Rey de las ratas (35 page)

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Authors: James Clavell

BOOK: Rey de las ratas
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—Nueve mil cuatrocientos ochenta y tres entre oficiales y soldados. Dos mil trescientos setenta y tres cuartos de libras de arroz entregados hoy, cuatro onzas por hombre. En total, unos doce sacos.

Señaló los sacos de yute vacíos y Grey vio cómo los contaba, pese a saberlo ya. Luego Jones, continuo:

—Un saco tenía cuatro kilos y medio menos. —Eso era normal.

El teniente coronel recogió el saco casi vacío que el sargento Blakely había depositado en el interior del barracón y lo puso en la báscula. Cuidadosamente procedió a pesarlo.

—Confronta —sonrió satisfecho mirando a Grey.

Todo lo demás: medio buey, dieciséis cubos de pescado seco, dieciocho kilos de
gula malacca
, cinco docenas de huevos, veintidós kilos y medio de sal y los sacos de pimienta, también confrontaban perfectamente.

Grey firmó la relación de existencias en almacén y cerró los ojos al ser presa de otro espasmo.

—¿Disentería? —preguntó Jones interesado.

—Un poco, señor —Grey miró a su alrededor en la semioscuridad y luego saludó—. Gracias, señor. Hasta la semana próxima.

—Gracias, teniente.

En su camino hacia el exterior Grey sufrió otro espasmo y tropezó contra la báscula, derribándola y esparciendo los pesos por el sucio suelo.

—Lo siento.

Levantó la báscula y se agachó para recoger los pesos, pero Jones y Blakely ya estaban de rodillas.

—No se preocupe, Grey —dijo Jones, y luego gritó a Blakely—. ¡Ya le dije que pusiera la báscula en el rincón!

Pero Grey logró coger un peso de novecientos gramos. Se resistió a creer lo que veía. Se acercó a la puerta y lo inspeccionó a la luz para asegurarse de que sus ojos no le engañaban. Y no le engañaban. En la base de hierro encontró un pequeño agujero relleno de arcilla, que quitó con la uña del dedo mientras su rostro se tornaba blanco.

—¿Qué pasa, Grey? —preguntó Jones.

—Este peso ha sido lastrado.

Sus palabras eran una acusación.

—¿Qué? ¡Imposible! —Jones fue hasta Grey—. Déjeme ver.

Después de observarlo detenidamente, sonrió.

—No ha sido lastrado. Es un simple agujero correctivo. El peso inicial debía de ser algo inferior. —Rió débilmente—. Caramba, consiguió alarmarme.

Grey se acercó rápidamente al resto de los pesos y cogió otro. También tenía el agujero.

—¡Por Júpiter! ¡Todos están lastrados!

—Eso es absurdo —exclaró Jones—. Son meramente corregidos.

—Sé lo bastante de pesos y medidas para saber que no se permiten agujeros de corrección. Si el peso está equivocado, no se entrega.

Dio media vuelta veloz y se encaró con Blakely, que estaba agazapado junto a la puerta.

—¿Qué sabe usted de esto?

—Nada, señor —dijo Blakely aterrado.

—¡Es mejor que me lo diga!

—No sé nada, señor. Palabra.

—Muy bien Blakely. ¿Sabe usted lo que voy a hacer? Saldré del barracón y diré a todos lo que pasa, a todos... y les mostraré este peso. Antes de que informe al coronel Smedly-Taylor, usted será destrozado.

Grey se encaminó a la puerta.

—Espere, señor —Blakely temblaba—. Se lo diré. No fui yo, señor, fue el teniente coronel. Me lo ordenó él. Un día me sorprendió con un poco de arroz y juró que me desharía si no le ayudaba...

—¡Cállese, loco! —gritó Jones. Luego, con voz más tranquila, dijo a Grey—: Éste loco intenta complicarme. Nunca supe nada...

