inglés! ¡Cristo, padecía gangrena! Aquel rompecabezas ajustaba. Seguro que era el inglés.

Timsen no dominaba el mercado de drogas sólo por la astucia; también sabía bastante de ellas, pues en un tiempo fue ayudante de farmacia. Pese a ello no lo destinaron al Cuerpo de Sanidad, lo cual hubiera significado no luchar ni matar.

—No es un toxicómano —repitió sacudiendo la cabeza.

—Seré franco con usted. —Timsen era el único hombre que podía conseguirlo; precisaba su ayuda—. Se trata de Peter.

—Es difícil.

Pero Marlowe le era simpático. «Pobre muchacho. Gangrena. Buen sujeto y con muchas tripas», pensó. Aún sentía el puñetazo que le diera la noche anterior al caer los cuatro sobre ellos. También obtuvo referencias suyas tan pronto supo que era un protegido de Rey. Un hombre nunca es bastante cauteloso y la información es siempre necesaria. Por eso conocía su hazaña sobre los cuatro aviones alemanes y los tres nipones, y lo del poblado, y cómo intentó huir de Java, sin hacer como otros que se limitan a esperar humildemente a ser cogidos. Ahora bien, si se pensaba en ello, parecía bastante estúpido ir tan lejos Sí, demasiado lejos. Pero eso demostraba que el inglesito era un valiente.

Timsen se preguntó si debía arriesgarse a que uno de sus hombres fuera a las dependencias del médico japonés para conseguir los medicamentos. Era peligroso. Pero Marlowe estaba muy grave. Claro que conseguiría las drogas... y lo haría gratis, o sólo cobraba un precio razonable, tan razonable como era posible. De proponérselo ganaría una fortuna vendiendo a los japoneses. No obstante su comercio se limitaba al campo y con un pequeño beneficio, teniendo en cuenta los riesgos.

—Pone enfermo a uno —dijo Timsen— conocer la cantidad de medicamentos que la Cruz Roja tiene en Kedah Street.

—Son rumores.

—Oh, no lo son. Los he visto, amigo, una vez que fui con una partida de trabajo. Había un almacén atiborrado de medicamentos de la Cruz Roja: plasma, quinina, sulfamidas. Todo apilado hasta el techo. Y aquel almacén tendrá sus buenos cien metros de largo por treinta de ancho. Y todo para los malditos nipones, que lo guardan allí. Me dijeron que proceed de Cungking. La Cruz Roja lo envía a los siameses y ellos lo entregan a los nipones, consignado al campo de prisioneros de Changi. ¡Pardiez! Incluso vi etiquetas, pero los nipones lo usan para sus propios micos.

—¿Alguien más sabe eso?

—Se lo dije al coronel y él al comandante de campo, quien habló de ello a ese bastardo nipón ¿Cuál es su nombre? Ah, sí, Yoshima. Pero se rieron de él y le dijeron que era un bulo. Desde entonces no han vuelto a ir partidas de trabajo. ¡Piojosos indecentes! No es justo cuando tanto necesitamos de los medicamentos. Nos podrían dar algo. Mi compañero falleció seis meses atrás por falta de insulina. Y yo vi cajas enteras.

Timsen lió un cigarrillo, y después de toser y escupir, se alteró tanto, que pateó la pared.

Pero eso no facilitaba las cosas ni el modo de ir allá. Y él quería obtener la antitoxina y las sulfamidas para el inglés. Palabra. Y dárselas gratis.

Timsen era demasiado inteligente para dejar que Rey leyera sus pensamientos. Sería infantil permitir que descubiera su punto flaco. Seguro que se valdría de ello más adelante. Y necesitaba estar en forma para el negocio del diamante. jOh! Había olvidado al sucio ladrón.

Timsen hizo una mueca y se dejó convencer. No obstante puso un precio elevado, pues Rey podía pagarlo. Además, de pedirle menos, el bribón pensaría en aquello como negocio.

—Conforme —contestó indiferente—. Usted gana.

Rey no se mostró tan indiferente. De hecho esperaba que Timsen se aprovechara, y, si bien el precio era mayor del que le hubiera gustado pagar, lo consideraba justo.

—Necesitaré tres días —dijo Timsen, seguro de que era demasiado tiempo.

—Lo necesito esta noche.

—Entonces le costará otros quinientos.

—¡Soy amigo suyo! —exclamó Rey sintiendo verdadero dolor—. Somos compañeros.

—De acuerdo, amigo. —Timsen compuso la cara triste de un perro—. Pero ya sabe cómo es. Tres días es lo menos que necesito.

—¡Maldita sea! Está bien.

—Y para el enfermero serán quinientos más.

—¡Demonios! ¿Para qué diablos queremos un enfermero?

Timsen gozó viendo saltar a Rey.

—Bien —dijo complacido—. ¿Qué hará usted con la materia cuando la tenga? ¿Cómo tratará al paciente?

—¡Qué se yo!

