Authors: James Clavell
Marlowe miró delante. A unos veinte metros de la carretera en un sendero junto a una torrentera, estaban la esposa y la hija de Duncan.
Ming Duncan era china nacida en Singapur. Esto la libró de ser internada en el campo donde se hallaban las esposas e hijos de los otros prisioneros. Entonces vivía en las afueras de la ciudad. La niña era tan bonita como su madre, y alta. Una vez por semana «coincidían» en pasar por allí de modo que Duncan las viera. Éste afirmaba que mientras pudiera verlas, Changi no sería malo para él.
Marlowe se movió entre Duncan y el guardián, escudándole.
Mientras la columna pasaba, la madre y la niña permanecieron impasibles. Cuando Duncan llegó a la altura de ellas sus ojos se encontraron brevemente, y vieron que él dejaba caer un pedazo de papel. Ninguna de las dos intentó cogerlo. El esposo y padre se perdió prontamente entre la masa de hombres, seguro de que ellas habían visto el papel. Tan pronto hubieron pasado todos, ellas se detendrían para volver en su busca y leerlo. Esto hacía feliz a Duncan.
«Os quiero y os encuentro a faltar. Ambas sois mi vida.» El mensaje nunca variaba, y, no obstante, siempre era nuevo, tanto para él como para ellas. Había sido escrito pocas horas antes y aquellas dos frases merecían repetirse una y mil veces. Siempre.
—¿No le parece que tiene buen aspecto? —preguntó Duncan cuando volvió al lado de Marlowe.
—Maravillosa. Está de suerte. Mordeen será una belleza.
—Toda una belleza. Cumplirá seis años en setiembre.
La felicidad quedó atrás y Duncan guardó silencio.
—¡Cómo deseo que termine esta guerra! —dijo pasado un rato.
—No tardará mucho.
—Cuando se case, Peter, elija una china. Son las mejores esposas del mundo. Sé que es difícil compenetrarse y que también lo será para los hijos, pero moriré satisfecho si lo hago en sus brazos. —Suspiró—. Usted no me hará caso. Escogerá una inglesa y se creerá feliz. ¡Qué lástima! Yo he vivido las dos experiencias.
—Tendré que esperar y ver, ¿no le parece Duncan? —Marlowe se sonrió y apresuró el paso para situarse a la cabeza de sus hombres.
—Hasta luego.
—Gracias, Peter.
Ya estaban cerca del campo de aviación. Delante de ellos los guardianes se disponían a conducir sus partidas a las áreas de trabajo. Detrás de aquéllos caminaban grupos con piquetas, azadones y palas.
Marlowe miró hacia el Oeste. Un equipo se dirigía ya a los árboles. Detuvo a sus hombres y saludó a los guardianes, advirtiendo que uno de ellos era Torusimi, quien, al reconocerle, también le sonrió.
—
Tabe.
—
Tabe
—contestó Marlowe inquieto por la manifiesta amistad de Torusimi.
—Me llevaré a tus hombres —dijo, y señaló las herramientas.
—Te doy las gracias —Marlowe se volvió al sargento—. Hemos de ir con él.
—Ese sanguinario trabaja en el extremo este —contestó irritado—. Tenemos una suerte de perros.
—Lo sé —replicó igualmente irritado, y, mientras sus hombres se adelantaban hacia las herramientas, dijo a Torusimi—: Espero que hoy nos lleves al extremo oeste. Es más fresco.
—Iremos al este. Sé que es más fresco el lado oeste; por eso voy al este.
Marlowe decidió aventurarse.
—Quizá puedas conseguir un trato mejor.
Resultaba peligroso hacer sugerencias a un coreano o a un japonés. Torusimi le observó fríamente, luego se volvió de repente y se fue hacia Azumi, un cabo japonés, que, malhumorado, permanecía solo a un lado. Era temido por su mal carácter.
Nervioso, Marlowe contempló la reverencia de Torusimi, que empezó a hablar rápidamente al japonés. Captó la mirada de Azumi sobre él. A su lado, el sargento miraba con la misma ansiedad.
—¿Qué le dijo, señor?
—Que sería buena idea que nos llevase al lado oeste para cambiar.
El sargento dio un respingo. Si el oficial conseguía un bofetón, el sargento recibía automáticamente otro.
—Se arriesga...
Dejó inconclusa la frase al ver que Azumi se acercaba a ellos, seguido de Torusimi, a dos pasos de distancia, en señal de respeto.
Azumi, de poca estatura y piernas combadas, se detuvo a cinco pasos de Peter Marlowe, y le miró fijamente durante unos diez segundos. El joven teniente se dispuso a encajar el bofetón que esperaba. En vez de ello, Azumi, al sonreír mostró sus dientes de oro. Sacó un paquete de cigarrillos y le ofreció uno, al tiempo que decía algo en japonés. Marlowe no le entendió, excepto
Shoko-san
, que le dejó aún más sorprendido, pues ningún japonés le había llamado así antes.
Shoko
quiere decir «oficial» y
san
significa «señor»; luego le había llamado «señor oficial» aquel despreciable pequeñajo de Azumi. Era toda una alabanza.
