Riña de Gatos. Madrid 1936 (26 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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No contribuían a levantar su ánimo el hambre, el cansancio producido por un largo día lleno de incidentes, el frío reinante en el calabozo, el lóbrego silencio, la oscuridad que le envolvía y el ataque despiadado de las pulgas y las chinches. El lugar era apestoso y sólo disponía de un bloque de cemento para recostarse. Cuando finalmente se durmió vencido por el agotamiento, tuvo, por contraste, un sueño agradable: se encontró en Londres, paseando por St. James's Park del brazo de una hermosa mujer que a ratos era Paquita y a ratos Catherine, su despechada amante. Era una hermosa mañana de primavera y el parque estaba muy concurrido. Al cruzarse con ellos, todos los paseantes, hombres y mujeres de distinguido porte, los saludaban con una efusividad impropia de los ingleses. Algunos se detenían incluso a palmearle el hombro o a darle amistosos codazos de complicidad. En estas familiaridades Anthony percibió un deseo generalizado de hacer público su cariño y su aprobación: la buena sociedad londinense bendecía sus irregulares relaciones sentimentales y mostraba sin reservas su beneplácito. Al despertar, el recuerdo de este plácido paseo imaginario redobló su congoja: una fantasía perversa le había presentado como real algo que nunca lo podría ser.

Con el clarear del día los sótanos de la Dirección General se llenaron paulatinamente de voces, pasos y ruidos de puertas. Pero de él no se ocupaba nadie, como si los responsables del encierro hubieran olvidado su existencia. Esta sensación le oprimió más que cualquier amenaza. El hambre y la sed habían llegado a un extremo insoportable. A las diez de la mañana le abandonaron definitivamente las fuerzas y decidió claudicar. La puerta del calabozo, de madera maciza, disponía de una abertura cuadrada en el paño superior, protegida por dos sólidas rejas. Anthony se asomó a esta abertura y dio voces para llamar la atención de los guardias. Como nadie respondía a su llamamiento, desistió. Al cabo de un rato lo volvió a intentar. Al tercer intento alguien preguntó de malos modos qué le pasaba.

—Por favor, avise al teniente coronel Marranón o al capitán Coscolluela y dígales que el señor inglés que anoche metieron preso está dispuesto a hablar. Ellos ya entenderán. Por el amor de Dios, no tarde.

—Bueno. Espérese aquí —dijo el guardia, como si al detenido le cupiera otra posibilidad.

Transcurrió más de una hora, durante la cual Anthony acabó de hundirse en la más negra desesperación. Ya no le importaba la opinión de Paquita ni la de nadie, la deportación y cualquier humillación le parecían preferibles a la incertidumbre. Finalmente sonó el cerrojo de la puerta, ésta se abrió y en el umbral se recortó la imponente silueta de un Guardia de Asalto con el mosquetón en bandolera.

—Venga.

Andando con dificultad en pos del guardia, Anthony deshizo el intrincado camino de la víspera. Al llegar ante la puerta de un despacho, se detuvieron el guardia y el preso; aquél la abrió y se hizo a un lado. Al inglés le daba vueltas la cabeza a causa de los tormentos sufridos y de la vergüenza por la iniquidad que se disponía a cometer. Entró sin atreverse a levantar los ojos del suelo y permaneció así hasta que le sacó de su retraída actitud una voz conocida.

—¡En nombre del cielo, Whitelands! ¿Se puede saber en qué líos anda metido?

—¡Parker! ¡Harry Parker! —exclamó Anthony—. ¡Alabado sea Dios! ¿Cómo ha dado conmigo?

—Sin ninguna dificultad —respondió el joven diplomático—. Esta mañana he ido a buscarle al hotel y el recepcionista me ha dicho que lo habían traído aquí. Por todos los demonios, Whitelands, he tenido que crear un verdadero incidente internacional para que lo dejaran salir. ¿Qué ha hecho esta vez? Se ha convertido en el enemigo público número uno.

—Es largo de contar.

—Entonces no me lo cuente. Hemos de apresurarnos. Nos están esperando.

—¿A mí? ¿Quién? ¿Dónde?

—¿Dónde va a ser? ¿En la plaza de toros? En la Embajada, hombre, en la Embajada. Tomaremos un taxi.

—Pero yo no puedo ir así a la Embajada, Parker. Mire qué pinta: he pasado la noche en un calabozo, estoy lleno de pulgas.

—Pero en cambio está sereno. Algo es algo: la última vez que nos vimos llevaba una merluza de mucho cuidado. Venga, no hay tiempo que perder —añadió atajando las protestas del otro—; o viene conmigo a la Embajada tal como está, o lo dejo aquí. Hay un tal capitán Cocohueco que la tiene tomada con usted. Un hombre serio. Cojo. Porte militar. Usted decide.

—Está bien —dijo Anthony echándose a temblar ante la sola mención del capitán Coscolluela—. Pero a condición de que paremos en un bar: necesito beber agua y comer algo.

Ya estaban en la calle y el joven diplomático, sin atender las súplicas de su compatriota, llamaba un taxi con grandes aspavientos. No tardó en detenerse un taxi junto a la acera y Harry Parker hizo entrar a Anthony sin miramientos.

