Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga
Consciente de su deplorable aspecto, se dirigió al recepcionista con actitud desafiante, reclamó el teléfono para hacer una o dos llamadas y preguntó si en su ausencia había habido alguna visita o alguna llamada.
—¿Alguna? ¡Hombre, si desde que se inscribió usted en el hotel, esto parece el baile de la Bombilla!
Las peripecias de la jornada habían agotado las energías del inglés. Sintiéndose desfallecer, pidió al recepcionista un vaso de agua. El recepcionista sacó un botijo de debajo del mostrador y se lo dio. El agua fresca con aroma de anís le devolvió la vida.
—No debería extralimitarse —dijo el recepcionista en un tono que aunaba la ironía con un deje de ternura. Y acto seguido enumeró las idas y venidas—. Primero la gachí se largó con el churumbel y se llevó sus cosas. Si eran sus cosas de ella o las de usted, no es asunto mío. Luego vino aquel señorito del otro día, el gracioso de la pistola. En viendo que usted no estaba, se fue malhumorado sin decir oste ni moste. Volverá. Y hace una hora o poco más compareció el señor del primer día.
—¿El primer día?
—Con tanto trasiego, lo habrá olvidado. El primer día de estar usted en el hotel vino a por usted un señor muy elegante, extranjero por más señas. Hablaba un castellano fetén. Demostró gran interés por usted, pero luego no volvió. Hasta hoy. Su ausencia le ha contrariado mucho y ha dejado un número de teléfono y el ruego de que le llamase en cuanto viniese.
—¿Y no ha dejado dicho su nombre?
—No. Sólo ha dejado el número de teléfono y un perfume de sarasa que de poco me da algo.
Anthony recordó la misteriosa visita y también haberla mencionado a Harry Parker en una de sus entrevistas. El diplomático dijo no saber nada de ella. Tal vez mentía. La única forma de salir de dudas era llamando al número anotado por el anónimo visitante. Decidió aplazar la llamada a Harry Parker hasta después, por si de la otra llamada surgía un aspecto nuevo de la cuestión. En cuanto a Guillermo del Valle, lo mejor era no hacer nada. En aquel momento le traía sin cuidado lo que pudiera suceder en el seno de la Falange y no sentía el menor deseo de establecer nuevos contactos con la familia del duque de la Igualada.
Al número que le había dado el recepcionista respondió una voz velada, trémula e irreconocible. Al identificarse Anthony Whitelands, el otro se pasó al inglés.
—He de verle con urgencia —dijo—. Por teléfono no es prudente hablar. Le espero dentro de una hora en Chicote. No avise a nadie. Venga solo.
—¿Cómo le reconoceré?
—Yo le reconoceré a usted. Y usted a mí también. En una hora. Chicote. He de colgar.
Chicote no quedaba lejos del hotel y como la entrevista había de tener lugar al cabo de una hora, Anthony Whitelands pudo lavarse, cambiarse de ropa y aún le sobró tiempo para devorar con avidez un sustancioso bocadillo de calamares en una cervecería de la plaza de Santa Ana, porque no había comido nada en todo el día. Luego anduvo por la calle del Príncipe, Sevilla y Peligros, y llegó al lugar convenido con un retraso deliberado de cinco minutos sobre la hora prevista para observar el local desde la puerta y localizar a quien le había citado. En esta operación estaba cuando alguien a sus espaldas dijo en inglés:
—Estoy aquí. Llega tarde. No se vuelva. Entremos.
Chicote se había convertido en uno de los lugares más concurridos del Madrid bohemio de la Segunda República, de la que era coetáneo. Aquella noche no era excepción y la abundante clientela permitió a Anthony obedecer la orden sin temor a una encerrona. Una vez dentro, se volvió para verle la cara a su acompañante. Al punto y no sin sorpresa, reconoció a Pedro Teacher.
—¿Por qué no me dijo de entrada que era usted? —preguntó.
—¡No pronuncie mi nombre! —exclamó el untuoso galerista—. Voy de incógnito.
—¿Con bombín y monóculo? ¿Y a qué viene tanto misterio?
Pedro Teacher le empujaba sin responder a sus preguntas y así atravesaron la masa de clientes y ocuparon una mesa milagrosamente vacía. Pedro Teacher colgó el abrigo y el bombín en un perchero y se guardó el monóculo en el bolsillo superior de la americana. Estaba muy agitado y no dejaba de mirar en todas direcciones. Cuando acudió el camarero, pidió dos Martinis secos sin consultar con Anthony.
—Aquí los hacen muy bien —dijo—. Los mejores de España.
—Bueno. Y ahora acláreme este galimatías. ¿Qué está haciendo en Madrid?
—Buscarle desesperadamente —respondió el otro—. Verá. Poco después de partir usted de Londres, persuadido por mí, como recordará, se produjo un hecho inesperado, de resultas del cual la operación, tal como yo se la había planteado, tomó un derrotero distinto y, si me permite un calificativo altisonante, letal.
—¿Letal para mí? —preguntó Anthony sin alterarse, porque los sucesos vividos desde entonces le habían curado de espanto.
—Letal en general, pero usted, lamento decirlo, se encuentra en una posición doblemente letal. Fuego cruzado, tanto en el sentido metafórico como en el literal de la expresión. Debido a lo cual, como le venía diciendo, e impelido por mi natural honradez, salí en pos de usted. Llegué un día más tarde y sin tardanza averigüé su paradero, gracias a mis contactos en centros neurálgicos, si así puedo llamarlos, de la administración. Madrid no tiene secretos para mí. En mi condición de proveedor de las más ilustres familias del país, raro es el ambiente o espacio adonde yo no tenga acceso. Y entre todos los ambientes cuyas puertas se abren para mí, ocupa un lugar dilecto la casa de nuestro común amigo, su excelencia el duque de la Igualada. Y su encantadora familia, por descontado. Si, como supongo, ha frecuentado usted el palacete de la Castellana, habrá advertido la variada y exquisita selección de cuadros, buena parte de la cual ha sido propuesta y vendida por su seguro servidor.
El camarero interrumpió el soliloquio con los dos Martinis. Cuando Anthony alargó la mano para coger su copa, Pedro Teacher le retuvo.
—Disculpe, amigo Whitelands, los dos son para mí. No le impido pedir a su libre antojo, pero yo necesito un cordial para levantar mi abatida moral. El riesgo forma parte de la profesión de galerista, pero no este tipo de riesgo. A su salud.
Mientras apuraba el primer Martini en dos sorbos y empezaba a paladear el segundo con los ojos vidriosos, Anthony consideró llegado el momento de poner fin a las divagaciones y averiguar la verdadera razón del seguimiento, la cita y el encuentro. Instado a ello, Pedro Teacher se secó los labios con el dorso de la mano y prosiguió su relato.
—Fui, pues, a buscarle al hotel y lo hallé ausente, valga el retruécano. Al día siguiente volví, pero ya no pude ni acercarme al edificio, estando éste estrechamente vigilado. Desde entonces he invertido mis horas en correr detrás de usted. En vano: cuando no le acaparaba la policía, lo hacía el cuerpo diplomático, y si no, la Falange. Por no hablar de una caterva de rufianes y meretrices en cuya compañía pasa usted sus ratos libres. Lo cual no es, por supuesto, de mi incumbencia.
—En tal caso, dejemos de lado mis esparcimientos y vayamos al grano. ¿Por qué me busca, señor Teacher?
Esta reconvención trajo de nuevo a la memoria del untuoso galerista su recelo: dirigió miradas timoratas en todas direcciones, restañó con un pañuelo de hilo el sudor que le perlaba la frente y el labio superior y bajó la voz.
—No se lo puedo decir.
—¿Y para esto me ha hecho venir?
—No se lo puedo decir precisamente aquí. Nos escuchan.
—Nadie nos escucha, Teacher. Cada cual va a la suya. Y por si esto no bastara, en este país no sabe inglés ni el director del British Council.
—No se fie. Madrid bulle en agentes extranjeros. ¡Un enjambre, Whitelands! Como es natural. Dentro de nada se va a decidir sobre este suelo el futuro del mundo. La batalla decisiva entre el bien y el mal. Armagedón.
—Tal vez —dijo Anthony al advertir en su interlocutor una progresiva animación atribuible al consumo de Martini—, pero yo estoy demasiado cansado para perder el tiempo oyendo tonterías. Si no me va a contar nada, me vuelvo al hotel y me meto en la cama. Armagedón puede empezar sin mí. Buenas noches.
—No, no. No se vaya —suplicó Pedro Teacher en tono plañidero—. He de decirle una cosa de la máxima trascendencia. Al fin y al cabo, a eso he venido desde tan lejos. Pero no debe oírnos nadie.
—Dígamela al oído.
—Ni hablar. Me leerían los labios: hay agentes adiestrados en esta suerte. Vayamos a otro bar. No, no es buena idea: allí pasaría lo mismo. Y en plena calle podrían seguirnos, quién sabe si hacernos una fotografía. Se me ocurre algo mejor. Venga a mi casa. Mantengo un piso sencillo pero céntrico, donde guardo algunas mercaderías propias de mi especialidad y donde recibo a mis clientes con la máxima discreción. Una bombonera, Whitelands, le gustará. Y es muy seguro. Como depósito de telas valiosas, dispone de las más modernas y eficaces medidas de seguridad. No le puedo dar las señas de viva voz, pero se las escribiré en esta servilleta de papel. Memorícelas y luego queme la servilleta. No, no la queme. Llamaría la atención. Cómasela. No, eso también daría pábulo a comentarios. En fin, dejo en sus manos la destrucción del dato. Yo me voy ahora mismo. No deben vernos salir juntos. Espere un cuarto de hora y acuda a la dirección escrita en la servilleta. ¿Me ha entendido?
—Claro. Yo estoy sereno. Pero no pienso ir a ninguna parte. ¿Cómo sé que no me está tendiendo una trampa? Usted mismo ha mencionado un riesgo letal.
—Me ofende la insinuación, Whitelands; somos ingleses, caballeros y colegas.
—No es óbice.
—Sea razonable. Llevo días buscándole para prevenirle de un gran peligro. No rechace mi mano tendida. Quizá no tengamos otra oportunidad. ¿Le suena el nombre de Kolia? Ah, le veo enarcar las cejas. Yo le puedo suministrar información adicional sobre el personaje, y también sobre la manera de frustrar sus intenciones. También puedo aclararle algún extremo acerca de la disputable y disputada autoría de cierto cuadro… En fin, le espero en quince minutos. Proceda como mejor le parezca.
Se colocó el monóculo, se levantó, cogió el abrigo y el bombín y salió con andar envarado. Anthony leyó la dirección. Era un número bajo de la calle Serrano, no lejos de allí. Mientras imaginaba el trayecto y ponderaba la conveniencia de acudir, el camarero le presentó la cuenta de los dos Martinis. Esta muestra de aturdimiento y desfachatez le tranquilizó respecto de las intenciones de Pedro Teacher. Ningún malvado habría hecho algo tan burdo. Pagó y salió del local.
Persistía el frío del invierno, pero la temperatura nocturna era más suave que en días anteriores y el paseo le resultó tonificante y contribuyó a ordenar sus ideas. Las horas precedentes habían sido muy agitadas desde todo punto de vista y ahora le invadía una fatiga absoluta, física y mental, que no dejaba resquicio a la voluntad. Tenía la convicción de haber llegado al límite de su energía y todo cuanto se refería al viaje había dejado de interesarle. Incluso el cuadro de Velázquez le parecía ahora un objeto demasiado lejano y demasiado costoso. Sin haber perdido un ápice de su atractivo, ni el triunfo profesional imaginado, ni las efusiones sentimentales desatadas y colmadas casi al mismo tiempo, podían competir con el deseo ferviente de regresar a la tranquilidad de su trabajo, su casa y su ordenada vida cotidiana. Fuera cual fuese la revelación anunciada por Pedro Teacher, su decisión ya estaba tomada. Al día siguiente volvería a Inglaterra, sin consultar con nadie, sin comunicárselo a nadie, sin despedirse de nadie.