—Para eso son los quinientos. Supongo que pensaba dar los medicamentos al inglés para que los lleve al hospital y diga al primer sierra-huesos que encuentre: «Tengo antitoxina y sulfamidas, arrégleme el brazo que me sangra.» Entonces el médico responderá: «Nosotros no tenemos antitoxinas, ¿de dónde diablos sacó usted eso?» Y como él no lo dirá, los bastardos se la quitarán para dársela a cualquier pringoso coronel inglés.

Timsen sacó diestramente el paquete de tabaco del bolsillo de Rey y cogió un cigarrillo. Luego añadió totalmente serio:

—Tiene que encontrar un lugar donde tratarle en privado y que pueda esta acostado. La antitoxina es dura para algunos hombres. Y yo no acepto responsabilidad alguna si el tratamiento se vuelve agrio.

—Si consigue usted antitoxina y sulfamidas, ¿qué puede agriarse?

—Algunos tipos no la asimilan. Tienen ataques de náusea y no les hace efecto. Depende de la toxina que haya en su sistema.

Timsen se levantó.

—Bien, vendré en cualquier momento esta noche. Ah, sí, y el equipo costará otros quinientos.

Rey explotó:

—¿Qué equipo, caramba?

—Inyecciones, vendas y jabón. ¡Pardiez! —Timsen parecía casi disgustado—. ¿Acaso cree usted que la antitoxina es una pildora que se empalma en el trasero?

Rey siguió a Timsen con la mirada. «Te creías un tipo listó al buscar lo que cura la gangrena a cambio de un cigarrillo, pero, cabeza de nuez, te olvidaste de preguntar qué demonios tenías que hacer con ello cuando lo consiguieras. Bueno, al infierno con todo. El negocio está cerrado y Peter conservará su brazo. Y estoy conforme con los gastos, ¡caramba!»

Luego se acordó del hombrecillo y destelló de alegría. Sí, estaba muy satisfecho con el trabajo de la mañana.

XXI

Aquel atardecer Marlowe renunció a comer. No dio su ración a Mac o a Larkin, sino a Ewart. De haberlo dejado a beneficio de su grupo le hubieran forzado a decir lo que ocurría, y no quería explicarlo.

Por la tarde, preocupado y con fuerte dolor, volvió a visitar al doctor Kennedy. Nuevamente creyó enloquecer de agonía mientras le quitaban el vendaje. Luego el médico le dijo sencillamente:

—El veneno está encima del codo Puedo amputar debajo, pero es una pérdida de tiempo. Es mejor hacer la operación de una vez. Le quedará un buen muñón, por lo menos doce centímetros y medio del hombro. Lo suficiente para que sujete un brazo artificial. No pierda más tiempo, Marlowe —y se rió fríamente—.
Domani é troppo tardi.

Peter le miró sin expresión y el doctor añadió:

—^Mañana será demasiado tarde.

Después regresó dando trompicones a su litera y se hundió en un pozo de temor. Entonces llegó la hora de la cena y renunció a ella.

—¿Tiene fiebre? —preguntó Ewart, feliz por la comida extra.

—No.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—¡Por Dios! Déjeme solo.

Peter Marlowe se dio la vuelta, Al rato se levantó y abandonó el barracón lamentando haber aceptado jugar al bridge con Mac, Larkin y el padre Donovan, una o dos horas. «Eres un loco —se dijo amargamente— debieras haberte quedado en tu litera hasta llegado el momento de cruzar la alambrada y conseguir el dinero.»

Pero sabía que no hubiera podido yacer en su litera, hora tras hora, hasta que llegara el momento de ir. Era preferible hacer algo entretanto.

—Eh, amigo —el rostro de Larkin se arrugó al sonreír.

Marlowe no devolvió la sonrisa. Se sentó malhumorado en el umbral. Mac miró a Larkin, que se encogió imperceptiblemente.

—Peter —dijo Mac forzando su buen humor—. Las noticias son mejores cada día. No tardaremos mucho en estar fuera de aquí.

—¡Exacto! —exclamó Larkin.

—Viven en un paraíso de locos. Nunca saldremos de Changi.

No quiso ser áspero, si bien no pudo contenerse. Mac y Larkin estaban dolidos, pero no intentó aminorar la preocupación de ambos. Sentíase obsesionado con el muñón de doce centímetros y medio.

«¿Cómo demonios me ayudará Rey? ¿Cómo? Sé realista. Si fuera su brazo..., ¿qué podrías hacer tú, por más amigo suyo que seas? Nada.

No creo que él pueda hacerlo... a tiempo. Es preferible que te enfrentes con la situación, Peter. Se trata de amputar o morir. Sencillo. Y si lo piensas bien, no puedes morir. Al menos todavía. Una vez se ha nacido, debe subsistirse a toda costa.»

«Sí —se repitió—, mejor que seas realista. No hay nada que Rey pueda hacer, nada. Y no debiste ponerle en el brete. Es asunto de tu sola incumbencia. Debes recoger el dinero, dárselo y luego irte al hospital y tenderte en la mesa para que te corten el brazo.»

