Authors: James Clavell
—¡Ah, sí! Su sortija —exclamó Grey—. Comprobémosla.
Pero la sortija también confrontaba con la descrita en la lista; Aparecía reseñada, como una «sortija de oro, con la estampilla del "Clan Gordon"». Además de la descripción, había un dibujo del sello.
—¿Cómo se explica que un americano tenga una sortija de los Gordon? —Grey se había formulado la pregunta muchas veces.
—La gané al póquer —explicó Rey.
—Ha conseguido usted un recuerdo notable, cabo —dijo Grey, y le tendió la sortija.
El teniente había estado seguro de que tanto la sortija como el reloj coincidirían. Aquella identificación era una simple excusa. En realidad había sentido casi una necesidad física de estar cerca de su presa durante un rato. Tampoco ignoraba que Rey no era fácil de intimidar. Otros muchos habían intentado sorprenderle, y fracasaron. Era hábil, cuidadoso y muy astuto,
—¿Cuál es la causa —preguntó ásperamente Grey, dominado de repentina envidia por el reloj, la sortija, los cigarrillos, las cerillas y el dinero— de que usted tenga tanto y el resto de nosotros tan poco?
—Lo ignoro, señor. Considérelo como un caso de buena suerte.
—¿Dónde consiguió ese dinero?
—En el juego, señor.
Rey se mostraba siempre cortés. Daba el tratamiento de «señor» y saludaba a los oficiales ingleses y australianos. Pero sabía que ellos no ignoraban su olímpico desdén hacia el «señor» y el saludo. Semejantes normas de respeto no encajaban en la idiosincrasia norteamericana. Un hombre es un hombre, sin que importe la educación, la familia o el rango. Si uno siente respeto, dice «señor». Y si uno no siente ese respeto, simplemente deja de hacerlo. Entonces se convierten en hijos de perra. En ese caso, ¡al infierno con ellos!
Rey volvió a colocar la sortija en su dedo, se abotonó los bolsillos y sacudió las partículas de polvo que había en su camisa.
—¿Eso es todo... señor?
Vio la furia que destellaban los ojos de Grey.
El teniente miró a Masters que observaba con inequívocas muestras de nerviosismo.
—Sargento, ¿quiere traerme un poco de agua, por favor?
No muy conforme, Maters alcanzó una cantimplora que colgaba de una pared.
—Aquí la tiene, señor.
—Ésta es de ayer-dijo Grey, sabiendo que no lo era—. Llénela de agua limpia.
—Juraría que fue lo primero que hice hoy —repuso Masters.
Luego sacudió la cabeza y salió fuera.
Grey guardó silencio mientras Rey permanecía tranquilo, a la espera. Una ráfaga de aire hizo gemir á los cocoteros en la jungla al otro lado de la empalizada, con una promesa de lluvia. Ya se veían negras nubes en el cielo por el lado este, y la atmósfera resultaba húmeda e irrespirable.
—¿Un pitillo, señor? —Rey ofreció su paquete.
Grey había fumado su último cigarrillo rubio hacía dos años con motivo de su veintidós aniversario. Miró el paquete y no deseo uno, los deseó todos. —No —dijo malhumorado—. No quiero uno de sus cigarrillos.
—¿Le importa que yo fume, señor?
—¡Sí me importa!
Rey mantuvo sus ojos fijos en los de Grey y, calmosamente, deslizó fuera un cigarrillo. Lo encendió y aspiró con fuerza.
—¡Saque eso de su boca! —ordenó Grey.
—¡Cómo no...!, señor.
Antes de obedecer la orden repitió una larga chupada. Luego dijo con entonación dura:
—No estoy bajo sus órdenes y no hay ninguna ley qué prohíba que yo fume cuando quiera hacerlo. Soy norteamericano y nó estoy sujeto a la maldita bandera británica. Esto también se lo he dicho a usted. ¡Déjeme en paz...!, señor,
—Tengo mucho interés en cazarle, cabo —apostrofó Grey—. Pronto dará usted un resbalón, y cuando lo dé, yo estaré al acecho. Entonces quedará recluido allí —señaló con su índice la rústica Jaula de bambú destinada a celda—. Allí es donde debe de estar usted.
