Riña de Gatos. Madrid 1936 (36 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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Espoleado por el instinto de conservación, Anthony Whitelands se encontró de nuevo en el rellano sin haberse detenido a sopesar la situación. Resonaban pasos en la escalera. Miró y vio subir hombres armados. Algunos vecinos del inmueble abrían las puertas, asomaban la cabeza, volvían a entrar y se atrancaban: pedirles auxilio habría sido inútil y, además, el cansancio le nublaba el entendimiento. Que pase lo que tenga que pasar, se dijo Anthony. Mientras formulaba esta vaga idea se vio rodeado por cuatro individuos que le conminaban a no ofrecer resistencia. La mera noción hizo sonreír involuntariamente al inglés.

—¿Hay alguien más? —le preguntaron.

—Un muerto adentro. ¿Con quién tengo el gusto?

Sin responder le hicieron entrar en el piso y cerraron la puerta. Uno le encañonaba mientras los otros tres procedían a una somera inspección, pistola en mano. Finalizado el reconocimiento, telefonearon desde un aparato adosado a la pared del pasillo. La respuesta fue inmediata, como si al otro extremo de la línea alguien hubiese estado esperando la llamada. La comunicación se limitó a dos monosílabos. Después de colgar, el que había llamado dijo a los otros:

—No tocar nada. Estará aquí en cinco minutos.

Sin dejar de vigilarle, los cuatro hombres liaron cigarrillos de picadura y fumaron. Anthony trataba de adivinar en manos de quién estaba. Transcurrido un rato que se le hizo eterno, la llegada del teniente coronel Marranón, acompañado de un ayudante, despejó la incógnita. Su aparición habría mitigado la preocupación del detenido si el recién llegado no hubiera ido directamente a su encuentro y le hubiera propinado un fuerte puñetazo. El impacto y la sorpresa derribaron al inglés. Desde el suelo dirigió a su agresor una mirada más sorprendida que reprobatoria.

—¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Si no fuera por la jodida legalidad republicana ahora mismo le pegaba un tiro! —exclamó el teniente coronel.

Más tranquilo, el ayudante se había puesto en cuclillas junto al cadáver, recogiéndose los faldones del abrigo para evitar que se mancharan de sangre. Desde esta posición anunció sus conclusiones provisionales.

—Todavía está caliente. Le dispararon en el tórax, a bocajarro, con un arma de grueso calibre. Con abrigo y traje oscuro es difícil precisar con exactitud el lugar del impacto, pero debió de ser fulminante. Los vecinos tienen que haber oído la detonación, pero en los tiempos que corren, se harán los suecos.

Este ponderado parte devolvió la calma al teniente coronel.

—¿Ha sido usted? —espetó al inglés.

—¡No! ¿Cómo voy a ser yo? —protestó Anthony—. Soy un experto en arte, incapaz de matar a nadie; ni tan sólo de pensarlo. Además, ¿dónde está el arma?

—¡Yo qué sé! La puede haber tirado o escondido. Ningún asesino espera a la policía con la pistola en la mano. ¿Conoce a la víctima?

—Sí —dijo Anthony—. De hecho, estaba con él hace menos de una hora, en Chicote. Me citó allí para decirme algo importante, pero temía ser oído. Para evitarlo me hizo venir aquí. Cuando llegué ya estaba muerto.

—Nada cuadra —gruñó el teniente coronel—. ¿Dónde estamos? Esto parece un piso franco, un lugar de reunión de terroristas, maleantes y agentes extranjeros.

—Yo no lo sabía, como puede suponer. Él me lo describió de otro modo. Vine caminando desde Chicote. Si el capitán Coscolluela me ha seguido los pasos, como suele hacer, se lo puede confirmar.

—Al capitán Coscolluela lo han matado esta tarde —dijo secamente el teniente coronel—. Y yo debería hacer lo mismo con usted. Aplicarle la ley de fugas. Por su culpa he perdido a mi mejor colaborador. Y ahora nos quitan de en medio a este fulano, que nos habría podido proporcionar tantos datos.

—¿Pedro Teacher?

—O como se llame. Lo venimos siguiendo desde que llegó a Madrid, pero el puñetero era muy escurridizo. Si usted no se llega a dejar en la mesa una servilleta con la dirección, no lo habríamos encontrado. Claro que así, de poco nos va a servir.

