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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

Riña de Gatos. Madrid 1936 (6 page)

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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Capítulo 6

Al entregarle la llave de la habitación, el recepcionista del hotel le informó de que aquella misma tarde un señor había preguntado por él.

—¿Está seguro?

—Completamente. Yo mismo le he atendido y él dio el nombre y apellido de usted. No dejó ningún recado ni dijo si volvería. Por el aspecto parecía extranjero, pero hablaba castellano tan bien como usted y con mejor acento, si me permite la observación.

Anthony subió a la habitación preguntándose quién podía ser aquel anónimo visitante y cómo había dado con él no habiendo comunicado a nadie dónde se alojaba. Ciertamente al llegar se había inscrito en el libro registro del hotel y tal vez la gerencia del hotel había comunicado a la policía la presencia de un nuevo huésped, extranjero por más señas. Por Madrid pasaban muchos extranjeros, pero ahora las circunstancias eran excepcionales, pensó. Ahora bien, si era un policía el que había preguntado por él, ¿por qué no se había identificado como tal? Y sobre todo, ¿qué interés podía tener la policía, o cualquier otra persona, en hablar con él? ¿Habría sucedido algo en Londres y la Embajada lo buscaba? Y, en última instancia, ¿a qué tanto secretismo?

Mientras iba dando vueltas al asunto, sacó un libro que ya había tratado en vano de leer en el tren. Tampoco en la soledad de la habitación consiguió concentrarse. Al cabo de un rato cerró el libro y salió a dar un paseo.

En la calle el frío era vivo, pero el centro de Madrid estaba abarrotado de gente. Viendo a los ciudadanos deambular sin prisa ni preocupación, enzarzado todo el mundo en las escaramuzas verbales típicas del ocurrente pueblo madrileño, el inglés olvidó todo recelo y se sintió contagiado de la alegría de vivir que flotaba en el aire y le hacía tan grata la estancia en España.

Callejeando sin rumbo se encontró frente a una taberna donde recordaba haber estado en algún viaje anterior. Voces y risas incitadoras traspasaban las puertas del establecimiento. Dentro no parecía haber espacio para una sola persona más, pero al cabo de muy poco consiguió abrirse paso y acodarse en la barra. Un camarero le atendió con una prontitud y una amabilidad sorprendentes en medio de la algarabía: era como si en toda la taberna no hubiera otro cliente. Anthony pidió una ración de gambas y un vaso de vino. Mientras esperaba recordó anteriores incursiones en aquella misma taberna, cuyas paredes estaban cubiertas de fotos de toreros, porque en aquel local tenía su sede una peña taurina muy nutrida y muy belicosa. A veces los propios toreros acudían a tomar unos vinos con sus peñas. En estas ocasiones se producía una tregua en las enconadas disputas, porque los toreros eran auténticos ídolos y nadie habría cometido la descortesía de expresar una opinión que pudiera molestar al diestro. Pese a las trifulcas, el ambiente era amigable y las veladas siempre acababan entre canciones, muy avanzada la noche. Anthony adoraba este ambiente. Una noche, años atrás, alguien le había señalado la presencia de un torero muy famoso, el legendario Ignacio Sánchez Mejías, un hombre ya maduro, de porte distinguido. Anthony lo conocía de nombre y sabía que era, además de un torero admirado, un intelectual y un poeta de mérito. Poco después de aquel encuentro fortuito, Anthony se enteró de la muerte del torero en el ruedo. Federico García Lorca le había dedicado un sentido poema y Anthony, a quien el suceso había impresionado vivamente, había hecho de aquel poema una traducción al inglés muy rigurosa desde el punto de vista gramatical, pero muy poco conmovedora desde el punto de vista poético.

Este recuerdo y la noción de su propia candidez le hicieron reír, a la vista de lo cual le dijo su compañero de barra:

—¿Tanta gracia le hace?

—¿Perdón?

—Usted es extranjero, a que sí.

—Sí, señor.

—Y según se echa de ver le divierte lo que está pasando.

—Disculpe, no sé a qué se refiere. Yo me reía de un recuerdo sin relación alguna con el presente.

Mientras se disculpaba, percibió la razón del malentendido. A sus espaldas dos grupos discutían de un modo violento y desabrido. Al principio pensó que se trataba de una de las habituales disputas taurinas, pero en esta ocasión no era la tauromaquia la causa del alboroto. De los dos grupos enfrentados, uno, más reducido en número, estaba formado por muchachos muy jóvenes, bien parecidos, bien vestidos y bien alimentados. El otro estaba integrado por tipos rudos, menestrales y obreros, a juzgar por la indumentaria, la gorra y el pañuelo de lunares anudado al cuello. El conflicto inicial había alcanzado ya la fase de los insultos. Los obreros gritaban: ¡Fascistas!, a lo que los otros respondían: ¡Rojos! Ambos coincidían en calificarse recíprocamente de ¡cabrones! Sin embargo, nada indicaba que de las palabras fueran a pasar a los hechos. Unos y otros sopesaban la fuerza del contrario y el resultado de este cálculo les disuadía mutuamente de ir más allá de los denuestos. En un momento dado uno de los jóvenes hizo ademán de llevarse la mano al bolsillo. Uno de sus compañeros, al advertir su intención, le detuvo, le dijo algo y echó a andar hacia la salida. Los demás le siguieron sin volver la espalda a la concurrencia, a la que miraban con expresión desafiante.