—No infrinjo ninguna ley...
—¿No? ¿De dónde saca usted el dinero, pues?
—Del juego.
Rey se acercó al teniente. Pese a controlar su furor, aparecía más peligroso que de costumbre.
—Nadie me da nada. Cuanto tengo es mío porque lo he ganado. Cómo, es asunto mío.
—No mientras yo sea el preboste —los puños de Grey se apretaron—. Hace meses que vienen desapareciendo montones de drogas. Quizás usted sepa algo de ellas.
—¡Vaya hombre! ¡Escuche! —dijo Rey con acento furioso—. Nunca he robado nada, y jamás he vendido droga.!No lo olvide, teniente! ¡Maldita sea!. Si no fuera usted un oficial le...
—Pero lo soy, y me gustaría que intentara usted lo que piensa.
—¡Por Júpiter, que me gustaría! ¿Cree usted ser tan condenadamente duro? Bien, yo sé que no lo es.
—Le diré una cosa. Cuando salgamos, de ésta, si me busca, le destrozaré la cabeza.
—¡No lo olvidaré! —Grey se esforzaba en amortiguar los latidos de su corazón—, Ahora bien recuerde que hasta entonces estaré alerta, al acecho. Jamás he sabido de una racha de suerte que no se interrumpa algún día. — ¡Y la suya se interrumpirá!
—O quizá no, señor.
No obstante, Rey sabía, cuánta verdad encerraba aquella predicción. Su suerte era buena. Muy buena. Pero ésta se debía a un trabajo duro bien planeado y... a algo más. Por supuesto, no al juego. O, al menos, no a un juego limpio y sin trampas. Su suerte se cimentaba, en operaciones como la planeada con un diamante de cuatro quilates. Llegado el momento oportuno, sabría cómo apropiarse, de él. Y si la ocasión le era favorable nunca más tentaría la suerte mientras estuviera en Changi. —Su suerte acabará —insistió Grey—. ¿Sabe por qué? Porque usted, como todo criminal, está lleno de codicia.
—No estoy obligado a sufrir su filípica, señor —dijo Rey con creciente ira—. No soy más delincuente que...
—Lo es, Continuamente está transgrediendo la ley.
—¡La única ley que yo infrinjo es la japonesa!
—¡Al diablo la ley japonesa! Le hablo de la ley que regula la vida militar en campana. Esa ley prohíbe que se comercie. — ¡Y es eso lo que usted hace!
—¡Pruébelo!
—Lo haré a su tiempo. Usted resbalará. Entonces sabremos cómo medra usted entre nosotros. Y después de visitar su jaula, me encargaré personalmente de que sea mandado a Outram Road.
Rey sintió un escalofrío de terror.
—¡Diantre! —exclamó roncamente—. ¡Usted es el tipo de bastardo que no tendría escrúpulos al hacerlo!
—En su caso —dijo Grey, babeando de rabia—, sería para mí un placer. Los japoneses son sus amigos.
—¡Hijo de perra!
Rey cerró su grueso puño y se adelantó hacia Grey.
—¿Qué pasa aquí? —la voz del coronel Brant se oyó mientras ascendía los peldaños y entraba en el barracón.
Era un hombre bajo, de escasamente metro y medio. Tenía una barba enrollada bajo su mentón, al estilo sikh. Llevaba un bastón de mando, Su gorro de pico del ejército aparecía totalmente remendado con tela de saco, en su centro, el emblema de su regimiento brillaba como el oro, si bien estaba desgastado de tanto pulirlo desde hacía años.
—Nada, señor —Grey espantó de nuevo las moscas con sus manos, intentó controlar su respiración—. Simplemente, registraba al cabo.