Serenados los ánimos, Anthony advirtió una profunda fatiga en las toscas facciones del teniente coronel. Éste se había desentendido de él y hablaba con sus subordinados.

—Dos aquí hasta que llegue el juez a levantar el cadáver. Los demás conmigo. Este mequetrefe se viene con nosotros a la Dirección General de Seguridad. Allí cantará por las buenas o por las malas.

En el trayecto a la Dirección General de Seguridad, Anthony quiso conocer los particulares de la muerte del capitán Coscolluela. El teniente coronel, extinguida su animadversión hacia el inglés tras el desahogo inicial, le dio cuenta de ellos con frialdad. El cuerpo sin vida del capitán había sido hallado a eso de las seis de la tarde en un solar abandonado próximo al Retiro. Conforme a los indicios, el capitán había muerto víctima de un tiroteo ocurrido en otro lugar, y posteriormente trasladado al solar. Según el teniente coronel, estaba muy clara la autoría del crimen: unos días atrás, en un enfrentamiento callejero, había resultado muerto un estudiante de derecho afiliado a la Falange, y sus camaradas, como tenían por norma, habían vengado su muerte de aquel modo. El atentado, por otra parte, se añadía a la campaña de terrorismo que la Falange estaba llevando a cabo para preparar el terreno a un posible levantamiento militar.

—¿Tiene pruebas de lo que dice? —preguntó Anthony al término del relato—. ¿Testigos presenciales? ¿La Falange ha admitido la autoría?

—No hace falta.

Anthony Whitelands tomó una decisión.

—Cuando lleguemos a su despacho, le contaré dónde y cuándo vi por última vez al pobre capitán Coscolluela. Y le sugiero que llame al ministro de la Gobernación. La historia merece la pena.

Mientras en el coche se desarrollaba este diálogo, en un piso del número 21 de la calle de Nicasio Gallego, donde la Falange tenía su centro neurálgico, la visita del padre Rodrigo, viejo conocido del marqués de Estella, y las noticias que traía, habían convocado con carácter de urgencia a la Junta Política.

—Tan claramente lo oí como vosotros me oís a mí: por ahora no harán nada.

Sombrío pero conciliador intervino el secretario general del Partido, Raimundo Fernández Cuesta.

—Las cosas pueden cambiar en cualquier momento. Tal y como está el patio…

—¿Y si no cambian? —dijo Manuel Hedilla.

José Antonio Primo de Rivera atajó el enfrentamiento golpeando la mesa con la palma de la mano. Cuando habló, lo hizo con calmoso desaliento.

—El camarada Hedilla tiene razón: nada cambiará. Mola y Goded tienen sangre de horchata. Y Franco es un gallina.

—Queda Sanjurjo —apuntó José María Alfaro—. Tiene arrestos y cuenta con nosotros.

—Ca —dijo José Antonio—, ni Franco ni Mola traerán a Sanjurjo de Portugal para entregarle el bastón de mando. Todos lo quieren para sí. Es una pelea de perros. Cuando se pongan de acuerdo ya será demasiado tarde.

La Junta Política estaba dividida y las previsibles revelaciones traídas por el padre Rodrigo directamente del palacete de la Castellana ahondaban las diferencias. Los moderados consideraban necesario de todo punto unirse a los militares, aunque eso supusiera asignar a la Falange un papel auxiliar en el movimiento. Los más impulsivos eran partidarios de tomar la iniciativa. Algunos, más reflexivos, veían la inutilidad de una y otra decisión: con la intervención del Ejército, diera quien diera el primer paso, no sólo el mando quedaría en manos de los generales, sino que la Falange, su ideario, su espíritu y su programa, se verían desvirtuados a la larga o a la corta. Entre éstos no faltaban quienes preferían mantenerse al margen de los acontecimientos y esperar una oportunidad más clara en el futuro. Que se produjera un levantamiento contra el gobierno del Frente Popular y la Falange permaneciera cruzada de brazos era una idea rara, casi obscena; ni siquiera los partidarios de esta estrategia se atrevían a proponerla abiertamente, a sabiendas de que la propuesta se atribuiría a cobardía e indecisión. Sólo a veces alguien, indirectamente, había insinuado la hipótesis de la neutralidad.