Cruzada la Cibeles, pasó por delante del bar cuyo sótano albergaba La ballena alegre, el local donde José Antonio Primo de Rivera y sus cantaradas se reunían por las noches a beber whisky y a discutir sobre los acontecimientos de la vida intelectual. Anthony guardaba un cálido recuerdo de la noche en que fue invitado a formar parte de la tertulia, si bien tenía muy pocas ganas de encontrarse de nuevo con José Antonio, después de que Paquita lo había utilizado, en forma engañosa y harto descabellada, como trámite previo a su apareamiento con el Jefe Nacional. Enrojecía el inglés de rabia y de vergüenza al pensar en el triste papel que le había tocado desempeñar en aquel peculiar triángulo. Había llegado a la calle Serrano y volvía a su memoria la charla mantenida con Paquita en la cafetería Michigan unos días atrás. En aquella ocasión él le había hablado de Velázquez y ella de sus problemas personales. Entre ambos se había establecido un vínculo, ahora roto para siempre. ¿Volverían a verse alguna vez? Era poco probable.
Distraído con estos recuerdos y cavilaciones, llegó con retraso a la dirección que le había dado Pedro Teacher en la servilleta de Chicote. El reloj señalaba las once en punto cuando se detuvo ante un enorme portalón de cuarterones, en una de cuyas hojas se recortaba otra puerta más pequeña, provista de una aldaba de bronce en forma de cabeza de león. Antes de llamar, empujó la puerta pequeña, que cedió a la presión. Entró después de haber mirado a su alrededor: por la calle no pasaba nadie en aquel momento. Anthony tuvo la sensación de que nadie le seguía ni le observaba. Después de tantos días sometido a vigilancia, la repentina autonomía le pareció de mal agüero. Aun así, se adentró en el zaguán. A la luz proveniente de la calle distinguió un interruptor, lo accionó y se encendió una bombilla en un aplique de latón dorado. Cerró la puerta de la calle y subió por una escalera ancha, de gruesos travesaños de madera abrillantada por el uso, que crujían al pisarlos.
También estaba entornada la puerta izquierda del segundo piso, donde Pedro Teacher decía tener su bombonera. No sin cierta prevención, Anthony cruzó el umbral. El recibidor estaba a oscuras, pero al fondo del pasillo se percibía una claridad difusa. Ni en el recibidor ni en el pasillo había muebles, alfombras o cortinas, y ningún cuadro colgaba de las paredes. Avanzando con sigilo para sorprender antes de ser sorprendido, desembocó en una estancia espaciosa, alumbrada por un quinqué. Las paredes desnudas y el escueto mobiliario confirmaron sus sospechas: nadie utilizaba aquel piso, ni como vivienda, ni como oficina, ni como sala de exposición. Este dato habría bastado para hacerle comprender su error, si otra visión no le hubiera mostrado la verdadera dimensión de su imprudencia y de su ingenuidad.
Para empezar, Pedro Teacher estaba muerto y bien muerto: ninguna duda al respecto. Un rato antes había calificado la situación de letal, y ahora lo demostraba de un modo incontestable con su propio ejemplo. El cuerpo yacía boca arriba en mitad de la sala, sobre un charco de sangre, con las piernas y los brazos abiertos formando un aspa, como si hubiera caído despatarrado. Todavía llevaba puesto el abrigo; el bombín había rodado a un metro de la cabeza de su antiguo propietario, junto al rostro del cual, astillado pero entero, estaba el monóculo.