—Vamos Grey —interrumpió el coronel Brant—. Oí lo que le dijo de Outram Road y los japoneses. Es correcto que registre y pregunté, todos sabemos eso, pero no hay motivo para amenazarle o maltratarle.
Se volvió hacia Rey, con su frente bañada en sudor.
—Usted cabo, dé gracias a su buena estrella, puesto que no cursaré parte por indisciplina, al capitán Brough. Tendría usted que tener más tacto y no ir vestido así por aquí. Basta para sacar a cualquier hombre de quicio. Usted sólo busca líos.
—Sí, señor —dijo Rey, aparentemente tranquilo, pero maldiciéndose a sí mismo por haber perdido los estribos, qué era cuanto Grey había intentado que sucediera.
—Vea usted mis ropas. ¿Cómo diablos cree usted que me siento?
Rey no contestó. Pensó: «Ese problema es suyo, cuide de usted, que yo me cuido de mí.» El coronel llevaba por toda prenda un taparrabos hecho de medio sarong, anudado alrededor de su cintura a modo de falda escocesa, y debajo no había nada. Rey era el único hombre de Changi que usaba calzoncillos. Tenía seis pares.
—¿Acaso cree usted que no le envidio sus zapatos? —preguntó enojado el coronel Brant—. Todo cuanto puedo ponerme son estas malditas cosas.
El coronel calzaba unas zapatillas hechas con unos pedazos de madera y unas bandas de lienzo.
—Lo lamento, señor —dijo Rey con velada humildad, tan lisonjera al oído de todo militar.
—Bueno, bueno. —El coronel Brant se, volvió a Grey—. Creo que le debe una excusa. Las amenazas no conducen a nada. Debemos ser nobles, ¿eh, Grey? —.Volvió a secar el sudor de su rostro.
Grey precisó de un enorme esfuerzo para detener la maldición que temblaba en sus labios.
—Me excuso.
Pese al tono suave de su voz, las palabras eran cortantes. Rey difícilmente pudo reprimir una sonrisa.
—Conforme —el coronel Brant asintió; luego, miró a Rey—.Muy bien, puede marcharse. Pero vestido de esa manera pide a gritos que los demás le provoquen. ¡Sólo usted es culpable dé eso!
Rey saludó marcialmente.
—Gracias, señor.
Salió al exterior y respiró libremente de nuevo a la luz del sol, si bien volvió a maldecirse. ¡Diantre! Había estada al borde de una catástrofe. Le faltó poco para golpear a Grey, y semejante acto era propio de un loco. Sintió necesidad de tranquilizarse y se detuve al otro lado del camino, donde encendió un nuevo cigarrillo. Los hombres que pasaban por allí vieron el cigarrillo y olieron su aroma.
—Es un perturbador —dijo el coronel, aún mirándole por la puerta mientras enjugaba su frente. Luego se volvió al teniente: Realmente, Grey, es usted un loco por provocarle de esa manera.
—Lo siento. Creí que él...
—Lo que él sea no justifica que un caballero, y menos un oficial, pierda los estribos. Malo, muy malo, ¿no cree usted?
—SÍ, señor.
Grey no tenía nada más que decir.
El coronel Brant gruñó, y luego sacó el labio inferior.
—Por fortuna pasaba por aquí. No puedo soportar que un oficial bravuquee con un simple cabo. —Miró otra vez a través de la puerta, odiando a Rey, deseando su cigarrillo— ¡Condenado! —dijo sin volver la vista a Grey—. Es tan indisciplinado como el resto de sus compatriotas. Mala partida. ¡Habráse visto! ¡Llaman a sus superiores por el nombre de pila! —Sus cejas se levantaron—. Y éstos juegan a los naipes con sus nombres. ¡Canastos! Son peores que los australianos. ¡Miserables! Estos soldados no son como los indios.
—No, señor-dijo Grey con voz suave.
El coronel Brant se volvió bruscamente.
—No quise compararlos. Grey, sólo que...—guardó un repentino silencio mientras sus ojos se llenaban de lágrimas—. ¿Por qué, por qué lo hicieron? —añadió con voz rota—. ¿Por qué, Grey? Yo..., todos los amábamos.
