Roma de los Césares (15 page)

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Authors: Juan Eslava Galán

Tags: #Histórico

BOOK: Roma de los Césares
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Cuando los verdugos quieren acelerar la muerte del reo, le rompen los huesos de las piernas («crurifragium») con una barra de hierro, lo que le impedirá apoyarse sobre el «sedile» cuando la asfixia o el paro cardíaco le provocan la muerte. Por el contrario, en algunos casos, se podía prolongar la agonía y el suplicio del crucificado perforando su costado derecho de una lanzada para que el aire penetrara directamente al pulmón, a modo de rudimentario y brutal neumotórax.

La crucifixión fue empleada por los romanos hasta el año 337, en que Constantino la abolió por respeto a la memoria de Jesucristo.

Capítulo 12

Treinta mil dioses (y algunos más)

L
as religiones monoteístas suelen profesar la creencia en un dios absoluto, severo y remoto que se sitúa por encima del mundo y castiga o premia a los hombres con arreglo al exigente código moral que les ha impuesto.

Para comprender las ideas religiosas del ciudadano romano es menester que hagamos el esfuerzo de instalarnos en su mentalidad politeísta. Los muchos dioses del romano eran, también, poderosos e inmortales, pero al propio tiempo estaban sujetos a humanas debilidades y a corporales urgencias.

Como participaban de la debilidad del hombre, no le imponían código moral alguno. Sus relaciones con el devoto eran meramente funcionales: toma y daca. Cúrame y te ofreceré un sacrificio. Si la divinidad permanece sorda a nuestras súplicas será porque el sacrificio ha sido insuficiente o defectuoso. Hay que cansarlos, insistir hasta que se consigue su auxilio («fatigare deos»).

La historia sagrada que los niños romanos aprendían de labios de sus nodrizas o en la escuela establecía que en un principio sólo existieron el cielo (Urano) y la tierra. De su unión nacieron los doce titanes, dos de los cuales, Saturno y Cibeles, engendraron a la primera generación de dioses, a saber: Júpiter, el todopoderoso dios del cielo; Juno, su esposa, diosa del cielo y del matrimonio; Ceres, la tierra fecunda; Vesta, diosa del hogar; Neptuno, que reina sobre el mar, y Plutón, señor del reino de los muertos. Además, la generosa virilidad de Saturno tuvo una polución sobre el mar y de ella nació Venus, la diosa del amor y de la belleza. A estos dioses se sumaban los de la segunda generación, nacidos unos de la unión de Júpiter con Juno y otros de las múltiples aventuras adulterinas en las que el fogoso Júpiter se complacía: Marte, dios de la guerra; Vulcano, dios del fuego; Minerva, la inteligencia; Apolo, el sol y las artes; Diana, la luna, la castidad y la caza; Baco, el vino y el frenesí, y Mercurio, el comercio y la elocuencia.

Pero el brillo de estos doce dioses mayores, casi todos heredados de los griegos junto con su rica mitología, no lograba eclipsar el fascinante firmamento de dioses menores que tutelaba cada mínima parcela de la vida del romano. Varrón llegó a contar treinta mil dioses, pero seguramente no agotó la lista, que por otra parte se ampliaba continuamente con la adopción de las exóticas divinidades de los pueblos conquistados. Naturalmente, ningún romano recordaba los nombres y atributos de todos.

A los dioses principales se consagraban templos magníficos en los que se adoraban sus veneradas imágenes.

El sencillo pueblo las distinguía por sus atributos simbólicos, como nosotros hacemos con nuestros santos (alguno de los cuales, por cierto, no es sino el correspondiente dios pagano cristianizado).

A la abultada nómina de estos dioses hay que añadir algunos otros llegados de Oriente que, en la época de los Césares, atraerán cada vez más a la plebe romana con sus ritos secretos e iniciáticos (mistéricos). Nos referimos a Isis, Serapis y Attis, a los que cabe añadir el más autóctono Baco (cuyas fiestas, las bacanales, eran motivo de escándalo para los severos partidarios de las antiguas costumbres). Augusto intentó, infructuosamente, limitar la difusión de estos cultos orientales. No obstante, a partir del siglo
II
todos ellos serían barridos por el culto de Mitra, de origen persa, al que muy pronto el cristianismo, otra religión oriental, de origen judío, haría la competencia. En el siglo
IV
, el cristianismo, que había asimilado una serie de mitos y creencias mitraicas, solares y mistéricas, fue casi universalmente aceptado.

Al margen de las divinidades públicas que hemos enumerado, cada familia de clase acomodada rendía culto a otras divinidades privadas, los lares familiares (Vesta, Lares y Penates), que vienen a ser los espíritus protectores del hogar. Este culto privado tiene su sacerdote en el «paterfamilias» y sus imágenes y altar en el «Lararium», la hornacina sagrada que ocupa la parte más noble del «atrium» doméstico. También recibían culto privado los «manes» o ánimas de los difuntos familiares, cuyas sacralizadas máscaras de cera se exhibían en los entierros y en otras ceremonias familiares. Existían, además, maléficas ánimas en pena, los «lemures» y «larvas», a los que había que apaciguar mediante sencillas ofrendas.

Entre los romanos, el sacerdocio era un cargo público como otro cualquiera, para el que solían designarse funcionarios de orden senatorial de probada experiencia. En la cúspide del escalafón estaba el sumo pontífice («pontifex maximus»), por lo general el propio emperador, que era el jefe de la religión nacional, nombrado por el cónclave de los dieciséis pontífices. A él corresponde nombrar y controlar a los sacerdotes públicos, particularmente a los flaminios y a las vestales. Los flaminios eran quince y estaban consagrados al culto de Júpiter, Marte, Quirino y los otros dioses mayores. Las vestales eran siete religiosas escogidas entre las muchachas de las mejores familias.

Hacían voto de castidad y de pobreza y habitaban en un convento de clausura («atrium vestae»), donde tenían a su cuidado el fuego sagrado. El castigo por la pérdida de la virginidad de una vestal consistía en enterrarla viva.

Existían también los doce sacerdotes salios, consagrados a Marte, al que celebraban en la fiesta del patrón con una danza guerrera, y los decemviros, que eran los intérpretes autorizados de los Libros Sibilinos, colección de ambiguas profecías que el rey Tarquino compró a la sibila de Cumas siglos atrás. Cuando ocurrían milagros («prodigia») la autoridad ordenaba consultar solemnemente estos textos y de ellos se deducía la conducta a seguir por el gobierno. Quedan todavía otras categorías sacerdotales importantes, dedicadas a la predicción del porvenir: dieciséis augures y hasta setenta arúspices. Estos últimos basan sus predicciones en el examen del hígado de animales sacrificados. El romano está persuadido de que los dioses comunican a los hombres sus deseos sirviéndose de fenómenos naturales tales como truenos, relámpagos, ataques de epilepsia, sueños y formas de volar de distintas aves. A este efecto son de buen agüero el águila, la garza real y la corneja; de mal agüero, el búho y la golondrina.

Los encargados de interpretar tales signos son los augures. Antes de proceder a cualquier empresa importante, pública o privada, es aconsejable consultar al augur. El augur se coloca mirando al sur y espera a que la manifestación de lo numinoso se produzca.

Lo que ocurre a su izquierda es, en términos generales, negativo (izquierda es «sinister», lo siniestro). No obstante, para las más importantes consultas oficiales, particularmente en tiempo de guerra, resultaba más científico y seguro recurrir a los pollos sagrados, mantenidos en una gran jaula dorada, al cuidado del templo. Si comían de buena gana era excelente señal, pero si se mostraban inapetentes, la señal era funesta, se avecinaban malos tiempos.

Para estimular a las divinidades a que nos favorezcan se les reza, se les encienden lámparas y se les ofrecen los sacrificios que más les agradan, según un ritual rígidamente establecido: a Júpiter, bueyes blancos; a Ceres, cerdos o tortas de harina; a Venus, palomas; a Diana, ciervos.

Los pobres se contentan con animales pequeños, tortas votivas, figuritas exvotos o un poco de vino. En ocasiones especiales se ofrece una «suovetaurilia» o triple sacrifico de cerdo, oveja y buey; o incluso una «hecatombe» en la que se inmolan cien bueyes. Y, sólo para situaciones extremadamente angustiosas, de peligro nacional, como cuando Roma se sintió amenazada por Aníbal, se vota una primavera sagrada que entraña la inmolación ritual de todo lo nacido durante la primavera, sea hombre o animal.

Al paganismo romano, lo mismo que al cristianismo que lo suplantó, no le repugnaba la idea de que un hombre nacido de mujer pudiera recibir honores divinos. Un notable precedente lo justificaba: el faraón del antiguo Egipto recibía culto como dios vivo y se consideraba ahijado de los dioses y manifestación visible de la divinidad.

Los Césares romanos adoptaron la misma idea y elevaron a la categoría de dios al emperador Augusto («divus Augustus») como hijo de la diosa Roma. Sus sucesores también fueron divinizados, algunos de ellos en vida.

Serían «dominus et deus» y cambiarían el título de Imperator Cesar por el de «Dominus Noster». La creciente importancia del culto al emperador, cada vez más asimilado al del Sol, fue arrinconando al politeísmo y, eficazmente secundado por la nueva moral que imponía la filosofía estoica, preparó el camino del monoteísmo cristiano.

Magia y superstición

Como todos los pueblos antiguos, los romanos son muy supersticiosos.

