Read Riña de Gatos. Madrid 1936 Online
Authors: Eduardo Mendoza
Tags: #GusiX, Novela, Histórico, Intriga
—Perdone, señor, ¿es usted el nuevo profesor de inglés?
Al darse la vuelta se enfrentó a una niña de largas trenzas, vestida de colegiala.
—Me temo que no —repuso—. ¿Cómo has sabido que era inglés?
—Por la pinta.
—Tanto se me nota, ¿eh?
La niña se acercó un poco más al recién llegado como si quisiera cerciorarse de la veracidad de su deducción o de la sinceridad de su interlocutor. Vista de cerca parecía mayor de lo que indicaban su atuendo y su actitud infantil; era delgada, de facciones menudas y ojos grandes, inquisitivos.
—Mi padre quiere que aprenda inglés por si hemos de irnos de Madrid. Hace más de un mes que ya no voy al colegio. Pero estudiar idiomas no me gusta. Los ingleses son protestantes, ¿verdad?
—La mayoría.
—El padre Rodrigo dice que los protestantes se irán al infierno sin contemplaciones. Los negros, aunque sean paganos, si son buenos van al limbo. En cambio los protestantes, aunque sean buenos, van al infierno, porque, pudiendo ser católicos, perseveran en el error.
—Pues no seré yo quien le lleve la contraria al padre Rodrigo. ¿Cómo te llamas?
—Alba María, pero todos me llaman Lilí.
—Lilí, para servirle —corrigió una voz recia a sus espaldas.
Entró un hombre alto, cetrino, de frente despejada y pelo cano. De una ojeada abarcó la escena, pasó junto a la niña esbozando una caricia y tendió la misma mano al inglés sin variar el gesto.
—Disculpe la espera. Soy Álvaro del Valle y Salamero, duque de la Igualada. Usted es el enviado de Pedro Teacher. Espero que este terremoto no le haya importunado con su atrevimiento.
Lilí se había colocado a espaldas de su padre. Se puso de puntillas y le susurró algo al oído, hecho lo cual salió corriendo del vestíbulo.
—De ningún modo —dijo el inglés—, su hija de usted se ha comportado como una perfecta anfitriona y me ha augurado la condena eterna de un modo encantador.
—No le haga caso —repuso el duque—, y no crea que le preocupa mucho la salvación de su alma. Me acaba de decir que usted se parece a Leslie Howard. Pero no nos quedemos aquí. Pase a mi despacho, tenga la bondad.
Atravesaron dos cuartos sin encontrar a nadie y entraron en un despacho muy acogedor. En lugar de los recios muebles castellanos, la biblioteca estaba decorada al estilo inglés, con estanterías de madera clara atestadas de libros antiguos encuadernados en piel con cantos dorados. En una pared había una marina de Sorolla y en otra, varios dibujos cuya autoría no pudo precisar el inglés. Junto a los cuadros había fotografías personales en discretos marcos de plata. Sólo en un rincón había el inevitable bargueño, probablemente una herencia familiar. Todo destilaba recogimiento en aquel lugar. Un ventanal de tres hojas daba a un sector del jardín en el que esbeltos cipreses y setos recortados enmarcaban un exquisito rincón con estatuas, surtidor y banco de mármol. Al asomarse para contemplar ese delicioso panorama Anthony advirtió la presencia de una pareja de pie junto al surtidor. La distancia y la sombra de los árboles sólo le permitieron identificar a un hombre alto, con un abrigo largo, azul marino, y a una mujer de cabellera rubia vestida de verde. Aunque estaban solos y únicamente podían ser vistos desde el palacete, porque un muro separaba el jardín de la calle, creyó percibir en la actitud de ambos algo furtivo. Consciente de estar observando a quienes no deseaban ser vistos, desvió los ojos de la ventana y los dirigió hacia su anfitrión, cuyo semblante se había nublado, bien por lo que en aquel momento sucedía en el jardín, bien por el hecho de que alguien ajeno a la casa lo hubiera presenciado. Sin embargo, ninguno de los dos dijo nada al respecto. El rostro del duque recobró su serena afabilidad y con la mano señaló un tresillo de cuero. Obedeciendo a esta indicación, Anthony se sentó en el sofá y el duque hizo lo mismo en una de las butacas. Tomó una caja de plata de una mesita, abrió la tapa, ofreció un cigarrillo al visitante y, ante la negativa de éste, tomó uno, lo encendió, cruzó las piernas y fumó un rato para dar a entender que el asunto que los había reunido no iba a ser despachado con celeridad.
—No es fácil —dijo finalmente— abordar un tema tan delicado con alguien a quien sólo se conoce de referencias. Pedro Teacher me ha hablado de usted en términos encomiásticos, referidos tanto a su competencia como a sus cualidades personales. Conozco a Pedro Teacher desde hace lustros y, aunque nuestro trato ha sido comercial antes que amistoso, nada me hace dudar de la rectitud de sus juicios y sus intenciones. Es una muestra de la delicadeza de la situación a la que me acabo de referir, el que sólo pueda depositar mi confianza poco menos que en desconocidos. Usted es un caballero: juzgue hasta qué punto es afrentoso para un hombre como yo tener que recurrir a la ayuda de extranjeros.
Al decir esto le tembló ligeramente la voz, pero controló la emoción y prosiguió diciendo con aparente naturalidad:
—No le hablo en estos términos para granjearme su simpatía ni mucho menos para apelar a su solidaridad, sino al contrario: todo cuanto ocurre hoy en España reviste un carácter de anormalidad y también, para qué negarlo, de peligrosidad. Por consiguiente, me haré perfecto cargo si en cualquier momento decide usted abandonar el asunto y regresar a su país. Dicho en otras palabras: actúe usted con criterios profesionales, anteponga su propio interés a cualquier otra consideración y no permita que las emociones se inmiscuyan en su decisión. No quiero tener un peso más sobre mi conciencia.
Con un gesto brusco apagó el cigarrillo en el cenicero, se levantó y fue a la ventana. La contemplación del jardín pareció tranquilizar su ánimo, porque volvió a sentarse, encendió otro cigarrillo y añadió:
—Si no me equivoco, nuestro común amigo le puso en antecedentes…
Anthony hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Luego, ante el mutismo de su interlocutor, dijo:
—Su encantadora hija me ha informado, quizá sin proponérselo, de que tal vez se vayan a vivir al extranjero. Supongo que nuestro asunto tiene que ver con estos planes.
El duque suspiró y dijo con voz profunda:
—Mi hija es muy despierta. Yo no le he dicho nada al respeto, pero es natural que haya adivinado mis intenciones. Basta salir a la calle para calibrar lo insostenible de la situación. Hace más de un mes que la saqué del colegio por razones de seguridad. Un clérigo se ocupa provisionalmente de su formación, tanto moral como académica.
