Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga
—¿Qué ocurre, Maruja? Algo muy grave será cuando entras como una exhalación, sin tocar antes. Como ves —agrega sin esperar la aclaración pedida, como si no le interesara—, estoy reunido. A Emilio ya lo conoces. Estos señores… le acompañan.
Queda claro que se abstiene de dar sus nombres y el viejo amigo de la familia besa la mano de la duquesa. De los otros dos, uno zanja el protocolo con una sobria inclinación; el tercero, fanfarrón, ordinario y galante, se atusa el bigote y dice con voz hueca:
—Aconsejábamos a su señor esposo dejar los asuntos de Estado en otras manos y dedicarse a cultivar las flores de su jardín para ofrecérselas a usted, señora duquesa.
Obtusa y dura de oído, la señora duquesa no entiende la patochada, pero intuye la intriga y el peligro que lleva aparejada y lanza a su marido una mirada de prevención que el duque interpreta correctamente: haz lo que dicen y diles que se vayan. Luego, en voz alta y con sonrisa mundana dice:
—Perdona, Álvaro. Y ustedes también. Sin mala intención y por una bobada he sido inoportuna. Sigan con lo suyo y hagan como que no me han visto.
Sale sin despedirse ni preguntar si desean tomar algo. Desde la puerta hace un ademán y una mueca coqueta para quitar toda importancia a su persona y cierra. Pero su intervención ha servido de catalizador. De los tres generales, Emilio Mola y Gonzalo Queipo de Llano se han quedado inermes. Sólo Francisco Franco continúa impertérrito, perdido en sus cavilaciones.
Ni amable ni desdeñoso, Kolia rechazó el vaso de cazalla que le ofrecía la Justa. Esta actitud casi lánguida, insólita en quien pasaba por ser un desalmado agente del NKVD, infundió más temor a Higinio Zamora Zamorano que cualquier muestra de saña.
—Yo me limité a cumplir lo que me habían dicho —dijo en tono casi suplicante—. Birlarle la cartera al inglés y entregársela a los británicos para que supieran de su presencia en Madrid. Luego él siguió frecuentando esta humilde casa. Está coladito por la niña.
El agente jugueteó con el ramito de violetas que Higinio había dejado en la mesa. Con su indiferencia cortó la descripción de la romántica quimera que Higinio se disponía a hacer.
—Y los de la Embajada, ¿cómo reaccionaron? —preguntó.
—Delante de mí, como si tal cosa. Lo natural. Con él se han entrevistado varias veces y le tienen vigilado. Cuando le llevaron preso a la Dirección General de Seguridad, les faltó tiempo para sacarlo del calabozo.
—No les interesa que hable más de la cuenta. Como a nosotros. Y de lo que vino a hacer, ¿qué se sabe?
—Un servidor, nada de nada. Vino por veinticuatro horas, como me dijo él mismo, y aquí sigue, sin intención de marcharse, según se echa de ver. Si las trabas se las ponen los ingleses o la poli, eso no se lo puedo decir.
—Puede haber más partes implicadas —murmuró el espía—. Lo mismo da. Lo importante es salir de la inacción. Hasta entonces, nada podemos hacer. ¿Por dónde anda?
Higinio sonrió satisfecho de poder regresar a su tema favorito.
—Mismamente, en el hotel, con la niña. Está coladito por ella.
La fría mirada del agente volvió a truncar el relato en sus inicios. No obstante, para demostrar lo fructífero de la maniobra, Higinio refirió la visita del joven falangista al inglés. La Toñina se había metido en el armario del cuarto, había oído toda la conversación y a la mañana siguiente se la había referido sin omitir detalle. También había fingido un desmayo para no inquietar al inglés. La niña era muy lista y con un poco de ayuda podría labrarse un porvenir en cualquier parte del mundo salvo en España. Kolia cortó de nuevo el discurso; había escuchado atentamente el relato de Higinio y luego se había sumido en una silenciosa reflexión. Al cabo de un rato se levantó y dio unos pasos por la mísera sala. Un intenso olor a col hervida proveniente del patio de luces se filtraba por los intersticios de la ventana. Con la misma languidez de antes, indicó a la Justa que saliera. Ésta lo hizo después de envolver a Higinio en una mirada cargada de aprensión. Volvió a temblar el objeto del agorero aviso.
—Lo importante ahora —dijo el espía cuando se hubieron quedado solos— es dejarle cumplir su cometido. Eliminar los obstáculos a la venta de lo que sea.
—Pero yo creía…
—Las cosas han cambiado. Órdenes de muy arriba. Y cuando el asunto esté resuelto, le damos el finiquito.
—¿Al inglés? ¿De veras es necesario darle mulé? Él no tiene la culpa de nada.
El desalmado espía repitió el ademán decadente y se volvió a sentar.
—Una vez hecho el trabajo no nos sirve para nada; y sabe demasiado.
—No dirá nada, se lo garantizo: está coladito por la niña.
Kolia le dirigió una mirada fría y penetrante.
—¿Y ella? —dijo—, ¿es de fiar?