—
Arigato
—contestó aceptando la llama que le ofrecía para encender el pitillo.
«Gracias» era una de las pocas palabras japonesas que sabía, así como «descanso», «atención», «marcha rápida», «saluden» y «venga aquí bastardo blanco».
Se volvió al sargento, que aparecía obviamente abatido, y le ordenó que formara a los hombres.
—Sí, señor —dijo contento de tener una excusa para alejarse.
Azumi, que significa santo, dijo algo a Torusimi, que se volvió rápidamente y ordenó:
Hotchatore
(marcha rápida). Atravesaban el campo de aviación, ya fuera del alcance del oído de Azumi, cuando Torusimi sonrió a Marlowe.
—Hoy vamos a extremo oeste. Y vamos a cortar árboles.
—¿Sí? ¿Cómo lo has conseguido?
—Fácil. Dije a Azumi-san que tú eres el intérprete de Rey. Él se queda con el diez por ciento de nuestros beneficios. —Torusimi se encogió de hombros—. Hemos de ayudarnos unos a otros. Quizá podamos tratar algún negocio durante el día.
Marlowe ordenó con voz suave a los hombres que se detuvieran.
—¿Qué pasa, señor? —preguntó el sargento.
—Nada, sargento. Escuchen y no alboroten. ¡Conseguimos los árboles!
—¡Cielos, qué grande!
Hubo un conato de hurra, que, rápidamente, fue sofocado.
Una vez en el lugar de los árboles, encontraron allí a Spence y su equipo que había llegado antes en unión de otro guardián. Torusimi se dirigió a éste y tuvieron una discusión en coreano. Spence y sus enojados hombres volvieron a formar y marcharse con el enfurecido guardián.
—¿Cómo demonios ha conseguido usted los árboles, bastardo? ¡Nos mandaron a nosotros primero! —gritó Spence.
—Sí —contestó Marlowe compungido, pues comprendía el estado de ánimo de Spence.
Torusimi llamó a Marlowe, se sentó en una sombra y apoyó el rifle contra un árbol.
—Pon vigilancia —bostezó—. Te hago responsable si me sorprende dormido cualquier pestilente japonés o coreano.
—Tu sueño está en mis manos.
—Despiértame a la hora de la comida.
—Será hecho.
Marlowe apostó centinelas en los puntos dominantes y luego organizó el furioso asalto a los árboles. Era mejor derribarlos y trocearlos antes de que pudieran cambiar las órdenes.
Al mediodía los tres árboles estaban derribados y la col de millonario fuera de ellos. Los hombres se hallaban agotados y comidos de hormigas, pero no les importaba; el botín de aquel día era inmenso. Tocaron a dos cocos por hombre, y, de los quince restantes, Marlowe dispuso que se guardaran cinco para Torusimi y los otros diez que se comieran allí mismo. Repartió dos coles de millonario y reservó la otra para Torusimi y Azumi, por si la querían. Si ellos la rechazaban, también sería dividida.
Marlowe se hallaba apoyado contra un árbol, jadeando por el esfuerzo, cuando un repentino silbido de peligro le hizo incorporarse y sacudir a Torusimi, que despertó.
—Un guardián. Date prisa.
Torusimi se puso en pie de un brinco y se sacudió el uniforme.
—Bien. Regresa a los árboles y simula que tienes trabajo —dijo suavemente.
Luego caminó impasible hacia el claro. Reconoció al visitante y se relajó. Una vez juntos se dirigieron a la sombra, apoyaron sus rifles y, sentados, comenzaron a fumar.
—
Shoko-san
—llamó Torusimi—. Tranquilo, es mi amigo.
Marlowe sonrió y después gritó:
—Sargento. Abra un par de los mejores cocos y tráigalos a los guardianes.
No podía hacerlo él mismo sin perder mucho prestigio.
El sargento los eligió cuidadosamente y cortó la parte superior de ambos. La cascara exterior era verde parda y de cinco centímetros de grosor. La carne blanca, pegada a la pared interior, era blanda y fácil de comer con una cuchara si uno la quería además del fresco y dulce jugo.
—Smith —llamó.
—Sí, sargento.
—Lleve esto a los condenados nipones.
—¿Por qué yo? Siempre me toca hacer más de la...
—¡Mueva su trasero!
Smith, un bajo y magro londinense, se puso de pie y cumplió lo que se le ordenaba.
Torusimi y su amigo bebieron ávidamente. Luego aquél llamó a Marlowe.
—Te damos las gracias.
—La paz sea contigo —replicó él.
Torusimi sacó un paquete empezado a «Kooas» y se lo entregó.
—Te doy las gracias.
—La paz sea contigo —repitió Torusimi.
Había siete cigarrillos. Los hombres insistieron en que Peter Marlowe se quedara con dos. Los otros cinco fueron repartidos; uno para cada cuatro hombres, y, por acuerdo general, decidieron fumar después de comer.
La comida consistió en arroz, agua de pescado y té flojo. Marlowe cogió sólo su ración de arroz y lo mezcló con una pizca de
blachang.