Marlowe, Mac y Larkin se sentaron cara a la fétida noche y guardaron silencio. Cuando el padre Donovan llegó, le obligaron a comer algo de arroz y
blanchang.
Le invitaron entonces, porque de lo contrario, hubiera renunciado, como hacía con. la mayoría de sus raciones.

—No son ustedes amables conqíigo —dijo Donovan. Sus ojos parpadearon al añadir—: Si los tres reconocieran su error de su comportamiento y me acompañaran al otro lado de la alambrada, completarían mi noche.

Mac y Larkin rieron con él, pero no Marlowe.

—¿Qué pasa, Peter? —preguntó Larkin con voz encogida—. Parece un dingo con el trasero triste esta noche.

—No hay mal en estar algo abstraído —intervino rápidamente Donovan—. ¿Es cierto que las noticias son muy buenas?

Sólo Marlowe parecía ausente en la atmósfera de amistad que imperaba en la pequeña habitación. Su presencia era sofocante, pero no podía evitarlo.

El padre Donovan abrió el juego con dos picas.

—Paso —dijo Mac, algo enojado.

—Tres diamantes —contesto Marlowe, que, tan pronto lo dijo se arrepintió, pues, estúpidamente, había dicho diamantes cuando debió decir corazones.

—Paso —declaró Larkin, que lamentaba haber sugerido la partida en la que no hallaba diversión alguna.

—Tres picas —anunció el padre Donovan.

—Paso.

—Paso —replicó Marlowe, y todos le miraron sorprendidos.

El padre Donovan le dijo:

—Debiera de tener más fe.

—Estoy cansado de tener fe.

Sus palabras sonaron repentinamente crudas y malhumoradas.

—Lo siento, Peter. Yo sólo intentaba...

—Caramba, Peter —interrumpió Larkin—, todo porque está enojado.

—Tengo derecho a opinar, aunque haya sido una broma de mal gusto —contestó Marlowe manifiestamente alterado. Luego se volvió a Donovan—: Por el solo hecho de que usted juegue a ser mártir, renunciando a comer y durmiendo en los barracones de los soldados, supongo que no tiene derecho a considerarse «la autoridad». La fe no sirve para nada. En todo caso, es propia de los niños... y lo mismo Dios. ¿Qué demonios puede hacer Él? ¿Acaso puede hacer algo? ¡Conteste!

Mac y Larkin miraban a Marlowe sin reconocerle.

—Puede remediar —dijo el padre Donovan sabiendo lo de la gangrena. También sabía muchas cosas que hubiera preferido ignorar.

Marlowe aplastó sus cartas sobre la mesa.

—¡Basura! —gritó—. Eso es basura y usted lo sabe. Y no otra cosa, ya que nos hemos metido en esto.

—¿Pero está loco, Peter? —explotó Larkin.

—No lo sé. Repare en lo que se hace en nombre de Dios —siguió Marlowe con su rostro contorsionado por la rabia que sentía—. Piensen en la maldad que se practica al amparo de su nombre. —Acercó su cabeza a la de Donovan—. ¿Recuerda los miles de seres que fueron quemados y torturados hasta la muerte por humanos sedientos de sangre? ¿Ha olvidado las matanzas y quema de católicos por los protestantes?

»¿Y qué han hecho los católicos, los judíos, los mahometanos, los mormones, los cuáqueros, y toda la inmunda masa de creyentes? ¡Muerte! ¡Tortura! ¡Quema! Pero claro, mientras lo hagan en nombre de Dios, todo está bien. ¡Qué cantidad de hipocresía! ¡No me hable de fe! ¡No es nada!

—Pero sí tiene fe en su amigo Rey —contestó quedamente el padre Donovan.

—¿No irá usted a decirme que es un instrumento de Dios?

—Quizá lo sea. No lo sé.

—Escuche —Marlowe se rió histéricamente—. Hasta el mismísimo cielo se reirá de eso.

—¡Marlowe! —Larkin se levantó, sacudido por la ira—. ¡Será mejor que se excuse o que salga fuera!

—No se preocupe coronel. Me voy. —Se levantó, los miró con odio a ellos, odiándose a sí mismo—. Oiga, cura. Usted es un chiste. Sus faldas son un chiste.

Recogió algunas cartas de la mesa y las tiró al rostro del padre Donovan antes de precipitarse a la oscuridad.

—¡Dios santo! ¿Qué le sucede a Peter? —exclamó Mac, rompiendo el silencio.

—Peter está afectado de gangrena —explicó el padre Donovan—. O deja que le amputen el brazo, o morirá. Se le ven claramente las ramificaciones escarlatas sobre su codo.

—¿Qué? —Larkin miró petrificado a Mac.

Simultáneamente, los dos se levantaron y corrieron hacia el exterior. Pero el padre Donovan les hizo regresar.

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