Robin Hood, el proscrito (30 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood, el proscrito
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»Desde luego, más tarde supe que Robin le había hecho una visita acompañado del gigante John Nailon El caso es que los dos entraron en su castillo de noche, irrumpieron en su dormitorio y, mientras John le amenazaba con su gran hacha, Robin le hizo comerse media libra de plata, ciento veinte peniques de plata, uno por uno. Robin explicó a sir Roger, en tono muy sensato y razonable, que ahora que le había sido devuelto el dinero que se le debía por mi mano, si alguna vez se le ocurría volver a cortejarme las consecuencias serían muy desagradables. "Ella está bajo mi protección", dijo a sir Robert. "Y quien la moleste se enterará de hasta qué punto me disgusta su conducta."

Todavía me estaba riendo al pensar en aquel fatuo caballero obligado a tragarse una gran bolsa de monedas metálicas, cuando Marian añadió:

—Sin embargo, estar bajo la protección de Robin supone llevar una vida muy solitaria. Los hombres no se atreven ni siquiera a dirigirme la palabra. Quizá por eso disfruto tanto charlando contigo, mi guapo guardaespaldas.

Me sonrió. Yo dejé de reír y creí sentir una ráfaga de viento helado en mi cuello. Me pregunté qué me haría Robin si llegaba a enterarse de los pensamientos que había abrigado sobre Marian.

Ella pareció leer en mi mente.

—Estoy prometida a Robin —dijo—, y mi corazón siempre le pertenecerá. Pero eso no quiere decir que tú y yo no podamos ser buenos amigos.

Le agradecí sus palabras con una sonrisa forzada. Hugh había tenido toda la razón al llorar en su copa de vino, el día de la gran fiesta del bosque. Amar significa, las más de las veces, un gran dolor para una persona.

Capítulo XIII

A
unque gravitaba sobre la ciudad como un enorme puño de piedra, el castillo de Winchester me pareció maravilloso. Nunca en mi vida me había sentido tan contento al ver un símbolo del poder normando. Había crecido en la ciudad de Nottingham y sus alrededores, pero nunca había visto su castillo por dentro; de hecho, de haberlo visto me habría sentido aterrorizado, porque estar dentro de aquella fortaleza significaba, para un ladrón como yo, enfrentarse a la tortura y la muerte. Sin embargo, a medida que nuestro grupo, salpicado de barro y con las narices azules por el frío, se acercaba a Winchester por el camino de Andover, me di cuenta de lo mucho que había cambiado en el año transcurrido con la banda de Robin. Vi por primera vez el castillo al coronar una pequeña loma, y lo único que pensé fue: «Gracias a Dios, ahí encontraré comida caliente, agua templada para lavarme y la posibilidad de cambiarme y ponerme ropas secas».

Luego atrajo mi mirada la altiva majestad de la catedral de la ciudad, famosa por albergar las sagradas reliquias de San Swithin, el santo que trae la lluvia…, y fruncí el entrecejo. Nos había llevado más de dos semanas recorrer las doscientas millas aproximadamente que separan las cuevas de Robin de la ciudad de Winchester, y casi no había parado de llover durante todo el trayecto. Los caminos se habían convertido en lodazales, simples canales encharcados en los que los caballos se abrían paso hundiendo a cada paso los cascos en el suelo embarrado. Allí donde existía esa posibilidad, cabalgábamos fuera del camino, bien por los márgenes, más altos y menos fangosos, o bien a campo través. Pero era fácil perderse, y los soldados gascones estaban inquietos cuando abandonábamos el camino real. De modo que chapoteábamos en el fango la mayor parte de" tiempo, y parábamos por las noches en casas o granjas de amigos de Robin o de Marian, o en conventos en los que los monjes nos acogían con una magra cena, una mirada de sospecha y un jergón en el dormitorio donde descansar. Cada mañana nos levantábamos de nuevo con el alba y volvíamos a cabalgar bajo la lluvia pertinaz.

