Todos murmuramos el nombre del muerto y bebimos. Robin apuró la copa enjoyada y la dejó sobre la mesa. Puede que fuera por la cantidad de personas que abarrotábamos la cueva, pero en ese momento empecé a sentirme ligeramente mareado. Me dolía la cabeza, y sentía el pulso como el redoble de un gran tambor.
—Lo cual nos lleva al punto siguiente —continuó Robin—. Creo que fuimos traicionados en la granja de Thangbrand. Alguien condujo a Murdac y a sus hombres hasta la casa. La pregunta es: ¿quién?
—Puede que no fuera nadie en particular —dijo Hugh—. Un campesino de las cercanías, un aldeano descontento con algún pleito sentenciado por Robin…
—Todos nos tienen demasiado miedo —le interrumpió Little John—. Por los rizos de la barba de Dios, nos hemos tomado bastantes molestias para atemorizarles. ¿Quién nos traicionaría y se arriesgaría a la tortura y la muerte para él mismo y su familia?
—Hay un candidato —dijo Hugh despacio—. Wolfram, o Guy, como se llama a sí mismo. Robó una gran joya de Thangbrand y huyó de la granja por miedo a la ira de su padre.
—¿Traicionaría a sus propios padres? —preguntó Robín—. Robarles…, bueno, sí. Pero guiar a la tropa hasta la puerta de la casa de su madre y su padre, sabiendo que los van a asesinar…, no lo sé. Haz averiguaciones, ¿quieres, Hugh? Quiero saberlo deprisa, y si ha sido Guy, lo quiero muerto. Pero para eso no tendré tanta prisa…
»El siguiente problema es qué hacemos con Murdac —prosiguió Robin—. Durante muchos años hemos mantenido con nuestro sheriff un pacto que funcionaba a la perfección: yo no molestaba a sus hombres, dejaba que sus funcionarios cumplieran con sus obligaciones en paz, y él no se metía en mis dominios. Ese pacto está roto. Ha matado a mis amigos y robado mis propiedades. Ha dejado de observar el debido respeto a mis operaciones y ha demostrado, de la manera más brutal, que no teme mi venganza. Así pues, caballeros, ¿alguna idea? ¿Qué vamos a hacer con sir Ralph Murdac, vasallo de nuestro noble rey Enrique y condestable del real castillo de Nottingham?
Se produjo un silencio que se prolongó durante algunos instantes, hasta que uno de los proscritos habló.
Era un hombre grueso y bobo llamado Much, hijo de un molinero de Nottingham que se había visto forzado a vivir al margen de la ley después de matar a un hombre en una riña de taberna.
—¿Por qué no matamos a ese hijo de puta? —murmuró.
Robin le sonrió sin ninguna expresión en la mirada,
—Te escucho… —dijo el señor de Sherwood.
Much, claramente incómodo por tener la atención de todos concentrada en él, sacudió la cabezota y dijo en voz baja:
—Metemos a algunos hombres en el castillo de Nottingham, yo lo conozco bien, solía llevar allí la harina… Aguardamos en un pasillo oscuro cerca del cuerpo de guardia, aparece Murdac, cuchillo a la garganta y se acabó el problema. —Sus palabras fueron recibidas con un silencio cargado de incredulidad. El añadió, tartamudeando—: O tal vez un arquero hábil colocado en las almenas podría… Es un tiro largo, pero bastaría una flecha…
—Cierra la boca, estúpido —dijo Little John—. No podemos entrar ahí. ¿No sabes que hay más de trescientos hombres de armas en el castillo? ¿Y qué pasará luego? ¿Cómo podrán los hombres salir vivos de allí con el revuelo que se armará? No, no, no. Hemos de esperar a que salga de su madriguera y acabar con él en Sherwood. Traerle a nuestro terreno, y no ir a luchar al suyo.
—¿De verdad queremos que muera? —le interrumpió Hugh. Hubo un silencio asombrado—. Lo que quiero decir es: ¿no será preferible darle una buena lección? Si nos vengamos y al mismo tiempo le damos una lección, puede que se comporte como una persona más tratable. Más dispuesto a cerrar otro pacto con nosotros, que ofrezca ventajas para las dos partes.
La cabeza me dolía cada vez más. Bebí un sorbo de cerveza de una copa de plata y sus elegantes líneas se desenfocaron y se hicieron borrosas cuando quise mirarlas. Intenté desesperadamente concentrarme y atender a la discusión.
—¿Qué hay de su familia? —dijo Will Scarlet, sentado a mi lado.
—No vamos a matar a mujeres y niños —dijo Robin—. Pese a lo que dice la gente, no somos monstruos.
Paseó su mirada por la mesa para asegurarse de que todos los presentes habían comprendido ese punto.
—No estaba pensando en la esposa y los pequeños de sir Ralph, señor… Su esposa murió el año pasado y los niños están en Escocia. Pensaba en su primo William Murdac, el recaudador de impuestos. ¿Le conocéis? ¿El que vive fuera de la ciudad, en Southwell?
—Es posible —dijo Robin.
—¿Posible? ¡Es perfecto! —Hugh dio un golpe en la mesa con el puño cerrado, que repercutió penosamente en mi cerebro—. Ese hombre es odiado, todo el mundo lo aborrece: el empeño que ponía en recaudar el diezmo de Saladino bordeaba la locura, y dudo que haya pasado todo el dinero recogido a su primo. ¿Qué recaudador de impuestos lo hace? Nos consta que el propio Murdac deja de entregar al rey una parte bastante respetable del dinero que recauda. Seguro que los cofres de su primo también están llenos a rebosar.
El hermano de Robin echó atrás su taburete y se puso en pie, con los puños cerrados apoyados en la superficie de la mesa. Irradiaba seguridad.
—Su palacio está bastante apartado, yo lo visité en una ocasión —dijo, y los ecos de su voz firme amplificados por las paredes de la cueva resonaron dolorosamente en mis oídos—. Sólo tiene un puñado de guardias apostados de forma permanente en la casa. Además —hizo un floreo como un jugador al enseñar el as de triunfo—, es soltero. No tenemos que preocuparnos de mujeres ni de criaturas.
Hugh volvió a sentarse y dirigió a Robin una mirada triunfal.
—Sí. Bueno. Bien pensado, Will —dijo Robin, con una inclinación de cabeza dirigida a través de la mesa al pelirrojo, cuyo rostro se iluminó con una gran sonrisa mellada. Luego, dirigiéndose a Little John, añadió—: ¿Podrás encargarte de eso?
John asintió, y Hugh frunció el entrecejo.
—Quiero que me traigáis aquí la cabeza de ese William de Southwell —concluyó Robin—. Quiero entregársela a Murdac con un mensaje personal. Llévate a Will Scarlet, puesto que conoce el lugar.
El gigante asintió de nuevo. Robin se volvió entonces a Hugh.
—No te enfades, hermano. Quiero que organices otra cosa para mí, más importante que una expedición de castigo…
Hugh hizo una seña afirmativa, pero parecía todavía dolido.
—Muy bien. Punto siguiente —siguió diciendo Robin—. Quiero instalar en la granja de Selwyn la nueva escuela de adiestramiento, y quiero centinelas apostados día y noche en todos los caminos que pasan por allí. No quiero que se repita lo de Thangbrand. —Se dirigió entonces a Hugh—: ¿Tienes aún gente tuya en el castillo? Bien. Asegúrate de que nos den la alarma cuando una tropa de más de, digamos, por lo menos cincuenta jinetes salga de Nottingham…
La conferencia continuó, pero yo me sentía cada vez más enfermo. Me dolía el brazo mordido, no había cicatrizado bien a pesar de que Tuck lo vendó con gasas empapadas en agua bendita. La cabeza me daba vueltas y no era capaz de enfocar bien la vista. Vi entre nieblas a Robin mientras escuchaba las opiniones de sus hombres, tomaba decisiones y pasaba al punto siguiente. Era siempre exquisitamente amable, e incluso cuando le proponían los mayores disparates se limitaba a contestar: «Me parece que esa idea no es la mejor que hemos escuchado hoy».
No necesitaba ser cruel: Little John siempre estaba dispuesto a abochornar a quien decía alguna tontería, y el análisis de Hugh de una propuesta idiota era implacable, como yo sabía muy bien desde los días en que fui alumno suyo.
A pesar de que ponía toda mi voluntad en atender, mi atención se dispersaba. Las palabras se me hacían confusas, y en medio de mi mareo y de mis dolores empecé a pensar en las relaciones que unían a aquellos hombres. Todos parecían tener papeles muy definidos en la banda: Hugh era quien controlaba el dinero y los aspectos relacionados con la información sobre las operaciones; poseía una mente sutil, un enfoque filosófico de sus actividades. John era el encargado de hacer cumplir la voluntad de Robin, y el responsable de la instrucción de los hombres en el uso de las armas. Robin era el juez: tomaba decisiones, daba órdenes, y en él se equilibraban las dos fuerzas, mental y corporal, representadas por su hermano y por John. ¿Y Tuck? Tuck era un enigma. ¿Qué hacía, mezclado con aquella rústica compañía?
La conferencia terminó, y después de despedir a los hombres Robin se quedó sentado a la mesa, comentando alguna cuestión en voz baja con Hugh. Observé a los dos hombres mientras hablaban. La cara de Hugh se iluminó de alegría al oír las instrucciones secretas de Robin. En la penumbra los dos se parecían, aunque el rostro de Hugh era más alargado, más viejo y en cierta forma más triste. Pero estaba claro que Hugh adoraba a su hermano menor; su expresión mientras escuchaba era de devoción absoluta. Robin puso una mano sobre el hombro de Hugh y los dos se levantaron de la mesa; Hugh salió a toda prisa de la cueva, feliz y decidido. No volví a verle en varias semanas.
Robin se acercó al lugar donde aguardaba yo cruzado de brazos, junto a la entrada de la cueva, con la esperanza de que me diera alguna misión o alguna tarea difícil de realizar. Me miró con atención a los ojos, preocupado.
—Tú no estás bien —dijo—. Déjame ver tu herida.
Me llevó de nuevo a la mesa y me hizo sentar, porque las piernas me temblaban. Mientras desenrollaba con cuidado las vendas, advertí por primera vez el olor, una vaharada corrompida, un hedor a carne podrida. Cuando apartó las últimas gasas sucias de sangre y de pus, rompió la costra a medio formar sobre las heridas hechas por los dientes del lobo, y yo di un grito agónico al sentir una punzada de dolor insoportable que recorrió mi brazo y fue a alojarse en mi cerebro. Luego, ya no supe más.
♦ ♦ ♦
Soñé con mujeres, y con el bosque virgen. Estaba tendido boca arriba en el bosque moteado por la luz del sol, y oía una voz que cantaba la
Canción de la doncella
. La voz pertenecía a una muchacha de una belleza casi imposible: esbelta y flexible como un sauce joven, con un vestido blanco que se ajustaba a su cuerpo ligero y a sus pechos pequeños y dulces. Cantaba y bailaba al mismo tiempo, y evolucionaba entre los árboles como si ellos fueran sus compañeros de danza. Me puse en pie de un salto y eché a correr detrás de ella, gritándole que me esperara. Mientras corría a tropezones por el bosque con la muchacha casi al alcance de mi mano extendida, el cielo empezó a oscurecerse y yo salí de la espesura a un amplio claro de suelo pantanoso y despejado, y allí me detuve. Atrajo mi mirada una gran roca gris, casi de la altura de un hombre pero colocada en ángulo oblicuo, como un árbol parcialmente desarraigado. La muchacha vestida de blanco bailaba junto a la roca pero sus pasos eran más lentos, más solemnes. Me hizo una seña para que me acercara, pero no pude moverme y ella, con un encogimiento de hombros, siguió bailando alrededor de la roca gris, y empezó a acariciarla. Luego trepó por la roca y montó sobre ella a horcajadas como lo habría hecho en un caballo, apretando la piedra gris entre los muslos. Entonces la roca se transformó en un gran corcel gris que pateaba el aire con sus enormes cascos. La muchacha dio un sonoro grito y ella y su montura se elevaron en el aire. Volaron por encima del claro mientras ella lanzaba gritos salvajes al pasar por encima de mi cabeza. Luego, con tanta suavidad como cae al suelo una hoja seca, volvieron al suelo y el caballo se convirtió de nuevo en roca. La muchacha se deslizó por su lomo y se quedó tendida, acurrucada, en la base de la roca, dormida al parecer. Me quedé mirándola, y la palidez de su rostro se coloreó y ella se llevó una mano al vientre y empezó a gemir. De nuevo intenté moverme, acudir en su ayuda, pero no pude. Amanecía, y cuando miré mis pies vi que habían echado raíces como los árboles. Volví a mirar a la muchacha blanca y vi que ya no era una muchacha. Estaba tendida boca arriba desnuda, en un charco de sangre que se rizaba, cambia de forma y se convertía en los pliegues de una manta colocada bajo su cuerpo. Los pechos le crecían y colgaban a ambos lados de su pecho; el vientre también se había hinchado y ahora era redondo y maduro; y mientras la miraba, su vulva se abrió como una flor enorme y, con un largo gemido de la mujer, un enorme bebé cubierta de sangre asomó entre sus piernas. Quise extender ha ella mi brazo derecho, pero me resultó imposible levantarlo, y vi que se había convertido en una rama delgada rematada por unos vástagos retorcidos en el lugar donde habían estado mis dedos. El brazo se incendió de pronto y un ramalazo de dolor lo recorrió. Las llamas crecieron y empezaron a ascender hacia mi hombro.
A la sombra de la gran roca, la mujer del sueño sostenía en alto a su pequeño, envueltos los dos en la manta escarlata. Miró en mi dirección, sonrió y de inmediato me sentí aliviado; era una sonrisa venida a través de los tiempos, una sonrisa eterna de consuelo. Las llamas de mi brazo de madera se apagaron de pronto, como si lo hubieran metido en un cubo lleno de agua, y las quemaduras de la corteza fueron desapareciendo hasta convertirse en una línea negra que me cruzaba el antebrazo. Volví a mirar a la madre y vi que se estaba transformando de nuevo. La manta escarlata empezó a oscurecerse y tomó un color pardo, y luego negro; también la mujer cambió de forma, su espalda se curvó, sus pechos se arrugaron. Los dientes cayeron de su boca como los pétalos de una flor muerta y la piel de la cara se cerró sobre sí misma. El niño que tenía en las rodillas se oscureció y empezó a cambiar de forma. Su piel empezó a cubrirse de vello, que fue espesándose hasta convertirse en un pelaje oscuro, y una gran cola negra brotó de su espalda. Estaba viendo a una anciana con un gato negro que parpadeaba en su regazo. De nuevo me miró y sonrió: una mueca desdentada en una cara arrugada como la cáscara de una nuez. Levantó una mano, extendió un dedo huesudo y me llamó por señas. Yo grite, invadido por un terror masculino innombrable.
♦ ♦ ♦
Cuando desperté, estaba tendido sobre un jergón de paja en una cabaña a oscuras, desnudo bajo una gruesa manta que olía a humo y a sudor rancio. La única luz venía de un fuego encendido en el centro de la habitación. Una olla de hierro oscurecido colgaba de una cadena sobre el fuego, y una mujer vigilaba la olla y canturreaba para sí misma entre dientes. Por su perfil, me di cuenta de que era la mujer del sueño, de alguna manera todas ellas, la doncella, la madre y la vieja, las tres en una. Del techo colgaban atados de hierbas secas, y en los rincones de la cabaña habían amontonado distintos trastos: espadas y escudos viejos cubiertos de telarañas, la cornamenta de un gran ciervo, líos de ropa usada y polvorienta, y lo que parecía un esqueleto humano. La mujer, al ver que estaba despierto, vertió en un tazón un poco de caldo del que hervía en la olla y lo acercó a mi jergón.