Riña de Gatos. Madrid 1936 (15 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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Por la calle Huertas llegó muy pronto al lugar de la cita. La nieve había seguido cayendo y empezaba a cuajar allí donde los pasos de los viandantes no lo impedían. Ante la fachada ostentosa y sin armonía se detuvo un instante a recobrar el aliento y la serenidad. El corazón le latía aceleradamente por la carrera, por el riesgo y por la inminencia del encuentro con la enigmática marquesa de Cornellá. Desde la acera opuesta contempló la nutrida cola de devotos que sin dejarse amilanar por las inclemencias del tiempo habían acudido a rezar y a pedir alguna gracia. En el doliente tropel se mezclaban todas las edades y todas las clases sociales. Anthony apreció el acierto de Paquita al citarlo allí, donde nada ni nadie llamaba la atención. Cruzó la calle e instintivamente fue a colocarse al final de la cola para aguardar su turno con paciencia, pero en seguida comprendió lo inadecuado de su cívica conducta y optó por colarse a través de una puerta lateral, confiando en que su aspecto de extranjero excusara la pequeña transgresión. Para hacerlo hubo de atravesar el atrio donde se apiñaban ciegos, tullidos y una florista arrebujada en una manta negra para protegerse del frío y la nieve. Los plañidos y súplicas de los pedigüeños formaban un disonante y afligido coro. El inglés salvó sin contratiempo estos obstáculos y con alivio se encontró en el interior. Miles de cirios encendidos reflejaban su vacilante luz en el colorido chillón de las paredes. El aire cargado de olor a sudor, humo, incienso y cera derretida vibraba con el rumor constante de las plegarias. No le costó encontrar asiento en uno de los bancos convenidos, porque la mayoría de los fieles sólo querían acercarse al altar a depositar exvotos o a susurrar más de cerca su deprecación a la venerada imagen. La afluencia traslucía la zozobra imperante en la ciudad.

Por su interés en el arte español de la época, Anthony había examinado la talla en varias ocasiones y siempre le había producido un disgusto rayano en la repugnancia. Sin restar mérito artístico a la escultura, la actitud del personaje, su ropaje suntuoso y sobre todo su caballera de pelo natural le conferían aires de tenorio y de embaucador. Quizás era eso, había pensado entonces, lo que infundía confianza al vulgo: la divinidad encarnada en un chulo barriobajero. En sus tiempos de estudiante en Cambridge, había oído decir a un experto en la materia que el catolicismo de la contrarreforma había sido una rebelión del cristianismo meridional de los sentidos contra el cristianismo cerebral que propugnaban los hombres del Norte. En España se había impuesto un cristianismo de vírgenes bellas, con los ojos negros y los labios rojos abiertos en expresión de carnal dramatismo. El Cristo de los creyentes era el Cristo de los evangelios: un hombre mediterráneo que vive comiendo, bebiendo, charlando con los amigos y relacionándose con las mujeres, y que muere padeciendo tormentos físicos; y cuyas ideas van del bien al mal, del placer al dolor y de la vida a la muerte, sin sombra de dudas metafísicas ni razonamientos ambiguos. Aquélla era una religión de colores y olores, ropas vistosas, romerías, aguardiente, flores y canciones. En su momento, a Anthony, descreído por carácter y convicción, positivista por educación y receloso del menor atisbo de misticismo o sortilegio, la explicación le había parecido satisfactoria pero irrelevante.

Absorto en estas reflexiones, el suave roce de una mano enguantada en el antebrazo le hizo dar un respingo: por un instante pensó que la policía volvía a detenerle. Pero no era la policía quien le tocaba sino una mujer de luto con el rostro cubierto por un espeso velo de encaje. Con la otra mano sostenía un rosario de cuentas de azabache. Antes de oír su voz, Anthony supo que era Paquita.

—Vaya susto me ha dado —susurró—. Así no hay quien la reconozca.

—De eso se trata —respondió Paquita con un deje de picardía en la voz—, y usted tiene los nervios a flor de piel.

—No es para menos —dijo el inglés.

—Arrodíllese y podremos juntar más las cabezas —dijo ella.

Encorvados en el reclinatorio, con la frente casi apoyada en el pasamano, parecían dos ánimas beatas desgranando avemarías con fervorosa unción. Sintiendo en el costado el contacto del cuerpo de la joven, Anthony refirió a la marquesa su reciente experiencia en la Dirección General de Seguridad. Paquita escuchaba en silencio, asintiendo sigilosamente con la cabeza gacha.

—He mentido a la policía sin un motivo concreto —dijo el inglés al término de su relato—; por una simple corazonada he infringido la ley. Dígame que no he actuado equivocadamente.

—No, ha obrado usted bien —repuso ella tras una pausa—, y yo se lo agradezco. Ahora —añadió con deliberada lentitud, como si le costara dar con las palabras adecuadas—, ahora he de pedirle un gran favor.

—Dígame de qué se trata, y si está en mi mano…

—Lo está. Pero exige de su parte un enorme sacrificio —dijo ella—. El objeto que le mostramos ayer…

—¿El Velázquez?