Cuando estalla una tormenta sudan y se angustian, permanecen inmóviles en sus casas, acurrucados y con la cabeza cubierta por un trozo de tela. A cada relámpago que perciben silban para conjurar los desatados espíritus. Si se produce un eclipse, la ya de por sí ruidosa Roma se conmueve con el fragor de las cacerolas. Todo el que posee objetos de cobre los hace entrechocar para alejar de su casa la mala suerte. Los pobres se sienten más pobres que nunca puesto que sus cacharros de barro no consienten tan ruidosas instrumentaciones. Miles de supersticiosas limitaciones presiden la vida diaria del romano. Nadie se corta las uñas si es día de mercado o cuando viaja por mar. Si están comiendo y una tajada cae al suelo, la recogen y la comen sin limpiarla.

El romano siente auténtico pavor por el mal de ojo. Para conjurarlo no se cansa de hacer la higa («digitus infamis») o recurre al falo, que es símbolo de saludable vida. Por todas partes encontramos representaciones del pene en erección: en medallas que se llevan al cuello, en colgantes, adornos, muebles, lámparas, cuadros.

Incluso la flecha que señala una dirección en la encrucijada de caminos puede adoptar la forma de un pene.

Las inscripciones conjuradoras se leen por doquier: «rumpere inviedax» «revienta envidia» o «arseverse», en la puerta de la casa, para preservarla del fuego. Igualmente abundantes son las maldiciones. Por ejemplo, esta tan curiosa que encontramos en los vestuarios de los baños públicos:

Si te llevas mi toalla que se te haga agua el cuerpo y la vayas dejando atrás como rastro apestoso por donde andes, ladrón
.

Cae uno enfermo y lo primero que piensan es que algún enemigo lo ha hechizado. Antes de llamar al médico recurren a la magia: queman azufre en torno al enfermo (probablemente agravando su mal si inhala los vapores), lo espolvorean con harina bendita, salmodian secretas fórmulas mágicas a Hécate, la diosa hechicera, cuyos dominios son la fiebre y la epilepsia…

Los romanos creen en los fantasmas, en las casas encantadas, en los vampiros devoradores de difuntos, en los hombres lobos («versipellis») y en las brujas que vuelan por los aires. En Horacio encontramos los nombres de tres de ellas: Canidia, Sagana y Veya. En cuestiones de hechicería, hasta los descreídos Propercio y Ovidio, que hacen profesión de despreciarla, se nos muestran sospechosamente bien informados sobre sus procedimientos. Se supone que las brujas obtienen sus filtros mágicos a partir de poco comunes ingredientes: huesos de difuntos, hierbas del cementerio, huevos de serpiente, vísceras de sapo, etc. Sus drogas tienen el poder de emobotar los sentidos. Tibulo avisa a su amada Delia de que esta noche podrán dormir juntos sin temor ni sobresalto, pues el marido de ella no podrá sorprenderlos: con ayuda de una hechicera le ha ofuscado los sentidos. Casi nos alivia saber que la dulce Delia perpetrará su desliz conyugal sin recurrir al más drástico e igualmente efectivo procedimiento mágico que otras romanas infieles usaban para burlar la vigilancia de sus maridos. Daremos la fórmula en beneficio del curioso lector: se toma una corneja, se rezan sobre ella ciertos conjuros y a continuación, con unas tijeras, se le extraen los ojos («configere oculos»). De este modo el marido no se percatará de que su esposa recibe a un amante en el lecho. Es magia simpática, sin duda más terrible para las cornejas que para los maridos.

Los procedimientos mágicos son infinitos. El campesino envidioso de su vecino puede recurrir al «rapto de la cosecha» por medio de un mal «carmen» o cántico, sortilegio recitado de origen sabino, que tiene la virtud de captar la energía de la parcela del vecino y concentrarla en la propia.

Si el encantamiento funciona, el codicioso labriego se verá doblemente recompensado: obtendrá una excelente cosecha y su odiado vecino no recuperará en la suya ni la simiente que sembró.

La magia negra puso de moda, en la Roma imperial, la defixión, un antiguo procedimiento mágico consistente en consagrar a una divinidad infernal la persona que se quería perjudicar.

En una tablilla de plomo o de cera se inscribían los datos del hechizado seguidos de ciertas fórmulas mágicas y de una ristra de imprecaciones.

Un ejemplo:

«¡Introducidle terribles fiebres en todos sus miembros! ¡Matadlo, oh dioses infernales, en el alma y el corazón! ¡Destruidlo, trituradle los huesos! ¡Estranguladlo! ¡Retorcedle y torturadle el cuerpo!».

Luego la ilustrada tablilla se atravesaba con un clavo, operación que contribuía a «fijar» la maldición. Si el clavo procedía de un cadalso o de las parihuelas de un muerto, tanto mejor. Finalmente se enterraba en las proximidades de una tumba o se arrojaba al mar, para que el espíritu del muerto o los de los ahogados se encargaran de cumplir el maleficio. No todas las tablillas de defixión intentan perjudicar a una persona. Los móviles pueden ser muy variados: inclinar la voluntad de los jueces en un proceso, recuperar lo robado, hacer que el amante aborrezca a una rival (las romanas eran muy aficionadas a este procedimiento), o, simplemente, prevalecer sobre un adversario político o deportivo.

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