Robin Hood, el proscrito (28 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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Capítulo XII

M
ientras miraba a Piers, empezó a sonar un tambor: una percusión lenta y regular, parecida al latir de una bestia gigante. Me alegré de que la capucha de mi manto fuera tan honda, y tiré de ella todavía más adelante, porque no deseaba ser reconocido por aquel infeliz. Ni que nadie me mirara a la cara. Por vergüenza, supongo. Ahora sabía por qué Robin había conservado la vida de aquel soldado enemigo, aquel antiguo proscrito traidor, y la sangre se heló en mis venas al darme cuenta de la crueldad blasfema que iba a perpetrarse esta noche. Pero por alguna razón no pude moverme de allí, no pude protestar. No hice nada más que mirar con un horror creciente el ritual impío que tenía lugar ante mis ojos. Y cuando todo acabó, cuando me sentí atormentado por la voz de mi conciencia, me excusé con el argumento de que no podría haber hecho nada para salvar su vida en medio de una multitud de más de cincuenta paganos sedientos de sangre; que intentar interrumpir aquella ceremonia satánica podía significar mi propia muerte, y carecía de la menor perspectiva de éxito. Pero la verdad es más oscura aún. No hice nada más que mirar porque una parte de mí, un rincón podrido y corrupto de mi alma, deseaba observar aquel ritual. Me repetía a mí mismo una y otra vez que aquello era brujería, que aquella noche un sortilegio me tuvo inmovilizado, pero lo cierto es que, como todos los demás participantes, sentía curiosidad y una parte de mí quería ser testigo de la ofrenda de la sangre de Piers a los antiguos dioses.

Al retumbar profundo del gran tambor se unió otro más agudo que le servía de eco, y luego un tercer tambor, cuyos golpes se anticipaban ligeramente a los de los otros dos. En conjunto, aquel espantoso ritmo combinado anunciaba la muerte del aterrorizado hombre que estaba atado a la antigua roca:
ba-boom-boom; ba-boom-boom; ba-boom-boom
… Me di cuenta de que, en contra de mi voluntad, me balanceaba al ritmo de los tambores, oscilando a uno y otro lado con la conciencia adormecida, emborrachado por aquel batir rítmico. Miré a mi alrededor y vi que los demás hombres y mujeres también se mecían. Luego empezaron a cantar: un himno grave con una melodía obsesiva que nunca había oído antes. Sin embargo, tenía una belleza majestuosa, era una alabanza a la diosa Tierra de la que toda la vida brota, la fuente de toda fertilidad. No conocía la letra, pero el canto era poderoso, irresistible, y yo también me sentí envuelto por el gozo de aquella música. Cuando el himno acabó con un crescendo rematado por un gran grito, también me encontré cantando con la multitud: «¡Salve, Madre… Salve, Madre… Salve!».

Al sonar el grito final de «¡salve!», una figura se adelantó del círculo de adoradores hasta el espacio central junto a la hoguera. Era una mujer vestida con una larga túnica de lana negra bordada con figuras de estrellas, liebres y medias lunas. Su faz, parcialmente oculta por la capucha de su túnica, estaba pintada de blanco, y llevaba un pequeño caldero redondo de hierro en una mano y un ramo de muérdago en la otra. Avanzó con movimientos graciosos hasta colocarse junto al fuego, delante de la gran roca. Alzó en el aire caldero y muérdago y pareció mirarme únicamente a mí cuando dijo en voz alta y clara:

—¿Estáis preparados para comparecer en presencia de la Diosa, la Madre del mundo?

—¡Estamos preparados, Madre, estamos preparados! —contestó la multitud con una sola voz, unánime y terrible.

La sacerdotisa se arrodilló junto al fuego y, después de murmurar una plegaria, arrojó un puñado de hierbas al fuego, del que se alzó una llama de un color verde azulado. Luego, con los ojos cerrados pasó muy despacio por tres veces el caldero de hierro por encima de las llamas. Se irguió, abrió los ojos, paseó despacio delante del círculo de espectadores, introdujo el muérdago en el caldero y fue asperjando de agua a los asistentes, mientras gritaba:

—¡Por el fuego y el agua, estáis purificados!

Mientras recorría el círculo sumergiendo el muérdago en el caldero y asperjando, temí el momento en que llegara delante de mí. Sólo era Brigid, lo sabía, revestida con aquella extraña túnica bordada y con la cara aterradoramente blanqueada con cal. Sólo era la amable mujer que me había curado el brazo, pero en mi interior iba creciendo el horror. Estaba seguro de que una maldad sin nombre se había introducido entre nosotros, y mientras ella se acercaba con el caldero y el muérdago agaché la cabeza, y un escalofrío recorrió mi cuerpo cuando sentí que el agua fría salpicaba mi manto.

Cuando la sacerdotisa hubo acabado la purificación de los congregados, entró de nuevo en el círculo de luz de la hoguera y, con ojos relampagueantes, dio un gran grito:

—¡Contemplad a la Madre!

Se desprendió de su túnica con un movimiento rápido y quedó enteramente desnuda, con los brazos extendidos. Su cuerpo estaba pintado con un revoltijo de sí bolos que se superponían los unos a los otros: en el bajo vientre tenía tres medias lunas que se cruzaban en forma de estrella doble de un color blanco brillante, y apenas podían distinguirse detrás de las rayas y las espirales rojas, azules y amarillas que parecían crecer de su cuerpo hacia el tórax. Los pechos plenos estaban pintados de rojo con líneas negras en zigzag que parecían brotar de los pezones; en los brazos extendidos había pintadas serpientes verdes, moteadas con círculos de un amarillo vivo; parecía que las serpientes se enroscaban en sus brazos y que reptaban hacia su corazón. En todos los lugares que quedaban libres en el resto de su cuerpo, había símbolos pintados que representaban los animales de la caza: venados y liebres, perros y halcones… Un jabalí pintado en su cadera gruñía en silencio y mostraba sus grandes colmillos. Ella quedó erguida e inmóvil, dejando que admiráramos los dibujos de su cuerpo desnudo. A pesar de mi repulsión ante aquel despliegue pagano, sentí crecer el deseo en mi ingle. Su cuerpo era hermoso, en la plena sazón de la feminidad: pechos redondos y perfectos, todavía lozanos y pródigos; cintura breve que se ensanchaba en las caderas generosas y en la mata oscura alojada en el pubis entre las piernas largas y delgadas. Sentí endurecerse mi miembro dentro de mis bragas.

Aparté la mirada de su desnudez y la dirigí, como castigo por mi lujuria, a Piers, atado a la roca detrás de ella. También él parecía hipnotizado por aquel cuerpo desnudo; tenía los ojos muy abiertos y oscuros, y sospeché que lo habían drogado. Entonces advertí, en el extremo más alejado del área iluminada por el fuego, y detrás de la gran roca, la silueta de un ciervo. La gran cornamenta extendida y el hocico del noble animal eran apenas visibles entre las sombras móviles. No podía ser real; ningún ciervo se acercaría tanto a una reunión como aquélla. Hubo exclamaciones de asombro entre los congregados al ver a la bestia, y corrió de boca en boca un murmullo como el susurro del viento entre las ramas de un sauce: «Cernunnos, Cernunnos, Cernunnos…». Y por detrás de la gran roca gris asomó una criatura que no se parecía a nada que yo hubiera visto antes.

Caminaba sobre dos patas como un hombre, pero el cuerpo era mucho más pequeño y encorvado, cubierto casi hasta el suelo por una pieza de cuero curtido. De su cabeza brotaban grandes cuernos, y se cubría el rostro con una máscara de madera que representaba la cabeza de un ciervo. Pero la forma en que se movía era inequívocamente la de un ciervo, el meneo nervioso de la cabeza, los arranques repentinos y luego esa increíble inmovilidad absoluta que se presenta cuando el animal advierte el peligro y vigila. Cuando empezó a recorrer el círculo de los celebrantes, algo me llamó la atención en su misteriosa realidad: los pasos delicados, la inclinación de la cabeza. De pronto, supe qué —o más bien, quién— era. Era Hob o' the Hill, le había visto imitar al ciervo y a otros animales como diversión el día anterior. Ahora estaba representando el papel de un antiguo dios del bosque. Cuando el hombre-ciervo hubo recorrido todo el círculo, desapareció de un salto detrás de la roca exactamente del mismo modo como lo haría un ciervo macho en el bosque al ver al cazador.