—Sí, ese cuadro. ¿Está usted convencido de su autenticidad?

—Oh, por supuesto, debo proceder a un examen más detenido… pero yo pondría la mano en el fuego…

—¿Y si yo le dijera que es falso? —interrumpió la joven.

El inglés ahogó con dificultad un grito.

—¡Cómo! ¿Falso? —exclamó conteniendo la voz y el sobresalto—. ¿Acaso le consta?

Sin perder su dramatismo, en la respuesta de la joven tintineó de nuevo el deje burlón.

—No. Yo creo que es auténtico. Éste es precisamente el favor que le estoy pidiendo: que diga taxativamente que es falso.

Anthony se quedó sin habla. Ella recuperó la gravedad y dijo:

—Comprendo su estupor y su resistencia. Ya le he dicho que se trata de un enorme sacrificio. No he perdido el juicio y razones muy poderosas avalan mi ruego. Como es natural, usted querrá conocer estas razones y yo misma se las expondré en su momento. Pero todavía no puedo. Deberá actuar fiado sólo de mi palabra. Por supuesto, no puedo obligarle, ni a esto ni a nada. Sólo hacerle una súplica y jurarle en presencia de Dios Todopoderoso, en cuya casa estamos, que mi agradecimiento no tendrá límites, ni lo tendrá mi voluntad de corresponder a su generosidad. Grabe esto en su mente, Anthony Whitelands, no hay nada que yo no esté dispuesta a hacer para resarcirle de su sacrificio. Ayer, en el jardín de casa, le dije que mi vida estaba en sus manos. Hoy lo reitero con renovada fe. No diga nada y escúcheme bien. Esto es lo que debe hacer: esta tarde vaya a mi casa y dígale a mi padre que esta mañana no pudo acudir a la cita por un motivo cualquiera. No le cuente en modo alguno lo que me acaba de contar a mí. No mencione la Dirección General de Seguridad y menos aún a José Antonio. Limítese a decirle que el Velázquez es falso y en consecuencia no vale nada. Sea convincente: mi padre es confiado pero no tonto. No recela de usted como persona ni como experto, y le creerá si actúa con aplomo. Y ahora, discúlpeme, pero he de irme. Nadie de mi familia sabe que he venido y no quiero que se note mi ausencia. Usted quédese unos minutos. Aquí hay mucha gente, alguien podría reconocerle y no deben vernos juntos. Si esta tarde coincidimos en mi casa, como seguramente ocurrirá, compórtese como si no nos hubiéramos visto desde ayer. Y recuerde: estoy en sus manos.

Se santiguó, besó la cruz del rosario, lo guardó en el bolso, se incorporó, y salió con paso lánguido, dejando a Anthony sumido en un mar de confusiones.

Capítulo 15

Anonadado y con una expresión de angustia similar a la del Cristo que presidía el santuario, Anthony Whitelands ganó la calle dando tumbos y tropezando con el flujo incesante de feligreses. Fuera arreciaba la nevada y al dejar el atrio le envolvió un remolino de gruesos copos cuya profusión y blancura parecía sumir el resto del mundo en una impenetrable oscuridad. Este fenómeno le pareció adecuado a su ánimo, en el que se libraba una violenta batalla. Tan pronto su voluntad se sometía a la desconcertante petición de Paquita como se rebelaba contra aquella cruel imposición. Ciertamente, la intrepidez con que ella se le había ofrecido tácitamente pero sin reservas avivaba sus deseos, pero el precio se le antojaba excesivo. ¿Había de renunciar al reconocimiento mundial precisamente cuando lo tenía al alcance de la mano? ¡Y para colmo, sin darle ninguna explicación, apelando únicamente a su debilidad! ¡Imposible!

El frío y la nieve le despejaron la mente, al menos para comprender que no podía seguir bajo la tormenta, hablando a solas como un demente. Todavía fuera de sí, entró en una taberna cercana, se sentó en un taburete y pidió un vaso de vino que le hiciera entrar en calor. El tabernero le preguntó si quería comer algo.

—Mi suegra hace unos callos…, ¿cómo le diría? Así, entre usted y yo, muchas cosas buenas de esa bruja no se pueden decir, pero ¿cocinar? ¡Como Dios! Los callos están que resucitan a un muerto, y usted, si no se ofende, parece que acaba de ver uno.

—No anda desencaminado —dijo Anthony, encantado de que la charla del tabernero le distrajera de su desazón—. A ver esos callos. Y póngame también una ración de jamón, unos calamares a la romana y otro vasito de vino.

Al concluir el almuerzo se sentía mejor. No había tomado ninguna decisión, pero la duda había dejado de atormentarle. La tormenta amainaba, el viento se había calmado y las calles estaban cubiertas de nieve que crujía bajo los pasos vacilantes del inglés. Regresó al hotel rodeado de silencio, subió a la habitación, se quitó el abrigo y los zapatos, se dejó caer en la cama y se quedó profundamente dormido.

