Riña de Gatos. Madrid 1936 (5 page)

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Authors: Eduardo Mendoza

Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga

BOOK: Riña de Gatos. Madrid 1936
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—Perdona por lo que te he dicho antes. No quería ofenderte.

—Oh, no es ofensivo parecerse a Leslie Howard.

La niña se ruborizó y le soltó la mano.

—Lilí, deja a Antoñito beberse en paz el jerez —dijo la duquesa.

—No me molesta —balbució él enrojeciendo a su vez.

Una criada enteca y cejijunta, con aires de pazguata, anunció a gritos que la comida estaba servida. Dejaron las copas y se dirigieron al comedor. Sin atender al protocolo, Paquita se colocó al lado de Anthony y le tomó del brazo.

—¿Realmente entiende usted tanto de pintura? —le preguntó a bocajarro—. ¿Le gusta Picasso?

—Oh —respondió el inglés apresuradamente, un poco desconcertado ante este ataque frontal—, Picasso tiene un gran talento, sin duda. Pero a decir verdad no me entusiasma su obra, como me sucede en general con la pintura moderna. Entiendo el cubismo y la abstracción desde el punto de vista técnico, pero no veo a dónde quiere ir a parar. Si es que el arte ha de ir a parar a algún sitio, claro. ¿Es usted partidaria de la vanguardia?

—No, ni de la retaguardia. Pertenezco al sector musical de la familia. La pintura me aburre.

—No me lo explico. Vive rodeada de obras magníficas.

—¿Quiere decir que soy una niña mimada?

—No, por favor, no he dicho tal cosa. Además, sería prepóstero por mi parte: apenas la conozco.

—Yo creía que su profesión era distinguir lo falso de lo auténtico a primera vista.

—Ah, ya entiendo, usted me toma el pelo, señorita Paquita.

—Un poco sí, señor Antoñito.

El desconcierto del inglés iba en aumento. Según sus cálculos, Paquita debía de haber sobrepasado ligeramente la edad en que una hija de buena familia, especialmente si es agraciada, inteligente y salerosa, está casada o, cuando menos, prometida. De lo contrario, como era a todas luces el caso presente, la interesada solía afectar mojigatería o exagerar una desenvoltura y una independencia que no dejaran dudas sobre la voluntariedad de su soltería. Por estas razones Anthony presentía una causa misteriosa en el tono cáustico de la atractiva joven en cuya compañía estaba entrando en aquel preciso instante en el suntuoso comedor de la mansión.

La mesa podía acoger con holgura una treintena de convidados, aunque en aquella ocasión sólo hubiera dispuestos siete servicios en un extremo. Dos lámparas colgaban del techo, y de las paredes, antiguos retratos hacia los que Anthony dirigió la atención, desviándola momentáneamente de la enigmática mujer que le zahería por broma. Sin duda se trataba de una galería de antepasados que iba de las figuras cortesanas del siglo XVII, a la manera de van Dyk, hasta el acartonado academicismo de principios del siglo XX. Al mirarlas, Anthony comprobó una vez más que la aristocracia española nunca se dejó arrastrar a los excesos de amaneramiento que se habían adueñado del resto de Europa. Con altanera firmeza rechazó los perifollos, los afeites y, sobre todo, las desmedidas pelucas que casaban mal con sus rasgos morenos, ascéticos y torvos. A lo sumo, consintieron en recogerse el cabello en una coleta y seguir siendo tan toscos y desarrapados como mozos de cuadra. Ahora Anthony admiraba esta noble intransigencia y, al comparar mentalmente los acaramelados retratos ingleses de petimetres con casaca bordada, mofletes rubicundos y pelucón hasta los hombros, con los personajes de Goya, rudos, macilentos, sucios, pero dotados de una carga humana y trascendente, se reafirmaba en la convicción de haber elegido el lado bueno de la confrontación.