José Antonio Primo de Rivera se debatía en la duda. Como Jefe Nacional de un partido autoritario, no había de consultar con nadie ni dar cuentas a nadie de su decisión, pero en el fondo no era un líder político, sino un intelectual, un jurista educado para examinar los hechos bajo todos los ángulos. Su fanatismo era retórico. Porque los conocía desde la infancia, sabía mejor que nadie que los generales, con su pomposo discurso patriótico, sólo eran el brazo ejecutor de los terratenientes, la burguesía financiera y la aristocracia. Muchos militares, incluso los de más alta graduación, admiraban el estilo juvenil de la Falange; pero esta admiración sólo era un resabio de nostalgia de lo que habían sido o de lo que habrían querido ser, antes de quedar atrapados en la ciénaga del escalafón, en el lodo de la mezquindad, la molicie y las pequeñas rivalidades. Con pocas excepciones, los generales golpistas eran mediocres, fatuos y, en definitiva, tan corruptos como el Gobierno que se proponían derribar. ¿Pero cuál era la salida a este dilema?, se preguntaba. Un año atrás había elaborado un plan que habría cambiado la distribución de fuerzas. Aprovechando un cambio de gobierno mal recibido por todos, José Antonio había planeado una marcha sobre Madrid como la que había hecho Mussolini el 28 de octubre de 1922. La entrada en Roma de las escuadras fascistas, en apretada formación, con las camisas negras, las enseñas imperiales y las banderas al viento le había impresionado mucho cuando la vio en un reportaje cinematográfico a los diecinueve años. En aquella ocasión el pueblo aclamó a su nuevo líder, el Rey y la Iglesia lo reconocieron como tal y al Ejército italiano, antes despectivo, no le cupo otro camino que el de la subordinación. Mussolini, como Hitler, habían luchado en la guerra del 14, pero ninguno de los dos había hecho carrera militar; y aun así, a diferencia de la secular tradición dictatorial española, en los dos países totalitarios por excelencia, los civiles y su cuerpo de doctrina tenían al Ejército a sus órdenes, y no al revés. Con esta intención José Antonio había proyectado en 1935, cuando ya se cernía la amenaza del Frente Popular, una marcha sobre Madrid desde Toledo, con unos miles de falangistas y los cadetes del Alcázar. A lo largo del recorrido se les iría incorporando una masa numerosa y cabía contar con la adhesión de la Guardia Civil. Pero el proyecto no se llevó a término: en el último momento algunos militares lo torpedearon. José Antonio Primo de Rivera sabía sus nombres, y en especial el de quien, como Jefe de Estado Mayor, había tenido la última palabra: Franco.

—Os diré cómo vamos a proceder —dijo finalmente—. Voy a dar un ultimátum a los militares. O la revuelta se hace ahora, con la Falange como punta de lanza, o la Falange irá al combate por su cuenta y riesgo. Nosotros ya les habremos advertido. Del resultado sólo serán responsables ellos ante Dios y ante la Historia.

Luego pidió a José María Alfaro que llamase a Serrano Suñer. Cuando éste entró en la sala, le dijo:

—Ramón, quiero que me organices un encuentro con tu cuñado lo antes posible. Si puede ser mañana, mejor.

Al disolverse la reunión, el padre Rodrigo seguía a José Antonio como un perro faldero.

—No confíe en los militares, señor marqués. Ellos no harán la guerra de Dios, sino la suya.

Capítulo 34

A sus cincuenta y seis años don Manuel Azaña ofrece un aspecto avejentado. Gordo, calvo, pálido, feo, con expresión avinagrada, los ojos tras las gruesas lentes son dos rendijas soñolientas o taimadas, según la predisposición de quien lo mire. Anthony Whitelands sólo lo ha visto en fotografía y también en las caricaturas de la prensa de derechas, bajo forma de sapo, de renacuajo o de serpiente. Ahora lo tiene delante. En el despacho del Jefe de Gobierno ha referido una vez más la historia que primero le ha contado al teniente coronel Marranón en la Dirección General de Seguridad y luego a don Alonso Mallol y a don Amos Salvador, director general de Seguridad y ministro de la Gobernación respectivamente. Este último ha llamado al presidente y Azaña, pese a lo avanzado de la hora, los ha recibido de inmediato, ha escuchado con atención y al concluir aquél se ha quedado mirando fijamente al inglés.