Contra todo pronóstico, durmió largo rato sin pesadillas ni sobresaltos. Al despertar ya era de noche. A través de la ventana el cielo tenía el reflejo nacarado de la nieve. Al asomarse vio los tejados cubiertos de una capa blanca. En las calles los automóviles y los carros habían abierto surcos negruzcos y en los bordillos de las aceras se formaban aguazales. Anthony se lavó, se afeitó, se puso ropa limpia, salió a la calle y se encaminó al palacete del duque de la Igualada sin haber pensado una excusa y sin haber resuelto la terrible disyuntiva, dispuesto a seguir los dictados de su instinto y a dejar sus decisiones y sus actos a merced de sus impulsos.

Hizo el trayecto hasta la Castellana evitando las calles más concurridas, donde las secuelas de la nevada obstaculizaban la circulación de vehículos y peatones. Las precauciones no impidieron que llegara a su destino con los zapatos calados y el dobladillo de los pantalones mojado y maltrecho.

El mayordomo le hizo entrar, se hizo cargo de las prendas de abrigo y fue a anunciar su llegada al dueño de la casa. A solas en el amplio vestíbulo, frente a la copia de
La muerte de Acteón
, Anthony sintió evaporarse su eufórica osadía. Trataba de imaginar una justificación verosímil a su incomparecencia de la mañana y no se le ocurría ninguna. Finalmente optó por decir que estaba indispuesto, aprovechando que su aspecto, después de los estragos de la noche anterior y los agitados sucesos del día lo corroboraría. Aun así, le incomodaba sobremanera mentir. En su aventura extramatrimonial con Catherine se había visto obligado a emplear este tipo de embuste de un modo recurrente y esta servidumbre había terminado por envenenar la relación y convertirla en algo odioso. Al ponerle punto final, Anthony creía haber dejado también atrás aquella penosa pero necesaria transgresión, y ahora, apenas transcurridos unos días, se veía de nuevo urdiendo un embuste innecesario, del que sólo podían derivarse consecuencias negativas para él. En este punto regresó el mayordomo a darle un respiro.

—Su excelencia tiene una visita y el resto de la familia ha salido. Si desea esperar, puede pasar a la salita.

Anthony se encontró a solas en la pieza donde en anteriores ocasiones había tomado café con la familia y donde Paquita le había deleitado con sus canciones. Ahora el piano estaba cerrado y no había ninguna partitura en el atril. Inquieto, dio vueltas por la pieza como un hombre encarcelado. La humedad había permeado los zapatos y sentía una desagradable sensación en los pies y los tobillos. Sonaron las seis en el carillón rococó. Cuando el mismo carillón dio el primer cuarto sin que nadie hubiera acudido a su encuentro, el nerviosismo de Anthony se transformó en inquietud. Algo importante debía de estar ocurriendo para que el duque postergara recibirle después de la vehemencia con que la víspera le apremiaba a dar su opinión acerca del cuadro. Cuando el inglés, con buen tino, se negó a pronunciarse de inmediato sobre una cuestión tan delicada y propuso volver a la mañana siguiente para proceder con más calma al estudio de una obra cuya primera impresión le había alterado el discernimiento, el duque había comprendido sus razones y aceptado el aplazamiento, pero no había disimulado su impaciencia por concluir la operación sin más tardanza. ¿Qué había sucedido en el ínterin para provocar un cambio tan radical? Fuera lo que fuese, no podía quedarse recluido toda la tarde.

Con sigilo abrió la puerta de la sala y se asomó al recibidor. Como allí no había nadie, se introdujo en el pasillo que conducía al despacho del duque. Ante la puerta, oyó voces. Por fortuna, los españoles siempre hablan a gritos, pensó. Reconoció la voz del duque y la de su hijo Guillermo, pero no la de un tercer interlocutor, ni pudo entender lo que decían. En vista de que nada podía averiguar y temeroso de ser sorprendido, regresó a la sala con intención de reclamar el abrigo y marcharse. En la puerta le detuvo una voz femenina.

—¡Anthony! Nadie me ha dicho que estabas aquí. ¿Qué haces?

Era Lilí, la hija pequeña de los duques. El inglés se aclaró la garganta.

—Nada. Estaba esperando a tu padre y, como no viene, salía a buscar al servicio.

—No digas mentiras. Hay huellas de pisadas por toda la casa. Has estado husmeando.

Ambos habían entrado en la sala y Lilí cerró la puerta y se sentó muy modosa en una silla, recompuso los pliegues de la falda y dijo:

—Siento mucho que mi padre te haya dado plantón. Algo grave ha debido de retenerle para que se comporte de un modo tan desconsiderado. Al pasar por delante del despacho he oído bronca. No me atrevo a preguntar, pero puedo hacerte compañía.

—Será un placer —respondió con ironía el inglés, a quien no resultaba halagüeña la perspectiva de pasar un rato encerrado con aquella criatura vivaracha, que a todas luces había heredado la capacidad de desconcertarle propia de la familia.

—Ya veo que no —dijo ella—. Pero me da lo mismo. Te haré compañía porque me caes bien, Tony. ¿En tu país te llaman Tony?

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