El fuego estaba cada vez más bajo y me volví a mirar a Goody para reprochárselo. Era su trabajo, mantener las llamas altas. Ella señaló sin decir nada el montón de leña y vi nuestra condena en el patético puñado de ramas que quedaba.
—Falta poco para que amanezca —dijo Bernard. Nos habíamos estado diciendo lo mismo el uno al otro desde hacía ya varias horas. Pero lo cierto es que no sabía qué diferencia nos iba a traer la luz del día.
Los últimos restos de leña fueron a parar al fuego. Nos miramos unos a otros. Goody apretaba el puñal en la mano y se había acurrucado al fondo del refugio. Los lobos se relevaban para atacar ahora de forma casi continua. Uno saltaba y lo golpeábamos, pero mientras estábamos enzarzados con el primer animal, ya teníamos otro delante. Le dábamos también, y ya otro saltaba tratando de mordernos la cara. Rara vez nuestros golpes daban en el blanco. Era como un juego, un juego mortal de bestias que saltaban y colmillos que relampagueaban y bastones que volaban; y entre tanto el fuego languidecía más y más, y notábamos nuestros brazos más y más débiles, y los lobos no nos daban respiro. Sabía que si bajaba la guardia durante un segundo, un lobo cruzaría la línea de defensa y se abalanzaría sobre Goody, y le seguiría una oleada de vértigo feroz y de dentelladas que nos harían trizas a los tres en un instante. Un animal, más flaco que los otros, aguardaba al acecho hacia el lado derecho del tronco hueco del árbol. Pude verlo con el rabillo del ojo y, cuando los otros lobos me dejaron una pausa momentánea, le dirigí un garrotazo que obligó a la bestia a retirarse a la oscuridad. Pero entonces una sombra gris se abalanzó directamente sobre mí y, cuando le aticé con fuerza en los cuartos traseros, el animal que venía detrás saltó desde las sombras y hundió sus dientes en mi antebrazo derecho. Grité de horror y de dolor; sentí el temible peso del animal que tiraba de mí hacia abajo, abajo, hacia el suelo en el que me vería de inmediato aplastado por la manada. Pero casi al instante Goody, la hermosa, la valiente Goody, estuvo a mi lado y hundió el puñal en el cuerpo de la bestia. Esta aulló cuando la punta desgarró su costado y soltó la presa en mi brazo, y yo, de rodillas y con la sangre que brotaba en el aire helado, golpeé con el garrote en la mano izquierda otra forma gris que volaba en dirección a mi cabeza. Por bondad de Dios la manada retrocedió entonces y pude ver media docena de bultos inmóviles sobre la nieve mientras me ponía de nuevo de pie, jadeante, con la sangre filtrándose entre mis dedos empapados.
El fuego estaba ya casi apagado, pero una claridad gris empezaba a inundar el entorno. Al apoyarme en mi bastón, sin aliento y exhausto, vi que aún quedaban unos quince animales babeando en semicírculo alrededor del árbol. ¿Era el final? ¿Era mi destino caer vencido por aquellos monstruos, y ser luego despedazado y devorado por ellos? Levanté el garrote con mucha dificultad y lo agité débilmente delante de un lobo que fintaba para atacarme. Sus hermanos no se movieron. Sus grandes lenguas rosadas asomaban entre sus mandíbulas, y parecían reírse de nuestros débiles intentos de ahuyentarlos. Goody empezó a vendar mi brazo herido con una tira de tela arrancada de su falda, y de pronto, como obedientes a una señal silenciosa, todos los lobos avanzaron juntos. Yo levanté el garrote, mordiéndome los labios por el dolor agudo que recorrió mi brazo. Bernard consiguió dar un buen golpe en el cráneo a un lobo grande y el animal aulló y se apartó de un salto fuera de su alcance. Entonces, de pronto, todos al tiempo, los animales se quedaron paralizados y se volvieron hacia el extremo más alejado del claro. Fue casi cómico ver a los animales absolutamente quietos en actitud de atacar, como si se hubieran quedado de piedra. Me volví a mirar en la dirección a la que se habían vuelto todos, y el corazón brincó en mi pecho al ver aparecer, saliendo de la línea de los árboles, a los dos perros más grandes que jamás he visto. Dos mastines del tamaño de un ternero, de pelaje rojo y gris, con cabezas cuadradas macizas y mandíbulas terribles, capaces de abarcar la pierna de un hombre, cruzaron a la carrera el claro del bosque y un instante después se habían arrojado encima de los lobos. Aunque estaban en una desventaja numérica de ocho contra uno más o menos, no hubo lucha. Uno de los enormes mastines cerró sus mandíbulas sobre la cabeza de un lobo joven y de una dentellada le rompió el cráneo. El otro bajó la cabeza y hundió los colmillos en el vientre de otro lobo, que desgarró dejando un rastro de sangre roja y tripas amarillentas, antes de revolverse con ferocidad contra otra silueta gris encogida. También aparecieron hombres en el claro. Unos a caballo, otros a pie. Los lobos se batían ahora en retirada, y huían a través de la nieve perseguidos por los dos mastines. Un jinete, armado con un arco de batalla, apareció al galope, se inclinó sobre su montura y, sin detenerse a respirar, colocó y lanzó una flecha que alcanzó en el cuerpo a un lobo en fuga y lo dejó pataleando y aullando, tendido en la nieve. El jinete era Robin, lo reconocí con una explosión de alegría. A su lado estaba Tuck, disparando flecha tras flecha a la manada que se esfumaba; y con él, la maciza silueta de Little John y media docena más de nuestros amigos tan añorados.
—Ya era puñetera hora —murmuró Bernard, y dejó caer su rama antes de derrumbarse sobre la nieve helada pisoteada por los lobos.
C
aí de rodillas en la nieve, solté el garrote y por fin pude relajar mis brazos doloridos dejándolos colgar laxos de los hombros. Robin estaba aquí. Yo no sabía por qué ni cómo había aparecido en el último instante para salvarnos de una muerte segura, y tampoco me importaba debido al inmenso alivio que me invadía.
Tuck se acercó y me ayudó a ponerme en pie. Me envolvió en sus brazos fornidos y agradecí el calor y la fuerza que me transmitía con su contacto. Curó mi brazo, limpiándolo y colocando un vendaje nuevo. Robin vino a saludarme, me miró con sus grandes ojos de plata y me felicitó por haber sobrevivido. Parecía contento al verme y yo sentí la ya familiar corriente de afecto hacia él. Luego me dio las gracias por haber salvado a Godifa.
—Ha sido ella la que me ha salvado a mí —dije, con voz insegura por el alivio. A continuación les conté a todos cómo había dado muerte a Ralph, el hombre del bosque, y cómo me ayudó a luchar con los lobos, manejando mi puñal. Goody estaba ahí sin decir nada y con la cabeza gacha, más culpable que heroica, pero los hombres estuvieron muy efusivos con ella y le dijeron que era digna hija de su padre y que él se habría sentido orgulloso de ella, lo que provocó un sollozo ahogado.
Lo mejor de todo es que los hombres de Robin venían cargados de provisiones. John extendió unas gruesas mantas de lana sobre la nieve, y nos lanzamos sobre la carne fiambre, el queso y el pan que traían en las alforjas. Bernard descubrió un pellejo de vino y pareció que se proponía beberlo entero de un solo trago. Tuck había examinado el chichón que tenía en la cabeza, y anunció que probablemente Bernard no moriría de inmediato. De hecho, el vino y la comida revivieron a Bernard hasta tal punto que, sentado en la manta cubierta de migas en aquel claro nevado, incluso empezó a componer la que más tarde sería conocida como la
Canción de la muerte del hombre lobo de Sherwood
, una melodía extraña que imitaba los aullidos de los lobos y en laque hablaba de la fiera que se esconde en el corazón de todos los hombres. Le oí canturrear para sí mismo entre trago y trago de vino. Estrenó la canción unas semanas más tarde, en una cómoda cueva iluminada por una fogata y rodeado por docenas de compañeros de Robin; e incluso en medio de aquellos robustos guerreros, sentí que un escalofrío de terror recorría mi interior.
Hubo un incidente que me produjo cierta extrañeza, sin embargo. Robin había traído consigo un prisionero, un soldado común de edad mediana o incluso algo mayor, con una expresión infeliz y asustada en su cara flácida, y una herida de flecha de mal aspecto que le impedía levantar el brazo derecho para defenderse. Robin me dijo que se había tropezado con un pequeño grupo de hombres de Murdac cuando buscaba supervivientes de la matanza de la casa de Thangbrand. Habían aniquilado en un momento a aquel puñado de soldados enemigos pero, en contra de la costumbre usual de ejecutar limpia y rápidamente a todos los prisioneros, Robin había insistido en mantener con vida a aquel hombre. Lo miré, y me acordé de sir John Peveril. Reprimí un escalofrío. Sentado a lomos de su caballo, con los pies atados bajo el vientre del animal y la mano buena sujetando el pomo de la silla de montar, su figura resultaba patética. Me acerqué con la intención de hablarle, pero Robin me detuvo colocando una mano en mi hombro.
—No le hables, Alan; es más, tampoco lo mires —dijo—. Deja que crea que no existe, que es sólo un fantasma.
Me lo quedé mirando. ¿Estaría planeando otra repugnante mutilación? Sin embargo, no me atreví a desobedecerle, de modo que evité cualquier contacto con aquel pobre hombre. Dios se haya apiadado de su alma.
Mis recuerdos del rescate se borran en ese punto. Tal vez fue la conmoción de los días pasados lo que creó esa laguna en mi memoria, o pudo ser el mordisco del lobo o mi agotamiento total. También puede que sea simplemente el precio de haber vivido tantos años: ahora soy viejo desde todos los puntos de vista, y los detalles de algunos episodios de mi vida se nublan, o incluso desaparecen por completo de mi memoria. En cambio, otros recuerdos son tan claros como un cristalino arroyo de montaña, y uno de ellos es el de mi primer consejo de guerra con los hombres de Robin en las cuevas.
Debimos de empaquetar nuestras cosas en el claro, por más que no lo recuerde, y montar a caballo. Tuck debió de llamar a sus mastines y atraillarlos: sus nombres eran
Gog y Magog
, me explicó más tarde, e insistió en que todavía no eran más que unos cachorros. Un amigo se los había regalado, dijo, y los estaba entrenando para la guerra. Pero cachorros o no, nunca me sentí del todo tranquilo en su presencia, consciente de que sus largos colmillos podían arrancarme un brazo sin más esfuerzo que el que me llevaría a mí retirar el espetón que atraviesa la carne de un capón.
Sin duda cabalgamos por el bosque durante muchas horas, pero no recuerdo nada de aquel viaje. Es de suponer que cuando por fin llegamos al cuartel general secreto de Robin, media docena de grandes cuevas en el corazón de Sherwood, alguien curó mi brazo herido y me fue asignado un lugar donde dormir. Asimismo, debí de pasar varios días recuperándome de mi reciente experiencia, pero también eso se ha desvanecido de mi memoria: mis recuerdos retornan ante una larga mesa cargada de comida y bebida, tres o cuatro días después de la lucha con la manada de lobos. Robin estaba sentado a la cabecera, con Hugh y Little John a uno y otro lado. Los bancos de los laterales de la mesa estaban ocupados por guerreros proscritos que despachaban un almuerzo de asado de ciervo dispuesto en unas bandejas de oro que desviaban hacia el techo el reflejo de la luz que se filtraba por la entrada de la cueva. Nunca antes había visto yo tanto esplendor, y me chocó la indiferencia con la que aquellos hombres golpeaban las bandejas y las rascaban con sus cuchillos. En el otro extremo de la mesa nos sentábamos Will Scarlet y yo, delante de un capón guisado con salsa de cebolla. Tuck no estaba: casi nunca asistía a los consejos de Robin, porque decía, bromeando tan sólo a medias, que ofendía sus sentimientos cristianos prestar oído a los planes malvados de unos hombres viles.
Tampoco Bernard tomó parte en nuestras deliberaciones; Goody y él estaban en otra cueva, y allí daban los últimos retoques a la
Canción de la muerte del hombre lobo de Sherwood
, en la que Goody acompañaba la melodía con unos escalofriantes aullidos lobunos. Se había recuperado con una rapidez asombrosa de su aventura y tenía otra vez un aspecto satisfecho y alegre, aunque insistía en que o bien Bernard o bien yo la acompañáramos en todo momento, y en una o dos ocasiones la oí sollozar debajo de las mantas, cuando los dolores de mi brazo herido me impedían dormir.
Hugh y Will Scarlet, por lo que pude averiguar, habían sobrevivido a la matanza de la casa de Thangbrand por pura casualidad. Al amanecer del día del ataque de los hombres de Murdac, Will había estado agachado junto a la zanja, parcialmente cubierta con tablones, que nos servía de letrina. Vio irrumpir por la puerta de la empalizada a los primeros jinetes y, sin preocuparse ni siquiera de volver a colocarse bragas y calzas en su lugar, corrió derecho hacia el bosque y se escondió en lo alto de un árbol durante un día y una noche. Los hombres de Robin, que cabalgaban hacia el sur para celebrar con Thangbrand el final de las fiestas de la Navidad, encontraron a Will entre las ruinas carbonizadas de la sala del viejo sajón, acurrucado en el suelo, con las rodillas pegadas al pecho, balanceándose atrás y adelante y llorando sin consuelo. Conmigo se portó de un modo tal que parecía una persona diferente: amable y servicial en todo. Los días de nuestras antiguas peleas parecían enteramente olvidados. Sin embargo, cada vez que él me sonreía yo veía la mella en el diente central que había mordido el clavo que puse en el mendrugo de pan, y llegué a preguntarme si de verdad me habría perdonado o si algún día, cuando yo menos lo esperara, querría vengarse.
También Hugh se había estado aliviando en la parte de atrás de la casa de Thangbrand cuando llegaron los jinetes enemigos. Dio a gritos la alarma a los que dormían en la sala, se hizo con una espada y corrió a los establos con la intención de combatir a caballo. Pero cuando pudo montar, los proscritos se habían encerrado dentro de la casa, y todos los que salieron estaban ya muertos. De modo que también él huyó al bosque y cabalgó a rienda suelta en dirección norte hasta encontrar a los hombres de Robin a la caída de la tarde.
Robin dio comienzo al consejo golpeando la mesa de madera, con una copa de plata con incrustaciones de piedras preciosas. Se hizo un silencio expectante entre los reunidos y yo no pude reprimir un escalofrío de emoción. Por primera vez participaba en las deliberaciones del más importante proscrito de Inglaterra. Me parecía haber alcanzado el rango de sus hombres de confianza. Sentía como en la cara, sudaba mucho y el corazón me latía muy aprisa.
—Caballeros —anunció Robin—. Antes de empezar, quiero proponer un brindis por Thangbrand, un buen amigo y un gran guerrero. Juro aquí y ahora, por mi honor, que su muerte será vengada. Caballeros: por Thangbrand
el hacedor de Viudas
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