Se sentaron los cinco a la mesa, dejando una silla y un cubierto para el hermano ausente y uno más a la izquierda de la señora duquesa. Ésta comprobó que todo estuviera en orden e hizo una señal a su marido, el cual asintió e inclinó la cabeza. Todos le imitaron salvo Anthony Whitelands, y el duque bendijo los alimentos que iban a tomar. Cuando acabó y los comensales levantaron la cabeza, preguntó Lilí si los protestantes también bendecían la mesa. Su padre la reprendió por su indelicadeza, pero el inglés repuso amigablemente que los protestantes eran muy aficionados a las oraciones y que leían pasajes de la Biblia en todo momento y ocasión.

—Pero los anglicanos nunca bendecimos la mesa y, en justo castigo, en Inglaterra se come muy mal.

La entrada de un hosco clérigo convirtió en irreverencia la broma inofensiva. Antes de serle presentado, el padre Rodrigo ya había lanzado sobre el inglés una mirada inquisitorial que ponía de manifiesto su repugnancia instintiva hacia todo cuanto viniera de fuera. Era un individuo de mediana edad, fornido, híspido y ceñudo, en cuya sotana proverbiales lamparones daban fe del desprecio de su autor por las vanidades del mundo.

Se alivió la tensión al entrar la sirvienta con una sopera y, pisándole los talones, un muchacho recién lavado, mudado y con el pelo engominado. Besó a su madre en la frente y tendió la mano al visitante.

—Éste es mi hijo Guillermo —dijo el duque con un deje de orgullo en la voz.

Guillermo era un buen mozo. También se parecía a su madre, pero en su actitud, como en la de muchos jóvenes guapos, ricos e inteligentes, había un asomo de insolencia inconsciente. Parecía muy excitado y con gran vehemencia se puso a contar lo que les había sucedido. Aquella misma mañana, con el sol ya alto, cansados y ateridos de frío, los cazadores y el ojeador que les acompañaba habían entrado en un pequeño pueblo, buscando algo de comer, un tazón de caldo o cualquier cosa caliente que les reanimase. Al llegar a la plaza, donde suponían que estaba el mesón, se encontraron con la banda de música, que en aquel momento se puso a tocar La Internacional, y con todo el pueblo, que jaleaba y lanzaba gritos amenazadores contra el edificio del Ayuntamiento y contra la iglesia, a pesar de que la iglesia estaba cerrada a cal y canto y de que en el balcón del Ayuntamiento ondeaba la bandera tricolor. Los cazadores tardaron un rato en darse cuenta del peligro que corrían y ese momento de vacilación bastó para que un lugareño advirtiera su presencia y dirigiera la atención de los demás hacia el grupo de señoritos. Uno de los cazadores quiso echar mano de la escopeta que llevaba terciada, pero el ojeador, hombre de edad y de experiencia, se lo impidió. En actitud tranquila, pero no desafiante, los cazadores empezaron a retroceder paso a paso y acabaron marchándose por donde habían venido. Cuando se habían alejado un par de kilómetros, volvieron la vista atrás y percibieron una columna de humo, de lo que infirieron que el populacho había pegado fuego a la iglesia, siguiendo el ejemplo de tantos lugares de España.

—Esto os pasa —dijo la duquesa al término del relato— por ir de caza en esta época del año. Con lo frías que son las mañanas, no sé cómo no habéis caído enfermos de pulmonía o de algo peor. Dichosa caza. Lo que tenéis que hacer a vuestra edad es ir a clase y estudiar.

—Pero, mamá —replicó el joven—, ¿cómo vamos a ir a clase si la Universidad está cerrada?

—¿Cerrada? —exclamó la duquesa—, ¿la Universidad cerrada en pleno mes de marzo? ¿Pues qué se celebra?

Lilí se reía por lo bajo y mascullaba imprecaciones el padre Rodrigo. El señor duque desvió la conversación para no inquietar a su esposa.

—Aparte de eso —preguntó—, ¿cómo ha ido la caza?

