Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga
Su destino resultó ser una casa de nueva planta, estrecha y fea, de fachada gris y ventanas angostas protegidas con barrotes. La puerta de la calle estaba cerrada y no había forma de llamar. Junto a ella había otra puerta más ancha, de madera, que probablemente daba acceso a un establecimiento comercial, un taller o un almacén. Como también esta segunda puerta estaba cerrada, Anthony decidió abandonar el esfuerzo y emprender el regreso. En fin de cuentas, lo más probable era que el recepcionista hubiera tomado mal el recado. Pero cuando había dado dos pasos, la puerta grande se entreabrió y una voz susurró:
—Pase.
Anthony entró y se encontró en un espacio amplio, medio vacío. Unas bombillas suspendidas del techo permitían ver las paredes sin revoque, las vigas de hierro y una claraboya sucia. Al fondo se apilaban cajas de cartón y a un costado había un automóvil desvencijado y sin ruedas. También había cuatro hombres vestidos con zamarras y tocados con gorras de visera. Tres de ellos tenían un aspecto torvo y fumaban con frenesí. El cuarto era el que le había abierto la puerta, tras lo cual se había quedado apartado de sus compañeros, con la gorra hundida en la frente y la cara ladeada, como si no quisiera ser reconocido; un intento fallido, porque Anthony, pese a la escasa luz, vio de inmediato de quién se trataba y se dirigió a él en busca de una explicación.
Higinio Zamora Zamorano agachó la cabeza y se encogió de hombros.
—Usted perdone, don Antonio —masculló sin mirar a los ojos a su interlocutor.
—Esto no tiene sentido —protestó el inglés—. Hacerme venir a este sitio cochambroso, a estas horas… Yo creía que habíamos zanjado el asunto de la Toñina de una vez por todas.
—No es eso, don Antonio. Aquí la niña no pinta nada. Aquí los camaradas y yo le hemos hecho venir para matarle. Lo siento de veras, créame.
—¿Para matarme? —dijo Anthony con incredulidad—. ¡Venga, hombre, déjese de tonterías! ¿Por qué me van a matar? ¿Es para robarme? No llevo nada encima. El reloj y…
—Déjelo estar, don Antonio. Son órdenes de arriba. Mi menda y estos camaradas semos miembros del partido. Y el camarada Kolia nos dio la orden de proceder, osease, de echar palante la ejecución. En beneficio de la causa.
—¿Qué causa?
—¿Cuál va a ser, don Antonio? ¡La del proletariado internacional!
Uno de los presentes interrumpió el diálogo.
—Corta la homilía, Higinio. Aquí estamos para hacer un trabajo, no para andar de palique. Cuanto antes le hagamos, mejor.
Lo decía sin irritación ni dureza. Era evidente que a ninguno le agradaba la misión que les había sido encomendada.
—Me cago en san Judas, Manolo —replicó Higinio—, una cosa es ejecutar a un hombre por la Revolución de Octubre y otra es despachar a un tío como si fuese un cerdo. Aquí don Antonio, después de todo, no es un enemigo del pueblo. Diga usted que no, don Antonio.
—Higinio, tú no eres quién para echar el veredicto —terció otro camarada.
Anthony decidió reconducir el debate a un terreno menos teórico. No acababa de creer en la seriedad de la amenaza, pero si aquellos hombres le habían tendido una trampa tan complicada, algún motivo poderoso debían de tener.
—¿No se tratará de un malentendido? —sugirió—. Yo no sé quién es el camarada Kolia, ni él sabe quién soy yo. No nos hemos visto en nuestra vida.
—Eso no lo sabe usted. La identidad del camarada Kolia es un secreto. Y además, la cuestión no es ésa. Las órdenes del camarada Kolia no se discuten. Faltaría más.
—Bien dicho —corroboró el cuarto hombre, que había estado callado hasta entonces.
Al decir esto, saltó desde el cajón al que estaba subido y Anthony descubrió que era un enano. Sólo entonces comprendió que aquel remedo de tribunal que le enjuiciaba por vía sumaria no era un espectáculo del género chico, sino el breve preludio a su propia muerte. Esta idea le produjo una extraña sensación de serenidad y de apatía. No le parecía mal que allí acabara una trayectoria iniciada en las aulas y bibliotecas de Cambridge, continuada en las salas del Museo del Prado y, después de años de trabajo, escasos éxitos, algunos fracasos y la dosis justa de expectativas y fantasía, cerrada en un Madrid ciegamente volcado a la violencia y el odio y en manos de unos rufianes que encarnaban a la perfección los rasgos distintivos del barroco español.
—De acuerdo, vamos allá —oyó decir a Higinio Zamora—. Sólo necesito unos segundos para puntualizar con don Antonio unos detalles referentes a su relación con mi ahijada. En cuestiones de familia no conviene dejar cabos sueltos. Aquí los camaradas —añadió para conocimiento del inglés— están enterados de lo de usted con la Toñina.
Anthony se dejó guiar mansamente por Higinio. Se preguntaba qué detalles podían importar en los últimos segundos de su vida, pero no puso objeción. Cuando estuvieron junto a la puerta, Higinio Zamora le agarró del brazo y, simulando parlamentar en secreto, le susurró al oído:
—La he dejado abierta.
Anthony tardó un instante en comprender que se refería a la puerta. Los años consumidos en el estudio no habían embotado del todo sus reflejos. Sin detenerse a pensar, propinó un fuerte empellón a Higinio Zamora, cuya débil constitución no resistió el envite o fingió una caída que acaparó la atención de sus camaradas la fracción de tiempo necesaria para que el inglés abriera la puerta del local, saltara a la calle y saliera corriendo como una exhalación. Pasos precipitados, juramentos y una detonación le indicaron que sus perseguidores le pisaban los talones. Sus largas zancadas le permitieron sacarles la ventaja suficiente para no ser alcanzado por los disparos poco precisos que aquéllos hacían sin dejar de correr. No tardó en desembocar en la explanada del mercado por donde había deambulado un rato antes. Allí era blanco fácil, incluso a la escasa luz del alumbrado público. Zigzagueó hacia los camiones, seguido de cerca por tres perseguidores y de más lejos por el enano, rezagado a la fuerza. Una vez allí trató de ocultarse, sin demasiadas esperanzas, y oyó gritar al enano.
—¡Cortarle la retirada! ¡Yo miro debajo de los chasis!
Encogido y jadeante, Anthony había renunciado a la serena resignación y sentía el pánico apoderarse de su mente y paralizar sus miembros. Cerró los ojos y dejó transcurrir lo que le pareció un largo rato, hasta que le obligó a abrirlos de nuevo el rugido de un motor acelerado. El haz de los faros barrió la explanada poniendo en fuga a ratas y gatos y entró un automóvil a gran velocidad, describió un semicírculo y se detuvo junto a los camiones con chirriar de frenos. Por la ventanilla del conductor asomaba una mano empuñando una pistola. Anthony reconoció el inconfundible Chevrolet amarillo; corrió hacia la portezuela abierta con el cuerpo doblado; saltó adentro; salió disparado el Chevrolet levantando una nube de polvo y lodo y dejando atrás las gesticulaciones de Higinio Zamora y sus camaradas y unos pistoletazos hechos al buen tuntún.
Cuando se hubieron alejado un trecho, el automóvil disminuyó la marcha y el conductor se volvió hacia Anthony con una sonrisa irónica.
—¿Se puede saber cómo te has ido a meter en este lío? —preguntó—. ¿Qué pretendes?, ¿hacerte el héroe?
—Mira quién habla —replicó el inglés.
A diferencia de los violentos sucesos ocurridos en la solitaria Puerta de Toledo, el tiroteo de la plaza del Ángel atrajo a un numeroso grupo de clientes de las animadas cervecerías de la vecina plaza de Santa Ana. Entre éstos había dos médicos que de inmediato se brindaron a examinar el cuerpo de Guillermo del Valle y dictaminaron que todavía estaba vivo, si bien su pulso era muy débil. Los mismos agentes que le habían disparado ayudaron a los médicos a trasladar al muchacho al interior del hotel, dejando en el empedrado un gran charco de sangre, y lo depositaron sobre una mesa. El recepcionista colaboraba en todo cuanto se le ordenaba sin dejar de temblar y de suspirar y de murmurar que él ya había predicho que tanto ir y venir había de acabar mal. A su natural alteración se sumaba la perspectiva de un largo interrogatorio y probablemente la pérdida del empleo.
En el lugar de autos no tardaron en personarse dos agentes de la Guardia de Asalto, que increparon a los curiosos y les instaron a dispersarse agitando las porras. Mientras tanto, uno de los médicos había telefoneado al Hospital Clínico y una ambulancia estaba en camino. A continuación los agentes llamaron al teniente coronel Marranón y le pusieron al corriente de lo sucedido. El teniente coronel, a su vez, llamó al ministro de la Gobernación y luego acudió sin demora al hotel. Para entonces la ambulancia ya se había llevado al muchacho. El teniente coronel preguntó si alguien conocía la identidad de la víctima, a lo que le respondieron negativamente: el muchacho no llevaba encima documentos acreditativos; sólo el recepcionista dijo haberle visto con anterioridad en un par de ocasiones y describió las circunstancias.
—Maldita sea su estampa —gruñó el teniente coronel—, en este país no pasa nada sin que ande por medio ese puñetero inglés. ¿Sabemos qué ha sido de él?
Ninguno de los presentes lo sabía. El teniente coronel se habría hecho cruces de haber sabido el paradero de Anthony Whitelands en aquel momento y de la compañía en que se hallaba. Mientras recababa esta información, sonó el teléfono del hotel. Contestó personalmente el teniente coronel. Era don Amós Salvador, ministro de la Gobernación. Le habían contado lo sucedido y había dispuesto las medidas pertinentes. También había averiguado la identidad de la víctima: Guillermo del Valle, hijo del duque de la Igualada, el que quería vender el cuadro de Velázquez. Los camaradas del muchacho habían regresado al Centro para dar parte de lo que ellos consideraban, no sin razón, una agresión injustificada. Un mandamás de la Falange había llamado a la familia del caído para comunicarles la triste nueva.
—El duque va camino del hotel —dijo el ministro—. Despache cuanto antes a los causantes del desaguisado y prepare una explicación más o menos verosímil. Y luego no se quede en la calle: esta noche puede haber fuegos artificiales.
El teniente coronel despidió a los dos agentes, no sin antes haberles cubierto de insultos: en pocas horas habían cometido dos errores seguidos, cada uno de los cuales tendría consecuencias graves. Al cabo de un rato apareció en un automóvil conducido por un mecánico uniformado el señor duque de la Igualada, acompañado de su hija Francisca Eugenia y del padre Rodrigo.
La noticia de lo ocurrido había causado la lógica conmoción en el palacete del Paseo de la Castellana. Transido de dolor e indignación, el duque había comunicado el suceso al resto de sus habitantes, salvo a la señora duquesa, la cual, para extrañeza de familiares y sirvientes, se había ausentado del domicilio sola, sin avisar a nadie y sin decir a dónde iba. Lo tardío de la hora excluía la posibilidad de que hubiera ido de visita o a uno de los actos religiosos que constituían su única ocupación fuera del hogar. Demasiado alterados para hacer averiguaciones, el duque, Paquita y el padre Rodrigo partieron hacia el hotel sin dilación, dejando en el palacete a Lilí con el delicado cometido de poner a su madre al corriente de los hechos tan pronto apareciera ésta. El otro hijo de los duques, que se encontraba de viaje en Italia, estaba siendo buscado por las autoridades consulares.
Aprovechando la consternación del afligido padre, el teniente coronel omitió las explicaciones, excusas y condolencias y envió al duque y a sus acompañantes al Hospital Clínico. Previamente se había puesto en contacto con los médicos de guardia: el herido estaba siendo intervenido de urgencia y su estado era crítico. Antes de volver a entrar en el automóvil, el duque se volvió al teniente coronel.
—Tengo entendido que hay dos responsables —dijo entre dientes.
El teniente coronel le aguantó la mirada.
—Así es, excelencia: el que entregó una pistola a un chico de dieciocho años y el que puso el dinero para comprarla.
Sin darle tiempo a captar el sentido de la frase, Paquita hizo entrar con delicada firmeza a su padre en el auto y dio al mecánico la dirección del hospital. Estaba muy pálida y, a juicio del teniente coronel, que conocía la relación entre la joven y José Antonio Primo de Rivera, pero no la había visto nunca y ahora la observaba con detenimiento, en sus ojos había un fulgor demente. Desde el fondo del automóvil en marcha, el padre Rodrigo, brazo en alto, gritaba un «¡Arriba España!» que llevaba implícita la excomunión.
Cuando el automóvil llegó finalmente a Atocha, un cirujano del hospital acudió a recibir a los recién llegados. Todavía llevaba puesta la bata blanca, manchada de sangre. Con frases breves y directas les dijo que el muchacho había salido ya del quirófano, donde se había hecho todo lo humanamente posible, y que las perspectivas no eran halagüeñas. Sin embargo, añadió dulcificando la voz y la expresión, no había que perder la esperanza: la medicina distaba de ser una ciencia exacta; sólo Dios tenía la última palabra, y él, a lo largo de su dilatada carrera, había sido testigo de no pocos milagros.
Al oír esta palabra, Paquita fue presa de una gran turbación. De la habitación salían monjas acarreando palanganas cuyo contenido procuraban ocultar mientras desgranaban por lo bajo jaculatorias que no auguraban nada bueno. Mientras el médico acompañaba hasta la cabecera del agonizante al duque y al padre Rodrigo, que había traído consigo lo necesario para administrar los santos óleos, Paquita se quedó atrás, se retiró a un rincón apartado, donde no pudiera ser vista por nadie, se postró de rodillas y se sumergió en una sentida oración.
La jornada había sido especialmente intensa para la desventurada joven. Había abierto su corazón a Lilí en el jardín del palacete, pero el alivio de una confidencia a oídos predispuestos a la comprensión sólo sirvió para disipar la niebla que hasta aquel momento le había impedido vislumbrar con nitidez la gravedad de la situación. Si quería salvar a Anthony, cuya vida, de ser cierto el testimonio de la Toñina, correría en breve serio peligro, debía actuar sin tardanza y sin reparar en las posibles consecuencias de sus actos. En situaciones extremas, Paquita tenía temple. Volvió a entrar en la casa, telefoneó al Centro de la Falange y preguntó por José Antonio. Una mujer de la Sección Femenina, que atendía las llamadas, le dijo que el Jefe Nacional no estaba presente ni se le esperaba hasta media tarde.
Todavía llevaba puesto el abrigo. Sin perder un instante, salió a la calle, paró un taxi y le dijo que la llevara a la calle Serrano número 86. Allí se apeó, despidió al taxi y entró en el lujoso zaguán. Al verla entrar, el portero se levantó de su silla y se quitó la gorra. Una sirvienta de mediana edad le abrió la puerta del piso. Al ver a Paquita hizo un gesto involuntario de sorpresa y temor. En seguida se repuso, esbozó una respetuosa flexión y agachó la cabeza.