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Authors: James Clavell

Rey de las ratas (33 page)

BOOK: Rey de las ratas
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»Hace cosa de un año, al día siguiente de llegar aquí desde Java, presencié una de las funciones de teatro. Reconocí a Sean en el escenario, y ya puede imaginarse el impacto que recibí.

»Hacía de chica; si bien no sospeché nada, pues siempre hay uno que se encarga de esos papeles. Me senté cómodamente dispuesto a gozar la función. Verle allí, vivo y sano, me produjo una gran alegría. Pero me era imposible comprender que interpretara el papel de fémina de modo tan sensacional. Sus movimientos, su voz, su manera de caminar y sentarse, me dejaron perplejo. El vestido y la peluca le transformaban con absoluta perfección. Su arte me impresionó profundamente. Sean nunca había trabajado en el teatro.

»Después del espectáculo me acerqué a los vestuarios, donde otros tipos esperaban también. Pasado un rato comprendí que sus admiradores eran similares a los que se ven a las puertas de los camerinos en cualquier parte. Ya puede imaginárselo. Son gentes que aguardan a sus amigas, colgándoles la lengua.

Finalmente, la puerta del camerino se abrió y todos penetraron dentro. Yo lo hice el último y me quedé en el umbral. Fue entonces cuando advertí que aquellos hombres eran algo raros. Sean se hallaba sentado en una silla y todos le rodeaban, alabándole. Le llamaban "cariño", lo abrazaban, y le decían que había estado "maravillosa". Lo trataban como si fuera la bellísima primera actriz del espectáculo. ¡Y Sean lo aceptaba contento! ¡Cuernos! En realidad gozaba las alabanzas como cualquier perra caliente. De repente, me vio, y, cosa lógica, se sorprendió.

»—Hola, Peter. —Éstas fueron sus primeras palabras. Yo no supe qué decir. En aquel momento miraba a uno de aquellos tipos raros que le acariciaba una rodilla. Sean vestía una especie de
negtigée
corto y medias de seda. Mostraba sus piernas, e, incluso, parecía tener senos,

debajo del
negligée.
Súbitamente, advertí que no llevaba peluca, que todo aquel pelo largo y ondulado como el de una chica, era suyo.

»Sean despidió a todos sus admiradores. "Peter es un viejo amigo que yo creía muerto. Deseo hablar con él. Marchaos, por favor."

»Una vez solos le pregunté:

»—Pero, ¡en nombre de Dios! ¿Qué te ha pasado? ¿Gozabas realmente esa basura de alabanzas?

»—¿Puedes explicarme qué le ha ocurrido a cada uno de nosotros? —respondió Sean. Luego me dijo con su maravillosa sonrisa—: Celebro mucho verte. Peter. Supuse que habías muerto. Siéntate un momento mientras me quito el maquillaje. Tenemos mucho de qué hablar. ¿Viniste con la partida de Java?

»Asentí, aún atontado. Sean se volvió al espejo y empezó a quitarse la crema de la cara.

»—¿Qué te sucedió, Peter? ¿Te hirieron?

«Cuando empezó a desaparecer el maquillaje sentí que me relajaba; todo parecía más normal. Me consideré un estúpido, pues aquello formaba parte de la exhibición; algo así como hacer propaganda. Seguro ya de que sólo prolongaba su papel, me excusé: "Lo siento, Sean, debes de considerarme un necio. Me alegra saber que estás bien. Yo también supuse que habías muerto." Luego le expliqué mi odisea.

»Sean me contó su pelea con cuatro
Zeros
y cómo se vio obligado a saltar en paracaídas. De regreso al aeropuerto encontró mi avión, hecho cenizas. Le dije que lo incendié antes de huir para evitar que los condenados japoneses lo repararan.

»—Supuse que se había incendiado en el momento del aterrizaje —dijo él—, y que habías muerto. Yo me quedé en Bandung con el resto de los compañeros, hasta que fuimos llevados a un campo. Poco después nos mandaron a Batavia y luego aquí.

