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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (18 page)

BOOK: Ritos de muerte
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Me ardía la cara. Movida por un impulso infantil quité el polvo del sillón donde aquella rapaz había estado sentada. Miré mi casa. Continuaba siendo extraña para mí. Nada que ver con mi vida. Todo aquel asunto me había explotado en las manos como un maldito petardo y, si me descuidaba, se me escaparía de ellas dejando en el aire una estela brillante.

Llené la bañera hasta los topes y me dejé caer en su interior. Esparcí por el agua sales de baño que la tiñeron de verde. En el envase decía: «
Estas sales han sido elaboradas con las hierbas más exóticas y naturales, sacadas de lugares paradisíacos en los que la vegetación sigue su curso milenario sin ser alterada por ningún agente externo de la vida civilizada. Constituyen un elemento insustituible cuando la relajación se convierte en una necesidad
». Me sumergí.

8

Estuve hablando con el comisario, un informe general. Tanteé su disposición hacia nosotros. Tranquilidad absoluta. Una vez que un caso estaba definitivamente adjudicado, desaparecían los resquemores, eso creía, y no solía haber premura ni reproches. Las cosas iban por donde tenían que ir. Una vez el convoy instalado en las vías, hubiera hecho falta un buen choque para provocar el descarrilamiento. Algo cercano a la desidia, en realidad. Pero no cuestiones nunca un sistema que te beneficia, es una regla palmaria para obtener el éxito en la vida. El comisario me trataba con mayor respeto que en la primera parte de la investigación. Lo atribuí a mi andanada feminista, en ningún caso a los progresos que hubiéramos podido hacer. Resultaba evidente que, para dar cualquier paso, hay que tener una boca bien entrenada para el mordisco. Pensaba comentárselo a Garzón, decirle que, según la teoría darviniana, la mujer también debería haber desarrollado grandes mandíbulas, ladrido gutural. Estaba convencida de que le gustaría oírlo, de que eso provocaría ciertas reacciones en él. Resultaba difícil inmutarlo, después de toda una vida de aburrimiento, el hastío ante las novedades era su estado básico. Cuando le conté mi violenta entrevista con Ana Lozano, su intento de soborno y mi resistencia numantina frente a la indignidad se quedó bastante fresco, no le pareció nada extraordinario. Frustrante para mí, que necesitaba testigos animosos de mi primera heroicidad en el ejercicio del deber.

Cuando salía del despacho del jefe, un guardia me abordó.

—Inspectora Delicado, tiene un telefonema.

—¿Un qué?

—El subinspector Garzón ha manifestado su deseo urgente de que se persone a la mayor brevedad posible en la calle Avinyó número 36. No ha añadido pormenores.

Aislé el sentido de esta comunicación de entre el florido estilo oficial. Probablemente se trataba de algo importante, Garzón era poco aficionado a la mensajería interpuesta y el recado.

Cogí el metro para llegar antes al centro. Desde lejos advertí que el número correspondía a un pequeño taller, uno de esos establecimientos típicos del casco antiguo que se ha resistido a la modernización. En el minúsculo escaparate se veían varios relojes colgando de un alambre. Entré y, mucho antes de que pudiera hacerme una idea de la escena, me asaltó la mirada deslumbrante de mi compañero. Comprendí.

—Petra, este caballero dice que hace un tiempo realizó el trabajo en el que estamos interesados.

Junto a él se hallaba un vejete sacado de Dickens o Balzac. Me miró con sorpresa:

—¡Una mujer!

—Pues sí —contesté sonriendo.

Tenía la calva frágil y traslúcida de un recién nacido, llevaba un raído chaleco gris.

—Antes en la policía no había ninguna mujer. Supongo que aunque se lo hubieran ofrecido, todas hubieran dicho que no a un trabajo de esa clase.

—Eran otros tiempos.

Garzón me miró con sorna. Decidí centrar el asunto porque los aledaños resultaban peligrosos.

—¿Puede explicarnos cómo era el trabajo que hizo?

—Puse una corona de púas de plata rodiada a un reloj de caballero.

—¿Cómo era el reloj?

—No sé, corriente, un reloj barato que puede comprarse en cualquier sitio, con correa de piel.

—¿Digital o de agujas?

—De agujas.

—¿Le colocó alguna tapa, algún cierre?

—No, sólo puse las púas y las bañé con rodio porque él quería que brillaran y fueran bien fuertes.

Saqué la cajita con la prueba.

—¿Podría ser ésta una de las púas que colocó?

Se cambió de gafas, encajándose un par astroso y desarticulado.

—Sí, podría ser.

—¿Recuerda quién le hizo el encargo?

—Sí, un chico joven y alto, como de veintitantos.

—¿Tiene su nombre y su dirección?

—No, sólo me quedo con un teléfono de contacto.

—¿Habló con él en ese teléfono?

—No llegué a llamarle, vino antes.

—¿No le dijo para qué quería ese arreglo en un reloj?

—No.

—¿Y a usted no le extrañó?

—Por aquí vienen todo tipo de pirados, te piden que grabes nombres o frases en joyas, corazoncitos. He hecho placas de oro para collares de perro, ¡qué le voy a decir!

—De acuerdo, ¿puede darnos ese número de teléfono?

—No lo tengo aquí. Está en mi casa que es donde guardo las libretas atrasadas. Oigan, ¿qué andan buscando?

—¿Por qué no vamos a su casa?

—¿Ahora? ¡Imposible!, no hay nadie para quedarse en la tienda. Si viene algún cliente y encuentra cerrado ¿quién me paga las pérdidas?

Era increíble pensar que perdiera algún cliente en un rato de ausencia, incluso que alguna vez un cliente se hubiera aventurado a entrar en un lugar tan destartalado como aquel.

—Dentro de una hora y media acaba el horario comercial, si quieren pueden esperarse. Ahí al lado hay un bar.

En la pared de aquella tasca inmunda habían colgado una cabeza de toro que tenía calada una gorra del Barça. Deprimente. Me quejé amargamente a Garzón.

—¿Usted cree que esto es normal? Estamos sobre una pista importantísima y tenemos que esperar a ese viejo cascarrabias. ¡Vaya cutrez!

—Calma Petra, las cosas son como son, no podemos obligarlo. ¿Le parece sospechoso?

—¿El viejo?, no. Aunque supongo que el teléfono que tiene no corresponderá al de ese tipo.

—¿Cree que el violador hila tan fino?

—¡Por supuesto, ¿quién va a dar su propio teléfono en una situación así!

—Me gustaría coger inmediatamente a ese criminal y reventarle los cojones.

—¡Inspectora!, se supone que es usted una profesional fría.

—Huelo sangre, Garzón. ¿Ha visto qué huevos tiene el tío, hacer construir con toda premeditación un artilugio para marcar a sus víctimas? Debe ser un monstruo, un auténtico loco.

El subinspector se encogió de hombros con la parsimonia de un prior franciscano.

—¡Me está poniendo usted negra con su tranquilidad, cualquiera diría que en Salamanca tenía que enfrentarse todas las noches con Jack el Destripador!

—He visto mis cosas.

Pedí otro café. Si no lograba permanecer serena, la investigación podía desmandarse en cualquier momento. Era mejor frenar, mantener la máquina controlada. Me sorprendió comprobar cómo hacía años que no sentía semejante nerviosismo.

—¡Estúpido viejo!