Como postre saboreó su parte de coco. Sentíase cansado y optó por sentarse, apoyado contra uno de los árboles caídos. Desde allí observó el aeródromo, mientras esperaba el fin de la hora dedicada a la comida.
Hacia el Sur se destacaba un monte, y, sobro él y sus alrededores, se veían miles de culíes chinos cargados con dos cestos de bambú que colgaban de un palo, también de bambú, sobre los hombros. Ascendían la colina, llenaban los cestos de tierra, descendían y los vaciaban. Semejante movimiento nunca se terminaba y era fácil apreciar cómo desaparecía el monte. Y todo ello bajo el ardiente sol.
Marlowe iba al campo de aviación cuatro y hasta cinco veces por semana desde hacía unos dos años. Tanto él como Larkin, cuando vieron por primera vez el lugar, con sus montes, marismas y arenales, se rieron. Los chinos jamás podrían transformar aquello en un campo de aterrizaje, sin el concurso de tractores y excavadoras. No obstante, dos años después se utilizaba una pista y, la más grande, destinada a los bombarderos, aparecía casi terminada.
Marlowe se maravilló de la paciencia de todos aquellos trabajadores hormigas y se preguntó qué no serían capaces de hacer si dispusieran de equipo moderno.
Sus ojos se cerraron y se quedó dormido.
—Ewart. ¿Dónde está Marlowe? —preguntó Grey, hoscamente.
—En un equipo de trabajo en el campo de aviación. ¿Por qué?
—Dígale que venga a verme inmediatamente que regrese.
—¿Dónde estará usted?
—¿Cómo infiernos voy a saberlo? Dígale que me busque.
Al abandonar el barracón el preboste sintió el principio de un espasmo y se apresuró a ir a las letrinas. Antes de llegar a medio camino el espasmo alcanzó su punto máximo y un poco de mucosa sanguinolenta le atravesó la almohadilla de paja que llevaba debajo de los pantalones. Atormentado y muy débil, se apoyó contra un barracón para recuperar fuerzas.
Grey pensó en la necesidad de cambiar otra vez la almohadilla de paja, la cuarta de aquel día, pero no le preocupó. Al menos era higiénica y conservaba sus pantalones, los únicos que poseía. Y sin la almohadilla resultaba imposible caminar por el campo. «Desagradable —se dijo—. Igual que un paño higiénico. ¡Qué asquerosidad!» No obstante, era práctica.
Hubiera debido informar que se encontraba enfermo. Pero tenía atornillado a Marlowe y no estaba dispuesto a perderse una cosa tan buena como aquélla. Deseaba ver su rostro cuando se lo dijera. Esto le ayudaba a soportar el dolor que le atenazaba. Además, a través de Marlowe, Rey sudaría un poco. Sólo era cuestión de un par de días más el coger a los dos. Estaba al corriente de la operación diamante y de que el contacto debía de realizarse una semana después, si bien ignoraba exactamente cuándo, pero se lo dirían. «Eres listo —se dijo—. Listo por tener dispuesto un sistema eficiente.»
Fue al barracón donde estaba su oficina y ordenó a su ayudante que esperara en el pórtico. Se lavó las manos para borrar una mancha de sangre imaginaria.
Una vez aliviado decidió encaminarse al barracón de intendencia. Era obligación suya realizar una inspección semanal mientras se distribuía el suministro de arroz y demás comidas. Semejante operación contaba con el aval de la escrupulosa intervención del teniente coronel Jones, que pesaba siempre en público el arroz. Así eliminaba toda posibilidad de hurto.
Grey admiraba al teniente coronel Jones y le gustaba el modo como hacía todos sus cosas..., sin ningún desliz. También le envidiaba porque era muy joven para ser teniente coronel. Contaba treinta y tres años.
«Pone a uno enfermo —se dijo—, yo sólo soy teniente, y la "única diferencia consiste en el trabajo bien hecho en el momento oportuno. Sin embargo, yo lo estoy haciendo muy bien, y gano amigos que podrán ayudarme cuando la guerra termine. Jones no es un profesional, y cuando acabe todo esto no seguirá en el Ejército. Pero es amigo de Samson y también de Smedly-Taylor, mi jefe, y juega al bridge tan bien como él, y no obstante, nadie me invita, pese a que trabajo más que ninguno.»
Cuando Grey llegó al barracón de intendencia, el suministro de arroz aún se estaba realizando.
—Buenos días, Grey —saludó Jones—. Me alegro de que haya venido.
Jones era alto, guapo, bien educado y tranquilo. Su rostro aniñado era la causa de que en el campo se le conociera por el «teniente coronel niño».
—Gracias, señor.
Grey se quedó de pie y contempló a un sargento y un soldado que se acercaron a las balanzas. Cada cocina enviaba dos hombres, así uno vigilaba al otro. El número de hombres que facilitaban ellos, era comprobado antes de pesar el arroz.
Una vez servida la última cocina, el resto del arroz que quedaba en el saco lo recogía el sargento Blakely, y lo guardaba. Grey siguió al teniente coronel Jones al interior y le escuchó distraído mientras le decía preocupado las cifras: