Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga
—De inverosímil, nada; de real, muy poco. Todo es fruto de su imaginación. Podría haber sucedido esto o algo diametralmente opuesto; el cuadro podría haber sido pintado por otro pintor, quizá Martínez del Mazo.
Anthony negó con la cabeza: ya había considerado y descartado esta posibilidad. Juan Bautista Martínez del Mazo nació en Cuenca en 1605, fue el mejor discípulo y ayudante de Velázquez y se casó con Francisca, la hija de éste, en 1633. A la muerte de Velázquez fue nombrado pintor de cámara. A menudo las obras de Martínez del Mazo fueron atribuidas a Velázquez. El propio Anthony había escrito un artículo analizando las diferencias entre ambos pintores.
El viejo curador se encogió de hombros.
—Más no estoy dispuesto a concederle. Ni a discutir tampoco: tal como le veo, es inútil tratar de convencerle. Dejemos el asunto en suspenso. He venido por usted, pero oír sus disparates no es lo único que puedo hacer en Madrid. Me quedaré unos días, consultaré documentación, visitaré amigos y colegas, puede que me llegue a Toledo o a El Escorial, y trataré de ver una novillada: me pirro por los banderilleros. Si quiere algo de mí, deje recado en recepción. Sé que lo hará.
Al salir del Palace, Anthony Whitelands distinguió brotes verdes en las ramas de los árboles de hoja caduca. Esta delicada proclamación de la primavera le produjo una absurda irritación: cualquier excusa le era válida para exteriorizar la zozobra en que le había sumido la charla con Edwin Garrigaw, no tanto por los insultos recibidos como por la innegable mella que habían hecho en sus convicciones los argumentos del viejo curador. Sin embargo, en el punto en que se encontraba no podía permitirse debilidades y menos contemplar la posibilidad de una renuncia. Si por temor a cometer un aparatoso error abandonaba la empresa, ¿qué podía esperar? La vuelta a la insatisfacción en el reducido horizonte de la vida académica, con sus tediosos trabajos y sus sórdidas rivalidades. Tanto valor se requería para seguir adelante como para echarse atrás. Por no hablar del temor a que el astuto Garrigaw asumiera el riesgo que le aconsejaba evitar y acabara alzándose con el triunfo. Porque, no había que engañarse, en circunstancias normales, Edwin Garrigaw y no Anthony Whitelands habría sido la persona idónea para dictaminar sobre la autenticidad y el valor de un cuadro de tanta importancia. Sólo la turbulenta situación política de España y, sobre todo, la vieja enemistad entre el repulgado y displicente Garrigaw y el tortuoso Pedro Teacher hacía que la elección hubiera recaído en un experto de segunda fila. Sin duda por este motivo, tan pronto tuvo conocimiento de la usurpación, Garrigaw había viajado a Madrid dispuesto a utilizar su prestigio y sus mañas para recobrar el protagonismo perdido. Pero no se saldría con la suya, juró Anthony para sus adentros.
Con este firme propósito y con una abultada bolsa de comida comprada en la misma tienda de ultramarinos del día anterior, entró en el vestíbulo del hotel y pidió la llave de la habitación.
—Se la he dado a la señorita —dijo el recepcionista—. Le está esperando arriba.
Anthony no reparó en el tono respetuoso del recepcionista y en el uso del término señorita para referirse a la Toñina, a la que supuso de regreso, cumplidas sus obligaciones maternales y decidida a no separarse de él ni un minuto más de lo imprescindible. Pero cuando llamó con los nudillos a la puerta sosteniendo en precario equilibrio el paquete, la que le abrió fue Paquita del Valle, marquesa de Cornellá.
—Buenos días, señor Whitelands —dijo ella, divertida al comprobar el efecto producido por su presencia—. Disculpe mi atrevimiento. Quería hablar con usted y no me pareció adecuado esperarle en el vestíbulo, expuesta a la curiosidad de la gente. El recepcionista tuvo la gentileza de entregarme la llave. Si le molesto, sólo tiene que decirlo y me iré.
—De ningún modo, no faltaría más —balbuceó el inglés mientras depositaba la bolsa de víveres en la mesa, y colgaba el abrigo y el sombrero de la percha—. La verdad es que no esperaba… Algo me dijo el recepcionista, pero no pensé en usted, como es natural…
La joven se había colocado contra la ventana. A la nítida luz del mediodía primaveral se dibujaba su perfil y lanzaba destellos su cabellera ondulada.
—¿Quién pensó que era?
—Oh, nadie. Sólo que… últimamente he recibido visitas inesperadas con harta frecuencia. Ya sabe: la policía, funcionarios de la Embajada… Entre todos me están volviendo tarumba, si la expresión es correcta.
Mientras recorría con la mirada el desolado paisaje de aquel cuchitril, Anthony recordaba el suntuoso salón del hotel Palace e imaginaba con dolorosa precisión la amplitud, la elegancia y el confort de sus habitaciones, y una vez más se le hacía patente la inferioridad de condiciones con que debía enfrentarse a los momentos decisivos de su vida.
—Pero no se quede de pie —agregó en un esfuerzo por conferir cierta dignidad al encuentro—. Tome asiento. Sólo dispongo de una silla. Como ve, este cuarto no reúne condiciones…
—Las necesarias para mi propósito —atajó ella sin abandonar su posición junto a la ventana.
—Ah.
—¿No siente curiosidad por saber cuál es mi propósito?
—Sí, sí, por supuesto… Es…, disculpe, es la sorpresa. Verá, he comprado comida… De este modo puedo trabajar sin interrupción…
La joven marquesa hizo un ademán de impaciencia.
—Anthony, no tienes que darme explicaciones sobre tus costumbres —dijo a media voz, adentrándose con valor en el tuteo—. Y no desvíes la conversación. He venido porque hace unos días te pedí un favor y te ofrecí algo a cambio. Estoy aquí para cumplir mi parte del trato.
—Oh…, pero yo no he hecho nada.
—El orden de los factores no altera el producto —dijo Paquita con la inconsecuencia de quien no está dispuesto a que la lógica se interponga en el camino de su determinación—. Yo cumplo y tú habrás de hacer lo mismo. ¿Tan malo te parece el trato?
—Oh, no —dijo azorado el inglés—, es que…, sinceramente, nunca me lo tomé en serio.
—¿Por qué? ¿No tomas en serio a las mujeres o no me tomas en serio a mí?
—Ni una cosa ni otra…, pero tratándose de una persona como tú, una aristócrata…
—¡Déjate de bobadas! —dijo la joven marquesa de Cornellá—. La aristocracia es el símbolo de la tradición y el conservadurismo, pero los aristócratas nos comportamos como nos da la gana. Los burgueses tienen dinero; los aristócratas tenemos privilegios.
Anthony pensó que el obtuso Garrigaw debería haber escuchado aquel planteamiento sencillo y directo, aplicable punto por punto a doña Antonia de la Cerda. Pero ni sobre esto ni sobre nada de cuanto allí ocurriera podría hacer jamás ningún comentario.
—¿Y…? —empezó a decir.
—¿Él? —dijo ella con una sonrisa irónica que el contraluz ocultó al inglés—. Nunca lo sabrá si tú no se lo dices. Confío en tu caballerosidad y, además, es parte esencial de nuestro acuerdo el que tu estancia en España no se prolongue ni un minuto más de lo necesario. Y no perdamos más tiempo. He vuelto a decir que iba a misa y alguien acabará sospechando de mis repentinos ataques de religiosidad.
El frío humor de Paquita no era el ingrediente más adecuado para despertar el ardor del inglés, al cual, por otra parte, no se le escapaba lo absurdo de la situación ni las consecuencias nefastas para todos que por fuerza había de tener aquella aventura. Pero estas reflexiones nada podían contra la presencia física de Paquita en el reducido espacio de la habitación, cuya atmósfera parecía haberse cargado de electricidad. Esto mismo debió de experimentar Velázquez por la mujer de don Gaspar Gómez de Haro, con grave peligro de su posición social, de su carrera artística y de su vida, pensó Anthony mientras abandonaba toda cordura y se precipitaba en brazos de la adorable joven.
Media hora más tarde ella recogió el bolso del suelo, sacó una pitillera y un encendedor y prendió un cigarrillo.
—Nunca te había visto fumar —dijo Anthony.
—Sólo fumo en ocasiones especiales. ¿Te molesta?
En su voz había un leve titubeo en el que Anthony creyó advertir una sombra de ternura. Cuando hizo amago de abrazarla, ella rechazó su avance con suavidad.
—Acabo el cigarrillo y me voy —murmuró con la mirada perdida en las manchas del techo—. Ya te he dicho que no puedo estar ausente mucho rato. Por no hablar de la policía: si te están vigilando, me habrán visto entrar, me verán salir y atarán cabos. Claro que, a estas alturas, eso ya no importa mucho.
Anthony entendió el significado de la última frase y el tono de tristeza con que fue dicha: por su relación con José Antonio Primo de Rivera, sin duda eran inútiles todas las precauciones para sortear la vigilancia de la policía. Que en aquel momento los pensamientos de la joven marquesa volaran hacia otro hombre le causó dolor, pero no extrañeza.
—¿Nos volveremos a ver? —preguntó sin esperanza.
—Es posible —repuso Paquita recalcando cada palabra—. A vernos, sí; quizá volvamos a vernos.
Con el cigarrillo en los labios se levantó y empezó a vestirse. En aquel preciso instante sonaron unos golpes decididos en la puerta. A Anthony le dio un vuelco el corazón. La lista de personas que pudieran estar apostadas en el pasillo era larga y temible: el temible Kolia, el propio José Antonio, el capitán Coscolluela o Guillermo del Valle. Con fingida indolencia preguntó quién era y respondió la voz de la Toñina. Anthony suspiró aliviado: su presencia era más incómoda que peligrosa y confiaba en resolver la situación con habilidad.
—Es la encargada de la limpieza —dijo en voz baja dirigiéndose a Paquita; y en voz alta—: ¡Estoy ocupado, vuelva más tarde!
—¡No puedo esperar, Antonio! —respondió al otro lado de la puerta la voz angustiada de la muchacha—. He traído al niño y he de cambiarle los pañales.
Confuso, el inglés se volvió instintivamente hacia Paquita, que había acabado de vestirse y se había sentado en la silla para ponerse las medias. La joven marquesa se encogió de hombros y siguió poniéndose las medias y los zapatos tranquilamente. Cuando hubo acabado, se levantó, dio media vuelta y se puso a mirar por la ventana. Anthony se había cubierto con la sábana enrollada a la cintura y acudía a la puerta. Con la mano en el pomo se detuvo, dudó unos segundos y dijo:
—Espera.
Cruzó la exigua pieza, se colocó al lado de Paquita y murmuró:
—Es una historia larga y estúpida, sin la menor trascendencia…
Sin mirarle, Paquita arrojó el cigarrillo al suelo, lo aplastó con la suela del zapato y, como si hablara consigo misma, musitó:
—Dios mío, ¿qué he hecho?, ¿qué he hecho?
Anthony le puso la mano en la hombrera del vestido. Ella le propinó un manotazo.
—¡No me toque, señor Whitelands! —exclamó mientras se dirigía a la puerta.
Fuera el bebé se había puesto a berrear. La joven marquesa abrió la puerta y se quedó mirando a la Toñina, que mecía a su hijo y canturreaba una nana. Paquita sorteó el escollo y se alejó con paso altivo. La Toñina se había repuesto de la sorpresa y detuvo al inglés, que salía en persecución de Paquita.
—¡Antonio, que vas en porretas!
El aludido arrojó con rabia la sábana al suelo del pasillo y regresó a la habitación mascullando juramentos en su idioma. El bebé seguía berreando. La Toñina recogió la sábana, entró en la habitación y cerró la puerta a sus espaldas para evitar el escándalo. El inglés, que se vestía apresuradamente, interrumpió la operación para fulminar a la Toñina con los ojos y exclamar:
—¡Maldita seas, tú y esta repugnante criatura!
—¡Perdóname, Antonio, perdóname! El señor de abajo no me advirtió…
Mientras se disculpaba protegía al bebé por si a la imprecación del inglés seguía una buena tunda. Esta reacción desarmó a Anthony. Se puso la chaqueta y los zapatos, salió a la carrera y bajó la escalera hasta llegar jadeando al vestíbulo. Ni allí ni en la calle vio a Paquita. Entró de nuevo e interrogó por señas al recepcionista. Fingiendo ignorancia de la escena de vodevil que él mismo había propiciado, el recepcionista respondió que la señorita había salido a la calle y parado un taxi. Sin regresar a coger el abrigo y el sombrero y con los zapatos desatados, Anthony paró otro taxi, entró y dio al taxista la dirección del palacete de la Castellana.
No lejos de allí y mientras estos dramáticos sucesos tenían lugar, más responsable de ellos que el avieso recepcionista pero más ignorante que éste del desarrollo de los acontecimientos, Higinio Zamora Zamorano se dirigía a casa de la Justa para recabar información sobre el resultado de su iniciativa. Ninguna podía proporcionarle la buena mujer a este respecto, y, de haber tenido puntual noticia de la fatal cadena de tropiezos, ni él ni ella habrían dado por perdido el buen fin de la operación. Con una visión de la vida y las cosas en la que ostentaban el mismo rango las consignas políticas y los donaires de zarzuela, el Higinio y la Justa sabían que del intento del primero por colocar a la niña podía esperarse poco, pero que este poco era mucho en comparación con nada. Dos trayectorias vitales descalabradas desde sus inicios por una implacable conjunción de obstáculos sociales y errores personales les habían enseñado a relegar los grandes conceptos y los sentimientos nobles al mundo del cinematógrafo y del novelón por entregas. Preservados de un modo casi milagroso hasta la edad madura, tenían depositada toda su confianza en los fortuitos e irrenunciables compromisos nacidos de las pequeñas culpas y las ingobernables debilidades de la naturaleza humana.
—No tengas miedo por la niña, Justa —le había dicho Higinio Zamora a la comadre cuando la puso al corriente de su conversación con Anthony Whitelands—. El inglés es un buen hombre, y si al pronto la maltrata y la pega, después con más motivo se ocupará de ella.
A lo que la Justa dio su aquiescencia sin reservas, llevada de su fe en la sabiduría de Higinio Zamora Zamorano, el cual subía ahora muy ufano la tenebrosa escalera y llamaba a la puerta con alegre repiqueteo de nudillos, mientras con la otra mano sostenía un ramillete de violetas comprado a una florista callejera. De inmediato abrió la Justa y esta prontitud y la actitud de ella más que su rostro, invisible en la oscuridad del descansillo, le pusieron instintivamente en guardia.
—Tienes visita, Higinio —dijo la mujerona ladeando la cabeza y escondiendo las manos en los pliegues de su harapienta bata de percal.