Marian, Dios la bendiga, conservó el buen humor a lo largo de todo el viaje, y mientras yo me arrebujaba en mi manto y maldecía la lluvia que me resbalaba por el cuello abajo y temblaba a merced del viento que soplaba contra mis calzas empapadas, ella contaba historias a Goody y describía el tiempo espléndido que íbamos a tener en Winchester; las fiestas, los juegos, las risueñas cortes de amor que la reina Leonor había importado de su nativa Aquitania, en las que poetas y trovadores competían entre ellos por ver quién creaba el mejor poema de amor. Las canciones eran juzgadas por Leonor y sus damas de compañía, y el vencedor era premiado con un beso. Bernard aguzó el oído al escuchar aquello. Había estado deprimido y callado casi todo el viaje, envuelto como yo en su mísero manto de lana empapada, pero cuando Marian mencionó las cortes de amor pareció transformarse, y la acribilló a preguntas. ¿Qué clase de canciones le gustaban a la reina? ¿Hasta dónde podía llegar un músico en la sátira política de los
sirventés
? ¿Eran bonitas las damas de compañía? Cuando acabó su interrogatorio, era un hombre nuevo.

—Al parecer, nos dirigimos a un lugar civilizado —me dijo, casi alegre—. A partir de ahora tenemos que componer buena música. Será mejor que eches atrás tu capucha, Alan, y empieces a practicar con esa flauta de fantasía. En algún momento tendremos que actuar, y no quiero que me abochornes delante de la reina.

Me dirigió una sonrisa burlona y empezó a cantar una de sus
cansos
favoritas en francés, con la voz deformada por su capuchón empapado y casi ahogada por el repicar insistente de la lluvia en el universo enfangado que nos rodeaba.

Entramos en la ciudad de Winchester por la puerta norte, y al instante la guardia nos dio el alto, pero cuando el capitán gascón gritó: «¡Condesa de Locksly!», se alzó la barrera de madera y nos adentramos al trote por las concurridas calles de la ciudad. Winchester parecía más populosa que Nottingham; las casas se apretujaban, arrimadas unas a otras, y las calles eran más estrechas y tortuosas. La otra cosa que me llamó la atención, sobre todo después de viajar tanto tiempo por el campo, fue el olor. La ciudad apestaba a mil olores desagradables: a excrementos, carne podrida, basura acumulada y sudor humano. Me tapé la nariz y la boca con la manga empapada de mi manto; y en ese preciso momento, delante de mí una ama de casa se asomó a una ventana y vació en la calle los meados de un orinal. A punto estuvo de rociar la grupa del caballo de Bernard, que se volvió y gritó a la mujer algo en francés; ella se disculpó y cerró los postigos apresuradamente. El contenido del orinal fue a sumarse al arroyo de inmundicias que fluía por el centro de la calle, y nosotros desviamos nuestros caballos hacia los lados para evitar aquella corriente nauseabunda, y procuramos sortear los montones de basura podrida, los perros muertos y los mendigo harapientos que suplicaban una limosna acurrucados en el umbral de la puerta de las casas. Las ratas se escurría por entre los cascos de nuestros caballos, y yo recordé con añoranza el bosque salvaje y limpio de Sherwood.

Cruzamos el puente levadizo del castillo hacia el mediodía, y entramos en un gran patio en el que fuimos atendidos por criados que se hicieron cargo de nuestros caballos y nos condujeron al ala del castillo que albergaba a la reina Leonor y su séquito. Me asombraron las enormes dimensiones del palacio; sólo el patio era tres veces mayo que toda la casa de Thangbrand, y se abrían a él mucho; puertas que llevaban a un laberinto de cámaras y pasillos, salas menores y, por supuesto, la gran sala en la que la reina Leonor almorzaba con el condestable del castillo y su carcelero nominal, sir Ralph FitzStephen. Lo cierto es que Leonor no sufría un encierro tan riguroso como el de años anteriores, cuando había sido totalmente aislada del mundo exterior y privada de compañía, con la excepción de su sirvienta Amaría. De hecho, hubo una época en la que las condiciones de vida de Leonor eran tan espartanas que se veía obligada a compartir cama con Amaría. Ahora, aunque el rey seguía teniéndola cuidadosamente encerrada por miedo a que prestara ayuda al hijo de ambos, el duque Ricardo, con quien él estaba en guerra en tierras francesas, le proporcionaba todas las comodidades a las que tenía derecho por su rango, incluido un séquito numeroso.

Con todo, el rey estaba viejo y enfermo, desgastado por largos años de guerra con sus hijos, debidos a las disputas de éstos sobre la herencia que les correspondía. Cuando muriera, y algunos aseguraban que aquello iba a suceder muy pronto, Ricardo sería rey y su amada madre Leonor se convertiría en una mujer todavía más poderosa. Así pues, sir Ralph FitzStephen trataba con grandes miramientos a su real prisionera y, aunque no le permitía salir del castillo, cerraba los ojos para no ver los continuos mensajeros que iban y venían de Francia y de Aquitania.

Desde luego, en aquella época yo no sabía nada de todo ese asunto. Me atemorizó la enorme mole de piedra en la que acabábamos de entrar, y me desconcertó el gran número de habitaciones que formaban parte de los apartamentos de la reina. En Inglaterra, la mayor parte de la gente vivía en una sola habitación: madre, padre, hijos y ganado, todos apretujados en un pequeño espacio lleno de humo, de pocos metros de largo; en Winchester había más habitaciones de las que yo había visto nunca bajo un mismo techo, las paredes eran altas y estaban revestidas de tapices o pintadas con escenas de caza, o bien imágenes de la Biblia o de la Virgen María. Los criados nos informaron de que la reina estaba reposando, pero que los baños estarían listos en un instante y nos llevarían ropa limpia y comida a la habitación que nos habían asignado a Bernard y a mí. Goody desapareció, llevada en volandas por otras mujeres de la casa, y Marian se instaló en sus propios apartamentos; pero todos debíamos reunimos de nuevo al anochecer. De modo que Bernard y yo nos quitamos nuestras ropas de viaje empapadas y nos acercamos al pabellón de los baños. Allí, en unas grandes tinas de madera forrada llenas de agua caliente y colocadas al lado de un fuego crepitante, dejamos disolverse las fatigas del camino. Era una sensación maravillosa: dos criados se relevaban en el vertido de jofainas con agua hirviendo para mantener la temperatura del baño, mientras un tercero me frotaba la espalda, que poco a poco iba entrando en calor. Bernard parecía bullir de excitación a pesar de su cansancio; canturreaba para sí mismo casi todo el rato, y era evidente que componía alguna cosa, una canción de amor según creo, y murmuraba: «No, no, no… ah, pero cómo…». Hice un esfuerzo por atender a su nueva canción, pero no tardé en quedarme dormido sumergido a medias en el agua caliente.

♦ ♦ ♦

Fuimos llamados a la presencia de la reina aquella noche. Lavados, cepillados y vestidos con túnica y calzas nuevas de seda verde, cortesía de Marian, fuimos conducidos a la sala menor que utilizaba Leonor para sus reuniones privadas. Era, a pesar del nombre que le daban, una gran sala, con muros de piedra cubiertos con tapices que mostraban, según me pareció, paisajes famosos de Aquitania, y un alto techo abovedado de madera. Aunque era ya primavera, dos grandes braseros ardían en el centro de la habitación y difundían un calor agradable; y una veintena tal vez de hombres y mujeres con hermosos vestidos paseaban por la sala y bebían vino, reían y charlaban entre ellos. Entramos en la estancia, con Marian delante dando la mano a una Goody limpia y bien peinada, mientras Bernard y yo cerrábamos la marcha. Bernard tenía todo el aspecto de un príncipe de sangre: aquella tarde, mientras yo dormía había buscado un barbero en el castillo, y sus cabellos, ahora relucientes y limpios, habían sido recortados en forma de cuenco invertido; llevaba el rostro rasurado e incluso había encontrado tiempo para entretejer unas cintas de color rojo y amarillo en su túnica verde de seda, lo que le daba un aire alegre y festivo. Olía a aceite de rosas y a otros perfumes caros. De nuevo se pavoneaba como un gallito, alegre, brillante y feliz. Su porte era más erguido, parecía encontrarse en su propia casa en aquel castillo enorme y oscuro; sospeché incluso que estaba enteramente sobrio. En comparación yo me sentía torpe, provinciano y nervioso, y le agradecí que me pidiera que le llevara la viola, que había pulido hasta hacerla brillar como un espejo; así me proporcionaba algo detrás de lo que esconderme.

