Riña de Gatos. Madrid 1936 (2 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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Dejó la copa sobre el mostrador y salió por una puerta lateral que comunicaba con el vestíbulo de la estación. Dio varias vueltas sin dar con el estanco hasta que un factor le señaló una ventanilla cerrada. Llamó con los nudillos y al cabo de un rato se abrió la ventanilla y asomó la cabeza un hombre calvo con expresión alelada. Al explicarle el inglés su propósito, cerró los ojos y movió los labios como si estuviera rezando. Luego se agachó y al volver a incorporarse puso en la repisa de la ventanilla un libro enorme. Lo estuvo hojeando con detenimiento, se fue y regresó con una pequeña balanza. El inglés le entregó la carta y el funcionario de correos la pesó cuidadosamente. Volvió a consultar el libro y calculó el monto del franqueo. El inglés pagó y regresó corriendo a la cantina. El mozo miraba el techo con un trapo sucio en la mano. A la pregunta del inglés respondió que su consumición había sido pagada por el otro cliente, conforme a lo convenido. La maleta seguía en el suelo. El inglés la recogió, dio las gracias y salió corriendo. El expreso de Madrid iniciaba su lenta marcha entre nubes de vapor blanco y bocanadas de humo. A grandes zancadas alcanzó el último vagón y subió al tren.

Después de recorrer varios vagones sin encontrar un compartimento vacío, decidió quedarse en el pasillo, a pesar de la corriente de aire frío que lo atravesaba. La carrera le había hecho entrar en calor y el alivio de haber enviado la carta le compensaba el esfuerzo. Ahora la cosa ya no tenía remedio. ¡A la porra las mujeres!, pensó.

Quería estar solo para disfrutar de su recién ganada libertad y contemplar el paisaje, pero al cabo de un rato vio venir dando tumbos al individuo que le había invitado en la cantina. Le saludó y el otro se colocó a su lado. Era un hombre de unos cincuenta años, bajo, enjuto, con la cara surcada de arrugas, bolsas debajo de los ojos y una mirada inquieta.

—¿Consiguió echar la carta?

—Sí. Al volver a la cantina usted ya se había ido. No tuve ocasión de agradecerle su amabilidad. ¿Viaja en segunda?

—Viajo donde me da la gana. Soy policía. Y no ponga esa cara: gracias a eso nadie le ha robado la maleta. En España no se puede ser tan confiado. ¿Se queda en Madrid o sigue viaje?

—No, voy a Madrid.

—¿Puedo preguntarle el motivo de su visita? A título personal, se entiende. No responda si no quiere.

—No tengo el menor inconveniente. Soy especialista en arte y más concretamente en pintura española. No compro ni vendo. Escribo artículos, doy clases y colaboro con alguna galería. Siempre que puedo, con motivo o sin él, voy a Madrid. El Museo del Prado es mi segundo hogar. Quizá debería decir el primero. En ninguna parte he sido más feliz.

—Vaya, parece una bonita profesión. Nunca lo habría dicho —comentó el policía—. ¿Y eso le da para vivir, si no es indiscreción?

—No da mucho —admitió el inglés—, pero disfruto de una pequeña renta.

—Los hay con suerte —dijo el policía, casi para sí. Luego agregó—: Pues si viene tanto a España y hablando tan bien nuestra lengua, tendrá muchos amigos por aquí, digo yo.

—Amigos, amigos, no. Nunca he pasado una temporada larga en Madrid, y los ingleses, ya sabe, somos gente reservada.

—Entonces mis preguntas le parecerán una extorsión. No se lo tome a mal; es deformación profesional. Observo a las personas y trato de averiguar su oficio, su estado civil y, si puedo, hasta sus intenciones. Mi trabajo consiste en prevenir, no en reprimir. Estoy adscrito al servicio de seguridad del Estado y los tiempos están revueltos. No me refiero a usted, naturalmente; interesarse por una persona no es sospechar de esa persona. Detrás de la persona más vulgar puede esconderse un anarquista, un agente al servicio de una potencia extranjera, un tratante de blancas. ¿Cómo distinguirlos de la gente honrada? Nadie lleva un rótulo que anuncie su condición. Y sin embargo, todo el mundo oculta un misterio. Usted mismo, sin ir más lejos, ¿por qué tanta prisa por echar una carta que habría podido echar en Madrid con toda calma dentro de unas horas? No me diga nada, estoy seguro de que todo tiene una explicación bien sencilla. Sólo le ponía un ejemplo. Mi misión es ésta, ni más ni menos: descubrir el verdadero rostro detrás de la máscara.

—Hace frío aquí —dijo el inglés tras un silencio—, y yo no voy tan abrigado como debería. Con su permiso, voy a buscar un compartimento con un poco de calefacción.

—Vaya, vaya, no le entretengo más. Yo iré al vagón restaurante, a tomar algo y a charlar un rato con el servicio. Hago esta línea con frecuencia y conozco al personal. Un camarero es una fuente de información valiosísima, sobre todo en un país donde se habla a grito pelado. Le deseo buen viaje y una feliz estancia en Madrid. Seguramente no nos volveremos a ver, pero le dejo mi tarjeta, por si acaso. Teniente coronel Gumersindo Marranón, para servirle. Si necesita algo, pregunte por mí en la Dirección General de Seguridad.

—Anthony Whitelands —dijo el inglés guardándose la tarjeta en el bolsillo de la americana—, también a su disposición.

Capítulo 2

Pese al cansancio producido por el largo viaje, Anthony Whitelands duerme con un sueño ligero y varias veces le despiertan ruidos lejanos que parecen disparos de fusil. Se ha alojado en un hotel modesto pero confortable que conoce de viajes anteriores. El vestíbulo es pequeño y poco acogedor y el recepcionista alardea de malos modos, pero la calefacción es buena y la habitación, espaciosa y alta de techo, tiene un armario ropero bastante grande, una cama confortable con sábanas limpias y una mesa de pino con una silla y una lámpara ideal para trabajar. La ventana rectangular, con postigos de madera, da sobre la tranquila y recoleta plaza del Ángel, y por encima de las casas de enfrente asoma la cúpula de la iglesia de San Sebastián.

Con todo, la atmósfera no es placentera. A causa del frío, el bullicio de la noche madrileña ha sido sustituido por el lúgubre ulular del implacable viento de la sierra, que arremolina las hojas secas y los papelotes esparcidos por el suelo negro, brillante de escarcha. Las fachadas de los edificios están cubiertas de carteles de propaganda electoral, rotos y sucios, y de pasquines de todas las tendencias que invariablemente llaman a la huelga, a la insurrección y al enfrentamiento. Anthony no sólo conoce la situación, sino que precisamente la gravedad de la situación es lo que le ha traído a Madrid, pero la visión real de las cosas le sume en una mezcla de inquietud y desaliento. A ratos se arrepiente de haber aceptado el encargo y a ratos se arrepiente de haber enviado la carta que pone fin a su relación con Catherine, una relación llena de zozobra, pero también el único estímulo de su vida presente.

Con el corazón encogido se viste poco a poco, comprobando de cuando en cuando el efecto de su figura en la luna del armario. La visión no es lisonjera. De resultas del viaje la ropa está arrugada y, aunque la ha cepillado concienzudamente, no ha podido borrar las trazas de hollín. Este atuendo, unido a su rostro macilento y a su aire fatigado, le confiere un aspecto muy poco acorde con la gente a la que se dispone a visitar y muy poco adecuado para la impresión que debe causarles.

Al salir del hotel camina unos metros y desemboca en la plaza de Santa Ana. Clarea, el viento ha barrido las nubes y el cielo tiene la nítida transparencia de las mañanas gélidas de invierno. A los bares y tascas acuden los primeros clientes. Anthony se suma a ellos y entra en un local que huele a café y pan caliente. Mientras espera a que el camarero le atienda, hojea un periódico. De los grandes titulares y el derroche de signos de admiración saca una impresión general poco atrayente. En muchas localidades de España ha habido choques entre grupos de partidos rivales con el resultado aciago de algunos muertos y muchos heridos. También hay huelgas en varios sectores. En un pueblo de la provincia de Castellón el párroco ha sido expulsado por el alcalde y se ha organizado un baile dentro de la iglesia. En Betanzos a un Santo Cristo le han cortado la cabeza y los pies. La clientela del bar comenta estos sucesos con gestos grandilocuentes y frases sentenciosas mientras dan furiosas caladas a sus cigarrillos.

Acostumbrado al sustancioso desayuno inglés, el tazón de café cargado y los churros aceitosos le sientan mal y no contribuyen a despejar sus ideas ni a levantar su ánimo. Consulta su reloj, toda vez que el reloj hexagonal colgado sobre el mostrador parece tan parado como el de la estación de Venta de Baños. Le sobra tiempo para acudir a la cita, pero el griterío y el humo le agobian, de modo que paga y sale a la plaza.

Caminando a buen paso, en pocos minutos se planta a las puertas del Museo del Prado, que acaba de abrir al público. Muestra a la taquillera el documento que lo acredita como profesor e investigador y, después de consultas y vacilaciones, le dejan entrar gratis. Casi no hay visitantes en esta época del año y menos en la situación de violencia e incertidumbre en que vive Madrid y, en consecuencia, el museo está desierto. En las salas hace un frío glacial.

Indiferente a todo cuanto no sea el reencuentro con su añorado museo, Anthony se detiene un instante ante il Furore, la efigie de Carlos V esculpida en bronce por Leone Leoni. El emperador, revestido de coraza romana, empuña una lanza mientras a sus pies, vencida y encadenada, la representación de la violencia salvaje yace sojuzgada, con la nariz aplastada contra el trasero del vencedor, que representa el orden y lo impone sobre la tierra, por orden divina y sin reparar en medios.

Confortado por este ejemplo de reciedumbre, el inglés endereza la espalda y va decidido a la sala de Velázquez. La obra de este pintor le impresiona de tal modo que nunca examina más de un cuadro. Así los estudió hace años, uno tras otro, acudiendo al museo todos los días, con un bloc de notas donde apuntaba los detalles a medida que los iba percibiendo. Luego, exhausto pero dichoso, volvía a su alojamiento y pasaba las notas a un cuaderno más grande, de papel pautado.

Esta vez, sin embargo, no viene con intención de escribir nada, sino como un peregrino que acude al lugar donde se honra al santo, a implorar su protección. Con este vago sentimiento, se detiene delante de un cuadro, busca la distancia adecuada, se limpia las gafas y lo mira inmóvil, casi sin respirar.

Velázquez pintó el retrato de Don Juan de Austria a la misma edad que ahora tiene el inglés que lo contempla sobrecogido. En su día formaba parte de una colección de bufones y enanos destinada a adornar las estancias reales. Que alguien pudiera encargar a un gran artista los retratos de estos seres patéticos para luego convertir los cuadros en objeto preeminente de decoración puede resultar chocante en la actualidad, pero no debía de serlo entonces y, en definitiva, lo importante es que el extraño capricho del Rey dio origen a estas obras tremendas.

A diferencia de sus compañeros de colección, el individuo apodado Don Juan de Austria no tenía empleo fijo en la corte. Era un bufón a tiempo parcial, contratado ocasionalmente para suplir una ausencia temporal o para reforzar la plantilla de enfermos, idiotas y dementes que divertían al Rey y a sus acompañantes. Los archivos no conservan su nombre, sólo su mote extravagante. Equipararlo al más grande militar de los ejércitos imperiales e hijo natural de Carlos V debía de formar parte del chiste. En el retrato, el bufón, para hacer honor a su nombre, tiene a sus pies un arcabuz, un peto, un casco y unas bolas que podrían ser balas de cañón de pequeño calibre; su vestimenta es regia, empuña un bastón de mando y se cubre con un sombrero desmesuradamente grande, ligeramente torcido, rematado por un vistoso penacho. Estas prendas suntuosas no encubren la realidad, sino que la ponen de manifiesto: de inmediato se advierte un bigotazo ridículo y un ceño fruncido que, con unos siglos de antelación, le asemejan un poco a Nietzsche. El bufón ya no es joven. Tiene las manos recias; las piernas, en cambio, son delgadas e indican una complexión frágil. La cara es en extremo enjuta, los pómulos prominentes, la mirada esquiva, desconfiada. Para mayor burla, detrás del personaje, a un lado del cuadro, se entrevé una batalla naval o sus secuelas: un barco en llamas, una humareda negra. El auténtico don Juan de Austria había mandado la escuadra española en la batalla de Lepanto contra los turcos, la más grande gesta que conocieron los siglos, en palabras de Cervantes. La batalla del cuadro no queda clara: puede ser un fragmento de realidad, una alegoría, un remedo o un sueño del bufón. El efecto pretende ser satírico, pero al inglés se le nublan los ojos al contemplar una batalla descrita con una técnica que se adelanta a toda la pintura de su época y que utilizará Turner con el mismo fin.

Con un esfuerzo, Anthony recobra la serenidad y mira de nuevo el reloj. No va lejos, pero ha de ponerse en camino si quiere llegar a la cita con la puntualidad que seguramente se espera de él, no como una virtud o una muestra de cortesía, sino como un rasgo pintoresco de su nacionalidad: la proverbial puntualidad inglesa. Como nadie le ve, saluda con una inclinación de cabeza al bufón, da media vuelta y sale del museo sin prestar atención a las grandes obras que cuelgan de las paredes.

Al pisar la calle advierte con sorpresa que la melancólica reflexión inducida por la contemplación del cuadro en vez de aumentar su abatimiento, lo ha disipado. Por primera vez toma conciencia de encontrarse en Madrid, una ciudad que le trae recuerdos placenteros y le infunde una excitante sensación de libertad.

A Anthony Whitelands siempre le ha gustado Madrid. A diferencia de tantas otras ciudades de España y de Europa, el origen de Madrid no es griego, ni romano, ni siquiera medieval, sino renacentista. Felipe II la creó de la nada estableciendo allí la corte en 1561. Por esta causa, Madrid no tiene mitos fundacionales que se remonten a una oscura divinidad, ni una virgen románica la acoge bajo su manto de madera tallada, ni una augusta catedral proyecta su aguzada sombra en la parte vieja. En su escudo no campa un aguerrido matador de dragones; su santo patrón es un humilde campesino en cuya memoria se organizan verbenas y ferias taurinas. Para mantener el don natural de su independencia, Felipe II construyó El Escorial y alejó así de Madrid la tentación de convertirse en un foco de espiritualidad además de ser un foco de poder. Con el mismo criterio, rechazó al Greco como pintor de corte. Gracias a estas prudentes medidas, los madrileños tienen muchos defectos, pero no son iluminados. Como capital de un Imperio colosal al que la religión daba sustento y cohesión, Madrid no pudo mantenerse siempre al margen del fenómeno religioso, pero siempre que pudo delegó en otras ciudades sus aspectos más sombríos: Salamanca fue escenario de los ásperos debates teológicos, por Ávila pasearon sus éxtasis Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y San Pedro de Alcántara, y los terribles autos de fe se llevaban a cabo en Toledo.

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