«Sean no cesaba de mirarse al espejo. Su rostro aparecía tan suave y hermoso como el de una chica. De repente, tuve la extraña sensación de que se había olvidado de mí. No supe qué hacer. Pero Sean se volvió hacia mí y me miró directamente, con el ceño fruncido de un modo raro.

»Le pregunté si quería que me fuese.

»—No, Peter; quédate.

»De su monedero de mujer sacó un lápiz de labios y empezó a pintarse. Yo estaba estupefacto.

»—¿Qué haces?

»—Me pinto los labios, Peter.

»—Vamos, Sean. Basta ya de bromas. Hace media hora que acabó la función.

»No me hizo caso y cuando sus labios estuvieron perfectos se empolvó la nariz, se cepilló el pelo, y, ¡pardiez!, volvía a ser otra vez la hermosa mujer. No podía creerlo. Me aferré a la idea de que me estaba gastando una broma.

»Se arregló un rizo aquí y otro allá, luego volvió a examinarse en el espejo. Pareció absolutamente satisfecho de sí mismo. Al verme a través del espejo, se puso a reír.

»
—¿Qué ocurre, Peter? Es que no has estado nunca en un camerino?

»—Sí —dije—. He estado en el de una chica.

»Me miró largo rato. Luego se compuso el
negligée
y cruzó sus piernas.

»—Éste es el camerino de una chica.

»—Vamos, Sean —contesté irritándome—. Soy yo, Peter Marlowe. Estamos en Changi. Ha terminado la función y ahora todo vuelve a ser normal.

»—Sí —dijo con absoluta calma—. Todo es normal.

«Necesité mucho tiempo para decir:

»—Bueno. ¿No vas a quitarte estas ropas y limpiarte esa porquería de la cara?

»—Me gustan estos vestidos, Peter. Ahora siempre llevo maquillaje. —Se levantó y abrió un armario.

»¡Por Satanás! Estaba lleno de
sarongs
, vestidos, bragas, etcétera. Cuando se volvió hacia mí, lo vi perfectamente tranquilo.

»—Éstos son los únicos vestidos que llevo ahora. "Soy" una mujer.

»—Debes de haber perdido la razón —le contesté.

»Sean vino hacia mí y me observó. Yo no podía admitir que fuese una chica, pese a su aspecto, a sus maneras, a su modo de hablar y a que olía como una mujer.

»—Mira, Peter. Sé que ha de ser difícil que lo entiendas, pero he cambiado. No soy un hombre ya, soy una mujer.

»—¡Tú no eres más mujer que yo! —chillé.

»No pareció alterarse lo más mínimo. Simplemente se quedó sonriendo y, luego, dijo:

«—Soy una mujer, Peter, —Me tocó un brazo como si lo hubiera hecho una de ellas, e insistió—: Por favor, trátame como a una mujer.

»Algo pareció estallar en mi cabeza. Le cogí del brazo, desgarré su
negligée
haciéndolo caer de sus hombros, le quité el afelpado sostén y lo arrastré hasta situarlo delante del espejo.

»—¿Insistes en llamarte mujer? —grité—. ¡Mírate al espejo! ¿Dónde están tus malditos senos?

»Sean no levantó la vista. Se quedó delante del espejo con la cabeza gacha y el pelo cayéndole por la cara. Con el
negligée
en la cintura, su torso aparecía desnudo. Le agarré por el pelo y le hice subir la cabeza.

»—¡Mírate, enajenado maldito! ¡Eres un hombre, demonios, y siempre lo serás!

»No reaccionó. Siguió impasible sin decir nada, y, finalmente, advertí que lloraba.

»Rodrick y Frank Parrish se precipitaron dentro y me apartaron de su lado. Parrish le subió el
negligée y
lo rodeó con sus brazos. Sean seguía sollozando. Frank, sin deshacer su abrazo le decía:

»—Calma, Sean, calma. —Luego me miró y supe que deseaba matarme—: ¡Fuera de aquí, bastardo!