—¿La Toñina? ¡Por el amor de Dios! La Toñina hará lo que la digamos.
—Más le vale.
Los dedos del espía habían ido deshojando el pomo de violetas, cuyos pétalos, esparcidos sobre el mantel de hule e iluminados por la débil bombilla suspendida de un grasiento cordón, le parecieron a Higinio un simulacro de camposanto.
—No habrá pensado… —susurró temblando como un azogado.
—Yo no pienso nada. Sólo ejecuto lo necesario. Y métete una cosa en la cabeza: nada de monsergas con el Comité Central. Cumple con tu deber y, cuando yo te diga, te encargas del inglés. No te será difícil: él confía en ti. Si no tienes agallas, dímelo y buscaré quien lo haga. Pero no te vayas de la mu.
Al mismo tiempo, lejos de allí y sin la menor sospecha de la inapelable sentencia dictada contra él por el agente de la Lubianka, Anthony Whitelands hacía parar al taxi a cien metros del palacete, decidido a hacer el último trecho a pie, a resguardo de los árboles y plantas del frondoso Paseo de la Castellana. Todas las precauciones le parecían pocas si, como le enseñaba la experiencia, estaba en el centro de varios círculos concéntricos que le vigilaban a él y se vigilaban entre sí. Una vez ya le había sorprendido la guardia personal de José Antonio y sólo la intervención rápida y amistosa del Jefe había evitado un trágico final. Ahora, además, sabía que la Dirección General de Seguridad estrechaba el cerco en torno al duque de la Igualada y de quienquiera que tuviese relación con él o su familia. Pero todas estas consideraciones no estorbaban su determinación de hablar con Paquita y aclarar el malentendido.
La cautela se reveló apropiada: estacionados frente a la puerta del palacete había dos automóviles cuyos mecánicos fumaban y charlaban en la acera. Tanto los vehículos como la catadura de los individuos le hicieron descartar que fueran falangistas o que pertenecieran a las fuerzas de seguridad. Imaginar nuevos actores en aquel confuso drama le produjo vértigo, de modo que dejó la reflexión para más tarde y reanudó el avance subrepticio. Un rodeo le permitió alcanzar la callejuela lateral sin llamar la atención de los mecánicos. Una vez allí, fue rozando el muro hasta dar con la puerta de hierro. Probó de abrirla y la encontró cerrada con llave. La altura del muro le impedía vislumbrar el jardín y la casa, pero aferrándose a los salientes de la piedra logró encaramarse y asomar la cabeza por la parte superior. El jardín estaba desierto. En la ventana del gabinete distinguió la silueta del duque. Para no ser visto se soltó rápidamente y en la caída se arañó la mano derecha con la superficie rugosa del muro. Se anudó el pañuelo en la mano para restañar la sangre que manaba del rasguño y se adentró en la callejuela en busca de otro punto de observación. Una zona más umbría del jardín le permitió escalar de nuevo el muro y otear el interior protegido de la curiosidad ajena por unos cipreses. Desde allí veía la fachada trasera del palacete, cuya puerta daba acceso a la parte más privada del jardín: una escalinata descendía hasta un rectángulo pavimentado donde una pérgola destinada a proporcionar sombra en los meses calurosos albergaba una mesa de mármol y media docena de sillas de hierro forjado. La desnudez invernal de la parra y el abandono del mobiliario estival daban al rincón un aire melancólico.
En este escenario hizo su aparición repentina Paquita, que salía precipitadamente de la casa por la puerta posterior. La coincidencia de esta aparición con el propósito de su incursión sobresaltó al inglés, que se esforzó por obtener una mejor visibilidad sin revelar su presencia ni perder el precario equilibrio. Ni la distancia ni los obstáculos ni su propia turbación le impidieron advertir la profunda agitación que evidenciaba la actitud de la joven marquesa.
La percepción de Anthony no era errónea. Un rato antes la señora duquesa había tenido un encuentro similar y sus sentimientos maternales habían experimentado una violenta y dolorosa sacudida. Privada desde la infancia por su condición social y una educación implacable de aplicar su inteligencia natural a cualquier aspecto práctico de la vida, doña María Elvira Martínez de Alcántara, por matrimonio duquesa de la Igualada, había aceptado de buen grado su papel hogareño y decorativo y desarrollado una notable habilidad para detectar los más variados matices de la frivolidad y responder a cada uno con precisión y prontitud. Más tarde, sin embargo, el funesto giro de los acontecimientos producido en España a raíz de la proclamación de la República trajo consigo un cambio radical en su actitud. Ahora su antigua perspicacia se aplicaba a vislumbrar en los mínimos detalles signos de algún drama en ciernes. Cuando un rato antes, paseando su tedio por el palacete se dio de manos a boca con Paquita, que, a juzgar por su vestuario, acababa de entrar de la calle, la duquesa percibió de inmediato el trastorno que la joven se esforzaba por ocultar bajo la actitud distante y un punto altanera que caracterizaba la relación de la hija con la madre. La mezcla de intuición maternal y adiestramiento social le previno de preguntar directamente si le había ocurrido algo, pero retuvo a Paquita con un pretexto nimio. La joven sólo pudo disimular unos instantes; luego prorrumpió en sollozos y corrió a encerrarse en su cuarto. Mujer al fin, la duquesa creyó adivinar la causa de tanta desazón e, incapaz de tomar una iniciativa o de no tomar ninguna, caso de considerarlo procedente, fue a buscar a su marido, interrumpiendo así la confabulación de los generales. Las voces y el ruido de puertas pusieron sobre aviso a Paquita. Deseosa de evitar un enfrentamiento familiar hasta tanto no se hubiera calmado su agitado espíritu, abandonó la alcoba y buscó refugio en el jardín.