—Ni un minuto que perder —repitió—. En la Embajada habrá algo de comer: un té y un porridge, ¿le parece bien?

Anthony se sentía desfallecer, pero después de la noche pasada en el calabozo y los trágicos pensamientos que le habían visitado, la sensación de sentirse a salvo le compensaba de cualquier inconveniente.

—Parker, he…, todavía no… todavía no le he dado las gracias… —acertó a decir mientras se reclinaba en el asiento del taxi y se quedaba instantáneamente dormido.

Le despertaron unas sacudidas.

—Despierte, Whitelands. Ya estamos en la Embajada. ¿Seguro que no ha bebido?

Bajaron del taxi, entraron en la Embajada, subieron la escalera de mármol y entraron en una pieza después de tocar a la puerta y recibir la correspondiente autorización. Para su sorpresa y consternación, Anthony se encontró en un elegante salón de regulares proporciones, con pesados cortinajes y paredes tapizadas de tela verde, y presidido por un enorme retrato al óleo de Su Majestad Eduardo VIII. En un sofá, junto a la chimenea, se sentaban dos caballeros de mediana edad, vestidos con el impecable atuendo de los diplomáticos de carrera. Otro caballero, en traje de calle, daba cortos paseos por la espesa alfombra mientras fumaba abstraído una pipa. Nadie hizo ningún gesto para recibir a los recién llegados. Sin dejar de fumar, el caballero de la pipa dirigió una breve mirada de disgusto a la andrajosa figura de Anthony, frunció las cejas y reanudó su paseo. Anthony procuraba adoptar una actitud digna y reprimía el deseo de rascarse afanosamente para contrarrestar las picaduras de los parásitos que habría traído consigo. Olvidado del prometido refrigerio, Harry Parker hizo las presentaciones ante la indiferencia de los aludidos. Uno de los dos diplomáticos era David Ross, primer secretario de la Embajada, el cual transmitió a los demás el pesar del señor embajador por no poder estar presente en la reunión, retenido por otros asuntos. El otro diplomático era Peter Atkins, agregado cultural de la Embajada, a quien el primer secretario, David Ross, había convocado en vista del carácter de la reunión. El caballero de la pipa era lord Bumblebee. Lord Bumblebee, aclaró Harry Parker a Anthony, bajando la voz, trabajaba en el servicio de inteligencia británico y había llegado de Londres aquella misma mañana en avión. Al parecer, habían encontrado mal tiempo al sobrevolar el canal. Como él no era presentado, Anthony dedujo que los presentes conocían su identidad y seguramente sus circunstancias. Nada, de lo contrario, habría justificado su presencia en aquel salón. Transcurrido un período de protocolaria incomodidad, el primer secretario indicó a Anthony que tomara asiento.

—¿Un oporto?

—No, gracias.

—Whisky, tal vez.

—Tampoco. Estoy en ayunas.

—Oh.

Transcurrió un nuevo lapso. Harry Parker, que permanecía en pie junto a la butaca ocupada por Anthony, apuntó la conveniencia, si los demás lo estimaban oportuno, de poner al señor Whitelands al corriente de los hechos. El primer secretario, tras considerar esta sugerencia, suspiró con fastidio ante la necesidad de referir algo sabido.

—Hace unos días —dijo— usted, señor Whitelands, llamó por teléfono a nuestro consejero, el señor Parker, y concertó con él una cita en el hotel Ritz de Madrid. Una vez reunido con él, le entregó una carta que el señor Parker debía remitir a una persona concreta si se producían determinados acontecimientos. En esa ocasión, el señor Parker detectó indicios de hallarse usted bajo los efectos del alcohol u otro producto de naturaleza tóxica y atribuyó su conducta a enajenación temporal. No obstante, a la mañana siguiente me notificó lo ocurrido y ambos procedimos a abrir y leer la carta.

Al oír esto Anthony dio un respingo y dándose la vuelta se dirigió al joven diplomático, que contemplaba la escena con sonrisa sosegada.

—¡Parker! ¿Cómo pudo hacerme una cosa así? ¡Yo le encarecí la máxima confidencialidad y usted me juró…!

—Yo no le juré nada, Whitelands. Y no se preocupe por la confidencialidad. Hemos mantenido el secreto dentro de lo posible, se lo aseguro —respondió el aludido—. Entiéndalo, yo no podía hacer otra cosa. Soy diplomático y todo cuanto pueda afectar a los intereses de la Corona, ya sabe…

—El señor Parker —interrumpió el primer secretario— no le debe ninguna explicación, señor Whitelands. Hizo lo único adecuado, esto es, dar cuenta a sus superiores de la conducta de un súbdito británico en España ante la sospecha de que dicha conducta podía incidir en las relaciones internacionales de ambos países. Por si hiciera falta, le recuerdo que acabamos de sacarle, no sin dificultad, de la Dirección General de Seguridad, donde permanecía usted detenido. —Carraspeó y siguió diciendo—: Mi impresión personal sobre el contenido de la carta no fue favorable; quiero decir que me inclino a no creer nada de su contenido. No obstante, tal como están las cosas en España, juzgué preferible extremar las precauciones. En resumen, me puse en contacto con el Foreign Office. Ahora el señor Peter Atkins, agregado cultural, le informará sobre el resto.