Grey se encogió de hombros. De no mediar la excusa, se hubiera compadecido.
El coronel titubeó, luego dio la vuelta y salió con la cabeza inclinada y lágrimas en sus mejillas.
Cuando Singapur se rindió en 1942, casi todos los soldados del ejército indio se pasaron al enemigo, los japoneses, y se volvieron contra sus oficiales ingleses. Estos soldados se convirtieron en guardianes del campo de concentración, y algunos de ellos se comportaron como salvajes. Los gurkhas sólo eran leales bajo la tortura y la indignidad. El coronel Brant lloraba por aquellos hombres, por quienes hubiera dado la vida.
Grey le vio marchar, luego observó a Rey que fumaba junto al camino.
«Me alegro de haberlo dicho; ahora somos tú o yo», se dijo.
Volvió a sentarse en el banco y una punzada de dolor en sus intestinos le recordó que no se había curado de la disentería pese a la semana transcurrida,
—¡Al diablo con todo! —exclamó, maldiciendo al coronel Brant por haberle obligado a excusarte.
Masters regresó con la cantimplora llena de agua y se la entregó. Bebió un sorbo y le dio las gracias. Luego empezó a planear cómo sorprender a Rey. Pero el hambre le recordó la hora de comer y dejó su mente a la deriva.
Un gemido desmayado cortó el aire. Grey miró a Masters, que se hallaba sentado, inconsciente de haber emitido el sonido, observando el ir y venir de las lagartijas.
—¿Tiene disentería, Masters?
El sargento espantó las moscas que formaban mosaico en su rostro.
—No señor. Por lo menos no la he tenido desde hace casi cinco semanas.
—¡Enteritis!
—No, gracias a Dios, palabra. Hace tres meses que no tengo malaria. Tengo mucha suerte y me conservo muy bien, dentro de lo que permiten las circunstancias.
—Sí —dijo Grey. Luego, como si lo hubiera estado pensando, añadió— Parece usted bien conservado.
Pero no ignoraba que pronto tendría que pedir un sustituto. Volvió su rostro hacia Rey, que seguía fumando y sintió mareo por el deseo de un cigarrillo.
Masters gimió de nuevo.
—¿Qué diablos le ocurre?
—Nada señor. Nada. Debo haber...
Pero el esfuerzo era excesivo y dejó sus palabras en suspenso perdiéndose entre el zumbido de las moscas. Éstas dominaban el día y los mosquitos la noche. Nunca había silencio. Jamás. ¿Cómo es la vida sin moscas, mosquitos ni gente? Masters intentó recordarlo, y, de nuevo el esfuerzo fue excesivo. Fatalmente, optó por seguir sentado y quieto, respirando con dificultad, como un ser insensible, agobiado sólo por la desazón.
—Conforme Masters, puede marcharse ahora —dijo Grey—. Esperaré a que se alivie. ¿Quién le sustituye?
Masters forzó su cerebro y después de un momento, repuso:
—Bluey... Bluey White.
—¡Por Dios, Masters! —saltó Grey—. ¡El cabo White murió hace tres semanas!
—Lo siento, señor-contestó Masters, débilmente—. Lo siento, debo de haberme... Es… Es... Creo que es Peterson. El inglés. De infantería.
—Conforme. Vaya usted y coma ahora. No es necesario qué vuelva.
—Sí, señor.
Masters se colocó su destrozado gorra, saludó y salió con paso vacilante, sujetándose los harapos de sus pantalones alrededor de sus caderas. «¡Dios mío! —pensó Grey—. Se le puede oler desde cincuenta pasos. Tendrían que repartir más jabón.
Pero no sólo era Masters. Eran todos ellos. Si uno dejaba de bañarse seis veces al día, el sudor lo envolvía como una mortaja. Y pensando en mortajas recordó a Masters... Y los signos inequívocos de su estado. Él debía de saberlo también, quizá por eso no se preocupaba de lavarse.