Encaramado en el muro, Anthony la vio cerrar la puerta, mirar a uno y otro lado para cerciorarse de su soledad y caminar con paso lento hacia el cenador con la cabeza abatida, entre hondos suspiros y súbitos estremecimientos. De la rama más gruesa de un olmo añoso pendía un columpio. La joven marquesa fue hasta él y acarició sus cuerdas con delicadeza, como si aquel inocente artilugio trajera a su memoria los ingenuos placeres de una infancia irremediablemente perdida. Al contemplar tanta tristeza, Anthony sentía deseos de saltar al jardín y acudir a consolar a la desventurada joven, y sólo se lo impedía la certeza de que la causa real de la congoja probablemente era lo que había ocurrido entre él y la joven poco antes en la habitación del hotel. Esta certeza, sin embargo, le desconcertaba: no entendía el brusco salto de la audacia y el desparpajo iniciales al desconsuelo presente, una mudanza que la inoportuna irrupción de la Toñina no bastaba, a su juicio, para justificar.
No obstante, la parálisis producida por este desconcierto estaba destinada a durar poco. Una imperiosa exclamación a sus espaldas le produjo tal sobresalto que estuvo en un tris de volver a caerse.
—¡Baje de ahí ahora mismo, majadero!
Más por el susto que por instinto de conservación o por cálculo, Anthony se dio impulso con los brazos para salvar el muro y huir de quien le interpelaba, y se precipitó de cabeza en el jardín.
La tierra de unos arrayanes esponjada para la siembra primaveral amortiguó el golpe. Magullado pero incólume, el inglés gateó hasta refugiarse detrás de un seto. Todo ocurrió con tanta rapidez que, cuando Paquita miró en la dirección de donde provenían el ruido y la voz, sólo alcanzó a ver a un desconocido que asomaba la cabeza y los hombros por encima del muro. Una aparición tan inesperada y el rostro congestionado del hombre asomado al muro le causaron un espanto incrementado por el profundo ensimismamiento en que se hallaba. Lanzó un grito y, sin atender a la llamada del intruso y al ruego de que no diera la alarma, corrió hacia la puerta de la casa. Ésta ya se abría y el mayordomo, alertado por el grito de Paquita, salió al jardín empuñando una escopeta de caza. Con la rapidez y la agudeza de un perro de presa bajó la escalera, miró a su alrededor, descubrió al intruso, se llevó la escopeta a la cara y le habría descerrajado un tiro si Paquita no le hubiera detenido con una exclamación.
Sin dejar de apuntarle, el mayordomo ordenó al intruso levantar las manos, a lo que respondió éste que no podía hacerlo sin caerse a la calle. Esta sensata aclaración la hizo mirando hacia el jardín y la repinó a renglón seguido girando la cabeza, porque también era válida para los mecánicos, que al oír el grito habían abandonado su puesto junto a los automóviles y corrían por la callejuela pistola en mano, instando al intruso a entregarse.
La situación se habría prolongado si de la casa no hubiera salido al cabo de poco el señor duque, acompañado de los tres generales. A una muda interrogación del amo, respondió el mayordomo señalando con el doble cañón de la escopeta al intruso asomado al muro.
—¡Cáspita! —exclamó el duque al descubrir la insólita figura—. ¿Quién es ese tío y qué hace ahí encima, con medio cuerpo adentro y medio afuera?
—No lo sé, excelencia —repuso el mayordomo—, pero si su excelencia me da permiso, le vuelo la cabeza y luego vemos.
—¡No, no! ¡Nada de escándalos en mi casa, Julián! ¡Y menos hoy! —agregó señalando a los tres generales situados a su espalda.
Con esto la situación volvió a estancarse hasta que, saliendo de su aparente indolencia, el general Franco tomó la iniciativa, se acercó al muro y se dirigió al intruso con su timbre de voz agudo y tajante.
—¡Usted, quienquiera que sea, salte el muro y baje al jardín de inmediato!
—No puedo —respondió el interpelado—. Soy mutilado de guerra, mi general.
—¿Mi general? —exclamó Franco—. ¿Acaso sabes quién soy?
—Ojalá no lo supiera, mi general, pero lo sé muy bien. Tuve el honor de combatir a sus órdenes en Larache. Allí fui herido, ascendido, condecorado y retirado del servicio activo. En la actualidad estoy adscrito a la Dirección General de Seguridad. Capitán Coscolluela, siempre a sus órdenes. Y, por favor, diga a los de fuera que no me disparen.