Hice un gesto de desprecio. Si ahora le daba por no encontrar el teléfono en sus libretas, la solución del caso, que teníamos al alcance de la mano, se hundiría quizá para siempre en un pantano cenagoso. Estaba enferma de inquietud. Por fin apareció el maldito vejestorio en el umbral del bar. Completaban su retrato de cuerpo entero unas piernas torcidas enfundadas en pantalones manchados como pared de letrina. Nos hizo una seña y lo seguimos. Mientras íbamos tras él hacia su casa, notaba como cada uno de sus cansinos pasos provocaba en mí una punzada de ansiedad. Subimos la escalera de un ruinoso inmueble sin ascensor. El viejo se paraba, resoplaba, volvía a ascender. Con gusto le hubiera empujado. No comprendía la paciencia de mi compañero, lo aguardaba, le ayudaba, escuchaba sus quejas sobre la falta de luz en algunos tramos, sobre las flaquezas de la edad. Llegamos por fin, pero las esperas no habían acabado. Hubo que quedarse allí hasta que encontrara la llave entre un abultado manojo de sereno y hasta que por fin saliera la libreta de entre un montón de legajos arqueológicos. Iba pasando uno por uno cuadernos zarrapastrosos, hojeaba, descartaba. La casa olía a humedad y a cucarachas.

—Me parece que es éste —leyó un número de teléfono.

—¿Tiene alguna fecha, algún nombre, alguna indicación?

—No. Sólo «corona de púas rodiadas para reloj».

—¿Se negó a darle sus datos personales?

—No se los pregunté.

Me quedé mirando sus ojos insulsos.

—Ahora voy a pedirle que nos describa al chico. Es muy importante, concéntrese.

Tuvo un patente arrebato de mal genio:

—¡Y qué sé yo cómo era el chico! Tengo ochenta años, trabajo diez horas, sin nadie que me ayude, ¿cree que puedo acordarme de todos los que entran en mi tienda?

Aquello me cabreó:

—¡Oiga, tiene usted obligación de contestarnos! ¡Esto no es ningún cachondeo, estamos buscando a un violador, así que antes de decir algo, piénselo bien!

No se mostró acobardado.

—¿Un violador?

—¡Contésteme!

Intervino Garzón sacando el tarro de crema:

—Verá, la inspectora sólo quiere que haga usted un pequeño esfuerzo mental. Comprendemos las dificultades, pero cualquier detalle puede servir.

—Yo no sé nada, no me acuerdo de nada. Lo vi un minuto la primera vez que vino y otro cuando recogió el reloj. No tienen derecho a presentarse por las buenas en casa de un pobre viejo y presionarme de esta manera.

Comprendí que estaba poniéndose histérico y me callé. Garzón tomó el testigo:

—Está bien, está bien, tranquilícese. Le dejaremos el teléfono de comisaría y nuestro nombre, si se acuerda de algo puede llamarnos.

Me dio un suave empellón hacia la puerta. En la escalera me reconvino con delicadeza:

—Ha vuelto usted a ser demasiado brusca. Resulta contraproducente.

—Tengo la impresión de que sabe algo, además, es un tipo desagradable.

—No sea infantil.

—Y usted no me venga con coñas.

Me miró con desesperanza, hizo después un gesto de avenencia.

—¿Cual es el siguiente paso, inspectora?

—Llevemos el número a comisaría. Nos dirán quién es el abonado.

Aquel teléfono correspondía a un bar. Hubiera sido demasiada felicidad que perteneciera al violador. Al menos no se trataba de un número inventado. El Café del Picador estaba situado en el barrio del Clot. En el coche, mientras nos dirigíamos hacia allí, ninguno de los dos se hacía demasiadas ilusiones. No era probable que el propietario estuviera implicado. De un bar entran y salen muchas personas, de modo que resultaba ridículo pensar en interrogatorios. Además, ¿cuál hubiera debido ser la pregunta? «
¿Ha visto usted a un individuo con un reloj así?
» Por muy estúpido que fuera el violador, hipótesis ya descartada, nunca hubiera mostrado en público su reloj de púas. Imaginar que esa posibilidad se cumpliera, era como creer en que los milagros caen del cielo siempre del lado del Bien.

El Café del Picador tenía una pinta típica e inmunda. Cristales ahumados por la suciedad, barra de azulejos y máquinas de juego infernales que de vez en cuando se arrancan con una melodía de carrusel. Garzón no me dejó bajar del coche.