Extinguió el cigarrillo, encendió otro con gesto mecánico y prosiguió:
—Que estalle la revolución sólo es cuestión de tiempo. La mecha está encendida y nada la puede apagar ya. Voy a ser sincero con usted, señor Whitelands, yo no le tengo miedo a la revolución. No soy tan ciego que no vea la injusticia que ha imperado en España durante siglos. Mis privilegios de clase no me han impedido en varias ocasiones apoyar medidas reformistas, empezando por la reforma agraria. La gestión de mis fincas y el trato con los aparceros me han enseñado más en este sentido que todos los discursos, los informes y los debates de unos políticos de café, pasillo y ministerio. Creo posible una modernización de las relaciones de clase y del sistema económico que redundaría en beneficio del país en general y, en definitiva, en beneficio de todos los españoles, ricos o pobres. ¿De qué sirven las riquezas si la propia servidumbre está afilando el cuchillo que nos cortará el gaznate? Pero para la reforma es demasiado tarde. Por desidia, por incompetencia o por egoísmo, no ha habido entendimiento y a estas alturas una solución pacífica del conflicto dista de ser viable. Hace año y pico estalló una revolución comunista en Asturias. Fue sofocada, pero, mientras duró, se cometieron muchos desmanes, especialmente contra el clero. Las momias de las monjas fueron sacadas de sus sarcófagos y ultrajadas, el cadáver de uno de los muchos sacerdotes asesinados fue expuesto a la irrisión pública con un cartel que decía: se vende carne de cerdo. Estos actos no son propios de comunistas ni responden a ninguna ideología, señor Whitelands. Son simple salvajismo y sed de sangre. Luego intervino el Ejército y la Guardia Civil y la represión fue terrible. Hemos enloquecido, y no hay más que hablar. En estas condiciones, no me queda otra salida que sacar a mi familia del país. Tengo esposa y cuatro hijos, dos chicos y dos chicas. Lilí es la más pequeña. Tengo cincuenta y ocho años. No soy un anciano, pero he vivido mucho y he vivido bien. La posibilidad de que me maten no me ilusiona, pero tampoco me asusta ni me angustia. Si fuera por mí, me quedaría. La idea de huir va contra mi naturaleza; no sólo por lo que tiene de cobardía, sino por algo más. Abandonar España es como abandonar a un ser querido en la última etapa de una enfermedad incurable. Nada se puede hacer, pero mi puesto está junto al lecho del enfermo. No obstante, mi familia me necesita. Desde el punto de vista práctico, un héroe muerto es tan inútil como un cobarde muerto.
Se levantó bruscamente, dio unos pasos por el despacho y extendió los brazos.
—He hablado mucho y le pido disculpas. Mis preocupaciones le son ajenas. Pero quería mostrarle que no soy un especulador de obras de arte. Y últimamente tengo pocas ocasiones de hablar. Procuro mantener a los míos al margen de estas cosas y con los de fuera de casa ya no es lo mismo. La gente tiene miedo de expresar su opinión y no digamos de revelar sus planes. Ya no hay amigos, sino correligionarios.
Azorado, el inglés inició una confusa protesta ante la insinuación de que alguien pudiera malinterpretar las nobles y prudentes decisiones de su anfitrión. No Anthony Whitelands, ciertamente. Pero antes de hacer esta declaración, el melodioso repique de un carillón revoloteó por el aire azulado de la estancia. Se puso en pie el duque de la Igualada como si formara parte del mismo mecanismo de relojería y adoptando una expresión alegre exclamó:
—¡Alabado sea el Santísimo Sacramento, la una y media y nosotros de cháchara! El tiempo vuela, amigo mío, sobre todo en compañía de un viejo parlanchín y un oyente gentil y comprensivo. Sea como sea, no es cuestión de ponernos a trabajar a la hora de comer los cristianos. Lo dejaremos para un momento más propicio. Mientras tanto, sería un honor y un placer si se dignara compartir el refrigerio conmigo y mi familia. A menos, claro, que tenga usted otros compromisos.
—En absoluto —repuso el inglés—, pero de ningún modo quiero inmiscuirme en la vida familiar de ustedes.
—¡Bobadas, amigo mío! En esta casa todo está permitido, menos hacer cumplidos. Y no se deje impresionar por este caserón: verá como somos gente sencilla.
Sin aguardar respuesta, tiró de un cordón de borla que colgaba del techo y al cabo de un rato irrumpió en el despacho el mayordomo y preguntó de un modo brusco si se le ofrecía algo al señor duque. Éste le preguntó si había vuelto el señorito Guillermo. El mayordomo no lo había visto.
