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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (20 page)

BOOK: Ritos de muerte
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—¿Y el clásico «
Manos arriba
»? —dije.

—Eso es más propio de un atracador.

—A mí siempre me ha gustado: «
¡Policía, ríndete!
» —dijo Hamed.

Garzón no abría la boca. Estaba asombrado comprobando nuestra falta de sentido común, la mía sobre todo.

—Lo que se diga no tiene importancia —balbuceó incómodo.

Yo seguí con la historia.

—¡Sí que la tiene! Las formas siempre son importantes, subinspector. Confiésenos cual es la fórmula que usted ha estado diciendo durante todos estos años.

Dio un trago largo, reflexionó, habló lentamente, incapaz de meterse en la chanza.

—Pues... quizá... quizá lo que decíamos mis compañeros y yo era algo así como: «
¡Alto, policía, ni se te ocurra moverte, cabrón!
».

Nos reímos los tres de buena gana. Garzón, algo mosqueado, añadió:

—Pero cualquier otra cosa hubiera podido servir.

Al día siguiente, como era de esperar, toda la prensa reflejaba la huida del presunto violador. Con lujo de detalles. Debo confesar que, como no había leído los informes oficiales de mi compañero, me enteré de algunas cosas por medio de aquellos nefastos artículos de sucesos, a golpe de pura filtración. El sospechoso resultó ser un joven de orden. Su familia era sencilla pero no sufría ahogos económicos. La madre, viuda desde tiempo remoto, trabajaba como encargada de limpieza en un ambulatorio de la Seguridad Social. Juan Jardiel acudía a su trabajo normalmente, no frecuentaba ambientes marginales, no consumía drogas ni alcohol, ni siquiera fumaba. En definitiva, nada parecía dibujar en él un perfil delictivo. Sin embargo, los periodistas se hacían eco de su agresión y su huida y ponían un interrogante sobre los motivos que le habían impulsado a obrar así. Algo tenía que ocultar cuando burlaba a la policía, pero ¿qué podía ser tratándose de un muchacho tan intachable? Yo estaba en las antípodas de ese razonamiento. Los rasgos del sospechoso, el hecho de ser hijo de viuda y tener una novia de niñez metida en la familia, eran tremendamente significativos a mi modo de ver. Demasiada presión femenina, demasiados deberes. Su actitud intachable, tan inmaculada, me confirmaba esa impresión negativa. ¿A qué se reducía la vida de aquel muchacho? Trabajo diario, vuelta a casa, una novia que es medio hermana a la cual difícilmente puede verse con ilusión de enamorado... y la responsabilidad que los hijos de madres viudas parecen destilar frente al mundo. Eso no genera necesariamente un violador, pero existía la base familiar neurotizante que yo había estado buscando y era seguro que... ¿Era seguro? Ya no. Había perdido buena parte de mi fuerza inicial. Me encontraba considerablemente acobardada. No era miedo por la agresión de la que había sido objeto, pero ver la cara de aquel joven me había devuelto a una inesperada realidad. Hasta el momento todo había sido un juego policíaco: pistas, pesquisas, suposiciones y conjeturas. Ni siquiera los estragos en las víctimas me habían hecho apartarme de una sensación abstracta, mental. Pero de repente las teorías habían tomado cuerpo. Había un hombre, estaba vivo, tenía unos ojos vacuos y fríos que se habían fijado en mi rostro.

Intenté dormir. Me dolían los huesos y no encontraba la postura adecuada. Siempre había creído que la reflexión era más dura que la acción para una persona, pero ahora comprobaba que la acción no excluye las preguntas. Te impele hacia delante, pero no evita que caigas en las lagunas que bordean el camino. ¿Era esto lo que siempre había deseado?, ¿me sentía más libre sin la dedicación exclusiva a filosofar? Al menos no existía aburrimiento. ¿Iba a pedir que me adscribieran al Grupo de Homicidios para siempre? Me temblaron ligeramente las piernas cuando recordé que, a la mañana siguiente, debía interrogar a aquellas mujeres, los nexos palpables de Juan Jardiel con el mundo.

¡Pobre Garzón!, le habíamos escandalizado con nuestros comentarios frívolos; él era sin duda el único policía auténtico que asistía esa noche al Efemérides.

9

La vivienda de los Jardiel tenía unos sesenta metros cuadrados. Tres minúsculos dormitorios, un pequeño comedor, la cocina estrecha y un único baño común. Fue la señora Jardiel quien abrió. Se les había dicho a ella y a su hija adoptiva que aquel día no acudieran a trabajar para contestar a nuestras preguntas. Era una mujer alta, fornida, potente, en absoluto una viuda que inspirara compasión. Llevaba puesto un vestido grisáceo y en su pelo, quizá teñido, no había canas. Una permanente floja distribuía los mechones con armonía. Ni un solo músculo de su cara cambió de expresión al recibirnos. Nos hizo pasar seria, pétrea. Observó mi nariz aún hinchada y esbozó un imperceptible gesto ofendido. No mostraba ninguna predisposición a cooperar. Garzón le pidió que nos dejara inspeccionar de nuevo el piso. Accedió de mala gana. Como mi compañero ya lo había registrado fue mostrándome las habitaciones. Primero, la de Juan, aparentemente anodina, aunque a mí me llamó la atención. Nada indicaba que un chico joven durmiera allí. Ni un poster, ni el recorte de un equipo de fútbol clavado con chinchetas en la pared, ninguna seña de identidad. Sólo cuadritos discretos representando paisajes y flores, los mismos que luego comprobé podían verse en el resto de la casa. Una cama estrecha, la mesilla de noche, un exiguo armario empotrado. Abrí algún cajón, pero no había casi nada dentro: un calzador, varios lápices usados, pañuelos de papel, una tarjeta de autobús... Se lo comenté a Garzón y me indicó que el día del registro estaba todo igual.

—Es improbable que se hayan quitado cosas. Supongo que siempre ha estado así.

Entramos después en el dormitorio de la madre. Un gran lecho matrimonial ocupaba casi todo el espacio. Reinaba una aséptica pulcritud. Nada fuera de sitio, ningún síntoma de dejadez. Los mismos cuadritos en las paredes por toda decoración. No había símbolos religiosos ni de ningún otro tipo. Cuando volvimos a salir al pasillo una chica estaba mirándonos, de pie, con las manos caídas a ambos lados del cuerpo. Era Luisa, la novia de Juan. Alta, fuerte, atlética, pelo negro sobre un rostro lleno de resolución y valentía, tal y como ya imaginaba. Saludó brevemente. Su cuarto fue el último que inspeccionamos. Básicamente resultaba idéntico a los demás, sólo un viejo perro de felpa, tumbado sobre la colcha, rompía el desierto de detalles personales.

—Queremos hablar con ustedes.

Fuimos al salón. Nos sentamos en un tresillo floreado. Todo limpio y en orden perfecto. El televisor ostentaba un lugar central. En un mueble librería había algunas fotos enmarcadas que, desde nuestro sitio, no podía distinguir.

—Supongo que ya le habrán preguntado muchas veces si sabe dónde está su hijo en estos momentos.

—Sí, y ya les he dicho que no lo sé. Me gustaría que todos esos policías dejaran de vigilar mi casa. Juan no ha hecho nada.

—¿Sabe entonces por qué se escapó?

—Debió de asustarse.

—¿Por qué?

—Todo el mundo se asusta si la policía va a buscarlo.

—No me parece lógico.

—Pues a mí, sí.

Un primer fuego cruzado indicaba a las claras que la resistencia sería su actitud. Era decidida, fuerte, nada llorosa, y nos hacía culpables de la huida de su hijo.

Continué aun estando segura de que resultaba inútil.

—¿Sabe si andaba metido en algo extraño, sospechoso por lo menos?

—Juan nunca ha hecho nada ilegal.

—¿Tenía problemas personales?

—No.

—¿Advirtió últimamente algún cambio en su carácter?

—No.

Garzón se removió incómodo en su asiento. Empleó para hablar aquel tono contemporizador que yo bien conocía.

—Señora Jardiel, ¿se da cuenta de que si es verdad que su hijo no es culpable de nada, haría usted mejor en cooperar con nosotros?

—No tengo nada en lo que cooperar porque no tengo nada que decir. Mi hijo se asustó porque ustedes lo buscaban sin motivo. Antes no tenía ningún problema, ahora le ha pegado a una policía y ya pueden acusarlo de algo, por eso está escondido o se ha marchado lejos.

Me levanté, me acerqué a la ventana.

—¿Y tú, Luisa, notaste algo raro en él últimamente?

—No.

—¿Vives siempre aquí?

Por primera vez la madre intervino espontáneamente:

—Luisa es hija de mi prima que se mató con su marido en un accidente de coche. Yo la recogí y la crié. Es la novia de Juan y dentro de un mes iban a casarse. Como vería cualquiera, un chico que va a casarse no suele ser un violador.

—¿En qué trabajas?

La mujer volvió a responder por ella.

—Es cajera en un supermercado.

Me volví. Dejé vagar la vista por el pequeño salón claustrofóbico. Mientras aquella gran cariátide protectora estuviera presente la chica no hablaría.

—¿Su hijo lleva reloj? —le espeté.

Me taladró con una mirada furiosa:

—¡Pues claro que lleva reloj!

—¿Y cómo es ese reloj?

—Pues un reloj normal, se lo compré yo.

—¿Siempre compra las cosas de su hijo?

—Sí.

—¿La ropa también?

—Ya le digo que sí.

—¿Sabe que, al parecer, su hijo hizo poner una corona de púas de plata alrededor de ese reloj?

—Eso es una tontería, llevaba un reloj normal, se lo compré yo hace más de cinco años.

—¿No ha visto nunca por su casa otro reloj?

—No.

—¿Está segura, no hay algún lugar en el que su hijo hubiera podido guardarlo?

—No, yo limpio su cuarto y sé lo que tiene en los cajones, no hay ningún reloj.

—Pues hay un relojero que está muy seguro de haber hecho el trabajo de las púas para Juan.

—La gente siempre se equivoca cuando reconoce a los demás en plan forzado.

Anduve hasta el mueble librería. Pedí permiso para mirar las fotos. Me llamó la atención una bastante antigua. Representaba a un hombre de mediana edad, con traje y corbata, sin sonreír.

—¿Era éste su esposo?

—Sí.

Tomé otra foto en mi mano.

—¿Y éste es Juan?

—Usted sabrá, ¿o no lo vio? A lo mejor ni siquiera es él quien le ha pegado.

Era una serpiente dispuesta a atacar en cualquier caso. Sonreí. En realidad me hubiera sido difícil reconocer los rasgos del hombre que me agredió. Curiosamente, todas las fotografías eran de Juan y el marido muerto. Ninguna reproducía a la mujer o a Luisa. La madre me miraba como si en un descuido fuera a ser capaz de robarle algo. De sus ojos manaba una fuerza innegable.

—Tendré que llevarme las fotos de su hijo.

La chica se adelantó:

—No, por favor.

Su brazo fue atenazado por la mujer.

—Déjala.

Se acercó hasta donde yo estaba y sacó las fotografías de sus marcos.

—Quiero que me las devuelvan.

—Desde luego, cuando no las necesitemos.

El descansillo de la escalera olía a comida. Cerraron la puerta a nuestra espalda con un golpe preciso. No había ascensor. Una vez en la calle aspiré aire profundamente.

—Resulta terrible que te odien tanto.

Garzón se puso a mi lado, me tomó del codo y nos dirigimos hacia el coche.

—Pues tendrá que acostumbrarse, siempre es así. ¿Quiere que conduzca yo?

—Se lo ruego.

El viejo joyero se puso a renegar por lo bajo en cuanto nos vio. Garzón le soltó sin más contemplaciones:

—No proteste, si le citamos en comisaría será peor para usted.

Pero el viejo siguió renegando, inaudiblemente esta vez, como si dijera una oración. Le pusimos las fotos delante.

—Es imprescindible que se concentre y nos diga si éste es el chico que vino a traer su reloj para que le pusiera las púas.

Dio ostensibles cabezazos como si lamentara su mala suerte. En aquel momento se arrepentía de haber reconocido aquel trabajo como suyo. Sólo el miedo podía frenar sus pocos deseos de colaboración, pero no parecía sentirlo, era demasiado viejo como para temer una implicación seria en el asunto. Miró las fotografías entornando los ojos.

—Podría ser.

Garzón hizo como si luchara con una inoportuna carraspera.

—No es suficiente con eso. Mírelas detenidamente.

El viejo convulsionó las manos y, de pésimo humor, volvió a barajar las fotos.

—No lo sé. Ya les he dicho que aquí viene gente de todas partes. Mi vista ya no es buena. ¿Cómo voy a acordarme de uno que pasó hace meses?

—Lo que le encargó era muy especial.

—Por eso me acuerdo del trabajo, pero no de él.

Intervine con voz paciente.

—Vamos a ver, me parece normal que no recuerde los detalles de su cara, pero iremos por partes, quizá le sea más fácil. ¿Era así de alto?

—Más o menos.

—¿Así de corpulento?

—No era flaco.

—¿Con pelo corto y ojos de color gris?

—Eso no lo sé. Era joven y tenía un diente negro, ¿quiere que se lo repita? A lo mejor lo que quiere es que me lo invente.

No me inspiraba ninguna piedad que fuera viejo y solitario. Era como un personaje de Dostoeivski, quizás inocente, pero ruin y mezquino. Procuré no dejarme llevar por aquella impresión literaria.

—Si un juez lo llama a declarar, ¿le dirá que lo reconoce?

Crispó sus rasgos gastados y, bajo la piel trasparente aparecieron gruesas venas hinchadas.

—¡Hombre, eso está bien! A un hijo de la gran puta se le ocurre venir por mi tienda. Le hago un servicio como a cualquier cliente normal y lo que me toca es cargar con un montón de policías y jueces acosándome. No tengo dependientes ni ayudantes de taller, ¿quién me va a pagar el tiempo que pierda?, y las molestias ¿quién me libra de ellas?

—El juez le llamará.

Garzón hizo una nueva intentona antes de salir, aunque tuve la impresión de que sólo se proponía tocarle las narices.

—¿Está seguro de no poder reconocerlo por las fotos?

Obcecado como una mula y al borde del infarto el viejo respondió:

—Ya les he dicho todo lo que sé.

Agradecí salir de aquel viciado garito. Bailábamos un absurdo baile pautado de tipo tropical. Movimientos de brazos y caderas pero los pies fijos en el mismo sitio. Parecía imposible avanzar en aquel maldito caso. Suspiré.

—¿Lo tenemos todo controlado?

El subinspector también suspiró.

—Unidad de vigilancia frente a la casa de Jardiel, teléfono intervenido, orden de busca y captura trasmitida a todas las unidades... no creo que se pueda hacer más.

BOOK: Ritos de muerte
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