—Es mejor que se quede. Si hay que volver de incógnito alguien debe reservarse sin que sepan que es policía.

—Tiene usted razón, ni siquiera se me había ocurrido.

Se sintió visiblemente halagado. Lo vi dirigirse hacia allí con la gabardina desabrochada y aquel morrocotudamente feo traje marrón. Si a un niño en la escuela le hubieran hecho pintar a un polizonte, ése hubiera sido el retrato de mi compañero. Encendí un cigarrillo y suspiré preguntándome si mi aspecto no sería igualmente arquetípico. Al cabo de un rato salió con el paso elástico de una apisonadora.

—El bar pertenece a un matrimonio sin hijos. Es un bar normal, los currantes del barrio desayunan y comen, por la noche está cerrado.

—¿Nada sospechoso?

—No. No han dado el teléfono a nadie ni les han pasado recado de recoger llamadas.

—¿No tienen sobrinos, no vienen pandillas de jóvenes?

—Habrá que controlarlos. ¿Qué le parece si lo hacemos durante una semana?

—Bien —me mordí los labios—. Esto es desesperante, estamos cerca de algo que no podemos tocar. ¿Recuerda el suplicio de Tántalo?

—Ya sabe que yo no tengo tanta cultura como usted.

—¿Otra vez con eso? ¡No me joda, Garzón! Ya me dirá para qué sirve la cultura en este puto trabajo que hacemos. Aquí sólo cuentan los hechos, las cosas inmediatas y palpables, insignificantes: un individuo que entró, otro que salió, un tercero que vio. Me siento como si dependiéramos de un montón de chorradas para llegar a saber algo. ¡Cultura!

Se quedó mirándome, taciturno.

—Dice usted cosas interesantes, Petra, pero ¡es tan extraña!, desprecia los valores que tiene, los que le han enseñado.

—Me la sudan los valores, Fermín.

Se rió por lo bajo y sacudió la cabeza. Discutiendo filosofías vitales con un policía frente al Café del Picador, en un coche que olía a tabaco. Buñuel no lo hubiera ideado diferente, aunque quizás en vez de un policía hubiera puesto un cardenal.

Fuimos dos días seguidos para espiar en aquel bar condenado. ¿Qué espiábamos? No lo sabíamos a ciencia cierta. No había movimientos ni tipos sospechosos. Acudíamos allí, estacionábamos el coche cerca, oíamos la radio. De vez en cuando Garzón se quedaba dentro y yo iba hasta el bar y tomaba un café. Al cabo de unas horas la única sospechosa era yo. ¿Qué pintaba allí? Los dueños y los clientes me miraban con desconfianza. ¿Qué podía querer? Observaba a los hombres jóvenes y altos, intentando advertir si llevaban reloj. Por supuesto todos llevaban relojes. Estábamos perdiendo el tiempo de un modo miserable.

El segundo día, al entrar en mi casa por la noche, me sorprendí. Todo me resultaba distante y me daba igual. No intenté poner música ni prepararme cena caliente. Estaba embebida por la investigación, se había convertido en una recurrencia obsesiva y me importaba un pito la casa, mi vida, la privacidad. Incluso los geranios me traían sin cuidado, podían seguir durmiendo su congelación durante los siglos venideros. Me metí en la cama helada y me arropé. Un cabrón, quizás un desquiciado, se paseaba cerca de nosotros con una máquina de marcar chicas. Caí en un sueño ligero. Entreví un campo lleno de flores con las corolas bordeadas de púas sanguinolentas. El viento las mecía de un lado para otro con un vaivén enloquecedor. No podían dejar de moverse ni de gotear sangre. Eran frágiles, expuestas, pero estaban fuertemente hincadas en la tierra y les era imposible huir. Tardé bastante en recomponer y reconocer el sonido del teléfono, que oía como desde lejos. Después de haber cogido el auricular tardé también en entender lo que Garzón estaba diciéndome.

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