—La mordedura de un lobo es muy peligrosa —dijo Ket, y Hob cabeceó con aire entendido a su espalda—. Nuestro tío fue mordido por un lobo, y murió una semana más tarde.
—Se cayó de un árbol cuando recogía muérdago, y se abrió la cabeza —dijo Hob, mirando a Ket con desaprobación.
—Sí, pero ¿por qué quería el muérdago? Para curarse la mordedura del lobo, que se le había infectado.
Las cuevas de Robin se transformaron con la multitud que empezó a llegar el sábado de Pascua por la mañana con la decidida intención de pasarlo bien. Toda aquella zona del bosque, habitualmente desierta y silenciosa, pronto fue tan concurrida, abigarrada y ruidosa como las ferias de Nottingham. A todos los recién llegados que aparecían con una de las palomas de la convocatoria, Robin les pagaba puntualmente un penique de plata, les daba las gracias y recibía de sus manos el pájaro, que después era depositado en el cesto correspondiente. Algunos visitantes se traían sus tiendas de campaña; otros levantaban con rapidez toscas chozas con ramas de árboles y barro, para cobijarse por las noches, y luego corrían a una de las cuevas mayores, donde Little John servía grandes jarras de cerveza gratis a todo el que se lo pedía. Buhoneros cargados con bandejas repletas de géneros de pacotilla, cintas de colores brillantes, pitos, amuletos de la suerte y confites, iban de un lado para otro gritando «¿quién compra?», a la espera de colocar su mercancía. Había peleas de perros y desafíos de lucha libre, carreras a pie y concursos de tirar de la cuerda. También hubo un concurso de tiro con arco que ganó Robin, lo cual no fue una sorpresa para nadie. Superó incluso a Owain, el capitán de sus arqueros galeses, que fue quien le enseñó a manejar el arco de batalla. Los jinetes gascones de la reina Leonor hicieron una exhibición de su destreza al ensartar con sus lanzas al galope unos repollos colgados en el extremo de unas cuerdas, a la altura de sus cabezas. Bernard hizo de juez de una competición de canto infantil y luego se emborrachó y cantó coplas obscenas durante horas delante de un auditorio de juerguistas tan borrachos como él. Un narrador de historias ambulante, un hombre anciano llamado Wygga, con una barba gris y puntiaguda y una sonrisa maliciosa, entretuvo a un gran grupo de oyentes con sus relatos maravillosos de antiguas batallas. Yo estuve sentado a sus pies durante horas, subyugado por las valerosas hazañas del rey Arturo y de sus caballeros, y me prometí a mí mismo recordar aquellas historias fabulosas y utilizarlas para componer mis propias canciones sobre ellas, algún día.
El domingo de Pascua, hubo una gran fiesta al mediodía. Todo el mundo tomó asiento en los toscos bancos arrimados a la enorme mesa en forma de anillo que había ayudado a construir con tablones aserrados, en un claro del bosque próximo a las cuevas. En total éramos más de quinientas almas. Se asaron en espetones dieciocho ciervos rojos y una docena de jabalíes, que luego fueron devorados por la multitud hambrienta hasta no dejar más que los huesos mondos. Un centenar de gallinas y doscientas hogazas de pan aparecieron en la mesa acompañadas por grandes pucheros de potaje. El vino y la cerveza manaban como ríos; y todo era regalo de Robin. Todos comieron hasta saciarse y bebieron hasta un estado de alegre ebriedad. Era maravilloso; algunos de los invitados más pobres parecían no haber hecho una comida decente en semanas, y por la gran mesa redonda se difundía un espíritu de estridente armonía, con gentes de todas las partes del país reunidas en paz. Sólo había una cosa que me preocupaba. Mencioné mis temores a Hugh, que estaba sentado a mi lado jugueteando con una celada mientras picaba de un cuenco con verduras y hierbas hervidas frías, y bebía largos tragos de vino.
—Con tanta gente aquí, seguro que este lugar ya no es un secreto para nadie. ¿No sabrá sir Ralph Murdac dónde encontrarnos?
Hugh sacudió negativamente la cabeza.
—Ahora somos demasiado fuertes —dijo, arrastrando un poco, pero sólo muy poco, las palabras—. Habrá aquí en este momento unos trescientos hombres de armas, comiendo la carne de Robin. Murdac tendría que vaciar Nottingham para poder igualar por lo menos esa cifra. No. Si quisiera atraparnos tendría que reunir un auténtico ejército, de mil hombres o más, y nos habrían llegado noticias mucho antes de que estuviera listo para la expedición.
Su explicación me tranquilizó, y me dediqué con entusiasmo a mi plato de jabalí asado con salsa de moras en conserva. Mientras masticaba se me ocurrió otra idea, y miré de reojo al hermano de Robin.
—Hugh —dije, y envalentonado al ver su cara congestionada por la bebida me atreví a hacerle una pregunta personal—, ¿por qué eres un proscrito? Sin duda un hombre de tus conocimientos podría encontrar trabajo en una mansión noble. Tal vez podrías incluso entrar al servicio del rey, y cuidar de su seguridad para tenerlo a salvo de sus enemigos como estás haciendo con Robin.
Hugh suspiró, y pude oler los dulces vapores del vino en su aliento.
—Tú no tienes familia, Alan, ¿verdad? —me preguntó. Yo negué con la cabeza—. La familia es una bendición, pero también una carga —expuso en tono profesoral, como si estuviera dando una lección—. Una familia es como un gran castillo; una fuente de poder y de fuerza…, pero también una prisión.
Escancié más vino en su copa y él me hizo una seña de agradecimiento antes de continuar.
—Nuestro padre murió muy poco después de publicarse la proscripción de Robin. Algunos dicen que aquello le partió el corazón. El anciano barón quería a Robin más que a sus otros dos hijos, a pesar de ser el más joven. Nunca se preocupó gran cosa de William y de mí, y de haber vivido lo bastante, seguro que el viejo bastardo habría convencido al rey de que perdonara a Robin. Pero el arzobispo de York, el piadoso Roger de Pont l'Évéque, insistía en que cayera sobre Robin todo el rigor de la ley, por haber dado muerte alevosa a uno de sus sirvientes. Y como Robin no regresó del bosque para presentarse al juicio, fue declarado proscrito por el arzobispo. Poco después el anciano barón sufrió un ataque y murió, y William, nuestro hermano mayor, heredó sus posesiones. Luego murió el arzobispo Roger. Pero para entonces, Robin tenía ya a su nombre una retahíla de delitos graves de un metro de largo, y sir Ralph Murdac quería su cabeza.
»Ni Robin ni yo simpatizamos con William, a pesar de que sólo tiene dos años más que yo. Es todo lo contrario que Robin: piadoso, mezquino, tímido, cauteloso y respetuoso con la autoridad. En pocas palabras, una comadreja de mierda.
Me sobresalté un poco al oír a Hugh calificar de esa manera a su hermano mayor. Y pareció darse cuenta, por entre los vapores del vino.
—Dicho sea en honor de William —continuó Hugh—, ha hecho una oferta a Robin y la mantiene en pie: si se entrega, él intercederá ante las autoridades e intentará conseguir una sentencia benévola. A Robin no le conviene, por supuesto; prefiere con mucho negociar desde una posición de fuerza, y por esa razón hace todo esto. —Con un amplio gesto de la mano señaló a izquierda y derecha, hacia los cientos de caras felices y encendidas que nos rodeaban—. Robin prefiere tener un ejército privado que le respalde, un par de cientos de hombres de armas leales y una docena de cofres llenos de plata para repartir, cuando solicite el perdón real. Y tiene toda la razón. —Bebió un largo trago de vino—. Siempre tiene razón, ¿sabes? Siempre. No como yo, que siempre me equivoco. Todo lo hago mal.
Su borrachera estaba entrando en la fase de la autocompasión.
—¿Y por qué razón fuiste a reunirte con Robin en el bosque? —insistí.
—Por una mujer, claro está —dijo Hugh. Y se echó a reír, con la cabeza balanceándose entre los hombros, una risa contenida que acabó por parecerse más a un sollozo. Luego se frotó la cara con la manga, me miró con ojos legañosos y me preguntó—: ¿Has estado enamorado alguna vez, Alan? —No esperó mi respuesta—. Vosotros los
trouvéres
soléis pensar que el amor es algo divertido, un pasatiempo entretenido. Pero no lo es. —Levantó su mirada legañosa y buscó la mía—. Amor es dolor —dijo con una voz perfectamente neutra—. El amor es una agonía que ahuyenta el sueño y convierte el pan en cenizas en tu boca. Yo he amado, y sé de lo que hablo.
Hizo una pausa sin dejar de mirarme, pero no dije nada. Quería que continuara pero noté la beligerancia del tono, la truculencia del borracho que se compadece de sí mismo, y preferí tener la boca cerrada.
—Me enamoré —siguió, pasado un rato— de la mujer más hermosa del mundo. La mujer más hermosa del mundo. Se llamaba Jeanne y era la hija de sir Richard Brewister. ¡Oh Dios, qué hermosa era! —Tomó otro sorbo de vino y enderezó los hombros, en un intento de mantenerse sobrio—. Yo era el chambelán de lord Brewister. Dirigía su hacienda, le llevaba las cuentas…, bueno, hará ya cinco o seis años de eso, y fue allí donde me enamoré de Jeanne. Ella me correspondía, y cuando se quedó embarazada quise casarme con ella, pero sir Richard no quiso oír hablar de matrimonio. Había puesto sus miras en un nivel más alto, un conde o un duque, no el segundo hijo de un barón menor, un simple escribano. Me despidió, de malos modos; aquel bastardo insensible me envió de vuelta con William. Y a ella la metió en un convento para que tuviera el niño a escondidas de todos. Era un chico. Pero me enteré…, me contaron…, que Dios se los llevó a los dos en el parto.
Se había desmoronado y ahora lloraba abiertamente, las lágrimas corrían por su cara alargada y yo me sentí avergonzado por él. Mientras fue mi severo preceptor, en la granja de Thangbrand, nunca le vi borracho, nunca tan vulnerable. Quise apartarme de él, desentenderme de su humillación, pero en cambio le pasé torpemente el brazo por los hombros, y él pareció encontrar algún consuelo en mi gesto. De modo que le pregunté qué ocurrió luego.
—Me sentí tan infeliz cuando ella murió, que no pude soportarlo. En Edwinstowe yo no era más que un caballero ocioso, el hermano pequeño del señor. Nunca heredaría nada, él no me permitiría casarme, me vería obligado a vivir la vida entera a su sombra, dependiendo de su generosidad, de las migajas sobrantes de su mesa. Me sentí desesperado. Pensé en profesar en las órdenes sagradas siempre he intentado amar a Dios con todo mi corazón y servirle, pero William no me lo iba a permitir. Quería tenerme bien sujeto a su lado, como un criado agradecido, viviendo de su generosidad para siempre. Creo que en lo más hondo de su ser, me odia. Pero entonces Robin vino a buscarme. Salió del bosque para salvarme.
Hugh hizo un esfuerzo para recuperarse. Sorbió, y se frotó los ojos enrojecidos con la punta del mantel. Luego se sonó la nariz con un sonoro trompeteo.
—Robin me necesitaba, ya ves. Su banda había crecido mucho; primero eran sólo él y unos pocos amigos que asaltaban a los viajeros que cruzaban Sherwood, y la cosa ha acabado en el circo que puedes ver: con refugios seguros, espías, y ese tribunal itinerante que imparte justicia al pueblo llano. De hecho es como un rey que decide sobre el destino de cientos, tal vez miles de personas, que ha acumulado una riqueza considerable, que presta dinero a caballeros en apuros y a mercaderes, que tiene un ejército propio… Y me pidió
a mi
que le ayudara. No me lo pensé dos veces. La alternativa era vivir como un caballero sin blanca y dependiente, un mendigo de alta cuna en la práctica, o bien convertirme en el primer ministro de un rey, aunque sea el rey de los proscritos.
♦ ♦ ♦
La fiesta continuó a lo largo de la tarde y de las primeras horas de la noche, con juglares, acróbatas y tragafuegos que entretuvieron a los comensales mucho rato después de que estuvieran llenos hasta reventar. Cuando la luna llena empezó a ascender en el cielo nocturno, me levanté tambaleante de la mesa, con el estómago tirante como la piel de un tambor, y me volví a la cueva a dormir en mi cálido jergón de paja. Dejé a Hugh roncando junto a la mesa, con su cabeza alargada y medio calva apoyada en los brazos.
Me desperté al cabo de pocas horas. La luna estaba muy alta en el cielo fuera de la cueva, pero no fue su luz lo que me despertó. Algunos hombres circulaban de un lado a otro por la cueva, en silencio, casi sigilosamente, y después de vestirse con ropas de abrigo salían a la noche, de uno en uno o de dos en dos. Todo estaba en silencio a excepción del roce suave de los mantos de piel y las sobrevestes de lana que los hombres se echaban encima antes de salir al bosque iluminado por la luna. Me entró la curiosidad. ¿Dónde iban, a aquellas horas? Muchos proscritos seguían acurrucados en sus jergones, roncando despreocupados, pero decidí seguir a aquellos hombres y ver qué se traían entre manos. De modo que me levanté, me puse sobre la camisa un gran manto con capucha y mangas amplias, y les seguí.
Debían de pasar del medio centenar los hombres y las mujeres que salían de la cueva y de las precarias chozas de los visitantes y se adentraban en el bosque. Era una visión fantasmal después de aquel día turbulento, pero todos estaban silenciosos y mostraban una actitud casi reverente mientras se alejaban de las fogatas y parecían ser engullidos por el bosque salvaje y oscuro. Con una sensación de nerviosismo, tiré de la capucha de mi manto para que me ocultara por completo la cara, y seguí aquella procesión silenciosa. Sentía que formaba parte de un secreto grande y solemne mientras caminaba a la zaga de de proscritos a los que conocía vagamente, a través de los bosques, siguiendo un antiguo sendero obstruido a medias por enredaderas y zarzas; señalaban el camino pequeñas candelas fijadas en la horquilla de los árboles a intervalos regulares. Cuando nos hubimos adentrado más en el bosque me uní a dos hombres, y ellos me saludaron con inclinaciones de cabeza pero sin hablar, y de alguna manera supe por instinto que no debía enturbiar la noche con mis preguntas. Caminamos durante cerca de una hora en silencio, siguiendo el camino marcado por las lumbres, y cuando de pronto salimos del bosque a una amplia llanura pantanosa, no pude reprimir un sobresalto de sorpresa. Era la llanura de mi pesadilla febril en la cabaña de Brigk con la gran roca gris en el lugar exacto donde la había soñado, y la silueta oblicua de la roca apuntaba al cielo en el mismo ángulo Pero ahora había también las formas de unas cincuenta figuras envueltas en ropas oscuras, encapuchadas y solemnes, rodeando el altar antiguo ante el que ardía una gran hoguera; y atado a la gran roca de granito, desnudo, amordazado, iluminado por la luz móvil de la llamas y con los ojos desorbitados por el terror, estaba el prisionero Piers.