—No le crea, señor —interrumpió Blakely—. Siempre pesa el arroz. Siempre. Y él tiene la llave de la caja donde se guardan los pesos. Usted mismo sabe que él lo hace todo. Y quien manipula los pesos alguna vez ha de mirarlos. Por bien camuflados que estén los agujeros, uno tiene que verlos. Y de esto hace más de un año.

—¡Cállese, Blakely! —chilló Jones—. ¡Cállese!

El sargento guardó silencio.

Grey se dirigió a Jones.

—Teniente coronel, ¿desde cuándo usa esos pesos?

—No lo sé.

—¿Un año? ¿Dos años?

—¡Cómo infiernos quiere que lo sepa! Si los pesos están así, nada tengo que ver con ello.

—Pero usted guarda la llave y los tiene cerrados, ¿no?

—Eso no significa...

—¿Ha mirado usted el fondo de los pesos?

—No, pero...

—Resulta algo extraño, ¿no? —dijo Grey con sorna.

—No, no lo es; y no voy a someterme a interrogatorio por un...

—Mejor será que diga la verdad, por su propio bien.

—¿Me está usted amenazando, teniente? Haré que le formen consejo de guerra.

—No me preocupa eso, teniente coronel. Yo estoy legalmente aquí y los pesos han sido lastrados, ¿acaso no?

—Veamos, Grey...

—¿Acaso no?

Grey mantuvo el peso ante el escurrido rostro de Jones, que ya no era infantil.

—Yo... supongo... sí —dijo al fin—. Pero eso no significa...

—Significa que hay un sospechoso, Blakely o usted. Quizá los dos. Usted es el único responsable aquí. Los pesos son cortos, y uno, o los dos, han estado disfrutando de ración extra.

—No fui yo, señor —dijo Blakely—. Yo sólo conseguía medio kilo cada diez...

—¡Embustero! —gritó Jones.

—Oh, no. Yo no. Le dije miles de veces que nos cogerían. —Se volvió a Grey retorciéndoce las manos—. Por favor, señor, por favor, no diga nada. Los hombres nos destrozarán.

—¡Bastardo! Espero que lo hagan.

Grey sentíase complacido de haber descubierto los pesos falsos. Oh, sí, sentíase muy complacido.

Jones sacó su caja de tabaco y empezó a liar un cigarrillo.

—¿Quiere uno? —ofreció, mientras su cara de niño volvía a ser normal, extrañamente enferma y con una sonrisa tentadora.

—No, gracias.

Grey llevaba sin fumar cuatro días y necesitaba uno.

—Podemos solucionar esto-dijo Jones, volviendo a su tranquilidad y buena educación—. Quizás alguien «ha» falsificado los pesos. Pero la cantidad es insignificante. Puedo conseguir los otros pesos, los correctos.

—¿Admite usted que han sido alterados?

—Sólo digo, Grey.,. —Jones se detuvo—. Salga fuera, Blakely. Espere fuera.

Inmediatamente, Blakely se dispuso a obedecer la orden.

—¡Quédese donde está, Blakely! —ordenó Grey. Luego se volvió a Jones, con diferencia en sus modales—. No veo la necesidad de que Blakely se vaya. ¿No le parece, señor?

Jones le estudió a través del humo, luego dijo:

—No. Las paredes no tienen oídos. Muy bien. Conseguirá usted medio kilo de arroz a la semana.

—¿Eso es todo?

—Le daremos novecientos gramos de arroz y doscientos gramos de pescado seco, una vez por semana.

—¿Azúcar no? ¿Huevos, tampoco?

—Eso es para el hospital. Lo sabe usted.

Jones esperaba, Grey esperaba y Blakely sollozaba en silencio. Luego Grey empezó a salir guardándose el peso en el bolsillo.

—Grey, un momento —Jones cogió dos huevos y se los ofreció—. Bueno, conseguirá usted uno a la semana, además del otro suministro y algo de azúcar.

—Le diré lo que voy a hacer, teniente coronel. Explicaré al coronel Smedly-Taylor lo que ha dicho usted y le mostraré los pesos... y si hay un grupo de linchadores, y ruego que lo haya, yo estaré con ellos después de arrastrarle hasta allí, pero no demasiado de prisa, porque quiero verle morir. Quiero oírle gritar y verle morir, durante largo rato. A los dos.