—¿Seguro que el cuadro es de Velázquez?

A Anthony la pregunta le desconcierta tanto como a sus acompañantes. Azaña esboza una mueca que quiere ser una sonrisa de complicidad.

—No se ofendan. Lo de la conspiración y los nombres de los generales no cae en saco roto, pero tampoco me pilla de nuevas, como bien saben ustedes. En cambio lo del cuadro no estaba en el libreto. Yo, señor Whitelands, entiendo poco de arte. Lo mío es la literatura. Si pudiera cambiarme por alguien, me cambiaría por Tolstoi o por Marcel Proust. Esto lo digo ahora, claro. De joven me habría cambiado por Rodolfo Valentino.

Vuelve a sonreír de un modo menos forzado. Cuando le llamaron estaba por irse a casa. Ahora ha decidido que la entrevista será larga y se amolda con buen humor al contratiempo.

—Pasé una larga temporada en París —sigue diciendo en dirección al inglés, porque los otros ya lo saben—, antes de la guerra del 14. La Junta de Ampliación de Estudios me había dado una beca para asistir a unos cursos en la Sorbona. En realidad, a mí sólo me interesaba el arte y la vida intelectual de aquella gran ciudad. Y las chicas, como ya se puede figurar. Todos los días me plantaba en el Museo del Louvre y me pasaba una hora en una de las salas de la antigüedad, o me quedaba embobado delante de un cuadro. Luego volvía a mi habitación y trataba de poner mis impresiones por escrito. Perdonen si divago —dice incluyendo a los demás con un ademán—. Es tarde, he tenido una jornada larga y muy aburrida. Ustedes también estarán cansados. En seguida acabo. Les decía que iba al Louvre todos los días. Me fascinaba la pintura italiana, y en especial la escuela veneciana. Por este motivo asistí en una ocasión a una conferencia sobre Tiziano a cargo de un compatriota de usted, un profesor de Oxford o de Cambridge. Hombre de mediana edad, guapo, elegante, algo amanerado de gestos, con un aire de falsa inseguridad, pero muy documentado y muy inteligente, con una cultura asombrosa, tan distinto de nuestros eruditos engolados e ignorantes. Me impresionó tanto que todavía recuerdo su nombre: Garrigaw. Dedicó toda la conferencia a un solo cuadro:
La muerte de Acteón
. No era una de las obras expuestas en el Louvre, ni en ningún otro museo. Por lo visto pertenecía y seguramente aún pertenece a un afortunado particular. Para la conferencia dispusimos de una hermosa copia, sobre la que el profesor nos fue mostrando los diferentes detalles de ese curioso episodio mitológico. Como es de suponer, me fascinó la fábula y el modo de representarla. No sé si ustedes la tienen presente. El joven Acteón va de caza y por azar sorprende desnuda a Diana; la esquiva diosa le lanza una flecha y lo convierte en ciervo que acto seguido es destrozado por la jauría del propio Acteón, sin que éste pueda hacer nada para evitarlo. Para pintar este suceso, Tiziano elige un punto medio en el decurso de la fábula: lo esencial ya ha ocurrido o está por ocurrir. Quien no sabe el principio y el final del cuento se queda en ayunas. Tal vez cuando Tiziano pintó el cuadro la mitología griega era conocida por todos. Yo lo dudo. Alguna otra razón llevó al pintor a elegir ese momento y no otro. El momento en que la falta ya ha sido cometida y la flecha ha sido lanzada. Lo demás es cuestión de tiempo: el desenlace es inevitable. Tengan paciencia con mis divagaciones. A menudo, en la soledad de este despacho, a estas horas, vencido por el cansancio y, a qué negarlo, por el desaliento, me refugio en el recuerdo de otros tiempos, no sé si más felices, pero sí menos complicados: la infancia en Alcalá, el colegio de los agustinos en El Escorial, París antes de la guerra… Y en este zanganear me vino a la memoria no hace mucho la conferencia sobre el cuadro de Tiziano.

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