—Está bien —dijo el amo con impaciencia—, haga que pongan un cubierto más a la mesa. Y que sirvan la comida a las dos y media en punto. Si el señorito Guillermo todavía no ha vuelto, comerá lo que haya, recalentado. Y dígale a la señora duquesa que tomaremos el aperitivo en la salita de música. Guillermo —explicó con una severidad poco convincente cuando el mayordomo se hubo ido a cumplir las órdenes recibidas— es mi hijo menor, pero el mayor de los botarates. Estudia Derecho en Madrid, pero se pasa una parte del año yendo y viniendo de las fincas. Es mi intención ir dejando paulatinamente en sus manos la administración de los bienes raíces. Desde hace unos meses no se mueve de casa. Su madre no vivía sabiendo cómo están las cosas en las zonas rurales, y no es para menos. Así que preferí tener a la familia en el aprisco. Pero a la juventud no se la puede atar corto. A las cuarenta y ocho horas de estar aquí las paredes se le caían encima y anteayer se fue de cacería al coto de unos amigos, con la promesa de volver hoy a media mañana. Ya veremos. Mi otro hijo está de viaje por Italia con dos compañeros de Facultad. Florencia, Siena, Perugia, ¡quién pudiera! Ha acabado la carrera de Derecho pero le pirra el arte, y no seré yo quien se lo reproche. Venga, señor Whitelands, le presentaré a mi mujer y tomaremos una copita de oloroso. El sistema de calefacción es antiguo y esto es un mausoleo. Ah, y en presencia de mi mujer y mis hijas, ni una palabra de lo que hemos estado hablando. No hay razón para alarmarlas más de lo que ya están.
Ardían alegremente unos troncos en la chimenea de la sala de música, cuya repisa presidía el busto blanco y taciturno de Beethoven. Una parte sustancial de la espaciosa pieza la ocupaba un piano de gran cola. Una partitura abierta en el atril y otras apiladas sobre el taburete evidenciaban el uso habitual del instrumento. Las paredes estaban tapizadas de seda azul y la ventana encuadraba un rincón del jardín con naranjos y limoneros.
Apenas hubieron entrado irrumpió en la sala la señora duquesa. Era una mujer menuda y de una leve fealdad que la edad y la ausencia de afectación habían transformado en dignidad. Su comportamiento destilaba inteligencia, energía y tesón y hablaba con un deje andaluz que le confería una gracia innata. Su espontaneidad y su candor irreprimibles le hacían incurrir en frecuentes errores y cometer inocentes meteduras de pata, que eran celebradas por quienes la conocían y le profesaban el más tierno cariño. No costaba imaginar que aquella mujer era el centro de la casa.
—Sea bienvenido a este caserón y especialmente a este cuarto: mi refugio y mi santuario —dijo con voz aguda y cantarina, casi atropellada—. Mi marido vive para la pintura y yo para la música. Así no discutimos nunca. A él le gusta lo que permanece y a mí lo que pasa. ¿Es usted melómano, señor…?
—Whitelands.
—¡Jesús, y qué nombres más raros os ponéis! ¿Cómo le bautizaron?
—Anthony.
—¿Antoñito? Hombre, eso ya está mejor.
—El señor Whitelands —intervino el duque en un tono indulgente no exento de deferencia— es el experto en pintura española del que ya os hablé, el amigo de Pedro Teacher. Ha venido directamente de Inglaterra para echar una ojeada a nuestra modesta colección, pero como se nos ha echado el tiempo encima, le he dicho que se quedara a comer. ¿No ha vuelto Guillermo?
—Hace un rato, según me ha dicho Julián, pero como venía hecho un bandolero, ha subido a asearse y a ponerse ropa limpia.
En aquel momento entró Lilí, acompañada de una joven que le fue presentada al inglés como Victoria Francisca Eugenia María del Valle y Martínez de Alcántara, marquesa de Cornellá, a quien todos llamaban Paquita, hija de los duques y hermana mayor de Lilí. Era espigada y, aunque de rasgos regulares, guardaba un parecido con su madre que paradójicamente la convertía en una mujer de fuerte atractivo. Tomó sin sonreír la mano que le tendía el huésped y le dio un apretón breve y firme, casi varonil. Luego se retiró a un rincón de la sala y se puso a hojear una revista ilustrada. Aunque no llevaba un vestido verde, Anthony Whitelands se preguntaba si aquella joven de aspecto huraño no sería la enigmática mujer entrevista un rato antes en el jardín en compañía de un anónimo galán. Mientras tanto, Lilí se había puesto a su lado y le cogía la mano con una confianza pueril y descarada. Cuando el inglés le dedicó su atención, dijo: