Authors: James Clavell
Las gallinas resultaron buenas y pusieron huevos a su tiempo. Pero una de ellas se murió, si bien se la comieron. Con los huesos, los despojos, las patas, la cabeza y los restos del papagayo verde que Mac había robado en una partida de trabajo hicieron un puchero. Durante una semana entera sus cuerpos se sintieron fuertes y limpios.
Larkin abrió un bote de leche condensada cuando lo compraron. Cada uno cogía una cucharada al día mientras duró. La leche no se estropeó por el calor. Tan pronto fue imposible sacarla con la cuchara, hirvieron el bote y se bebieron el caldo. Lo encontraron muy bueno.
Las dos latas de sardinas y la otra de leche eran las reservas del grupo contra una malísima racha de suerte. Las guardaban en un escondrijo, que era constantemente vigilado por uno de ellos.
Marlowe miró a su alrededor antes de abrir la puerta de la jaula y se aseguró de que no había nadie cerca que pudiera ver cómo funcionaba la cerradura. Cuando penetró, encontró dos huevos.
—Muy bien,
Nonya
—dijo suavemente a su gallina de raza—. No voy a tocarte.
Nonya
se hallaba sentada en un nido sobre siete huevos. El grupo había realizado un gran esfuerzo de voluntad para que los huevos queciaran debajo de ella, pero de tener suerte, conseguirían siete polluelos, y si los siete llegaban a convertirse en pollos y gallinas, entonces el rebaño sería considerable. Luego podrían permitir que siempre hubiera una gallina incubando.
Así nunca tendrían que temer la Sala Seis.
Ésta albergaba a los prisioneros que se quedaban ciegos a causa del beri-beri.
Cualquier refuerzo de vitaminas era cosa mágica contra semejante y continua amenaza, y los huevos suponían una gran fuente de ellas, generalmente la única disponible. Por ello, el comandante de campo rogaba, maldecía y exigía más del Todopoderoso.
Pero comúnmente sólo disponían de un huevo por hombre a la semana. Algunos prisioneros recibían uno extra cada día. No obstante, y por desgracia, resultaba tardío el remedio.
Esto explica que los gallineros tuvieran vigilancia oficial día y noche. Tocar una gallina que perteneciera al campo, o a un grupo, era considerado un crimen tremendo. En cierta ocasión un prisionero fue sorprendido con una gallina estrangulada en las manos, y el desgraciado murió linchado por sus captores. Las autoridades lo consideraron un homicidio justificado.
Marlowe, de pie en un extremo de la jaula, admiraba las gallinas de Rey. Tenía siete, gorditas y gigantes si se comparaban a las demás. Había un gallo en el interior, era el orgullo del campo. Se llamaba
Sunset.
Incluso las gallinas de Rey eran inviolables y guardadas como las demás.
Marlowe contempló a
Sunset
que tumbaba a una gallina sobre el polvo y la montaba. La gallina se levantó, corrió cacareando y picoteó a otra como medida de anticipación. Marlowe se despreció por estar allí mirándolas. Sabía que era una debilidad.
Regresó a su gallinero y comprobó que la puerta estaba bien cerrada. Luego se marchó hacia el barracón llevando cuidadosamente los dos huevos.
—Peter, muchacho —sonrió Mac—. Hoy es nuestro día de suerte.
Marlowe sacó su paquete de «Kooas» y los dividió en tres pilas.
—Los dos que sobran los sortearemos.
—Quédeselos, Peter —dijo Larkin.
—No. A suertes. Pierden las cartas bajas.
Mac perdió y fingió hallarse contrariado.
—Mala suerte —exclamó.
Con mucho cuidado abrieron sus cigarrillos y pusieron el tabaco en sus petacas, mezclándolo con el de Java. Luego cada uno hizo cuatro porciones, se reservó una y las restantes las pusieron en una caja, que Larkin guardó. Tener tanto tabaco a la vez resultaba una tentación.
De repente el cielo se abrió y empezó el diluvio.
Marlowe se quitó el
sarong
, y doblándolo cuidadosamente lo colocó en el catre de Mac.
Larkin dijo, pensativo.
—Peter. Vigile sus pasos con Rey. Puede resultar peligroso.
—Naturalmente. No se preocupe.
El joven salió fuera a recibir el estallido de las nubes. Mac y Larkin se desprendieron de sus harapos y le siguieron, juntándose a los otros hombres desnudos que bendecían el aguacero.
Sus cuerpos agradecieron el remojón, sus pulmones respiraron aire fresco y sus cabezas se aclararon.
También desapareció el hedor de Changi.
Después de la lluvia los hombres se sentaron a gozar la confortante frescura, esperando la hora de comer. El agua goteaba de los tejados, y el polvo se hizo barro. Pero el sol lucía nuevamente, orgulloso en el blanquecino firmamento.
—Señor —dijo Larkin agradecido—. Esto nos hace sentir mejor.
—¡Ay! —exclamó gozoso Mac, mientras se sentaban en el pórtico.
Su mente se hallaba lejos de aquel país, en su plantación de goma de Kedah, hacia el lejano Norte.
—El calor es algo que vale la pena, hace que uno aprecie el frescor —dijo quedamente—. Como la fiebre.
—El olor de Malaya, de la lluvia, del calor, de la malaria, de las chinches y de las moscas, apesta —repuso Larkin.
—No en tiempos de paz, amigo —Mac guiñó un ojo a Marlowe—. Ni en un poblado, ¿eh, Peter?
Marlowe sonrió. Les había contado la mayor parte de las cosas que le ocurrieron en el poblado. Y aquellas que silenció. Mac las sabía, pues llevaba viviendo muchos años en el oriente y lo amaba tanto como Larkin lo odiaba.
—Desde luego —dijo blandamente y todos sonrieron.
No hablaban mucho. Ya habían contado y recontado cuantas historias podían referir.
Así, la espera estaba cargada de impaciencia. Cuando fue la hora, acudieron a sus respectivas filas y, luego, regresaron al barracón. Bebieron ávidamente la sopa. Marlowe enchufó el hornillo eléctrico y frió un huevo. Colocaron sus porciones de arroz en un recipiente y el joven puso encima el huevo con un poco de sal y pimienta. Lo removió todo de modo que la yema y la clara se mezclaron, hizo tres partes y cada uno se comió la suya, saboreándola.
Una vez terminada la frugal cena, Larkin cogió los platos y los lavó, aquel día le tocaba a él. Luego se sentaron de nuevo en el pórtico a la espera de la llamada del atardecer.
Marlowe contemplaba perezosamente a los hombres que caminaban por la carretera, gozando la plenitud de su estómago, cuando vio que se acercaba Grey.
—Buenas noches, coronel —dijo el policía, saludando.
—Buenas noches, Grey —suspiró Larkin—. ¿Quién es esta vez?
Cuando el teniente venía a verle, siempre significaba jaleo.
Grey miró a Marlowe. Larkin y Mac percibieron la hostilidad entre ellos.
—El coronel Smedly-Taylor me envía para decirle que dos de sus hombres se han peleado. Uno es el cabo Townsend y el otro el soldado Gurble. Los tengo encarcelados.
—Conforme, teniente —dijo Larkin hoscamente—. Puede soltarlos. Dígales que vengan aquí después de la llamada a filas. ¡Les daré su merecido! —Hizo una pausa—. ¿Sabe usted por qué se pelearon?
—No, señor. Si bien creo que fue por el «dos hacia arriba».
«Juego ridículo», pensó Grey. Consistía en poner dos peniques sobre un palo y echar las monedas al aire, para adivinar si las dos caían de cara, o de cruz, o una de cara y otra de cruz.
—Probablemente tenga razón —gruñó Larkin.
—Quizá sea mejor que prohiba el juego. Siempre surgen diferencias cuando...
—¿Prohibir el «dos hacia arriba»? —interrumpió bruscamente Larkin—. Si hiciera eso creerían que me he vuelto loco. No harían caso a semejante orden, y con razón. El juego es parte de la idiosincrasia australiana, debiera usted saberlo. Este juego hace que los hombres tengan algo en que pensar, y una pelea de vez en cuando no es mala.
Larkin se levantó y sintió la fiebre intermitente en sus hombros. Continuó:
—El juego es como el respirar para los australianos. Y, caramba, a mí también me gusta de vez en cuando el «dos hacia arriba».
—Sí, señor —repuso Grey.
Había visto a Larkin y a los oficiales australianos arrastrándose por el polvo, excitados y blasfemando al igual que cualquier jugador.
—Diga al coronel Smedly-Taylor que yo me entenderé con ellos. ¡Voto al diablo!
—Ha sido una lástima lo del encendedor de Marlowe, ¿no le parece, señor? —dijo Grey contemplando atentamente a Larkin.
Los ojos de Larkin, fijos y repentinamente duros, se clavaron en él.
—Debió mostrarse más cuidadoso, ¿no le parece?
—Sí, señor —contestó Grey después de una pausa.
«Bueno —pensó—. Valía la pena probar. ¡Al infierno Larkin y Marlowe! Hay tiempo de sobra.» Estaba a punto de saludar y marcharse cuando se le ocurrió una idea fantástica. Controló su excitación y dijo como sin darle importancia.
—Ah, se me olvidaba, señor. Circula el rumor de que un australiano tiene una sortija con un diamante. —Hizo una pausa para que penetrara su aserto—. ¿Por casualidad sabe usted algo de ello?
Los ojos de Larkin se hundieron debajo de sus pobladas cejas. Miró pensativo a Mac antes de responder.
—También he oído yo esos rumores. Según mis noticias, no es ninguno de mis hombres. ¿Por qué?
—Sólo comprobaba, señor —dijo Grey con una sonrisa dura—. Desde luego, ya sabe usted que semejante sortija es como dinamita. Para bien de su propietario y de un montón de gente, estaría más segura bajo llave.
—Yo no creo lo mismo, viejo —terció Marlowe, y el «viejo» fue discretamente insultante—. Eso sería lo peor, «si» existe el diamante, lo que dudo. Si se hallara en un lugar conocido muchos hombres querrían verlo. Y, de todos modos, los japoneses se lo llevarían tan pronto lo supieran.
Mac dijo pensativo.
—Estoy de acuerdo.
—Es mejor que siga donde está: en el limbo. Probablemente, sólo sea otro rumor —dijo Larkin.
—Así lo espero —exclamó Grey, seguro de que su disparo había sido certero—. Si bien parece ser que el rumor es muy fundamentado.
—No es ninguno de mis hombres —la mente de Larkin galopaba.
Grey parecía saber algo. «¿Quién sería? ¿Quién?»
—Bueno, si se entera usted de algo, señor, comuníquemelo. —Los ojos de Grey resbalaron despreciativos sobre Marlowe—. Me gusta evitar los alborotos antes de que empiecen.
Luego saludó correctamente a Larkin y a Mac y se marchó. Entonces se produjo un largo silencio meditativo en el barracón.
Larkin miró a Mac.
—Me gustaría saber por qué preguntó eso.
—¡Ay! —exclamó Mac—. También a mí. ¿No vio de qué modo se iluminó su rostro?
—Desde luego —dijo Larkin, con los rasgos de su cara más pronunciados que de costumbre—. Grey tiene razón en parte. Un diamante sería causa de que muchos hombres derramaran sangre.
—Sólo es un rumor, coronel —intervino Marlowe—. Nadie podría guardar una cosa así tanto tiempo. Imposible.
—Confío que tenga usted razón —Larkin frunció el ceño—. Espero que ninguno de mis muchachos lo posea.
Mac se desperezó. La cabeza le dolía y sintió un ramalazo de fiebre. «Bueno, aún no hace tres días», pensó con calma. Estaba tan acostumbrado a ella que era como un complemento de su vida, algo así como el respirar. Pero ahora le atacaba cada dos meses. Recordó que la última vez que le dio de alta el médico, en 1942, pensó que tan pronto la malaria le llegara al bazo, se iría a casa, a su Escocia, donde el clima era frío. Entonces compraría una pequeña granja cerca de Killin, frente a la gloria de Loch Tay. Allí uno podía vivir.
—¡Ay! —repitió Mac cansado, sintiendo el peso de sus cincuenta años.
Luego dijo en voz alta lo que todos estaban pensando.
—Si nosotros tuviéramos la maldita piedra podríamos vivir sin temor al futuro. Y sin peligro alguno.
Larkin lio un cigarrillo, lo encendió y aspiró hondo. Lo pasó a Mac, que hizo lo mismo antes de entregarlo a Marlowe. Una vez consumido, Larkin aplastó la colilla y colocó los restos en su petaca. Entonces rompió el silencio.
—Será mejor que dé un paseo.
Peter Marlowe sonrió.
—
Salamat
—dijo, que significa: «La paz sea contigo.»
—
Salamat
—respondió Larkin, y salió al sol.
Mientras Grey ascendía el declive hacia el barracón de la Policía Militar, su cerebro trabajaba lleno de excitación. Se prometió a sí mismo que tan pronto llegara al barracón y pusiera en libertad a los australianos liaría un cigarrillo para celebrarlo, su segundo aquel día, si bien sólo le quedaban tres más que debían de durarle hasta la próxima semana.
Ascendió a zancadas los peldaños e hizo seña al sargento Masters.
—Puede libertarlos.
Masters apartó la pesada barra de la puerta de la jaula de bambú, y dos hombres sombríos permanecieron firmes frente a Grey.
—Preséntense al coronel Larkin después de la llamada a filas.
Los dos hombres saludaron y se fueron.
—¡Malditos enredadores! —exclamó Grey.
Después se dispuso a liar un cigarro. Aquel mes hizo algo extravagante. Compró una hoja entera de papel dé biblia, que mejoraba la calidad de los cigarrillos. Si bien no era un hombre devoto, le pareció un pecado fumarse la Biblia. Grey leyó la escritura sobre el fragmento que se disponía a enrollar: «Así, Satanás se adelantó a la presencia del Señor y llenó a Job de llagas desde la planta de los pies hasta la coronilla, y le dio un trozo de tiesto para que se rascase él mismo. Pero Job se sentó entre las cenizas. Y entonces su esposa dijo...»
¡Esposa! ¿Por qué demonios tenía que haberse encontrado con aquella palabra? Grey maldijo y enrolló el papel.
La primera frase del otro lado decía: «¿Por qué no fui muerto en el vientre? ¿Por qué no renuncié a la vida cuando salí del vientre?»
Grey saltó repentinamente impelido por el ruido producido por una piedra que entró por la ventana para rebotar contra una pared y quedarse en el suelo.
Un pedazo de papel de periódico envolvía la piedra. Grey lo recogió y se fue rápido a la ventana. Pero no vio a nadie cerca. Luego se sentó y alisó el papel. En un extremo del mismo leyó:
«Le propongo un trato: Yo le entrego a Rey en bandeja, si cierra usted los ojos cuando yo comercie un poco en su lugar, una vez que usted lo tenga. Si acepta, salga al exterior del barracón con esta piedra en su mano izquierda. Luego desembarácese de su ayudante. Dicen que usted es honrado, y por ello confío en usted.»
—¿Qué dice señor? —preguntó Masters, mirando con ojos reumáticos el papel.