Cuando entramos en la sala, la multitud se apartó dejando ver un gran sitial colocado en el extremo más lejano, en el que estaba sentada una mujer anciana vestida con una espléndida túnica de raso dorado con brocado de joyas y perlas. Debía de tener unos sesenta y cinco años, una edad muy superior a la que alcanza la mayoría de las personas, casi diez años más que los que tengo yo ahora, pero su tez era lisa, apenas sin arrugas, y su expresión vivaz, y los ojos brillaban como los de un gorrión bajo el complicado tocado blanco sujeto a su cabeza con hilo de oro. Era Leonor, la reina, y advertí con emoción que a pesar de su edad avanzada, todavía era hermosa.

Sonrió al ver a Marian, se puso en pie y le hizo seña de que se acercara.

—Bienvenida a casa, hija mía —la saludó en francés. Su voz era cálida, con un deje un poco ronco que añadía un toque sensual. Marian se inclinó en una graciosa reverencia y luego corrió a abrazarla. Leonor tomó la barbilla de Marian en su mano izquierda y la miró a los ojos—. ¿De modo que has vuelto intacta de ese cubil de ladrones? —preguntó, provocando un leve rubor en Marian.

—Sí, majestad, como veis me encuentro sana y salva.

—Hummm. ¿Cómo está Odo, ese terrible muchacho? —quiso saber la reina.

—Está bien, majestad, y os envía sus más rendidas gracias con este regalo —añadió presentando un grueso anillo de oro adornado con una gran esmeralda del tamaño de huevo de una codorniz.

Leonor lo tomó con una mano ya cargada de anillos, y le dio vueltas para captar en él los reflejos de una antorcha que ardía en un candelero sujeto al muro. Luego se echó a reír; su risa era oscura, íntima.

—Ese chico es terrible; yo misma di este anillo al obispo de Hereford como regalo de despedida, hace dos años. —De nuevo resonó su risa ronca—. De verdad que es un tunante, ¡pero divertido, muy divertido! No me extraña que te hayas enamorado de ese bribón. —Luego se volvió hacia nosotros—. También has traído a unos amigos contigo, ¡qué encantador…!

—Este es Bernard de Sezanne, el famoso
trouvere
, por desgracia exiliado de su país natal —dijo Marian, y Bernard hizo una profunda reverencia y, mirando a Leonor, soltó una larga retahíla en una jerga extraña. Sonaba a francés, pero no lo era; era como cuando oyes hablar a alguien en sueños, y no alcanzas a entender sus palabras. Sin embargo, Leonor pareció encantada al oírle. Le sonrió radiante y le contestó en el mismo dialecto, sin duda en respuesta a la pregunta que él le había hecho. Más tarde supe que habían conversado en
langue d'oc
o
plena lenga romana
, la lengua hablada en Aquitania y en otros países del sur de Europa. Había oído a los gascones hablar así entre ellos, aunque siempre se dirigieron a mí en un mal francés. Descubrí que podía adivinar el sentido de casi todas las palabras, si me concentraba; era bastante parecido al francés, aunque el sentido general de la conversación se me escapó. Pero era la lengua nativa de Leonor, la lengua de los trovadores.

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