—Ya ve usted —dijo el vecino de Anthony cuando se hubo restablecido la calma en el establecimiento—, antes se venía aquí a pelear por si era mejor Cagancho o Gitanillo de Triana… Toreros, ¿me entiende?

—Sí, claro, soy aficionado a las corridas.

—No, si aún será usted simpático. Mateo, ponme otro tinto y lo mismo aquí al caballero. Que sí, hombre, que luego paga usted otra ronda y tan contentos. Pues, como le venía diciendo, esto era antes. Hoy: que si Mussolini, que si Lenin, que si la madre que los parió a todos, dicho sea con perdón de las ideas de usted. Por ahora, como ha visto, las cosas no pasan del toma y daca. A bravucones no nos gana nadie, pero a los españoles nos cuesta llegar a las manos. Ahora, el día que empecemos, esto no lo para ni Dios.

Los españoles tienen un oído fino para las conversaciones que no les conciernen y ningún reparo en interrumpirlas para exponer su opinión, que cada cual da no sólo por buena, sino por definitiva. De modo que a los pocos minutos se había formado un sonoro y sentencioso debate en el que varios parroquianos se disputaban la atención del forastero para ofrecerle su irrefutable diagnóstico sobre los males de España y su sencilla solución. Los ponentes eran en su mayoría obreros, pero no faltaban oficinistas, artesanos, comerciantes y currinches, unidos por una común devoción a los toros que derribaba todas las barreras sociales. Los que habían entrado en el local hacía un rato eran falangistas. Seguramente buscaban pelea, pero el aspecto pacífico de la concurrencia y el carácter apolítico del local les habían desanimado. Los falangistas, le contaron, eran pocos, en su mayoría jóvenes y, por consiguiente, impetuosos e irreflexivos; como su partido había salido mal parado en las últimas elecciones, ahora se dedicaban a la agitación. Se creían los dueños de la calle, sobre todo en Madrid, aunque a veces los socialistas o los anarquistas les zurraban la badana. En los últimos tiempos los enfrentamientos se habían radicalizado y no era raro que se saldaran con heridos e incluso con muertos. Los falangistas, dijo alguien, eran unos señoritos, unos hijos de papá; lo malo era que papá, no contento con darles dinero, les prestaba la pistola. Al parecer, aquella misma mañana un puñado de mocosos con camisa azul se había presentado en un mitin socialista y había descerrajado una perdigonada contra la tribuna de los oradores. Antes de que los asistentes se hubieran repuesto del susto, los agresores se habían dado a la fuga en un automóvil. Y si en aquel momento, continuó diciendo el parroquiano, hubiera acertado a pasar por allí un tipo con aspecto de capitalista o, peor aún, de cura, a buen seguro lo habrían hecho picadillo. De este modo, acabó diciendo, pagaban justos por pecadores.

El problema, dijo otro, era que a aquellas alturas ya no quedaban justos ni pecadores. Era fácil acusar a los falangistas de todo lo malo, pero no había que olvidar quién les había abonado el terreno; los atentados, las huelgas y los sabotajes, la quema de iglesias y conventos, las bombas y la dinamita, sin olvidar las taxativas afirmaciones de cuál era el objetivo último de todas estas acciones, a saber, la destrucción del Estado, la disolución de la familia y la abolición de la propiedad privada. Y esto con la tolerancia, cobarde o cómplice, de las autoridades. En vista de este panorama, no era de extrañar que algunos sectores de la sociedad hubieran decidido tomar medidas para hacer valer su voz o, cuando menos, para morir con las armas en la mano.

Sin dejarle terminar, intervino un hombre menudo, tocado con un bombín raído, que dijo llamarse Mosca y ser miembro de la UGT. En opinión del señor Mosca, la raíz del conflicto estaba en la actitud de los catalanes. Bajo la apariencia de modificar las estructuras administrativas del Estado español, los catalanes habían roto de hecho la unidad de España y ahora la nación se desmoronaba como un muro al que se le hubiera quitado la argamasa. Como entre los presentes no había catalanes, nadie le refutó el argumento ni le indicó la dudosa exactitud de la metáfora, con lo que el señor Mosca prosiguió diciendo que, al desaparecer el sentimiento de pertenencia a una patria común, cada ciudadano se apuntaba a la primera procesión que pasaba por delante de su casa y cada uno, en vez de ver un compatriota en el vecino, veía un enemigo. Antes de terminar, fue acallado por los gritos de otros parroquianos, deseosos de dar a conocer su propio análisis de la situación. Para hacerse oír, el señor Mosca se puso de puntillas y estiró mucho el cuello, pero sólo consiguió que los aspavientos de otro individuo hicieran salir volando su bombín.

Iba subiendo el tono de la polémica y Anthony, a quien el camarero no había dejado de llenar el vaso de vino, intervino para expresar su convicción de que todo se podía resolver mediante el diálogo y la negociación. Esto le granjeó la animadversión de la concurrencia, porque, al no defender la postura de nadie, todos lo consideraban un aliado del contrario. Finalmente, un hombre se colocó a su lado, le tomó del brazo y le indicó por señas que se dejara conducir a la salida. Anthony arrojó unas monedas sobre el mostrador e hizo lo que el otro le indicaba. Cuando ambos hubieron atravesado la barrera humana sin incidentes y se encontraron en la calle, el desconocido dijo:

—No hay motivo para que reciba usted un sopapo.

—¿Cree que me lo habrían dado?

—Es probable. Usted es el más alto y, como forastero, no tiene quien devuelva los golpes en su nombre. Si quiere comprobarlo, vuelta a entrar. A mí, como comprenderá, me importa un rábano.

—No, tiene usted razón y le agradezco que me lo haya hecho ver así. Además, es tarde y debería regresar al hotel en vez de andar metiéndome donde nadie me llama.

Tendió la mano a su desconocido benefactor, el cual, en lugar de estrechársela, se metió las suyas en los bolsillos del abrigo y dijo:

—Mire, le acompañaré a su alojamiento. Las calles son peligrosas y a estas horas, más. Yo, por supuesto, no le puedo ofrecer ninguna garantía de seguridad, pero siendo de aquí, y gato viejo, me doy cuenta de cuándo hay que cambiar de acera y cuándo hay que salir por piernas.

—Es usted muy amable, pero no quiero causarle ninguna molestia. Mi hotel está cerca.

—En tal caso, poca molestia me causará. Y si en vez de ir directamente a su hotel prefiere pasar un rato en buena compañía, conozco un sitio a la vuelta de la esquina, muy higiénico, bien de precio y con un personal de primera.

—Ah —dijo el inglés sintiendo evaporarse los efectos del alcohol y despabilarse sus sentidos por el frío de la noche y el peligro reciente—, cuando era estudiante aquí en Madrid, alguna vez hice una visita a una casa de lenocinio.

—Pues el que tuvo, retuvo —repuso el otro.

Anduvieron un trecho por la Gran Vía y doblaron luego por un oscuro callejón lateral. Ante la puerta de una casucha estrecha, de paredes desconchadas, dieron palmas hasta que apareció el sereno haciendo eses y agitando un manojo de llaves. A distancia apestaba a vino y tenía los ojos entrecerrados. Muy servicial abrió la puerta, agradeció la propina con una reverencia y un eructo y se fue. Entraron en un oscuro zaguán y el amable cicerone dijo:

—Suba usted al segundo derecha y allí pregunte por la Toñina. Yo no le acompañaré porque hoy no tengo el ánimo para estas cosas, pero le esperaré aquí, tranquilamente, echándome un cigarrito. No tenga prisa; yo no tengo ninguna. Ah, y antes de subir, le sugiero que me deje la cartera, el pasaporte y cualquier artículo de valor que lleve encima, salvo el monto del servicio y un pellizco más, por si tiene un capricho. Las chicas son honradas, pero hasta en los mejores locales puede haber descuideros.

Anthony encontró razonable la propuesta de su acompañante y le entregó el dinero, la documentación, el reloj y la pluma estilográfica. Luego, a la débil luz de una lámpara de filamento que parpadeaba en el hueco de la escalera, subió hasta el segundo piso y llamó a la puerta. Le abrió una vieja en bata y chal. Cuatro mujeres más, de edad avanzada, escuchaban la radio y jugaban a la brisca en torno a una mesa camilla. El inglés dijo que quería ver a la Toñina. La vieja hizo un ademán de sorpresa, pero sin decir nada desapareció detrás de una cortina y regresó de inmediato acompañada de una joven muy delgada y muy guapa, a la que seguramente mantenían oculta por ser menor de edad. La niña cogió de la mano al inglés y lo condujo a un cuartucho con catre y palanganero, del que aquél emergió muy satisfecho al cabo de un rato. Cuando hubo pagado y bajó la escalera, no encontró a nadie esperándole en el zaguán ni tampoco en la calle. Todo estaba cerrado a cal y canto, de modo que regresó a buen paso al hotel y se metió en la cama. En el momento de apagar la luz le asaltó la sospecha de haber sido víctima de un timo, pero como estaba derrengado, cerró los ojos y se durmió en el acto.

Capítulo 7

Al abrir los postigos vio un cielo cubierto y una lluvia fina que humedecía los tejados; de repente recordó el nombre de aquel fenómeno en español: calabobos, un nombre adecuado a su persona. La resaca producida por los excesos de la víspera no le impedía percibir con nitidez lo dramático de su situación. El malestar físico y la angustia le produjeron náuseas. Le habría sentado bien comer algo sólido y tomarse un café bien cargado, pero descartó la idea porque se había quedado sin un céntimo y, sin pasaporte, no podía acudir a un banco. No le quedaba otra salida que acudir a la Embajada británica en busca de auxilio, por más que le avergonzara presentarse ante un displicente funcionario como el más inocente de los turistas.

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