»Ni siquiera sé cómo salí de allí. Finalmente advertí que vagaba por el campo, y empecé a comprender que no tenía derecho, ningún derecho a comportarme de aquella manera.

El rostro de Marlowe aparecía demudado por la angustia.

—Volví al teatro. Quería hacer las paces con Sean. Su puerta estaba cerrada con llave, pero me pareció oírle dentro. Golpeé una y otra vez sin que nadie me contestara. El enfado creció nuevamente en mí y abrí la puerta de un golpe. Deseaba excusarme en su presencia y no a través de una puerta.

»Sean yacía en su lecho con un gran corte en la muñeca izquierda. Había sangre por todas partes. Le hice un torniquete y avisé al viejo doctor Kennedy, a Rodrick y a Frank. Sean daba la sensación de ser un cadáver. No emitía sonido alguno. Kennedy cosió el corte hecho con unas tijeras. Cuando terminó Frank me dijo:

»—¿Está satisfecho ahora podrido bastardo?

»No pude decir nada. En aquel momento me odiaba a mí mismo.

»—Salga y quédese fuera.

»Inicié el camino, pero oí a Sean que me llamaba con una especie de susurro débil y desmayado. Me volví. Sus ojos me miraban sin enfado, y, a la vez, comprensivos.

»—Lo siento, Peter. No fue culpa tuya.

»—¡Por Dios, Sean! —conseguí decir—. Yo no quería hacerte daño.

»—Lo sé. Vuelve a ser mi amigo, Peter. —Miró a Parrish y a Rodrick y añadió—: He deseado la muerte, pero ahora —otra vez vi su sonrisa maravillosa—, me siento feliz de estar con vosotros.

El rostro de Peter Marlowe se hallaba inundado de sudor, que corría por su cuello y pecho.

Rey encendió un «Kooa».

Marlowe, con el ánimo encogido se puso en pie y, lleno de remordimientos se fue hacia la puerta.

XVII

—Vamos, de prisa —ordenó Marlowe a los hombres que bostezaban formados en la calle.

Era poco después del amanecer y el desayuno se había transformado ya en un recuerdo. Que lo dieran a una hora tan temprana servía sólo para aumentar la irritabilidad de los hombres, acrecentada con la perspectiva de un largo día de sol ardiente en el campo de aviación, a no ser que tuvieran otra suerte.

Se rumoreaba que un grupo iba al lado oeste donde crecían los cocoteros. También se rumoreaba que iban a cortar tres árboles. Y el corazón de un cocotero además de comestible, era muy nutritivo y exquisito. Le llamaban «col de millonario», pues para obtenerlo era preciso sacrificar un árbol entero. A la col de millonario se unirían los cocos en cantidad suficiente para treinta hombres. Esto justificaba que tanto los oficiales como los soldados se sintieran por igual tensos.

El sargento que mandaba aquel grupo se acercó a Marlowe y saludó.

—Éste es el lote, señor. Veinte en total, conmigo.

—Tenían que ser treinta.

—Somos veinte. El resto está enfermo o en el equipo de la leña.

—Conforme. Vamos a la salida.

El sargento se puso al frente de sus hombres y caminaron a lo largo del muro de la cárcel para unirse a los que iban al campo de aviación. Marlowe hizo una seña y el sargento maniobró hasta conseguir la mejor posición, cerca del final de la línea, donde era más probable que fueran elegidos para la tala de árboles.

Los hombres advirtieron la picardía de su oficial y permanecieron alerta.

Todos llevaban sus rasgadas camisas en sacos de formas desiguales que servían para recoger las cosechas y como cestos o maletas. También lo utilizaban para ocultar todo aquello que robaban. En una partida de trabajo siempre había oportunidad de hacerse con algo, como col de millonario, cocos, madera, cascaras de coco, plátanos, nueces de palma, raíces comestibles, hojas, e incluso, a veces, papaya.