Me volví a observar a la sacerdotisa y vi que ahora estaba armada con un arco y una flecha pequeños, como de juguete; acto seguido, disparó la flecha hacia la oscuridad que había detrás de la roca. Un gran lamento se elevó de la congregación, y de nuevo comenzó el murmullo de «Cernunnos, Cernunnos», que fue elevándose hasta convertirse en un canto. Por detrás de la roca asomó un hombre, desnudo salvo por un faldellín de piel de ciervo que le cubría el vientre. Tenía la cara pintada de marrón, con los ojos rodeados por círculos blancos que los hacían parecer más grandes, y en la cabeza llevaba plantada la misma cornamenta que había llevado Hob antes que él. Su mano estaba puesta sobre el corazón, y por entre los dedos asomaba el astil de una flecha, y un delgado hilillo de sangre, como de un arañazo, corría por su torso desnudo. Era Robin, lo reconocí con una triste sensación de inevitabilidad. Y cuando el grito de «Cernunnos» llegó a su clímax frenético, él se dejó caer grácilmente frente a la piedra y permaneció inmóvil, con la flecha del corazón apuntando al cielo. Yo contemplé su cuerpo con un torbellino de emociones encontradas, y me chocó un detalle extraño en su cara embadurnada de marrón: la boca. De vez en cuando parecía contraerse un poco. En aquel momento solemne, en el punto álgido de aquella ceremonia sombría que era una ofensa clara para todo sentimiento cristiano y decente, parecía que el cadáver de Robin estaba haciendo esfuerzos para no echarse a reír.

La congregación quedó en silencio —nadie excepto yo pareció darse cuenta de las contorsiones faciales de Robin—, y en aquella repentina quietud Brigid, ahora de nuevo vestida pero con la capucha echada hacia atrás y una expresión feroz y decidida en el rostro, se adentró en el círculo de luz de la hoguera hacia el cuerpo muerto de Robin. Empuñaba una maza de hierro en la mano derecha, y un lazo corredizo además del caldero de hierro en la izquierda; de su cuello, sujeto por una cinta de cuero, colgaba un gran cuchillo negro de pedernal que relucía a la luz del fuego con una malignidad antigua. Se dirigió hacia la gran roca. Piers, atado y amordazado, la miraba con ojos implorantes. Sus ojos se cruzaron, estoy seguro, durante un instante, pero ella no tuvo compasión y, levantando la maza, gritó:

—¡En el nombre de la Madre…!

Y golpeó con la pesada bola de hierro la sien del pobre infeliz.

El se derrumbó de inmediato, con la cabeza caída hacia adelante, y yo sólo sentí un gran alivio. «Está muerto o inconsciente —pensé—. Ahora ya no siente nada». En ese momento me di cuenta de que, en mi mente, había aceptado ya lo inevitable de su muerte, y el remordimiento empezó a fluir, como la sangre de la sien de Piers.

Brigid pasó el lazo corredizo por el cuello intacto, y gritando de nuevo «¡en el nombre de la Madre!», tiró con fuerza del extremo de la cuerda, tensándola hasta que mordió la carne blanda del cuello. Piers no hizo el menor movimiento salvo cuando ella dio unos breves tirones de la cuerda, y yo pensé: «Ahora lo dejará en paz, gracias a Dios». Me equivocaba.

La sacerdotisa retiró el lazo, inclinó hacia un lado la cabeza de Piers y, colocando con cuidado el caldero debajo de ella, alzó el cuchillo negro y gritó:

—¡Su vida por la Madre!

Y rebanó el cuello inerme en un tajo profundo hasta el hueso de la columna. Hubo un borbotón de sangre, acompañado por un gran suspiro colectivo de la congregación; el corazón de la víctima, que aún latía, expulsó la sangre en un chorro violento, que fue disminuyendo luego hasta convertirse en un hilo intermitente que bajaba por el hombro desnudo y blanco hasta quedar recogido en el caldero. Yo cerré los ojos y musité una plegaria a Nuestro Señor Jesucristo por el alma del infeliz. Y por la mía.

Brigid untó sus dedos en la sangre que brotaba del cuello de la víctima y, arrodillada al lado de Robin, trazó cuidadosamente la letra «Y» sobre su pecho mientras él seguía tendido en el suelo y simulaba estar muerto. Luego ella mostró las manos ensangrentadas extendidas hacia el círculo de espectadores y gritó:

—Levanta, Cernunnos, levanta Señor del Bosque…

Entonces los reunidos se unieron a aquel grito, en voz baja primero y luego con más y más fuerza:

—Levanta, Cernunnos, levanta Señor del Bosque…

Robin, como si despertara de un profundo sueño, se puso en pie vacilante y alzó los brazos por encima de la cabeza, repitiendo en la forma de su cuerpo la «Y» trazada con sangre sobre su pecho y la de los cuernos que coronaban su cabeza.

El canto había cambiado y ahora decía «salve, Cernunnos; salve, Cernunnos…» con un volumen cada vez mayor, hasta hacerse casi ensordecedor, y los tambores recomenzaron su batir, reforzando el ritmo del canto y acelerándolo luego hasta el frenesí. Al final, Robin bajó los brazos de golpe y el estruendo cesó de inmediato. Un silencio fantasmal se extendió por aquel pantano maldito de Dios, el cuerpo de Piers colgaba flácido, atado a la roca, y los últimos restos de su sangre goteaban en el caldero de hierro. Entonces Robin dijo, con una voz que resonó extrañamente en el silencio:

—Que quienes deseen recibir la bendición de Cernunnos se adelanten, y doblen la rodilla ante él.

Una mujer se adelantó y se arrodilló delante de Robin. Él introdujo un dedo en el caldero de la sangre de Piers e, inclinándose, trazó la señal sangrienta del ciervo, la señal de la «Y», en su frente. Ella tuvo un estremecimiento extático cuando los dedos rozaron su piel y luego se volvió, agarró del brazo a un hombre de la congregación y lo atrajo para llevárselo fuera del círculo de luz, mientras tironeaba de sus ropas en su prisa por copular con él. Otro proscrito se adelantó y fue a arrodillarse delante de Robin, y fue signado con la sangre del sacrificio… A esas alturas yo ya había tenido mi ración de sangre y de ceremonia y de muerte innecesaria, y mientras más y más personas se adelantaban a recibir la bendición de Robin, me retiré a la oscuridad y, con el corazón cargado de remordimiento, emprendí el camino de vuelta a la cueva. A mi espalda podía oír los aullidos de hombres y mujeres, extraños entre ellos pero inflamados esta noche por la sangre derramada, que se lanzaban a una desenfrenada orgía sexual. Supe que nadie me echaría de menos.

♦ ♦ ♦

Me fui de las cuevas de Robin al día siguiente. No, debo aclararlo, porque encontrara el valor suficiente para apartarme de aquella banda malvada de paganos asesinos. No, sino porque Robin me envió a otro lugar. Me mandó llamar la mañana siguiente al sacrificio. Parecía cansado, y aún había rastros de pintura marrón en su cara. Yo no hice la menor alusión a la ceremonia brutal que había presenciado la noche anterior, a pesar de que hube de morderme la lengua. Como había cuidado de llevar siempre la capucha bajada y me había marchado sin recibir la pagana bendición de sangre de Robin, estaba convencido de que mi señor no sabía que yo había asistido a su ritual maligno, pero si empezaba a hablar del tema y a hacer preguntas, sabía que mi disgusto manaría a borbotones como la sangre de Piers.

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