Salió del barracón y el calor del día le molestó y el dolor se agarró a sus intestinos. No obstante, hizo un esfuerzo e inició lentamente el descenso del montículo.

Jones y Blakely, desde la puerta del barracón de intendencia le vieron marchar. Ambos estaban aterrados.

—¡Dios mío, señor! ¿Qué sucederá? —tartamudeó Blakely—. Nos despedazarán...

Jones le empujó al interior, cerró la puerta y le golpeó rencorosamente.

—¡Cállese!

Blakely tartamudeaba en el suelo mientras las lágrimas bajaban por su rostro. Jones le obligó a levantarse y le volvió a derribar.

—No me pegue, no tiene derecho a pegarme...

—¡Calle y escuche! —Jones volvió a golpearle—. ¡Escuche condena do! Le he dicho miles de veces que use los pesos de verdad cuando es el día de inspección de Grey, ¡maldito loco incompetente! Deje de temblar y escuche. Primero negará cuanto se ha dicho. ¿Entiende? Yo no hice ninguna clase de oferta a Grey, ¿entiende?

—Pero, señor...

—Tiene que negarlo, ¿está claro?

—Sí, señor.

—Bueno. Ambos lo negaremos y si usted se mantiene firme, saldremos con bien de esta situación.

—¿Puede usted? ¿Puede usted, señor?

—Puedo, si usted niega. Usted no sabe nada de los pesos, ni yo tampoco, ¿lo entiende?

—Pero si nosotros somos los únicos que...

—¡Cállese!

—Sí, señor.

—Nada ha sucedido aquí, excepto que Grey descubrió los pesos falsos y tanto usted como yo nos quedamos igualmente atónitos. ¿Comprende?

—Pero...

—Ahora dígame qué sucedió. ¡Maldito! ¡Dígamelo! —Jones resoplaba, creciéndose por encima del sargento.

—Nosotros..., nosotros acabábamos la comprobación y entonces..., entonces Grey tropezó con la báscula, y los pesos se cayeron, y... y entonces descubrimos que los pesos eran falsos.

—Bueno, señor...

—¿Qué sucedió luego?

Blakely pensó un momento, y su rostro se iluminó.

—Grey nos preguntó sobre los pesos. Yo le dije que nunca había visto que fuesen falsos, y usted se quedó igualmente sorprendido. Luego Grey se marchó.

Jones le ofreció tabaco.

—Usted ha olvidado lo que Grey dijo. ¿No lo recuerda? Dijo: «Si me da usted una cantidad extra de arroz, medio kilo a la semana, y uno o dos huevos, no informaré de esto.» Entonces yo le dije que se fuera al infierno, que yo mismo informaría de los pesos, y daría parte de él también. Yo me mostré furioso a la vista de los pesos lastrados y pregunté: «¿Cómo llegaron aquí? ¿Quién fue el cerdo que los trajo?»

Los pequeños ojos de Blakely se llenaron de admiración.

—Sí, señor. Lo recuerdo muy bien Él pidió medio kilo de arroz y uno o dos huevos, tal como ha dicho usted.

—Recuérdelo pues, ¡estúpido loco! Si hubiera usado los pesos corrientes y frenado su lengua no estaríamos en ese embrollo. No vuelva a fallarme o cargaré a usted la culpa. Sería su palabra contra la mía.

—No fallaré señor. Le prometo...

—Ahora, de todos modos, es nuestra palabra contra la de Grey. Así que no se preocupe. «Si» sabe guardar su cabeza y recuerda.

—No lo olvidaré, señor. No lo olvidaré.

—Bueno.

Jones cerró con llave la caja y la puerta de entrada, y se marchó.

«Jones es un hombre duro —se dijo Blakely—. Saldrá con bien.» Una vez que el sobresalto había pasado, se sentía más seguro. «Sí, Jones tendrá que salvar mi cuello para salvar el suyo. Sí, yo también soy listo al asegurarme de que él participara de las mercancías, en previsión de un caso como éste.»