La mayoría de ellos calzaban zuecos de madera o de goma de neumático. Algunos llevaban zapatos con las punteras destrozadas, y, los menos, botas. Marlowe se había calzado las de Mac. Le apretaban; no obstante, para una marcha de trece kilómetros y medio con un grupo de trabajo, eran preferibles a los zuecos.

La serpenteante línea de hombres empezó a salir por la puerta este, con un oficial a cargo de cada sección. A la cabeza iba un grupo de coreanos, y, en la cola, uno sólo.

La sección de Marlowe se rezagó para situarse la última con el claro objetivo de ir a los árboles. Marlowe colocó su camisa dentro del saco y ajustó su cantimplora, no la «cantimplora», pues llevarla en un equipo de trabajo hubiera resultado peligroso. Ignoraban cuándo se le ocurriría a un coreano pedirla para beber de su contenido.

Finalmente, llegó el momento de avanzar y él y sus hombres empezaron a cruzar la puerta. Todos saludaban al pasar por delante de la caseta del centinela. Un sargento japonés, situado allí, devolvía el saludo. Marlowe dijo el número de sus hombres a un guardián, que lo confrontó con el ya facilitado.

Una vez fuera del campo, caminaron despacio por la carretera asfaltada que discurría entre montículos y cañadas. Tan pronto llegaron a una plantación de goma avivaron el paso. Los árboles de goma aparecían semi des trozados y en total abandono. «Extraño —pensó Marlowe—, la goma es un material vital para la guerra.»

—Hola, Duncan —saludó al capitán que, con su grupo empezaba a pasarle. Marlowe se emparejó con él, sin dejar de observar a sus hombres, que iban inmediatamente delante.

—Es estupendo volver a tener noticias —repuso Duncan.

—Sí —replicó Marlowe—, si son ciertas.

—Querrá decir que son demasiado buenas para que sean verdad.

Marlowe era del agrado de Duncan, un escocés bajo, de pelo rojo y mediana edad. Nada parecía alterarle. Siempre tenía a punto una palabra amable. Peter Marlowe creyó percibir algo distinto en él.

Duncan notó su curiosidad y, al reír, le mostró sus nuevos dientes postizos.

—Ah, es eso.

—¿Qué le parecen?

—Peor es nada.

—Buena contestación. Yo los creía muy bonitos.

—No puedo acostumbrarme a ver dientes de aluminio. Todos se ven feos.

—Fue una tortura que me quitaran los míos. Una horrorosa tortura.

Delante de ellos la columna de hombres se arrimó a un lado de la carretera para dejar paso a un autobús viejo, ruidoso y que además echaba humo por todas partes. Su capacidad era de veinticinco pasajeros, pero en aquel momento llevaba unos sesenta hombres, mujeres y niños en su interior, y otros diez que colgaban del estribo. El techo aparecía repleto de jaulas con pollos, equipajes y esteras enrolladas. Mientras pasaba el asmático vehículo, los nativos miraban curiosos a los prisioneros, y éstos observaban los pollos medio muertos, deseando que el autobús cayera por un terraplén para socorrer a los pasajeros y, al mismo tiempo, liberar unos cuantos volátiles. Pero el vehículo pasó sin novedad, dejando tras sí infinidad de maldiciones.

Marlowe seguía junto a Duncan, que hablaba de su dentadura y la mostraba a través de su amplia sonrisa, sin importarle que pareciera grotesca.

Un guardián coreano gritó a uno de los prisioneros que se salió de la fila. Éste se bajó los pantalones y, rápidamente, se alivió. Sólo gritó:


¡Sakit marah!
—(disentería).

El coreano se encogió de hombros, sacó un cigarrillo y lo encendió mientras aguardaba a que el otro volviera a la fila.

—Peter —pidió Duncan quedamente—. Cúbrame.

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