El agregado cultural tomó la palabra con tan poco entusiasmo como su antecesor y refirió que, mientras el primer secretario notificaba al Foreign Office la existencia de una presunta transacción fraudulenta y sus posibles consecuencias diplomáticas, él, como agregado cultural, se puso en contacto telefónico con el destinatario de la carta, un tal Edwin Garrigaw, conservador de la National Gallery de Londres, persona intachable y de reconocido prestigio en su campo, y le leyó el contenido de la carta. El señor Edwin Garrigaw, después de hacerse repetir dicho texto, manifestó que el cuadro mencionado por el señor Whitelands en la carta por fuerza había de ser una falsificación. Sin poner en tela de juicio los conocimientos ni la probidad del señor Whitelands, el señor Edwin Garrigaw estaba persuadido de que el juicio del señor Whitelands se había visto alterado por circunstancias imposibles de determinar sin un conocimiento más detallado de sus actos. En vista de lo cual…

Al llegar a este punto, Anthony no pudo contener una cólera paradójicamente exacerbada por el agotamiento y la inanición.

—¡Esto es intolerable! —exclamó levantándose de su asiento y señalando con un dedo amenazador a todos los presentes—. ¡Ustedes se han comportado de un modo incompatible con su cargo y con su condición de caballeros! ¡No sólo han defraudado la confianza depositada por mí en ustedes, sino que han puesto en manos de un rival algo que me pertenece, causándome un perjuicio material y moral ilimitado! Edwin Garrigaw… ¡valiente autoridad! Ese hombre es un ignorante engreído. ¡En Cambridge le llamaban Violet! Y les diré algo que les producirá sonrojo: hace diez años tuvo la osadía de enfrentarse a Adolfo Venturi y a Roberto Longhi por la atribución de un cuadro supuestamente de Caravaggio, ¿pueden creerlo? ¡A Venturi y a Longhi! No hace falta decir que le dieron un buen revolcón. Pero según parece ese tipo no escarmienta. ¡Yo he visto el cuadro, señores, con mis propios ojos! Yo…

El arrebato cesó tan repentinamente como se había producido y Anthony se derrumbó de nuevo en la butaca, ocultó el rostro entre las manos y rompió a sollozar de un modo ruidoso y espasmódico. Se quedaron anonadados los diplomáticos, mirándose entre sí sin saber cómo resolver aquel embarazoso incidente, hasta que lord Bumblebee detuvo bruscamente su deambular, se encaró con Anthony y con voz serena y decidida dijo:

—Señor Whitelands, deje estas penosas expansiones emocionales para otro momento. Aquí están fuera de lugar, como lo están sus acusaciones. Estos caballeros han cumplido con su deber de diplomáticos y de ingleses. Usted, por el contrario, ha antepuesto sus intereses personales a los de su país. Yo también he leído la famosa carta y ésta es mi conclusión: si lo que allí se cuenta es falso, usted es un estafador o un demente; si es cierto, es usted cómplice de un delito internacional. Así que deje de comportarse como un idiota y escuche atentamente lo que le voy a decir. Por su causa he hecho un viaje muy desagradable. No lo haga más desagradable aún.

Cuando Anthony hubo controlado el torbellino de su desconsuelo, lord Bumblebee acercó una silla a la butaca que ocupaba aquél, se sentó a horcajadas y tomando la pipa por la cazoleta apuntó con la boquilla a la nariz de Anthony mientras clavaba en él una mirada inquisitiva.

—¿Le suena el nombre de Kolia? ¿Lo ha oído pronunciar en los últimos días?

—No —respondió Anthony—, ni en los últimos días ni nunca. ¿Quién es?

—No lo sabemos —dijo lord Bumblebee levantando la voz para ser oído por todos los presentes—. Caballeros, ahí está el quid de la cuestión. Kolia es el nombre en clave de un agente soviético que opera en España, no sabemos nada más. Puede ser español o extranjero, hombre o mujer, cualquier cosa. No tenemos ningún dato acerca de su identidad ni de sus actividades. Nuestro informante sólo ha podido hacernos llegar un mensaje cifrado, según el cual, el embajador de la Unión Soviética en España fue llamado a consulta por el Komintern con carácter de urgencia e hizo un viaje relámpago a Moscú. Al Kremlin y a la Lubianka, al cuartel general de la NKVD. Como resultado de esta visita, la NKVD cursó órdenes precisas a Kolia…

Lord Bumblebee calló y guardó un silencio cargado de amenaza. Al cabo de un rato, como el silencio se prolongaba indefinidamente, el primer secretario se atrevió a decir:

—Y entonces, ¿qué?

—Entonces, nada —replicó lord Bumblebee en tono tajante, como si la pregunta fuera improcedente.

Un reloj de pared dio la una. Todos los presentes, menos Anthony, comprobaron el correcto funcionamiento de sus respectivos relojes. Hecho esto, lord Bumblebee se frotó las manos.

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