La caza no había ido muy bien. Primero habían estado persiguiendo un corzo muy mañoso que consiguió dejar atrás a los perros brincando por los riscos; luego dispararon contra un águila real, pero volaba demasiado alto. Al final los cazadores regresaron con un magro botín en los zurrones: unas pocas liebres y dos gansos. La frustración era tanto mayor cuanto que el propósito inicial de la partida era matar alguna avutarda.

—En esta época del año no veréis ninguna, y menos en la sierra.

La discusión duró un rato. Anthony comía y observaba. En mitad de la mesa había un centro de plata grande, macizo y de muy delicada orfebrería; la vajilla y la cubertería también eran espléndidas. Sin embargo, la comida era sencilla, nutritiva y frugal. Salvo la duquesa, que parecía desganada, todos comían con buen apetito, incluso las dos hijas, sin los melindres de la gente falsamente refinada. El servicio era eficiente y respetuoso, pero de una inelegancia rayana en lo rústico. Anthony Whitelands no podía menos que comparar este prototipo de familia aristocrática española con las familias inglesas que conocía, y apreciar de nuevo las diferencias. Aquí se combinaban con perfecta naturalidad la sencillez de la vida familiar con el lujo, la sosegada simplicidad del campo con el maduro refinamiento de la corte, la llaneza con la inteligencia y la cultura. Todo lo contrarío, en definitiva, de la rígida y, en última instancia, advenediza aristocracia británica, obsesionada con sus pergaminos, sus relaciones de parentesco y sus rentas, despectiva en el trato, petulante e inculta.

La voz de la señora duquesa le sacó de estas reflexiones.

—Por el amor de Dios, dejad ya la dichosa caza. Estáis aburriendo a nuestro invitado. A ver, Antoñito, háblenos de usted. ¿Qué ha venido a hacer a Madrid, aparte de aburrirse con nosotros? ¿Dará una conferencia en el Ateneo? A mí me encantan las conferencias. Y si no, me duermo. De una forma u otra, lo paso de maravilla. Hace un mes vino un alemán y nos explicó que Cristóbal Colón era hijo de un esquimal y una mallorquina. Muy interesante. Lo que no dijo es cómo hicieron esos dos para engendrar al Almirante. ¿Usted también tiene teorías disparatadas?

—No, señora. Me temo que soy un poco sosaina. Casi nunca doy conferencias y de vez en cuando publico algún artículo en una revista especializada.

—Ah, bueno, todavía es joven —dijo la duquesa.

El resto de la comida transcurrió en el mismo tono desenfadado. Al acabar, Anthony supuso que cada uno de los presentes volvería a sus ocupaciones y él podría dar comienzo al trabajo para el que había sido requerido, pero el duque, como si considerara terminada la jornada laboral o hubiera olvidado el propósito de la presencia del forastero en el palacio, dispuso que todos se trasladaran de nuevo a la sala de música, donde les serían servidos el café y los licores, y donde quien quisiera, añadió señalándose a sí mismo, podría fumarse un buen habano.

Así lo hicieron todos, salvo el padre Rodrigo, que se retiró con un ininteligible monosílabo que servía de excusas y despedida, y la señora duquesa, una vez consumida la tacita de café, se sentó al piano y empezó a tocar unas melodías ligeras. Luego Lilí se sentó a su lado y ambas interpretaron una pieza a cuatro manos. Al acabar, Anthony aplaudió y Lilí, abandonando el taburete, fue corriendo hasta él, le echó los brazos al cuello y le preguntó con gran frescura si le había gustado. Él le golpeó cariñosamente la mejilla y acertó a murmurar unos distraídos elogios, porque en aquel momento Guillermo había sacado de algún lugar una guitarra, la había afinado y pulsaba unos acordes, mientas Paquita se sentaba a su lado en el sofá y se ponía a cantar con una voz algo ronca, pero muy afinada y sensual. Anthony estaba embelesado. Los dos hermanos estuvieron cantando y rasgueando la guitarra por turno un buen rato. Lilí, que continuaba a su lado, iba murmurando al oído del inglés: esto es un fandango, esto una seguidilla.

El duque fumaba distraído y la señora duquesa dormitaba en un sillón. Fuera, la luz del crepúsculo iba diluyendo las formas del jardín. Cuando la penumbra ya no permitía distinguir los rostros de los presentes, el duque se levantó y encendió una lámpara. Deslumbrados por la repentina claridad, se rompió el hechizo. Todos se levantaron de sus asientos y hubo un instante de desorientación.

—Demonios —exclamó finalmente el dueño de la casa—, se nos ha hecho un poco tarde. Por supuesto, aún quedan horas hábiles, pero yo he de despachar unos asuntos que no admiten demora. En cuanto a usted, señor Whitelands, no tiene sentido que vea los cuadros: con luz eléctrica no se aprecian los colores ni nada. Me temo que tendrá que volver a visitarnos, si nuestra compañía no le incomoda demasiado.

—Oh, para mí será un auténtico placer —dijo el inglés con sincero énfasis—, si eso no implica abusar de su hospitalidad.

—Todo lo contrario —atajó el duque—, en los últimos tiempos recibimos muy poco y usted nos ha caído a todos de lo más bien. Así que no hablemos más. Le espero mañana por la mañana, cuando le convenga, pero no demasiado tarde, no se nos vaya a escapar otra vez el tiempo de las manos. Tenemos muchas cosas pendientes. Lilí, despídete de nuestro amigo y ve corriendo a hacer los deberes. El que no vayas al colegio no significa que hayas de abandonar tu educación y convertirte en un hotentote. El padre Rodrigo te espera para tomarte la lección y ya sabes cómo las gasta su eminencia.

Se fueron despidiendo todos y al llegar el turno a Paquita, ésta se ofreció a acompañar a Anthony a la puerta. Juntos recorrieron las estancias que separaban la sala de música del vestíbulo, donde la atractiva joven dijo a su acompañante:

—No juzgue con ligereza a mi familia. En las presentes circunstancias, todos actuamos de un modo exagerado, que a un extraño le puede parecer inmaduro. Cuando el futuro es incierto, se concentran en el presente acciones y sentimientos que en tiempos de normalidad se desarrollarían con más calma y más decoro. En esta consideración también me incluyo a mí. Por otra parte, mi familia es atrabiliaria y feudal: desde hace siglos está acostumbrada a apropiarse de lo que le gusta. Y usted les ha gustado. Quizá porque al venir de fuera ha traído a esta casa el recuerdo de otra realidad, más alegre y menos cruel.

—Celebro haber causado buena impresión a su familia —respondió el inglés—, pero me gustaría saber qué impresión le he causado a usted.

—Esto deberá averiguarlo por sus propios medios, señor Whitelands. Yo también me apodero de lo que me gusta, pero no dejo que nadie se apodere de mí.

Anthony abrió la puerta de la calle. En el umbral se detuvo, se volvió y dijo:

—¿Volveré a verla mañana?

—No lo sé. Nunca hago planes a tan largo plazo —repuso ella cerrando la puerta.

Anthony Whitelands se encontró solo en el Paseo de la Castellana, por el que circulaban pocos coches y ningún peatón. La luz de las farolas, amortiguada por el aire frío y cristalino de la noche madrileña, apenas proyectaba círculos entre los árboles y los setos del bulevar. Cuando echó a andar, surgió de la oscuridad la figura de un hombre alto que parecía dirigirse resueltamente hacia el palacete. El inglés se paró y el desconocido, tal vez al saberse observado, pasó de largo y continuó su camino con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo y las solapas levantadas sobre la cara, hasta desaparecer de nuevo en la oscuridad. Aunque ni antes ni ahora había podido verle el rostro, Anthony tuvo la certeza de que aquel individuo era el mismo que por la mañana había visto en el jardín, en íntimo cónclave con la enigmática mujer del vestido verde.

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