El coronel Smedly-Taylor observó el peso.

—¡Sorprendente! Es algo increíble. —Miró a Grey fijamente—. ¿Quiere usted decir que me comunica de modo oficial que el teniente coronel Jones intentó «sobornarle» ofreciéndole provisiones del campo?

—Sí, señor. Eso es cuento!e dije.

Smedly-Taylor tomó asiento sobre su cama en el pequeño
bungalow y
se secó el sudor; hacía calor y bochorno.

—Increíble —repitió sacudiendo la cabeza.

—Son los únicos que lienen acceso a los pesos...

—Lo sé. No es que discuta su palabra, Grey, simplemente es... increíble.

El coronel guardó silencio largo rato y Grey esperó pacientemente.

Smedly-Taylor seguía observando el peso y el diminuto agujero.

—Pensaré la medida que debo adoptar. Este asunto está erizado de peligro. No debe usted hablar de ello a «nadie», ¿entiende?

—Sí, señor.

—¡Dios mío! Si es cierto cuanto me dice, bueno, esos hombres serían asesinados. —Smedly-Taylor volvió a sacudir su cabeza—. ¿Pero cómo se han atrevido esos dos hombres, o mejor dicho, el teniente coronel Jones, a tocar las raciones del campo? ¿Y todos los pesos son falsos?

—Sí, señor.

—¿Cuál es el promedio que usted cree que hurtan?

—No lo sé. Quizás una libra cada cuatrocientas. Supongo que un kilo y medio o un kilo ochocientos gramos de arroz por día, sin contar el pescado seco y los huevos. Puede que haya otros implicados en el asunto, debe de haberlos... No podrían cocer el arroz sin que se supiera. Sospecho que hay alguna cocina comprometida en el robo.

—¡Dios mío! —Smedly-Taylor se levantó y empezó a pasear—. Gracias, Grey; ha realizado un buen trabajo. Me cuidaré de que conste en su expediente. —Le tendió la mano—. Buen trabajo, teniente. Grey estrechó la mano que le ofrecía.

—Gracias, señor. Lamento no haberlo descubierto antes.

—Ahora, ni una palabra a nadie. Eso es una orden.

—Comprendo.

Después de saludar se marchó, y sus pies apenas tocaban el suelo.

Smedly-Taylor le había dicho: «Me cuidaré de que conste en su expediente.» «Quizá me asciendan», pensó Grey con repentina esperanza. Otros habían tenido esa suerte y él, ciertamente, merecía un rango más elevado: Capitán Grey..., sonaba muy bien. ¡Capitán Grey!

La tarde acababa. Sin un trabajo concreto a realizar, le resultaba difícil a Marlowe mantener a los hombres de pie. Optó por organizar partidas de forraje y cambió la guardia. Torusimi volvía a estar dormido. El calor era bochornoso y el aire húmedo. Todos maldecían el sol y oraban por la llegada de la noche.

Finalmente Torusimi se despertó, y luego de ausentarse un momento entre la vegetación, cogió su fusil y empezó a caminar arriba y abajo para sacudirse el sueño. Gritó a algunos de los hombres que dormitaban y dijo a Marlowe.

—Te ruego que hagas levantar a esos hijos de cerda y que trabajen, o, por lo menos, que lo parezca.

Marlowe se le acercó.

—Lamento que te hayas disgustado.

Luego se volvió al sargento.

—¡Inútil! ¡Está usted aquí para vigilarlos! Que esos condenados idiotas se levanten y caven un hoyo, corten aquel maldito árbol o poden esa palmera, ¡maldito imbécil!

El sargento se excusó con humildad e, inmediatamente, apremió a los hombres, obligándoles a simular que estaban ocupados. Todos sabían que semejante actividad era parte del final de la jornada.

Apilaron algunas cortezas de coco, ramas de palmera y los trozos de tronco aserrados de un árbol. De trabajar a ese ritmo todos los días, aquella zona no tardaría en verse limpia y nivelada.

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