Riña de Gatos. Madrid 1936 (19 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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Esta visión la comparten muy pocos. A diferencia de lo que sucedía en los primeros tiempos de la República, las organizaciones obreras han vuelto la espalda a los políticos y sólo vacilaciones y disidencias internas les retraen de echarse a la calle a tomar el poder por la fuerza. Motivos no les faltan: el Gobierno de derechas que precedió al actual hizo lo que pudo para invalidar los logros laborales alcanzados hasta el momento y reprimió la agitación con inusitada brutalidad. Hoy el Frente Popular trata de reconducir la situación pero choca con obstáculos formidables: la oposición, encabezada por Gil Robles, y Calvo Sotelo, torpedea en el Parlamento el programa de reforma social del nuevo Gobierno, mientras las poderosas fortunas españolas maniobran en las bolsas europeas para provocar la depreciación de la peseta, el aumento del paro y el hundimiento de la economía. La Iglesia y la prensa, mayoritariamente en manos de la derecha, agitan la opinión y siembran el pánico, y los intelectuales más influyentes (Ortega, Unamuno, Baroja, Azorín) reniegan de la República y piden un cambio drástico. En previsión de un golpe militar o fascista, que juzgan inminente, los sindicatos hacen colectas para comprar armas, y las milicias obreras montan guardia día y noche para intervenir a la primera señal de alarma.

Don Manuel Azaña conoce estos factores pero disiente de los demás en lo que se refiere a su trascendencia. En su opinión, los obreros no se decidirán a tomar la calle: los socialistas y los anarquistas no unirán sus fuerzas y los comunistas han recibido del Komintern órdenes tajantes de estar alerta y esperar; el momento no es propicio para la revolución, tratar de imponer la dictadura del proletariado sería un error de cálculo. Por la misma regla de tres, no da crédito a la posibilidad de un golpe de la derecha. Los monárquicos han ido a pedir a Gil Robles que se proclame dictador y Gil Robles se ha negado.

Queda el Ejército, claro. Pero Azaña lo conoce bien: no en vano ha sido ministro de la Guerra. Sabe que los militares, bajo su apariencia terrible, son inconsistentes, volubles y maleables; por un lado amenazan y critican y por el otro lloriquean para conseguir ascensos, destinos y condecoraciones; se pirran por las prebendas y son celosos de las ajenas: todos creen que otro con menos mérito les ha pasado por delante; en suma, que se dejan camelar como niños. Habituados por la férrea jerarquía a hacer sólo lo que otro decide, no consiguen ponerse de acuerdo para una acción conjunta. Todas las armas (artillería, infantería, ingenieros) están a matar entre sí, y basta que la Marina haga una cosa para que la Aviación haga la contraria. A raíz del triunfo reciente del Frente Popular, el general Franco fue a ver al presidente del Consejo de Ministros y le conminó a poner fin al desorden reinante con la ayuda, si fuera precisa, del Ejército. Francisco Franco es un general joven; posee inteligencia práctica y un valor probado: en África ascendió de un modo meteórico y se ganó una merecida reputación entre la oficialidad. Por sus dotes personales y su ascendiente podría ser uno de los cabecillas de la revuelta, si su carácter melifluo y su natural reserva no inspiraran desconfianza a los demás generales. Es dudoso que la velada amenaza de Franco al presidente del Consejo contara con el respaldo de todo el Ejército, pero a Portela Valladares la visita le metió el miedo en el cuerpo y dimitió precipitadamente. Fue el vacío generado por esta dimisión lo que llevó de nuevo a la presidencia del Consejo a don Manuel Azaña.

Un ordenanza pide permiso y entra en el despacho del Director General con una bandeja en la que humea una jícara junto a un canastillo con bollería. Otro ordenanza trae tazas, platos, vasos, cubiertos, servilletas y una jarra de agua fresca y dispone la mesa para el refrigerio. Cuando están acabando de desayunar irrumpen en el despacho don Amós Salvador, ministro de la Gobernación, acompañado del subsecretario de la Gobernación, don Carlos Esplá. Risas y saludos. Entre Mallol y Esplá, que son masones, hay un rápido intercambio de signos. Mientras tanto el despacho se ha llenado de ayudantes, funcionarios, inspectores y un gobernador civil que está de paso por Madrid. En las mesas se apilan las carteras y se tambalea el perchero bajo el peso de los abrigos. Se lían cigarrillos, se encienden pipas y algún charuto, el humo nubla el aire tupido de la pieza.

Como era de esperar, el presidente del Consejo decide autorizar la manifestación por el bombero muerto, pero no autoriza el mitin de la Falange en el cine Europa. Se tomarán las medidas oportunas y pasará lo que tenga que pasar. Si los falangistas hacen acto de presencia y meten bulla, se puede aprovechar la ocasión para ilegalizar el partido y meter en el calabozo a los principales dirigentes. Y si hace falta, se impone el toque de queda. Con la habitual prosopopeya y la esporádica cooperación de su acólito, el capitán Coscolluela, el teniente coronel Marranón da cuenta de los últimos movimientos de Primo de Rivera y su camarilla, tanto en la capital como en provincias. Luego se despachan otros asuntos.

Según informes fidedignos, el secretario de la Internacional Comunista, Georgi Dimitrov, sigue decidido a defender a la República a toda costa. Por este lado, al menos, no hay peligro. Por supuesto, los militares siguen conspirando; muchos de ellos tienen contacto estrecho con Falange o con la Comunión Tradicionalista que encabeza Manuel Fal Conde. Como medida preventiva, los generales más levantiscos han sido destinados a plazas periféricas, lejos de los centros estratégicos.

Se mantendrá la censura informativa, tanto sobre los actos de violencia, incluida la quema de iglesias, como sobre las huelgas sectoriales en todo el país. El gobernador civil comenta la posibilidad de utilizar al ejército para cubrir los servicios básicos y los abastecimientos afectados por las huelgas. En principio no es buena solución, pero habría que examinar el caso en cada localidad. Por ahora, Cataluña está tranquila; en cambio, Andalucía anda muy revuelta.

Trámites sin importancia, pero vitales para la buena marcha de la administración, ocupan todavía una hora de la densa jornada de los funcionarios. Luego, con los ojos enrojecidos por la vigilia y el humo, van saliendo de uno en uno para reincorporarse a sus respectivos despachos. Cuando se quedan de nuevo a solas el Director General de Seguridad, el teniente coronel Marranón y el capitán Coscolluela, el señor Mallol reprime un bostezo, se despereza y murmura con cansancio:

—¿Y qué novedades tenemos del inglés?

El teniente coronel, que ya se levantaba, se vuelve a sentar, mira de refilón a su ayudante y responde con su voz apagada:

—Nada definitivo por ahora. Parece un tontaina, pero no lo debe de ser. Cuando le interrogamos mintió deliberadamente.

En pocas palabras refiere el diálogo sostenido la víspera con Anthony Whitelands, hace una pausa para que su jefe pueda asimilar lo referido y añade:

—Ayer, a última hora, recibí una llamada telefónica de nuestros informantes en Londres, con quienes me había puesto al habla previamente. Según todos los indicios, nuestro hombre es lo que dice ser: un entendido en cuadros. Ha publicado artículos y es respetado en su medio. Aunque estudió en Cambridge no es maricón ni comunista. Tampoco ha tenido contactos con grupos fascistas ni de otras tendencias. Apolítico hasta la fecha. Sin medios de fortuna personales. Desde hace unos años le pone los cuernos a un funcionario del Foreign Office. Dispone de una modesta renta. Los beneficios derivados de su trabajo no dan ni para pipas.

—Esto podría explicar su venida a España —apunta el director general—. El dinero cuenta.

—Es una posibilidad, en efecto —asiente el teniente coronel—. Se le ha visto entrar y salir de casa del duque de la Igualada.

El señor Mallol deja escapar un gruñido y murmura:

—¿Estará tramando algo la vieja carcunda?

—No me extrañaría. Primo de Rivera visita con frecuencia la casa del duque.

—Será por la chica.

—¡Ca! Eso no prospera. Claro que con las mujeres, nunca se sabe… Lo único cierto es que el inglés anduvo anoche de parranda con Primo y los de su cuerda en La ballena alegre.

Don Alonso Mallol hace un gesto decidido: está cansado y quiere zanjar la cuestión sin más demora.

—No me lo pierda de vista —dice a modo de despedida.

Por la ventana entra un sol pálido y de la calle sube el atenuado rumor del bullicio urbano. A esa misma hora, ajeno al escrutinio de que está siendo objeto, Anthony Whitelands se desayuna con café con leche y porras en un bar de la plaza de Santa Ana mientras hojea la prensa diaria con preocupación. Se ha contagiado de la incertidumbre general, pero como buen inglés, no comprende el silencio de los medios de información sobre asuntos que tienen al país en vilo. No ignora la severa censura impuesta por el Gobierno, porque los propios periódicos destacan en la primera página y con grandes letras el atropello de que son víctimas, pero no entiende la utilidad de una medida que desacredita al Gobierno y produce el efecto opuesto al que persigue. A falta de información regular, circula un sinfín de rumores que la imaginación popular transforma y exagera hasta la desmesura. Todo el mundo asegura recibir de buena fuente noticias sensacionales y conocer secretos gravísimos que no tiene el menor reparo en difundir a los cuatro vientos. Los conductos por donde circula este tipo de información son variadísimos y complejos, porque la sociabilidad de los españoles no tiene límites. En las tabernas y los cafés, en las oficinas y las tiendas, en los transportes públicos y en los patios de vecindad, el pueblo cuenta, comenta y discute con conocidos y desconocidos, con mucho aplomo y a grandes voces, el presente y el futuro de la azarosa realidad española. A más alto nivel ocurre lo mismo, pero aquí se añade un factor de confusión adicional, porque la filiación política de cada cual coexiste con su círculo familiar y profesional, el club deportivo y el centro cultural o recreativo al que pertenece. El furibundo derechista y el furibundo izquierdista pueden coincidir en los toros o en el fútbol e intercambiar nuevas y datos sobre tal o cual tema, sobre tal o cual persona o sobre tal o cual escándalo; y lo mismo sucede en el Ateneo, o a la salida de misa, o en la logia masónica. De todos estos medios, el español en general y el madrileño en particular obtiene información, unas veces verídica y otras falsa, sin que nada le permita discernir la una de la otra.

De todo esto, Anthony Whitelands tiene una vaga idea, pero su conocimiento de España es profundo en algunos aspectos y muy superficial en otros, y se pierde fácilmente en el laberinto de hechos, conjeturas y fantasías en que se encuentra inmerso. Por añadidura, le absorben sus propias preocupaciones.

El editorial de
ABC
clama contra la inacción del Gobierno ante los actos vandálicos en iglesias y conventos. ¿Cuántas desgracias personales y cuánta destrucción del patrimonio artístico habremos de lamentar antes de que el señor Azaña se digne tomar medidas contundentes contra los infractores? ¿Habremos de esperar a que el populacho haga extensivo su odio a otros sectores de la sociedad y empiece a quemar las casas de los ciudadanos con éstos dentro?

Esta eventualidad le corta el resuello. Tal como están las cosas, no descarta un atentado contra el palacete del duque y, si así fuera, ¿qué le ocurriría al cuadro que en este mismo instante está en el sótano, a la espera de que mister Whitelands emita su dictamen?

Capítulo 19

Sin pasar por el hotel ni anunciar previamente su visita, Anthony Whitelands caminó con ligereza hasta el palacete de la Castellana y llamó al timbre. Al abrir la puerta el mayordomo no excusó su intempestiva presencia ni se esforzó por ocultar su nerviosismo.

—He de ver con urgencia al señor duque —dijo.

El mayordomo opuso a su extravío una sorna senequista.

—Su excelencia sin duda le recibiría si estuviera en casa —dijo—, pero no siendo así, no veo manera. Su excelencia salió temprano sin dejar dicho cuándo pensaba volver. Por el contrario, la señora duquesa sí está, pero no recibe hasta pasadas las doce. Si quiere, avisaré al señorito Guillermo.

Enfriado su ánimo por la decepción, Anthony adoptó una actitud distante.

—No quiero hablar con el señorito Guillermo —respondió secamente, dando a entender que él no trataba con niñatos—. ¿Y la señorita Paquita?

El mayordomo esbozó la media sonrisa de quien, siendo inferior en rango, se sabe dueño de la situación.

—Iré a ver —dijo haciéndose a un lado para dejar paso al inglés y adoptando una expresión sumisa que preparaba el terreno para una cortés despedida.

Una vez más Anthony se quedó a solas en el amplio vestíbulo frente a la copia de
La muerte de Acteón
. Aquella escena violenta y confusa que representaba un hecho repentino e irreversible le producía tanta admiración como rechazo. Tiziano había pintado el cuadro por encargo de la corona española, pero por razones que Anthony desconocía, aquél no llegó nunca a manos de su legítimo destinatario. Quizá Felipe II supo del asunto y no lo juzgó apropiado. Pese al tópico carácter fogoso de los españoles, en la pintura española no tienen cabida la cólera y la venganza. Velázquez nunca habría pintado una escena similar. Su mundo estaba compuesto de hechos cotidianos, cargados de una vaga melancolía, de una serena y comedida aceptación del ineluctable fracaso de las ilusiones de este mundo. Que la copia del Tiziano hubiera ido a parar a un lugar tan prominente de la austera casa de los duques no dejaba de extrañarle, aunque el prestigio de una firma y el paso del tiempo podían justificar esta elección. Y otras peores: Anthony había visto horribles degollamientos presidir salones donde se servían canapés, se bailaba y se cotorreaba, simplemente porque la pintura en cuestión había sido adquirida a un alto precio o heredada de un antepasado ilustre y ahora sólo constituía una muestra más de opulencia y abolengo. Anthony reprobaba esta perversión del arte. Para él el contenido del cuadro era esencial, y la intención con que el artista lo había realizado no sólo seguía vigente al cabo de los siglos, sino que este espíritu, cuando se trataba de una verdadera obra de arte, pasaba por encima de cualquier otra consideración de orden técnico, histórico o crematístico.

Absorto en estos pensamientos, se había acercado mucho al cuadro y pasaba los dedos por la pintura. Luego se retiró unos pasos y contempló desde los medios del vestíbulo la imponente escena con una media sonrisa. Ay, exclamó para sus adentros, la vieja historia del cazador cazado.

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